BIPOLAR

Correr bajo cero en dos extremos del planeta

Fecha de Edición: Diciembre 2020

@2020, Gorbea, Cristián

Derechos exclusivos de edición digital reservados para todo el mundo.

Editado y distribuido por:


ISBN: 978-987-47549-9-8

Editado en Argentina

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No se puede jugar a medias. Si se juega, se juega a fondo.

Para jugar bien hay que apasionarse, para apasionarse hay que salir del mundo de lo concreto. Salir del mundo de

lo concreto es introducirse en el mundo de la locura. Del mundo de la locura hay que aprender a entrar y salir. Sin introducirse en la locura no hay creatividad. Sin creatividad uno se burocratiza, se torna hombre concreto.

Repite palabras de otro.


Eduardo Tato Pavlovsky
Psicoanalista, escritor, actor (1933 - 2015)



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Lo más lindo que alguien me dijo fue: “Vos tenés la capacidad de convencer a las piedras de que son pájaros”. Hasta ahí no estaba muy impresionado pero luego el cielo se llenó de piedras volando. Es que en un mundo donde la percepción es más importante que la “realidad”, no interesa
si eres un pájaro o una piedra, sino que vueles.

Darío Bracali
montañista, 1972-2008.

Prólogo

¿POLOS OPUESTOS?

Claudio Destéfano
Periodista, networker y maratonista

Los periodistas tenemos claro que nos jugamos la vida en el título de cada nota. Estudios bien fundados reflejan que el 67% de la gente lee títulos y sólo el 33% profundiza.

Si estás parado aquí, estimado lector, es que la duda que planteé con los signos de pregunta sobre si los polos son opuestos generó un interés inicial que al menos le empata a la propuesta increíble de Cris Gorbea de unir el frío del Norte con el del Sur con el sudor de su cuerpo y el congelamiento de sus huesos.

En estas pocas palabras demostraré que no hay polos opuestos. En 2002 corrí el Marathon des Sables, algo así como 237 kilómetros en siete días en Ourzazate, pleno desierto del Sahara marroquí.

Compartí carpa con tres catalanes (ni se te ocurra etiquetarlos como “españoles”), dos colombianos, otro argentino (Alex Foresti, con quien Cris se debe haber cruzado alguna vez haciendo un fondo largo) y un brasileño. Fernando Alves, paulista, nos comentó que, desde tierra marroquí se iba derecho a correr la primera edición del Maratón del Polo Norte. Lo más curioso fue su “punto y aparte”. “Fui el único inscripto y los organizadores decidieron ‘hacerme la carrera’ solo para mí, pues algún día tenían que empezar”, nos dijo ese doble click de loco lindo.

Increíble: me enteré en el libro de Cristian, no en Google, que la primer maratón en la Antártida se realizó también en 2002.

Para encontrar bibliografía de esa frase de Fernando Alves invito a leer mi e-book “¿Y Qué?, los sueños no se negocian” que lanzaré en Amazon una semana más tarde de lo previsto pues postergué el armado del packaging literario para que la gente lo compre para escribir este prólogo. Desde mi experiencia en el Sahara, las cosas que disfruto hacer las concentro en los fines de semana.

Leí entero “Bipolar” en una mañana. Lo mismo que me llevó la última re-lectura para detectar “dedazos” de “¿Y Qué?”.

Asombrado, encontré decenas de similitudes en ambas travesías. La primera, haber sentido con Cris la sensación que vivió el brasileño Fernando, mi compañero de carpa en el Sahara. Pero hay muchas más, que hasta darían para componer una canción juntos con Gorbea, al puro estilo Pimpinela.

Me remitiré a un puñado por cuestión de espacio.

Uno de mis dilemas fue cómo entrenar correr en la arena   en Buenos Aires (los peloteros de las plazas quedan chicos), y conseguí prestada la pista del Hipódromo de Palermo. En el libro te enterarás si Cristian se animó a instalar una cinta en la cámara de un frigorífico tal como le sugirieron.

