Primera edición digital: enero 2021
Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com
Composición de la cubierta: Raquel P. Zarzuelo
Maquetación: Álvaro López
Corrección: Verónica Sarria
Revisión: Juan F. Gordo
Versión digital realizada por Libros.com
© 2021 Javier Fraiz
© 2021 Libros.com
editorial@libros.com
ISBN digital: 978-84-18261-75-6
Prólogo de Xose Miguélez
A Laura, compañera de baile, por dar sentido a la melodía.
A Ellis Marsalis, Wallace Roney, Lee Konitz, Manu Dibango, Marcelo Peralta y otros músicos de jazz víctimas de Covid-19.
«En el momento de su muerte, se escuchó el enorme estallido de un trueno».
La baronesa Pannonica de Koenigswarter, sobre Charlie Parker
Una de las preguntas más recurrentes que he recibido como músico de jazz es qué piensas o qué sientes cuando tocas, y lo cierto es que no es una pregunta nada fácil de contestar. En mi opinión, y creo que en la de la mayoría de los colegas con los que comparto profesión, la respuesta tiene que ver con conseguir convivir con el miedo, en sus diferentes formas e intensidades, y con el proceso mental para que no interfiera en el acto de comunicar en el escenario.
El miedo es una parte importante de lo que nos hace humanos. Tener presente que todas las personas conviven con él diariamente ayuda a comprender muchos de nuestros comportamientos irracionales, pero en el caso de una actividad artística como la música, que sucede en tiempo real y sin posibilidad de hacer cambios, este miedo es inherente y necesario.
Como intérprete, mis miedos han cambiado con el paso de los años, si al principio tenían que ver con inseguridades, falta de confianza o de preparación, ahora, aunque los anteriores perduran, tienen más que ver con no escuchar con la suficiente intensidad, interferir en el proceso de hacer música, o no ser capaz de conectar con la audiencia o los músicos con los que estoy tocando.
Haber tenido la oportunidad de estar en ese momento mágico en el que la música pasa a través de ti es adictivo y te hace sentir parte de algo infinitamente más importante de lo que eres como individuo. Una vez que lo experimentas, quieres alcanzarlo una y otra vez, pero no depende solo de ti. De hecho, de ti es de quien menos depende: es un proceso colectivo y social en el que todos los elementos del juego de la vida interactúan, pero sin duda el miedo es el más determinante y necesario, ya que es el elemento común que todos compartimos y entendemos de una manera subconsciente.
Una de las cosas más importante que creo que he aprendido después de tantos años en los escenarios es no intentar evitar el miedo. Todas mis tentativas, y créanme, fueron muchas, fracasaron, y lo más contradictorio es que en el momento en que dejé de luchar para evitarlo, en el momento en que bajé los brazos y me rendí, justo ahí, empecé a sentir lo que de verdad significa ser músico. Percibí que ser músico es algo colectivo y no individual y que el éxito es fracasar luchando por comprender lo ininteligible. Es como escalar una montaña que no tiene cima, pero con unas vistas indescriptibles. Una carrera sin línea de llegada.
La música, y el jazz en particular, posee esa capacidad de provocar preguntas que no tienen respuestas. Al final la pregunta es la respuesta y el miedo provoca la necesidad de preguntar. De hecho, creo que una de las mejores definiciones para un buen músico de jazz sería la de alguien sin temor a tener miedo.
Este libro está fabricado con observaciones y preguntas sin el temor a tener miedo, sin el temor a compartir una mirada con una propia voz, a escribir alto y claro y a resolver las situaciones de la mejor manera posible en cada momento. La vida misma trata de eso, de improvisar.
Xose Miguélez
Nigrán, 16 de junio de 2020
El saxofonista Paul Desmond, que protagonizó junto a Dave Brubeck una de las grandes formaciones de jazz de todos los tiempos y compuso «Take five», uno de los estándares más reconocibles, sostenía que escribir es como el jazz, puede aprenderse, pero no enseñarse. Pretendía publicar su autobiografía, pero la pereza no le dejó pasar del primer capítulo. No existe la magia para poder escribir. Aún sigo esperando que una página se redacte sola. Sin salvedades, siempre necesita ánimo, oxígeno, materia prima y, claro, apropiaciones.
