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Morir en el silencio de las campanas. Cecilia C. Franco Ruiz Esparza y Felipe Ruiz de Chávez.

Morir en el silencio de las campanas

© Cecilia C. Franco Ruiz Esparza

© Felipe Ruiz de Chávez

Ilustración de portada: “Templo de San Marcos” por Arq. Ramón Aguayo Mora

Primera edición digital

ISBN:978-607-9417-96-3

Quintanilla Ediciones.

Dirección General: Dolores Quintanilla Rodríguez

Coordinador de Producción: Miguel Gaona

Editor de Contenido: Valdemar Ayala Gándara

Editora de Arte: Jazmín Esparza Fuentes

Diseño editorial / ilustración: César Nájera Zapata

Enlace Administrativo: Carmen González Cruz

Ventas: María Isabel Reyna Ibargüengoitia

D.R. Quintanilla Ediciones

Josefina Rodríguez 1027, Col. Los Maestros. C.P. 25260. Saltillo, Coahuila

www.quintanillaediciones.com

editorial@quintanillaediciones.com

Logotipos CANIEM, Marca Coahuila y Reniecyt.
Ilustración de granadas y colibrí.

Quien nombra, llama. Y alguien acude, sin cita previa,
sin explicaciones, al lugar donde su nombre,
dicho o pensado, lo está llamando.

Cuando eso ocurre, uno tiene el derecho de creer
que nadie se va del todo, mientras no muera
la palabra que, llamando, llameando, lo trae.

Eduardo Galeano.

Índice

Año de

1926

Mayo

Luna de sangre

El olor a piel

El amor secreto de Ignacio

Su callada presencia

Entre ollas y fogones

De las familias Ybarra y Ruiz de Chávez

Junio

La junta

Los artistas

Julio

Inés y el campo

Testamento

Menos grande y menos hondo que el pesar

La nota en papel azul

Ignacio en la estación

El tren de la noche

El viaje a México

Agosto

La ventana

El robo

El primer exilio

El principio de la tragedia

Los recuerdos de París

Muerte de don Felipe Ruiz de Chávez Montañez

La presencia del padre

El fin del verano

Septiembre

Salir otra vez al mundo

Santiago, el mezcal y doña Zeta

De cacería

Juan en la tenería

¡Todo listo!

La llegada a la sierra

Nuestras madres

Agua sobre San José

Quiero una corona de gardenias

Flores para María

La promesa de Ignacio

Noche de fuego

El final de las vacaciones

Que quede entre nosotras

Adiós a Santa Rosa de Lima

Octubre

El permiso para Lupe

Pacto entre mujeres

Por un beso

El vestido de novia

La desesperación de Ignacio

Las cartas de Elisa

El padre Morones y los ecos de la Revolución Mexicana

Expiación y despojo

La gallina de los huevos de oro

La noche del exilio

Noviembre

Sueños de boda

Día de Todos los Santos

Las cartas del destierro

Decisión controvertida

Diciembre

La comida con los generales

Los buñuelos

Navidad sin el Niñito Jesús

La posada

La ansiada respuesta

Año de

1927

Enero

El granado

El rescate de Juan de Dios

¡Aquí no vive!

Las gallinas y los feos modos del General Ortiz

Febrero

El baño

La visita de los tíos maternos

La muerte de Genovevo Fortier

La voz del desconsuelo

Marzo

El retrato

Muertes extrañas

Extremando cuidados

Cartas en tránsito

Agua de luna

Abril

Muere El Maestro

El dolor de los desplazados

La visita de la monja

En tus brazos, Señor

“No te atormentes…”