En la penúltima etapa, el organizador del Marathon des Sables nos sorprendió con una lata de Coca a cada corredor, que veníamos de tomar nueve litros de agua diarios. Cris te contará el sabor del mate que le ofrecía una argentina, Belén, en la base antártica donde reposaba mientras buscaba achicar distancias en los 100 kilómetros del Polo Sur.

Hablando de achicar distancias, en su libro y en el mío contamos, otra vez cual Pimpinela, ese pequeño truco con el que engañamos a nuestro cuerpo de ir haciendo la cuenta regresiva de lo que nos falta, y no pensar en lo que hicimos. Algo así como “mentime que me gusta”. Cris te lo detalla.

En los fondos XXXL que hacíamos para endurecer los cuádriceps y la cabeza, ambos congelamos la Gatorade para que nos llegue fresquita cuando, cual oasis, tuviéramos frente a nuestras narices un puesto de hidratación imaginario en el medio del fondo largo.

Tanto en la arena blanca como la amarilla, los organizadores penalizaban a los que dañaban el medio ambiente. Me pasó a mí con la botellitas tiradas, y Cris te contará qué le hacían a quienes descubrían haciendo pis en la nieve. En algún lugar, suelos fríos y desiertos arenosos son vulnerables… dependen de nosotros que sigan limpios.

Ambos, mientras corríamos, descubrimos animales exóticos para los ojos urbanos. A Cris le tocaron los pingüinos de un lado, y los perros de Groenlandia en otro. A mí los camellos. Incluso, nos encontramos con sorpresas en el road-map que nos entregó el organizador. Un elemento obligatorio para  mi mochila  era la bomba  aspiraveneno, y Cris tuvo que recitar, al mismo ritmo que el Padrenuestro, los “Procedimientos en caso de que te topes con un oso”.

Una frase del libro me impactó: “Lo que el hielo atrapa no lo suelta”.

Si leyeras “¿Y Qué?” te asombrarías igual con la frase “Es el Sáhara, tío” que me dijo Jordi, uno de los catalanes de mi carpa, cuando le decía una catarata de malas palabras a la tormenta de arena que había decidido terminar su recorrido en mi bolsa de dormir.

La última coincidencia es que tanto Cristian como yo decidimos escribir nuestros respectivos libros en la interminable cuarentena argentina.

Estoy seguro que Cris corrió, como yo, esos 10K de Nike donde reemplazaron la medalla por un corredor de plástico, en vez de un hipocampo, que te indicaba la temperatura ambiente para salir a correr.

La inscripción de ese muñequito que saltaba del celeste al violeta (al que no logro encontrar en la baulera), decía “viento en contra es viento a favor”.

En “Bipolar”, Cristian enarboló la misma bandera que yo en el Sahara. Como una vez lo definió un amigo. “Collect moments, not things”. Lo descubrirás en cada una de las 97 páginas del libro. Y recordá esta palabra que inventó el autor: Sufritaré.

Cinco… cuatro… tres… dos… uno…. Largaron. “Los polos, unidos, jamás serán vencidos” cantan los pingüinos en el Sur y los osos en el Norte.

Mentira, Cristian lo hizo.


A los que sueñan, a los que imaginan, a los que proyectan, a los que hacen.

Prefacio

Ninguna carrera empieza en la línea de largada.

Haile Gebrselassie
(Atleta etíope, dueño de 27 récords mundiales)


Corro hace casi treinta años con una regularidad sorprendente para un inconstante serial como yo. Coleccioné estampillas y monedas. Hice judo, karate y sóftbol. También probé pintar y escribir pero mi entusiasmo inicial perdía impulso y se apagaba lentamente. Faltaba a una o dos clases, dejaba de hacer la tarea y, a los pocos meses, todo quedaba como antes. Esperaba sentir algo que nunca sucedía, algo que llenara ese espacio hueco que habitaba dentro de mí. Cuando veía a otros encandilados con sus actividades, los envidiaba en silencio. Nunca llegaría a sentir lo mismo. No era suficientemente apasionado, no me encendía.