Las experiencias en los conciertos difieren entre una persona y otra, pero siempre remiten a sensaciones y sentimientos universales: alegría, melancolía, excitación e incluso aburrimiento. Es complicado capturar esos instantes en que los acontecimientos en un determinado segundo pueden ser alterados en el siguiente. No existe una pauta para describir un concierto, con la excepción de una regla: mejor que sea de una manera apasionada, porque las emociones suelen decir la verdad.
Abro comijazz recopila noches en directo contadas en formato crónica, con la mirad a fascinada de un aficionado que intenta ver en el envés de las canciones, que escruta más allá del pentagrama observando el comportamiento y las relaciones que se entablan entre los músicos y el público. Es un libro que colecciona momentos y ofrece un viaje en el tiempo, a través de una treintena de conciertos que sucedieron a lo largo de un decenio.
Este libro es una confesión del autor que busca la complicidad del lector. Una puerta abierta al jazz, una refutación de esa especie de estigma que etiqueta este género musical, de manera injusta, como aburrido, complicado e inaccesible. Es mentira: solo se trata de sentir.
Desfilan por las páginas músicos legendarios, como Wayne Shorter, Ron Carter o Al Foster, y tienen su espacio talentos muy relevantes de la nueva generación como José James, Abe Rábade o Moisés Sánchez. Difieren los estilos, las localizaciones, las generaciones, pero todos los artistas que aparecen descritos en este libro comparten esa máxima que defendía uno de los grandes referentes del género, Duke Ellington: «Nadie se toma tan en serio la música como un músico de jazz».
Entiendo la música como una pasión. Creo que merece la pena obsesionarse con ella. La que vale la pena no se limita a matar rápido, sino que muta e infecta. Casi duele porque importa y emociona y sacude la piel, porque saca a la luz nuestras dobleces e interioridades, como el mejor cine y los grandes versos. Cuando pienso en los primeros recuerdos musicales aparece un nombre: James Brown. Mi tío imitando su enérgico baile en la alfombra de su salón, mientras sonaba el Sex Machine en vinilo. Y el concierto al que ambos asistimos años después, cuando el Padrino del soul se movía ya como podía.
El jazz apareció en mi vida cerca de la mayoría de edad, como si hubiera descubierto el género cuando empezaba a descubrir la vida. Resultaron fundamentales las escuchas de discos de la tienda Peggy Records de Ourense. Los primeros conciertos de jazz en el festival de mi ciudad, con el directo ratificando esa fascinación que había brotado con los vinilos de Miles Davis, John Coltrane, Louis Armstrong o Chet Baker. Las primeras lecturas para conocer el contexto histórico, las peculiaridades, los problemas y las fragilidades de artistas que se convirtieron en leyendas.
Me gustaba contar lo que veía y lo que escuchaba, y el jazz propiciaba la escritura de textos creativos. Mi primera crónica habla de un concierto de 2010 de Ron Carter, un contrabajista que ha participado en más de 2.500 discos. Llegué nervioso a la prueba de sonido para intentar una entrevista. Carter parecía un ogro capaz de merendarse a un periodista. Mi primera impresión erraba: paciente y bonachón, atendió a mis preguntas a pesar de mi inglés precario. Recuerdo aquel titular, que aún centellea: «Cada vez que tocas jazz tienes la oportunidad de hacerlo bello». El estilo me atrapó para siempre.
Abro comijazz, una colección de relatos de conciertos presenciados a lo largo de un decenio, nace del amor por esta música distinta, apasionada, sentimental. Reunir los directos en un libro, capturando esas noches para siempre, cobra sentido porque ha transcurrido el tiempo suficiente para acumular certezas. La impresión volcada en la escritura de una variedad de actuaciones en diferentes escenarios resume los temas comunes del jazz: libertad, pasión, virtuosismo, comunión con el público, verdad.
El ancla de Miles. El líder que hace fluir el caudal rítmico de su cuarteto y alza la voz desde un instrumento de backliner. El bonachón que disfruta de un café. Todas estas facetas centellean en Ron Carter (Michigan, 1937), un hito en la historia del jazz.