La despedida de Cuca

Diálogos sobre la guerra

Pachita Tostado y El Paráclito

Emisario de buenas noticias

Purificación

El viaje relámpago a Aguascalientes

Domingo de Resurrección

El día del silencio

Una rosa herida

El último adiós

Epílogos

Agradecimientos

Año de

1926

Mayo

Luna de sangre

La fresca mañana del 26 de mayo de 1926, Ignacio Ruiz de Chávez despertó sobresaltado. Culpó al canto de los pájaros que alegres se agitaban en las ramas de los árboles anunciando el nuevo día y a las campanadas del templo de San José que, desde su torre viuda, llamaban insistentes a la misa de siete. Casi toda la noche había intentado en vano conciliar el sueño. En repetidas ocasiones se levantó para ver la luna por la ventana, advirtiendo que no era la misma que lo acompañaba en sus noches de insomnio, la que con su luz tenue alcanzaba a formar una sombra grande en la pared de la habitación. No. No era una luna común. Era una de sangre, maravillosa y a la vez aterradora, una luna revestida de inusual majestuosidad, oscurecida en medio del cielo y a mitad de la noche. Una luna roja, agorera de grandes calamidades. Ignacio la miró una y otra vez y no pudo dejar de pensar en todas esas cosas que se decían por ahí, supuestas profecías que anunciaban hechos apocalípticos, como el fin del mundo o la llegada del Anticristo, acompañados de guerra, hambre, plagas y enfermedades contagiosas. Cerca de la madrugada lo venció el sueño y no alcanzó a ver el final del eclipse, y aun así una pesadilla horrenda le hizo despertar sobresaltado una y otra vez. Ignacio vio en sus sueños a un caballo negro que corría desbocado, llevaba sobre sí al ángel de la muerte y a su paso dejaba ruina y destrucción. Vio también una enorme extensión de tierra con árboles gigantescos de los que colgaban hombres mecidos por el viento con las lenguas arrancadas; en el cielo, decenas de zopilotes, acechaban para devorarlos. Las campanas de los templos, sin badajo, se mecían inútilmente en medio del silencio y una multitud de niños lloraban su orfandad, sentados sobre un campo quemado, mientras cientos de viudas marchaban por las calles de sus pueblos, descalzas y envueltas en sus chales negros.

Desvelado y con una terrible sensación de dolor sordo en la cabeza, Ignacio se levantó y se colocó frente al aguamanil. Se miró al espejo y encontró su rostro cansado, sus ojos cafés parecían más oscuros que siempre, escuchó entonces el canto de los gallos de las casas vecinas, la luz del sol entró por la ventana y él la contempló atónito, como si fuera la primera vez que la viera llegar así, pronta, a calentar sus días de mayo.

Vació el agua de la jarra en la palangana y se inclinó sobre ella para lavarse la cara, cuando sintió el líquido frío cerró los ojos al tiempo que la imagen de su madre le venía a la memoria. Mayo, con sus festejos a la Virgen María, era siempre motivo para recordar a su propia madre, fallecida catorce años atrás. Tomó el jabón, lavó su cara y afeitó su barba con parsimonia. Una lágrima brotó de sus ojos y rodó por su mejilla, confundida con el agua viscosa cayó en el fondo blanco y circular del peltre. En silencio y con la mirada fija en el rostro que le devolvía el espejo, Ignacio se abrazó al recuerdo de su madre. Levantó la cabeza para encontrar en el muro la imagen de la Guadalupana a la que ella le enseñó a rezar siendo apenas un niño. Enunció el saludo del Arcángel Gabriel y sintió entonces el consuelo de quienes se saben acogidos en el regazo de María.

Mientras se secaba la piel de la barbilla se percató del silencio de la casa, ese mismo que se había apoderado de todos los espacios cuando su madre murió. Parecía que doña Guadalupe se había llevado consigo el canto y todas las voces posibles de la alegría. ¿Dónde habían quedado los ruidos de la casa? ¿A dónde se habrían ido? Se preguntaba Ignacio una y otra vez en aquellas noches interminables de mutismo infinito.

Se miró nuevamente al espejo, peinó sus cabellos húmedos hacia atrás luego y secó algunas gotas de agua que le escurrieron por su grueso cuello.

“Veintiséis de mayo” pronunciaron sus labios en murmullo. Era el día de San Felipe Neri, el día del Santo de su padre. ¡Por cuánto tiempo fue esa fecha la más grande de la familia! –pensó Ignacio en silencio–. Sumido en la nostalgia recordó el apuro de la víspera, la casa envuelta en tremenda agitación, los ires y venires no paraban hasta dejar todo perfecto: las viandas aventajadas, las mesas ataviadas con hermosos manteles blancos bordados a mano, flores por doquier. Y los de casa que, acicalados con sus estrenos, empezaban el día en la Catedral con la misa de acción de gracias. Al rito religioso seguía el desayuno en esa espléndida finca que desde finales del siglo XIX ocupaba la familia Ruiz de Chávez Aguilar. La casa se ubicaba en la calle de San Juan de Dios, en el número 15, a una cuadra del parián, en el centro de la ciudad de las aguas termales. El templo, así como el hospital y el panteón aledaños, estuvieron a cargo de la orden religiosa de los Juaninos algunos años atrás, y la calle llevó su nombre por un tiempo, luego fue cambiado por el de Francisco Primo de Verdad y Ramos, aunque la gente sólo la nombraba por Primo Verdad o Licenciado Verdad. Don Felipe Ruiz de Chávez había sido gobernador en las postrimerías del siglo XIX y cubierto un interinato en 1911, también como gobernador, y ocupado además una curul en el Congreso del Estado en distintas legislaturas y otros cargos administrativos en el gobierno. Se podría decir que él nunca había dejado la política y era, además, un conocido industrial en la región. De ahí que el festejo duraba el día completo y por la casa desfilaba toda la gente acaudalada de Aguascalientes. Mujeres enjoyadas con hermosos vestidos y varones de pipa y guante, ataviados con traje y sombrero. Los invitados arribaban encopetados y perfumados, año tras año, con la cuelga para el festejado. Por doquier se escuchaba el ruido de los platos y el tintinear de las copas. Las carcajadas de los invitados hacían eco lo mismo que la música de un cuarteto que, como telón de fondo, acompasaba esa alegría que parecía no tener fin. La cocina adolecía de pausa alguna y media docena de mujeres preparaban las mejores delicias para los invitados: asado de carnero y pollo en salsa de almendra, pescado en naranja y alcaparrado, sopa de elote y crema de nuez; en los postres, vienesas, turrón de fresa y carlota rusa. Sin tregua, los criados destapaban botellas de Champagne Moët & Chandon.