Hace muchos veranos atrás me vi en una foto en la playa junto con mi familia: el mar detrás, la sombrilla clavada en la arena y todos con unas sonrisas despreocupadas bajo un sol generoso. Yo estaba en malla, bronceado, ligeramente arrodillado. Algo captó mi atención: una panza incipiente, algo fofa y con todas las ganas de seguir creciendo. No me gustó nada esa imagen ni lo que anticipaba. Hasta ese entonces, mis treinta y pico, había sido relativamente delgado sin mucho esfuerzo y tenía toda la intención de mantenerme así. Luego de esas vacaciones, me puse a dieta y en los siguientes meses bajé algunos kilos, con cierta dificultad, para subirlos nuevamente en pocas semanas. Pero  un día me crucé con alguien que formuló el primer hechizo: “Si querés adelgazar, comé mejor, si querés mantener un peso ideal, ¿por qué no empezás a correr?”.

Al principio fue como tomar jarabe para la tos. Cada célula de mi cuerpo, cada pensamiento de mi mente rechazaba la idea de ponerme las zapatillas y salir a trotar. “Es aburrido, estoy cansando, hace frío o calor, tengo otras cosas mejores para hacer”. Y un domingo de primavera, bien temprano, algo cambió dentro de mí en alguna de esas primeras salidas obligadas. No sabría decir qué fue, pero me di cuenta de que el aire era más puro,  que los colores brillaban más y que empezaba a enamorarme. Por algún lado insospechado esa “dieta” se metió debajo de mi piel y ahora me resulta imposible vivir sin hacerlo, aunque el motivo ya no sea adelgazar sino sentir la vida más cerca.

No  soy  rápido,  tampoco  lento.  En  pocas  ocasiones  subí  a algún podio. La mayoría de las veces cruzo la meta agotado, casi asfixiado, con lo justo. Sufro y disfruto al mismo tiempo. “Sufrito” porque la mayoría de las cosas en la vida son agridulces y para sentir un poco de placer, atravieso valles de pesadumbre. Evito verme en fotos corriendo. Mi técnica es horrible y además incorregible: escorado hacia adelante, con trancos cortos, las rodillas y los talones siempre demasiado bajos. Corro sin gracia. Estoy bien lejos de esas imágenes de corredores de punta, esos Fred Astaire del running que lo hacen parecer fácil porque les sale de manera natural, sin esfuerzo.

Cada corredor tiene su “firma” cuando corre. Puedo reconocer a cualquiera de mis compañeros de equipo a la distancia, antes de verles la cara, sólo por la forma en que ponen los brazos, ladean los hombros, por el ritmo que llevan. Mi firma es con mala caligrafía, y a pesar de eso, sigo corriendo.

Muchas veces empiezo a entrenar sin ganas porque descubrí que las ganas me vienen después. No soy talentoso, soy persistente, un atributo que aprendí a valorar un poco tarde, viviendo en la sociedad de gratificación instantánea. Lo que amo del running es que es algo bien mío. No estoy imitando a nadie, soy yo mismo. Me hice adicto a la sensación que queda en mi cuerpo y en mi mente cuando termino la actividad. Quiero repetirla mil veces de manera diferente: en la calle, en la montaña, en las sierras o en los polos. Y estoy convencido y pongo la firma, esta sí con buena caligrafía, de que lo que más recordaré, a medida que pase el tiempo no serán las competencias sino todo el viaje.

Este libro quiere reflejar la experiencia vivida en territorios extremos y hostiles, en donde la supervivencia humana se da solo en condiciones muy particulares de asistencia y seguridad. La naturaleza manda por esos lugares en donde el hombre es apenas un invitado temporario. Lo que sigue no es un texto de running, aunque gran parte del relato esté atravesado por mi incansable amor hacia correr. Lo que sigue es una historia acerca de cómo soñar lejos y luego volver para contarlo.

Ninguna carrera termina en el arco de llegada.

AL SUR, SUR... Y TAMBIÉN AL NORTE, NORTE

No sé por qué, pero siempre me atrajo el Polo Sur. Cuando era chico y veía el mapa de la Argentina colgado en la pared del colegio mi atención siempre se dirigía hacia abajo, hacia ese tremendo pedazo de tierra lejana y desconocida, bien cerca del fin del mundo. La península Antártica emergía como un gigantesco dedo que serpenteaba y apuntaba hacia el Norte señalándome. Me invitaba a pisarla, tal vez. Recuerdo ese triángulo recortado al costado del mapa, que decía “Antártida Argentina”. Esas dos palabras juntas me producían una vaga sensación de familiaridad, aun dándome cuenta de que aquella geografía era claramente inaccesible. Recién cuando crecí supe que había algunas bases dispersas y no demasiada gente viviendo allí.

