Agradecimientos:
A Nicolás Colombo, investigador de la ciudad oculta que prestó su nombre y apellido. A Sergio Ricaldoni, nieto del genio de Tebaldo Ricaldoni.
Para los pequeños lectores de Watson: Lorenzo Martínez Antenao, Morena Balleto, Michal Broczkowski, Lola Rambaldo, Fabrizio Costanzi, Benjamín Berdini, Amparo Muñoz y muchos otros que me escribieron preguntando por una segunda parte.
A mis hijos Ulises y Aldana, en quienes están inspirados los personajes, sin los cuales no hubiera podido salir ileso de las trampas que surgieron en esta aventura.
A Sergio Sandoval, o tío Watson, que siempre está aportando su ingenio en el diseño.
Y finalmente a Amira Villarreal, mi Watson en esta historia.
Pareciera que fue ayer cuando descubrimos que nuestro vecino era un vampiro; el carnicero del pueblo, un hombre lobo trabajando de incógnito para el servicio secreto del Reino Unido, y que debajo de Oriente, nuestro pueblo, existía una intrincada red de cavernas que conducía a un mundo completamente distinto del nuestro, habitado por seres fantásticos, de esos que aprendimos a conocer en libros o bestiarios de la mitología.
Pareciera que fue ayer que nuestro trabajo escolar de verano transformó nuestra vida y la forma en que veíamos al mundo.
En marzo, cuando comenzaron las clases nuevamente, solo pudimos publicar parte de los acontecimientos vividos. Como recordarán, todo comenzó como un trabajo escolar de verano, que consistía en crear un emprendimiento, y nosotros elegimos abrir una agencia de detectives.
La guía de nuestro abuelo, policía retirado, resultó indispensable. Él nos enseñó a observar e implementar el método deductivo de investigación. El resultado: descubrimos que nuestro vecino de toda la vida, don Vandeschu, era un traficante de obras de arte.
Aquella fue la primera parte de nuestro informe escolar. Pero por la magnitud de los acontecimientos, lo realmente fantástico o importante de lo vivido, no pudimos darlo a conocer, por lo que decidimos archivarlo con la esperanza de que algún día pudiera ver la luz. De haber contado los hechos tal y como sucedieron, nos habrían arrastrado indefectiblemente hacia un manicomio y hubiésemos sido considerados “los locos del pueblo” por el resto de nuestra vida.
Nuestro trabajo no terminó en el verano. Junto a Ágatha, mi hermana mayor y socia de Watson & Cía., decidimos continuar investigando. Mirar hacia otro lado cada vez que una misteriosa y errática esfera de luz atraviesa la noche o cerrar los ojos con fuerza cuando una sombra se desplaza con vida propia por una habitación, no es una opción para los hermanos Watson.
Lo improbable y lo fantástico se convirtieron, desde entonces, en parte de nuestra vida. Y en este punto, comienza una nueva etapa de Watson & Cía.
Como recordarán, semanas después de destruir la base submarina y de que don Vandeschu se convirtiera en un mal recuerdo, recibimos una carta que el abuelo nos envió desde Río de Janeiro. En ella nos alertaba acerca de que el temible nosferatu rondaba la ciudad carioca, y nos pedía estar preparados en caso de necesitar nuestra ayuda.
Como si se tratara de una llave o un conjuro, la carta del abuelo despertó un gran número de avistamientos de extrañas criaturas y apariciones paranormales en el resto de la provincia de Buenos Aires.
Estábamos estudiando unos informes sobre unas “criaturas sombras” vistas en el Cementerio de la Recoleta, en la ciudad de Buenos Aires, mientras la Luna llena, blanca y sorprendentemente brillante, nos espiaba a través de la ventana. Habían pasado unos minutos de la medianoche cuando, de pronto, el macabro tono de llamada del WhatsApp de Ágatha retumbó en la habitación: “Tam tam tann”.
–¡Me vas a matar de un susto con esa tonada del demonio! –le grité a mi hermana.
Ágatha sabía bien cuánto odiaba y me aterraba esa melodía, pero a pesar de mis ruegos para que la cambiara, seguía sonando en su teléfono celular.
La pantalla del teléfono se iluminó mostrando la característica 221, correspondiente a la ciudad de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires.
–Es Luana. Dice que entremos urgente a su canal de YouTube –me notificó Ágatha.
Luana era amiga de mi hermana, un año mayor que ella, y junto a dos amigos, Uriel y Caetano, tenían el canal Urbex. En la serie “No apagues la luz” investigaban casas abandonadas y lugares extraños.
Nuestros youtubers tenían cierta predilección por los antiguos palacetes de frentes decorados con bajorrelieves y figuras ornamentales, de esos que abundan en nuestra ciudad, de corte europeo.