Ignacio suspiró hondamente. Todo aquello parecía haberse esfumado en un pasado sin retorno. Las imágenes de fiesta se alejaron cada vez más en un eco nebuloso y vacío mientras volvía lentamente a la realidad.

El hijo del exgobernador, ya vestido y calzado, regresó al espejo para peinar su espeso bigote, se acomodó los anteojos, el moño y salió del cuarto. En ese momento pasaba Conchita, su hermana mayor, llevando en las manos un altero de sábanas y toallas dobladas. Lo dejó sobre la mesita del pasillo y se acercó a su hermano para acomodarle el cuello de la camisa. Él la saludó con el típico: “Buenos días te dé Dios, hermana”. Igual para ti Nacho, que Dios te bendiga –respondió ella–.

Conchita le hizo un cariño brusco en la mejilla, tomó los blancos y siguió de largo hacia el armario donde solían guardarlos. Ignacio se dirigió con paso rápido al cuarto de su padre, abrió la puerta con mesura y se detuvo en el portal, temió haberlo despertado con el horrible rechinido que las bisagras habían empezado a hacer justo la noche anterior. Lo encontró despierto, le miró y se percató de que la enfermedad no había cambiado ese rostro serio y sereno de gran señor, constató que el donaire que le había acompañado durante toda su vida permanecía casi intacto.

Ignacio, en un suspiro, pensó: “Nunca más. Hoy no habrá estrenos ni invitados, ni música, ni banquete y nunca más los habrá”.

Al escuchar el rechinido de la puerta el padre advirtió la entrada del hijo, le miró de reojo mientras llevaba a su boca un jarro de atole blanco de maíz y, luego de sorber suavemente, con una mueca lo invitó a pasar. Ignacio arrimó la silla de bejuco a la cama y, antes de sentarse, palmeó suavemente la espalda de su padre mientras lo miraba con ternura, acomodó las almohadas y los cojines que le servían de respaldo y en voz baja le preguntó: ¿Cómo amaneció, padre? Don Felipe asintió con la cabeza sin pronunciar palabra. Mercedes, la sexta de las hermanas, a quien todo mundo llamaba cariñosamente Chela, le hacía compañía al padre. La presencia del hermano fue su oportunidad para empezar a ordenar el cuarto. Se puso en pie y abrió la ventana al tiempo que exclamaba con voz gozosa: “¡Que entre la Gracia de Dios!”.

Ignacio la miró con alegría serena y se volvió a su padre para darse cuenta de que los signos de debilidad se agudizaban. Don Felipe necesitaba cada vez más cuidados y ya no podía valerse por sí mismo. Se inclinó nuevamente sobre él, susurrándole: “Vengo a saludarle, padre, y a felicitarlo por su Santo”. Don Felipe sonrió discreto y halagado. “Iré a la misa de ocho que se ofrece por usted –continúo–, y de ahí me voy al Diamante.”

Ignacio se acercó a su padre y con una ligera reverencia le besó la mano. El viejo, agradecido, le dio su bendición. El hijo salió del cuarto y pasó rápidamente a la cocina donde su hermana Altagracia tenía servido el desayuno. Ignacio le saludó, se sentó y bendijo los alimentos en voz casi inaudible, luego miró su reloj y se levantó sin probar bocado para salir corriendo.

–¡Nacho, hice la salsa que te gusta! –gritó ella, pero Ignacio ya no se detuvo y desde la puerta alcanzó a contestar:

–Voy a comulgar. Me la guardas. Al rato vengo.