Si planeaba viajes siempre miraba hacia otros destinos: mar, playa, montaña, lindas ciudades. Pero luego me fueron llegando historias de esos pocos afortunados que habían ido a la Antártida, navegando miles de millas marinas o volando en los aviones Hércules de la Fuerza Aérea. Todos ellos volvían con la mirada brillante, llenos de historias asombrosas y de increíbles fotos que me ponían los pelos de punta. Hablaban de otro mundo, sin duda, no de éste. Había magia, no solo por lo extremo del paisaje, sino porque en todos los cuentos que escuchaba se deslizaba una generosa pincelada de admiración por esa congelada desmesura. Para sobrevivir allí se necesita muy buen equipamiento técnico y además fuertes vínculos con los demás. Nos acercamos a nuestros congéneres y desaparecen las diferencias. No se sobrevive solo en esas geografías.

Escuché relatos de conocidos que embarcaron y pasaron un invierno completo en alguna base alejada, conviviendo en refugios de pocos metros cuadrados y muchos grados  bajo  cero. Eran militares que fueron destinados un año entero allí y, contrariamente a lo que muchos podrían pensar, los voluntarios abundaban, a pesar de que los cupos eran bien escasos. ¡Se peleaban por ir! También supe de una pareja que viajó en un crucero, pero que no pudo bajar del barco por el mal clima y tuvieron que conformarse con ver el paisaje a la distancia. Aun sin poder tocar esa tierra mágica no volvieron decepcionados sino encandilados. Otra persona me contó lo bravo que se pone el mar, ahí tan al sur. Para atravesar las olas, que a veces llegan a los siete u ocho metros de alto, las embarcaciones deben embestirlas de frente. Cada subida y bajada parece una montaña rusa marina. Nadie come en esas travesías. Cada relato esporádico aumentaba mi deseo de ir hacia allí algún día. ¿Cómo sería ese territorio?

Años más tarde, descubrí increíbles historias leyendo sobre las expediciones de algunos de los pioneros que se animaron      a ir tan al Sur. Uno de ellos fue James Ross, oficial británico, quien hace casi doscientos años cartografió, por primera vez, la costa occidental de la Antártida desde dos embarcaciones muy básicas si las viéramos con ojos de hoy, pero que para la época eran hermosas piezas de ingeniería diseñadas originalmente como barcos de guerra, pero acondicionadas para sobrevivir en condiciones muy adversas. Tenían la proa reforzada para embestir témpanos y les agregaban potencia adicional con enormes máquinas de vapor. Sus nombres “Terror” y “Erebus” quedarán grabados en la historia años más tarde, cuando desaparecieron intentando encontrar el Paso del Noroeste, la ruta hacia China, esta vez en el otro extremo del globo, en el Polo Norte. Estas exploraciones tenían dos propósitos: uno comercial y otro científico. La tripulación empujaba los límites de la seguridad y los conocimientos de navegación con el objetivo de ingresar en lo desconocido.

Me entusiasmé con las historias de Scott y Amundsen y su duelo para ver quién llegaba primero al Polo Sur. Esto sucedió hace poco más de cien años. Noruega e Inglaterra iban por el gran premio: uno de los dos sería el ganador. Imaginemos lo que es caminar más de mil quinientos kilómetros desde la costa hasta el punto más austral del planeta en uno de los territorios más inhóspitos, con temperaturas de -40 grados. Hoy tenemos equipo técnico, soporte y asistencia, comunicación satelital permanente y rescate en caso de necesitarlo. Aun así, creo que hay más astronautas que caminaron en la superficie de la Luna que aventureros que completaron ese trayecto a pie. Imaginemos entonces lo que era a principios de 1900. Abrigados con algo más que pieles y sin ninguna ayuda externa. Lo hacían a puro corazón. Por algo se llamó a esta época la “Exploración heroica”. Mi interés por pisar ese suelo era real, ya lo podía sentir en todo el cuerpo. Más misterio, más épica, más ganas. Empecé a ponerla en mi lista de aspiraciones, como para que esa bella dama blanca se diera cuenta de que tenía ganas de visitarla. Cuando alguien me preguntaba adónde me gustaría viajar yo respondía sin dudar: La Antártida. Lo decía con total seguridad aunque por dentro lo sentía como algo muy improbable.