A las once del miércoles, Renee Rosnes (piano), Payton Crossley (batería), Rolando Morales-Matos (percusión) y sir Ron Carter (contrabajo) ejecutaban al alimón la coda que puso fin al primer tema de la noche, una suite de una hora de duración. Entonces la estancia del Café Latino estalló en aplausos y Carter, un libertador del contrabajo que ha dejado pegada de sobriedad, elocuencia y talento en más de 2.500 álbumes de jazz, susurró un agradecimiento lacónico al micrófono.
«Welcome to our living room», dijo desde el púlpito del café y enfundado junto a sus tres sideman en un esmoquin que lucía impecable como lo hace su swing. Parco en palabras, relanzó el fraseo agasajando gentilmente a un público dechado, respetuoso con el silencio, generoso en los elogios, al que apenas decidió guiar por el repertorio. Carter, un bajista formado de niño en la música clásica y catapultado al abrigo de Eric Dolphy, Chico Hamilton o Cannonball Adderley al inicio de los sesenta, prestigia la versatilidad de un instrumento acostumbrado, salvo excepciones, a deslucirse en beneficio del grupo.
En las venas y en su rostro, enjuto pero sintomático cuando toca, lleva una marca de la que, aunque quisiera, nunca podría despegarse. En el Café Latino de Ourense (en un extremo del frontal del pequeño escenario hay un retrato suyo de una visita anterior) exhibió la herencia de Miles Davis, el portador del genoma de la evolución del jazz. El príncipe de las tinieblas dio abrigo a Ron Carter, entre 1963 y 1968, en uno de los quintetos más memorables: Davis (trompeta), Herbie Hancock (piano), Tony Williams (batería), Carter (contrabajo) y Wayne Shorter (saxo). Ron relevaba en las cuerdas a Paul Chambers, acompañante de lujo en Kind of Blue (1959), el disco de jazz más comercializado de la historia y probablemente el culmen musical del género.
Una formación que caducó justo antes de la fase eléctrica de Miles y que dejó para la posteridad grabaciones como Filles de Kilimanjaro, Miles in the Sky, Seven Steps to Heaven o Nefertiti. Tal y como recoge Eduardo Rodríguez, gerente del Latino, en la reseña impresa del concierto, Miles Davis recuerda la relación con estos músicos de la siguiente manera: «Yo tenía fe en Tony, Herbie, Wayne y Ron para tocar cualquier cosa que deseáramos. Si yo era la inspiración, la sabiduría y el eslabón en esta banda, Tony era el fuego, la chispa creativa, Wayne era el conceptualizador de muchas de nuestras ideas musicales, Ron y Herbie eran las anclas. Yo solo era el líder que nos reunió».
En Foursight, denominación con la que ha bautizado a su cuarteto, Ron Carter reparte protagonismo y fomenta el diálogo sin alejarse de la luz del foco. Lo hace en un conjunto teóricamente descompensado, porque solo cuenta con sección rítmica, pero en el que cada cual atesora relevancia en el transcurso del concierto. La pianista, acentuando y respondiendo el hilo conductor de Carter; el batería, acompasando unas veces, desencajando otras las vibraciones del doble bajo; el percusionista, desvariando hacia interesantes ritmos afroamericanos, latinos, samberos y orientales. Este, un puertorriqueño que ha colaborado en la banda sonora de películas como El Rey León o La Pantera Rosa, es un pizpireto, virtuoso y vivaz intérprete con un amplio catálogo de instrumentos: timbales, campanas, shekere, caja china, crótalos, gong, triángulo (ejecutó con él un solo indescriptible), carrillones y todo lo que mi memoria olvide o pueda desvirtuar.
Ron Carter y el cuarteto tocan fieles a la emoción, destilan elegancia y revisitan algunas de las composiciones fraguadas con Davis. Una sobrecogedora versión de «My Funny Valentine» y «Seven Steps to Heaven» dieron fe viva del legado del genial trompetista.