Altagracia apagó el comal de barro y se sentó a comer los huevos revueltos con salsa de chile morita y el champurrado que Ignacio había despreciado. Luego ordenó a Blasa, la sirvienta, que se pusiera al molcajete y preparara más salsa para su hermano. Le indicó también que cuando terminara de recoger la cocina, fuera a la calle del Tesoro a comprar atole blanco para su padre.

Terminada la misa, Ignacio permaneció unos minutos hincado con los ojos cerrados, pidió a Dios con toda su alma por el eterno descanso de su madre y de su hermana María y por la salud de su padre. Profundamente conmovido, se puso de pie, se persignó y salió del templo, se acomodó el sombrero y aceleró el paso con rumbo a la calle de Hornedo, en donde se ubicaba el negocio familiar. Esa calle era conocida antiguamente como La Calle de las Tenerías, por la cantidad de comercios de ese giro que ahí se encontraban.

El olor a piel

Eran cerca de las nueve y media de la mañana cuando Ignacio llegó al despacho. La Tenería del Diamante era una empresa fundada mucho tiempo atrás por el inmigrante español Francisco Recalde y comprada por don Felipe Ruiz de Chávez, quien la rescató de la quiebra después de la Revolución Mexicana. Con los Ruiz de Chávez al frente, la tenería se convirtió en la más importante de la entidad, alcanzando fama de negocio serio y próspero en toda la región.

Ignacio entró y saludó a Vidal, uno de los empleados de confianza de la curtiduría, quien extendía sobre el mostrador algunas pieles curtidas para presentarlas a don Raúl Magallanes, un forastero de Jalpa que estaba de visita. Magallanes saludó al dueño con ese duro apretón de manos que caracteriza a los hombres rudos del campo. Ambos aspiraron el olor a piel, que daba al ambiente una vivencia muy especial; era un olor penetrante y agradable. El viejo deslizó sus palmas por los cueros, su textura tenía algo que le remontaba a tiempos muy antiguos, quizá más lejanos que su propia vida, advirtió una sensación de protección y experimentó en la suavidad un halo placentero. Con esas pieles los Ruiz de Chávez fabricaban guantes y zapatos, carteras y también bolsos para dama. El cliente no ocultó el goce que le provocó la cercanía con las badanas y esbozó una franca sonrisa. Luego desvió la mirada y se encontró en la pared un diploma firmado por el presidente Porfirio Díaz; entonces preguntó a Ignacio:

–¿Esa firma es del presidente Díaz, que no?

–Sí, don Raúl –respondió Ignacio–, es un reconocimiento que el gobierno de don Porfirio le dio a mi padre por haber representado a México durante la Exposición Universal de París en 1889.

–¿De veras? ¿A poco su papacito jué hasta allá tan lejos?

–Sí, mi padre viajó desde Veracruz hasta Nueva York en un barco mexicano para tomar el RMS Etruria, un trasatlántico que navegaba al puerto de Liverpool en Inglaterra y de ahí, en una embarcación pequeña, llegó al puerto de Le Havre, en Francia –contó Ignacio–.

–¡Uy, pero eso está hasta el otro lado del mundo! –exclamó don Raúl con sorpresa–, y… ¿A qué dice que jué su papá?

–Mi padre trasladó de México a Francia varios artículos de piel como botas de jinete, bolsos y sillas de montar, entre otros. Ese evento era para conmemorar el Centenario de la Toma de la Bastilla; al término de la exposición, el gobierno de Francia le dio una medalla de bronce como reconocimiento a la calidad de sus productos y por ello don Porfirio lo felicitó –respondió Ignacio con orgullo–.

–¡Ah, ya entiendo! –dijo Magallanes, mientras enrollaba los cueros sobre el mostrador–, usté sí que tiene memoria para recordar tanto detalle. A mí ya se me va la piedra a veces y se me olvida hasta lo que comí ayer.

Ignacio bajó la mirada y sonrió discreto. La verdad era que memorizó los pormenores a fuerza de oír a su padre contarlos tantas veces. Ese diploma había quedado ahí y era raro que algún cliente se percatara de él, sólo Ignacio lo veía de vez en cuando y se imaginaba aquel viaje de su padre a París, donde conoció a Charles-Emile Hermés, dueño de la casa Hermés, en la cual también se fabricaban botas de jinete y bolsos para dama. Ambos, Felipe y Charles-Emile, se hicieron grandes amigos y compartieron muchas técnicas para el curtimiento de las pieles; incluso el galo vino en una ocasión a Aguascalientes a visitar a su colega. Ignacio volvió a mirar el diploma y recordó a los dos hombres en la tenería, hablando francés, sin que ningún trabajador pudiera entender una palabra de lo que decían, y no pudo evitar sonreír para sí mismo.