¿Qué puede llevar a la gente a querer ir a un territorio tan desolado habiendo tantos otros lugares más amables para conocer? La verdad que no lo sé, pero recuerdo en forma nítida la primera vez que me enamoré de la nieve. Fue en Mendoza, hace muchos inviernos atrás, con mis padres y mi hermana. Viajábamos en un Torino que ganaba altura a medida que recorríamos la ruta de la Cordillera. No me acuerdo adónde íbamos, pero en un momento empezaron a aparecer manchones blancos a ambos lados del camino, luego se hicieron más grandes y finalmente ocuparon totalmente las banquinas. Mi viejo detuvo el auto a un costado y nos bajamos para tocar y sentir la nieve. Recuerdo la alegría de todos al armar bolas de nieve y arrojarlas unos a otros. Una de ellas cayó, en una parábola perfecta, en     la cabeza de mi madre que rio con ganas y también lo hicimos nosotros, al verla con esas canas prestadas. Fue maravillosa esa nueva sensación: un frío consistente que me daba la bienvenida. Aún hoy escucho el ruido de mis zapatillas caminando por la nieve, “crunch crunch”, como si masticaran metal. Ese terreno era mágico para nosotros, habitantes de una ciudad en donde había nevado casi por equivocación solo una vez en cien años. Siempre que vuelvo a ver nieve quedo atrapado con ese hechizo, como aquella primera vez.

Los viajes son oportunidades para conocer geografías, pero también de conocernos a nosotros mismos. Y si además podemos correr y llevar nuestra pasión a esos lugares remotos, ¿por qué no hacerlo? Fue el día de mi cumpleaños número cincuenta y seis, en septiembre de 2016, cuando Santi, mi hijo, me preguntó qué quería pedir como deseo. Y comencé a pensar en concretar ese sueño de viajar a la Antártida. Era el momento, tenía las ganas.

¿Por qué no hacerlo? Un amigo mío siempre me dice que de acá en adelante el contador de aventuras tiene balas limitadas. Ya sabemos que no somos inmortales y que si queremos hacer las cosas tal vez haya que hacerlas ahora, salgan como salgan.

Si miro mi vida hoy, veo que hay más años para atrás que para adelante. Entonces, ¿no debería ahora mismo empezar a hacer otras elecciones? Un día cualquiera te das cuenta de la velocidad con la que el reloj avanza y de que el tiempo te golpea en la cara con más fuerza. Sueños postergados comienzan a despertar y de alguna ma- nera todo empieza a acomodarse para que tomes el volante de tu propia existencia. Ya no te oponés al devenir de las cosas ni te peleas con lo que sucede a tu alrededor. Los cielos son más claros y los enojos duran menos. Aprendés a perdonarte por el tiempo vivido en “modo avión” porque hay semillas que germinan a su propio ritmo.

SI la muerte súbita es la aparición repentina e inesperada de un paro cardíaco en una persona que se encuentra sana, démosle  la bienvenida a la vida súbita: ya no esperás que alguien decida por vos, no ponés excusas ni buscás culpables cuando las cosas no salen como te gustaría. Cuando la vida súbita aparece, todos los poros de tu cuerpo se dan cuenta de que algo grandioso está sucediendo en este momento. Desaparece el Gran No. “No puedo. No sé, no me sale, no nací para esto. No soy lo suficientemente…”. Se va el miedo, que siempre es irreal, y sentís tu propia presencia en cada paso. Empezás a andar sin el freno de mano puesto porque te das cuenta de que el capital más valioso que tenés es el tiempo que te queda por vivir. Te animás a darle voz a tus sueños, a construir los puentes que te llevarán donde siempre quisiste ir, pero que postergaste para más adelante, para ahora.