Además, Carter varó en otras playas, al lado de músicos como Bill Evans, B. B. King, McCoy Tyner, Gerry Mulligan, Dexter Gordon, Milt Jackson, Stan Getz, Coleman Hawkins o Freddie Hubbard, con el que junto a sus compañeros de los sesenta reeditó el magnetismo del Quintet años después. En todas las incursiones, el sonido de su contrabajo posee elegancia, gracilidad, perfección, templanza. En el Café Latino hablan de sus más de veinte años acogiendo jazz en una ciudad diminuta y periférica, con una cita que ya es un mantra: «músicos gigantes tocando en un pequeño café». Ron Carter es el ejemplo.
Ron Carter parece el genio desabrido capaz de devorarse a un periodista a las tres de la tarde. Pero es solo una primera impresión, la lámina de la que se desprende al tomar contacto. Es consciente, eso sí, de qué va primero. Apura un café, ayuda a sus músicos a situar los monitores, da directrices, sugiere una afinación y, en un discurso escueto pero profundo, evoca el pasado, el marco de referencia por el que se entiende su elogio diario al jazz. La grabadora calla con él subiendo al minúsculo escenario, ordenando la prueba de sonido, entregándose en una variante majestuosa del «So What».
Javier.- Medio siglo de carrera; ¿cómo ha sido cada noche con respecto a la anterior?
Ron.- Yo creo que cada vez que tocas jazz es una oportunidad de hacerlo bello. Considero un error no darse cuenta de que cada noche, en cada concierto, surge la ocasión inmejorable de hacer mejor música.
Javier.- ¿Cuánto ha cambiado la música en cincuenta años, centenares de discos, idas y venidas de estilos…?
Ron.- En mi caso, no estoy tan seguro de que haya cambiado la música, sino la gente con la que he interpretado música. Creo que hoy tocamos las mismas notas que teníamos en los noventa, pero los músicos han sabido reinterpretar y ensamblar de una forma distinta esas notas. Creo que lo que sucede es que hoy en día es más habitual que los músicos provengan de escuelas en las que aprenden distintas formas de técnica con la que hacer una combinación distinta de los sonidos. Pero no estoy tan seguro de que el jazz en sí haya mutado.
Javier.- Hablas de la formación; los músicos de la era dorada se convirtieron en clásicos tocando una y otra vez. Hoy en día, parece que la música nace y crece en la academia.
Ron.- Yo mismo he tenido muchos estudiantes aprendiendo a mi lado (es profesor emérito de la City College de NY y, entre otros honores, ostenta un doctorado honorífico de la Manhattan School of Music) y todos ellos llegan a tocar bien el contrabajo. Pero creo que un maestro no debe tanto enseñar a tocar muy bien como mostrarle que las elecciones que ellos mismos tomen al tocar los harán diferentes. Esto es lo que distingue a los músicos más explosivos del resto, sin decir que unos toquen mejor o peor.
Javier.- Es obligatorio preguntar cómo recuerda Ron Carter su etapa junto a Miles en uno de los quintetos que marcaron historia.
Ron.- ¿En serio, lo hicimos? [bromea, luego hace una pausa]. Esos años fueron un laboratorio de ciencia. Cada noche el químico número uno, Miles, decidía los componentes con los que Wayne, Tony, Herbie y yo [saxo, batería, piano y bajo] teníamos que crear. Nuestro trabajo era coger esos químicos y hacer algo con ellos.
Javier.- Llegas al grupo en 1963, después de Paul Chambers, y lo dejas en 1968, antes de la época de Dave Brubeck. A partir de ahí, Miles giró a la electricidad; ¿tuvo que ver en tu marcha el cambio de sonoridad?
Ron.- Para nada. Hay que pensar que yo tenía una familia, tenía dos hijos. Después de estar girando con Miles durante cuatro años y trabajando mucho [enfático], necesitaba y quería parar y sentarme con mi familia, ver a mis hijos crecer. Salía de gira y tenían este tamaño; volvía y tenían este otro [señala con mímica].
Javier.- ¿Un músico de jazz debe ser un artesano?
Ron.- Mi trabajo es hacer que resulte así.
La leyenda del tiempo
Suenan los acordes y los vasos, el escenario se eleva entre cuatro paredes frente a un público dechado. Multitud de retratos sostienen la pared con la historia del local moldeada por nombres que llenarían antologías del jazz. Milt Jackson, Ron Carter, Jackie McLean, Michel Camilo, Hank Jones, Ray Brown… Y la historia sigue.