Don Raúl seleccionó la piel que más le gustó y mandó a hacer unas botas. Liquidó su deuda anterior y dejó un anticipo sobre las libretas del desgastado mostrador, luego se despidió con su acostumbrado apretón de manos y se retiró acomodándose el sombrero.

Ignacio realizó su recorrido diario por la tenería. Inspeccionó las piletas de agua con cal viva que eliminaban el pelo de las pieles, supervisó a los obreros que descarnaban manualmente con afiladas cuchillas y saludó a los que pasaban las pieles por una máquina alemana divisora. Esa máquina separaba la carnaza de la flor, para luego curtir las pieles en unos tambores de madera que giraban movidos por un motor eléctrico, y a través de unas tuberías introducía vapor proveniente de una caldera. Para esos procesos se usaban sustancias químicas que los Ruiz de Chávez importaban desde la “Imperial Chemical Industries” de Inglaterra. A Ignacio le gustaba ver cómo, una vez que los tambores paraban de girar, los obreros sacaban los cueros y en un acto que parecía magia, esas pieles crudas y blancuzcas se habían transformado en pieles de colores de consistencia suave y flexible. Entonces pasaban a los procesos de recorte y cosido para obtener diferentes artículos. El curtimiento de pieles era todo un arte, difícil de dominar. Ignacio lo había aprendido después de varios años de trabajar con su padre. Los obreros de la tenería habían laborado con don Felipe desde mucho tiempo atrás. Incluso los hijos de los obreros que habían muerto en la Revolución, decidieron seguir el oficio de sus padres y ahora estaban ahí. Obreros y patrones eran como una gran familia, Ignacio y algunas de sus hermanas estaban al pendiente de sus necesidades. Los sábados, a primera hora, el párroco de San Juan Nepomuceno oficiaba una misa dentro de la tenería y, al término de la celebración, los obreros cobraban su raya. Eran católicos devotos y consideraban a Ignacio como el patrón protector. Todos pertenecían a la Sociedad Mutualista de Obreros fundada por el padre Juan Navarrete, gran amigo de Ignacio.

Normalmente el movimiento en la tenería era moderado, pero ese día Ignacio recibió muchas visitas, principalmente de sus compañeros y amigos de la ACJM (Asociación Católica de la Juventud Mexicana) que venían por propaganda o a tratar asuntos relacionados con las actividades de la asociación. El conflicto entre la Iglesia y el Estado se venía agrandando desde meses atrás. Ignacio había comprado una máquina Minerva que servía para estampar la propaganda contra el gobierno anticlerical de Plutarco Elías Calles y pagaba a don Rubén Ponce, un hombre entrado en años que conocía bien la tipográfica de pequeñas dimensiones, para que imprimiera los volantes que eran redactados por el padre Felipe Morones, Vicario de la Catedral. La máquina estaba oculta en la trastienda del despacho y, para que no pudiera ser vista, los empleados la cubrían colocando encima varios atados de guantes. La propaganda se imprimía a mitad de la noche y, durante el día, los acejotaemeros venían por su porción para repartir a los simpatizantes de la causa. Esos volantes informaban a la población de la situación política y le invitaban a mantenerse firme en la fe. Entre sus amigos de la ACJM estaban Felipe Alba, Heliodoro Martínez, los hermanos Ruiz Esparza Vega –Antonio, José, Jesús y Joaquín–, Victorio Berumen y Porfirio Arriaga. El más folclórico de ellos era Porfirio, quien venía desde Jesús María y se quedaba acompañando a Ignacio a veces todo el día. Porfirio no tenía conversación, era un muchacho de rancho, muy sencillo, sólo llegaba y se sentaba en una silla del despacho, mientras Ignacio llevaba a cabo sus actividades. Era una amistad donde nada había que decir, sólo estar ahí, acompañándose. Era el colmo del afecto.

Ese día, Ignacio terminó sus labores a las seis de la tarde. Cerró la tenería. Se cubrió con su chaqueta y salió a reunirse con su familia.

El amor secreto de Ignacio

Al pasar por la calle de Primo Verdad Ignacio sintió el impulso de ir a visitar a sus parientes. A unas cuantas casas de la suya vivía su tía Juana Aguilar, viuda del difunto Ramón Aguayo. Ignacio tenía una gran cercanía con su prima Conchita, a quien admiraba y quería como a una hermana. Ella era varios años mayor que él, era maestra en la Ilustre y Benemérita Escuela Normal de Aguascalientes y durante la Revolución sirvió de manera imparcial como enfermera en la Cruz Roja. Ella podía lograr casi todo con sus influencias y su ascendiente moral; llevaba buenas relaciones con autoridades civiles y eclesiásticas y sus dones diplomáticos los empleaba para ayudar a los más necesitados. Era tan valiente y decidida que ni los fieros gobernantes revolucionarios le infundieron temor, llegó incluso a exigir varias veces al gobernador Fuentes Dávila y al comandante militar, ropa, medicina y alimentos para los heridos en combate. Conchita era también una artista. Tocaba el piano y pintaba de una manera exquisita.