Muchas de las mejores cosas que hice ocurrieron porque no lo pensé demasiado. A veces creo haber vivido una aventura por las tantas cosas que leí, por las ganas que le puse. Así sucedió con la Antártida. Yo ya había estado allí antes de subirme al avión. Si un déjà vu es una sensación de cercanía con algo que ocurre por primera vez, ¿cómo llamar a algo que todavía no sucedió pero ya es familiar? Lo que nunca tuve en mente fue conocer el Polo Norte. Eso sí que estuvo fuera de cualquier cálculo previo. Lo pude hacer porque antes fue la Antártida. Cuando hago, se abren nuevas posibilidades que  ni siquiera podía imaginar cuando solo lo pensaba. Un arco iris de nuevos caminos que antes no podía ver. Todo lo que deseamos se encuentra del otro lado del miedo.

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¿HAY CARRERAS EN EL POLO?

Cuando comencé a averiguar sobre carreras en la Antártida “googleé” y vi que había solo dos y ambas se realizarían en enero. Una en la Isla 25 de Mayo o King George, en las islas Shetland (territorio disputado por varios países entre ellos Argentina, Inglaterra y Chile), y otra en Union Glacier (Campamento Glaciar Unión), mucho más al sur. La que se corre en la Isla 25 de Mayo es la Maratón antártica, de 42k, distancia razonable para ir a probar el frío y el clima, pero tiene un par de desventajas: la primera, que la única manera de llegar es por barco y el viaje de ida y vuelta me iba a consumir preciosos días de vacaciones que simplemente no tenía.

Otra de las contras era que si bien ese territorio se encuentra muy cerca de la costa antártica, la realidad es que no está “dentro” del círculo polar antártico. ¿Por qué sería importante eso? Los paralelos son unas líneas imaginarias que recorren la circunferencia de la Tierra de Este a Oeste. Se utilizan para determinar la latitud de un lugar, es decir, qué tan cerca o lejos se encuentra ese punto del Ecuador. La latitud va de 0° (Ecuador) a 90° (polos) y puede ser Norte o Sur, según en qué hemisferio se encuentre. El “círculo polar antártico” es una línea imaginaria trazada en el paralelo 66°S que toma en cuenta un evento extraordinario: al Sur de ese límite hay por lo menos un día en el año en el que el sol se encuentra por encima o por debajo del horizonte por veinticuatro horas. O sea que en una jornada entera es completamente de día o de noche. La isla 25 de Mayo está al norte de esa franja, por lo tanto fuera del “Círculo Polar”.

Yo quería ir más al Sur todavía, a la Antártida profunda. Si viajaba hasta esas latitudes, bueno, que sea lo más extremo posible. La otra competencia es la Antarctic Race 100K Ultramarathon y tiene dos ventajas: se encuentra bien adentro del círculo polar, en el paralelo 79°, o sea dos mil kilómetros más al sur que la isla 25 de Mayo y además me ahorra días de viaje ya que solo se llega por avión. La contra, en principio, es que no es un maratón, sino una ultra de cien kilómetros. Parecía una tremenda exageración. Pero como soy amigo de los excesos, me inscribí, llené formularios con mis datos y antecedentes deportivos. Casi de inmediato recibí una lapidaria respuesta: “Gracias por tu interés, pero no hay más cupos”. No hay nada como la escasez para despertar aún más el deseo. Se me duplicaron las ganas de ir por esos cien. Extraños mecanismos de la mente para hacernos pensar que si ya no hay cupo es porque debe ser aún más fabulosa de lo que parece. ¡Y yo me estaba quedando afuera!

Ya tenía experiencia en carreras largas de montaña, con desniveles altos y paisajes de cuento. Esa variación de vistas y esfuerzos, de subidas y bajadas constantes las hace más digeribles: todo va cambiando todo el tiempo. Sin embargo, los 100K de la Antártida se hacen en terreno plano.  Solo  había  participado  en un circuito llana: la Ultra Atlántica