Ignacio llegó a la casa de los Aguayo, llamó a la puerta y esperó un par de minutos hasta que ésta se abrió. La sirvienta, quien bien lo conocía, lo invitó a pasar. En el patio se encontró con su prima, quien le recibió con un abrazo y lo llenó de besos, al punto de casi tirarle los lentes. Juntos pasaron a la sala. Ignacio colgó el sombrero y el paraguas en el perchero que estaba cerca de la puerta, se sentaron y empezaron a conversar. A los pocos minutos entró la tía Juana, que era la hermana menor de su madre, y quien le decía “hijo” por el enorme cariño que le tenía. Ignacio se puso de pie y la saludó afectuosamente. La relación que había entre las dos familias era entrañable. Hacía poco tiempo que Juana le había propuesto a su cuñado Felipe, el padre de Ignacio, que se casaran, puesto que ambos estaban viudos y se querían mucho. Entonces Felipe le dijo a su cuñada, dándole palmaditas en la espalda: “No Juana, porque entonces, ¿qué vamos a hacer con nuestras Conchas?”.

Conchita Aguayo, la hija de Juana y Conchita Ruiz de Chávez, la hija de Felipe, eran mujeres voluntariosas, acostumbradas a hacer lo que querían y a que se hiciera lo que ellas dijeran. Cada que se reunían las dos Conchas acababan en desacuerdo y pleito. Así como cercana era la relación entre las dos familias, también así de grande era la prudencia de don Felipe, quien prefirió llevar la fiesta en paz.

Ya relajados en sus asientos, doña Juana hizo sonar una campanita. La criada llegó al instante y Juana le ordenó que sirviera té y chouxes para dos. La señora se puso en pie y dirigiéndose a su sobrino, le dijo: “Me voy a retirar, discúlpame Nacho, pero no me siento bien”. Juana hizo una caricia a su sobrino en la mejilla y salió de la sala. Ignacio se sentó nuevamente en una mecedora.

–¿Cómo está mi prima consentida? –preguntó volviéndose hacia Conchita–.

–Bendecida, Nacho; y tú… ¿cómo estás? –respondió ella–, te veo preocupado.

Concha, que estaba sentada en un sillón próximo, lo tomó de las manos, esas manos grandes y poderosas que sudaban y temblaban sin cesar. La mujer lo acariciaba con delicadeza, tratando de apaciguar los ánimos exacerbados. Hablándole en voz baja intentó darle confianza para que sacara eso que traía adentro y parecía atormentarlo tanto.

–Habla, Ignacio. Sabes que cuentas con mi absoluta discreción. No ha de ser gratuito que llegues de improviso a verme –le dijo con amabilidad–.

Ignacio guardó silencio por unos segundos y finalmente habló.

–No sé cómo explicarte.

–¿Se trata de todo este problema político lo que te trae tan alterado?

–En parte sí, en parte es la enfermedad progresiva de mi padre, pero lo que más me tiene inquieto es que…

–Dime primo, dímelo ya –interrumpió ella–.

–Anoche no pude dormir –dijo él–, me la pasé en la ventana viendo el eclipse de luna, luego tuve pesadillas. Hacía demasiado calor. Varias ideas me daban vuelta en la cabeza… Bueno, seré directo: ¿Tú conoces a Lupe Ybarra?

Concha frunció el ceño y pronta le respondió:

–Claro que la conozco, es hermana del padre Porfirio Ybarra. ¿Qué hay con ella, Nacho?

–¡Es que… es tan fina, tan buena, tan generosa!... En palabras de Amado Nervo te diría que: “Todo en ella encanta, todo en ella atrae: su mirada, su gesto, su sonrisa, su andar… está llena de gracia como el Ave María…”.

–Ignacio… ¡me acabas de decir que tienes interés en ella!

–Más que eso, Concha, ¡me siento avasallado por su hermosura!

Concha abrió los ojos con sorpresa y apretó las manos de Ignacio, quien tenía la mirada clavada en el piso, adivinando la desaprobación de su prima. Ella respiró profundamente tratando de reponerse de la impresión y le dijo:

–¡Pero Nacho, tú has de saber que Lupe está enferma y requiere de muchos cuidados!

–Eso lo sé de sobra y no me importa lo que tenga que hacer para estar cerca de ella. No puedo dejar de verla. Conchita, siento por ella una adoración reverente.

–¡Ay, Ignacio querido, el amor es algo puro y honesto, impredecible y caprichoso! Nada te puedo decir en contra de eso que sientes, porque en verdad es una joven agraciada, virtuosa y de buena familia, pero te auguro sufrimiento.

Ignacio, quien no apartaba la vista del piso, afirmaba en silencio. Del fondo del alma se le escapó un sollozo, se quitó los lentes y, con el pañuelo, se secó las lágrimas, le quitó lo empañado a los espejuelos y suspiró. Conchita lo abrazó con un cariño maternal. Ella poseía un caudal inagotable de ternura y a la vez una resistencia heroica para las adversidades, por eso Ignacio la buscaba cuando la alegría lo desbordaba y cuando las penas le cerraban la garganta. Armada de gran determinación, se levantó de su asiento y con fuerte voz le dijo a Ignacio:

–Voy a enviar mañana mismo una tarjeta con un propio para solicitar hablar con el padre Porfirio Ybarra y que le expongas tus intenciones. Tu papá no está en condiciones de salir y no puedes hacer las cosas como no es debido. Iremos con el sacerdote y le pedirás permiso para cortejar a su hermana. No se diga más –dijo terminante la prima–.

Su callada presencia

Ignacio se había enamorado de Lupe completita. Amaba su forma de andar, el tono suave de su voz y hasta la manera como pronunciaba su nombre; lo hacía con tal dulzura que sentía como si la misma Virgen María lo llamara. Veneraba aquellas manos largas, a veces tibias y otras tantas frías, manos santas, manos puras, y ese tono de piel que parecía café con leche. Su abrazo era como un poema de amor y su silencio, una sutil invitación a orar.

La consideraba una belleza intemporal, una lluvia de suspiros, un telar de estrellas, una luna de octubre: altiva y majestuosa. Su figura era la de una espiga de trigo, mecida al viento al caer la tarde. Sus labios poseían el carmín de las ciruelas. Tenía una luz interior tan fuerte como la de las luciérnagas y un perfume tan seductor como el de los nardos. Sencilla y elegante, y profundamente espiritual, como si Dios mismo la hubiese colmado de gracia como solamente lo hace con sus criaturas predilectas.

Él la amaba a ella y amaba ese día en que ella llegó a su vida, despacio, sin ruido. Desde entonces su palabra se volvió música y ella empezó a latir en su corazón desnudo y ardiente. Amaba la callejuela donde sus ojos se encontraron por vez primera y al aire que revolvía su cabello, oscuro y rizado. Amaba su sonrisa reservada y el azabache de sus ojos. Amaba, también, la noche en que se despertó su anhelo y los días en que el alma se le fue llenando de añoranza y de deseo. Todo en ella era maravilla y perfección. En ella confluían sus más caros afanes.

Ahora, su deseo por verla, era permanente.

Entre ollas y fogones

Lupe Ybarra era adicta a las sensualidades de la cocina, lo mismo disfrutaba aspirar el fresco olor del cilantro que sentir el tibio jugo del mango escurriendo por su barbilla y cuello. Se regocijaba lo mismo con el zumo de la lima que con el seductor aroma de la canela. Amaba el olor de los chiles poblanos, las tortillas, los elotes quemándose sobre la leña y la cebolla chirriando sobre la manteca. Gozaba el sabor ácido de los limones, el agridulce de las zarzamoras, el picante de la pimienta y del chile, y el amargo de la cerveza y el estafiate, así como el dulce del chocolate, las mermeladas y los almíbares. Sus ojos se fascinaban ante las diferentes formas y tonos de las frutas: los blancos de la pera y la manzana, los amarillos suaves de la guayaba, el plátano, el nanche y la piña, pasando por los anaranjados del melón, la papaya, el mamey y la mandarina; la variedad de rojos de las pitahayas, las fresas, la sandía y las ciruelas; los rosas intensos del camote y las tunas cardonas, los azules y morados de las uvas, los higos, las cerezas, las moras, hasta llegar al oscuro zapote negro. Su lengua encontraba verdadero placer en las texturas y gozaba experimentando las diferentes temperaturas: el calor que emanaban los hervores de los guisos en el fogón o el frío del insípido hielo artificial en los cubos de San Lorenzo, aunque prefería por mucho el de los helados de Los Alpes y La Parisiense.

En esa cocina convivían los vivos y los muertos, no era traba haber trascendido esta vida. La abuela Juana de la Peña y la Mamá China seguían siendo invocadas cada vez que se daba la bendición a un potaje, un ponche o un rompope que eran puestos a la lumbre. El ritual alquímico de la cocina iniciaba siempre con esa encomienda que parecía venir desde quién sabe dónde y terminaba justo cuando el platillo era engullido por los comensales. Entonces ellas constataban que el espíritu de sus ancestras, dotadas de grandes dones culinarios, había venido a poner su sazón, revelando así la perdurabilidad de su amor.

–No deje de menear la leche, niña, que se pega el azúcar –dijo Sebastiana a Lupe, quien parecía haberse estacionado en la nada– y luego tiene que tirarla, que quemada ya no sabe igual.

–No me regañes, Tiana, sólo me distraje un poco.

–En la cocina no puede estar en Babia y usted bien lo sabe, señorita. La veo mirando musarañas últimamente. Se ríe sola y le brillan los ojitos.

–“El que a solas se ríe de sus maldades se acuerda” –dijo Mercedes burlona, mientras le picaba las costillas a su hermana–. Lupe sonrió y siguió meneando la leche.

–¿Y si tú la vigilas? –sugirió mimosa Lupe–. Ya están aquí las rajas de canela apartadas, sólo agrégaselas y cuídalo hasta que tenga el punto; de cualquier forma, vas a estar aquí.

Mercedes asintió y Lupe se escurrió hasta la sala. Miró el reloj de péndulo y, cautelosa, salió a la puerta de la calle, caminó unos pasos y fingió que buscaba algo entre el empedrado. Apareció entonces en la esquina Ignacio Ruiz de Chávez, y ella dio tiempo a que le pasara cerca. Él saludó quitándose el sombrero.

–¿Puedo ayudarle en algo, Lupín? –preguntó él con tono amable–.

–He extraviado uno de mis pendientes –dijo ella– y no lo encuentro.

–Permítame buscarlo –contestó Ignacio, caballeroso–.

Ella discretamente tiró el arete al suelo para que él no se diera cuenta.

–¡Albricias! –exclamó Ignacio cuando lo miró entre las piedras–.

–Es usted muy gentil –respondió ella, fingiendo sorpresa–, ¡no sé qué hubiera hecho si no lo hubiera encontrado! Pertenecieron a mi Mamá China.

Ignacio le entregó la joya con una sonrisa en los labios y ella le correspondió llenándose de rubor.

–Se la debo –dijo ella tímidamente–.

–¿Me da permiso de ponérselo? –sugirió él–.

Ella se le quedó mirando modesta y se mordió los labios, ruborizándose nuevamente.

–Gracias. No se moleste. Tengo que irme porque estamos haciendo la receta del rompope que trajo María, mi hermana, de las monjas capuchinas.

–Discúlpeme por entretenerla. Me encantará probar algún día esa delicia.

Lupe asintió con la cabeza y contestó:

–Cuando guste, Nacho.

–Permítame decirle, antes de que se vaya, que se ve hermosa con ese vestido café.

–No es café, Nacho. Es color tabaco.

–Bueno, entonces permítame decirle que se ve usted bellísima con ese vestido color tabaco, además huele riquísimo.

–Es la canela –dijo ella bajando discretamente la mirada–.

–Es usted tan preciosa como el nombre que lleva: “María de Guadalupe”, el mismo de Nuestra Bendita Señora y el de mi difunta madre.

Él tomó su mano y la besó con ternura, le guiñó el ojo y se despidió. Ella, donairosa, entró a la casa y él se quedó mirándola como no queriendo perderla nunca de vista. Cuando Lupe regresó a la cocina los ojos le brillaban al doble, la alegría se le desbordaba en la voz y el corazón le latía de prisa.

Desde aquel dichoso día en que Lupe e Ignacio se encontraron en el callejón de El Codo y él la miró distinto y ella lo descubrió, la vida cambió para ambos. Ella pensaba en él todos los días y ansiaba vehementemente su presencia, él la amaba y la deseaba en secreto. Sus charlas fortuitas les fueron acercando y quisieron saber uno del otro. A Lupe le importó Ignacio y a Ignacio le interesó Lupe hasta compartirle sus más caros anhelos.

–¿Por qué no nos encontramos antes? –recriminó ella al destino, mientras miraba a través del cristal de la ventana cómo iba cayendo la tarde–.

Y es que desde que ella experimentó la cercanía con él, se volvió a sentir viva, infinitamente viva. Aquello que le gritaban los ojos de Ignacio le despertaba la piel, le provocaba renacer cada mañana y hacía que el corazón se le llenara de flores y trinos.