La primera parte del video mostraba lo habitual: las presentaciones de cada uno de los integrantes y una breve historia sobre la casa elegida. En esta ocasión, se trataba de una edificación enorme de varias plantas. Ya encendidas las cámaras, ingresaron al salón principal y, al igual que un laberinto mitológico, el recibidor se abría a muchas habitaciones y pasillos que se esfumaban en la oscuridad. Caetano iba al frente del grupo y avanzaba con pisada sigilosa hacia una pequeña puerta disimulada debajo del descanso de la escalera principal.
–Sin dudas, es la entrada al sótano –dijo Caetano susurrándole al micrófono mientras abría la puerta con suavidad.
La luz de la cámara iluminó el recorrido. Los escalones descendían hasta desaparecer en la negrura.
–Veo un leve resplandor al final de la escalera –murmuró Caetano, apenas con un perceptible hilo de voz...
Luana y Uriel, que lo escoltaban un par de metros atrás, se detuvieron abruptamente ante el comentario. Caetano giró haciendo señas para que se acercaran en silencio.
Ágatha y yo estábamos expectantes, conteniendo el aliento, como si nos encontrásemos ahí, junto a ellos, a pesar de saber que en este formato de programas las escenas se exageran y, hasta cierto punto, se teatralizan, para crear tensión y así generar mayor audiencia. Pero la realidad es que en la mayoría de las incursiones, por no decir en todas, nunca sucedía nada realmente extraordinario.
Caetano comenzó a descender lentamente. Luana y Uriel permanecieron inmóviles.
Al final del recorrido, sobre el rellano de la escalera, la cámara captó el confuso movimiento de unas sombras zigzagueantes que se retorcían y giraban con asombrosa rapidez, como si se tratara de una danza macabra.
Los tres sabían sobre los riesgos que corrían al entrar a una casa abandonada. Existe el peligro de derrumbes, ya que se trata de casas viejas y sin mantenimiento, o de encontrarse de personas deshonestas que aprovechan la posibilidad de albergue que brinda una casa sin dueño. Muchos delincuentes o gente del submundo las eligen como refugio. Por eso, antes de ingresar a cualquier lugar, nuestros amigos realizaban un estudio minucioso del edificio. Solo entraban si consideraban que el lugar era cien por ciento seguro. Pero podían equivocarse…
–Escucho tambores, voy a bajar unos escalones más –dijo Caetano susurrando nuevamente al micrófono.
Paralizados ante la inesperada decisión, Luana y Uriel intentaron detenerlo utilizando un procedimiento ensayado para casos de peligro, pero su amigo lo estaba ignorando por completo.
–Caetano, el perro a la cucha… El perro a la cucha, el lugar no es seguro. ¡Sube inmediatamente! –ordenó una inquieta Luana a través el micrófono.
En las profundidades, la luz de la cámara de Caetano se desvaneció, solo algún sonido devolvía algún rastro de él.
–Es una especie de ritual –balbuceó mientras sus palabras se mezclaban con el ritmo acompasado de los tambores que ahora se escuchaban con nitidez.
–¡Caetano…! Estás violando las normas de seguridad, si hay personas nos vamos… –se desesperó Uriel–. Regresa, fin del programa –insistió.
El micrófono de Caetano se enmudeció durante algunos minutos, mientras la cámara de Luana mostraba cómo un aterrado Uriel se alejaba de su lado, hacia la puerta que comunicaba con el sótano. Apenas la abrió, se encontró con el rostro pálido y desencajado por el miedo, de Caetano.
–Salga-a-a-mos de este... lu-lugar –balbuceó, intentando inútilmente dominar sus emociones.
Uriel, sin dudarlo, lo tomó del brazo. La cámara apuntaba ahora hacia un costado. Con tanto movimiento se hacía difícil distinguir algo, solo se escuchaban los gritos de Luana pidiendo salir cuanto antes entre estruendosos pasos.
Esa fue la última transmisión de “No apagues la luz”.
Apenas terminó el video, intentamos comunicarnos con ellos, pero nos fue imposible, no respondían a los llamados. Al fin, recibimos un escueto mensaje de texto de Luana:
Los necesitamos, ¿pueden viajar?
Tardamos un par de días en prepararnos y además debíamos convencer a nuestros padres para que nos permitieran viajar. Pero no perdimos el tiempo, aprovechamos cada instante previo al viaje para analizar una y otra vez el video.
Lo habíamos descargado en nuestra computadora portátil y fue una decisión acertada, ya que el video fue borrado horas después.
Fue un arduo trabajo analizarlo cuadro por cuadro, pero el esfuerzo rindió sus frutos. Un brillo de triunfo resplandeció en los ojos de Ágatha. Segundos antes del final de la película, se detuvo en una imagen. Una silueta oscura surgía sobre el margen derecho de la pantalla; era más bien una sombra que se recortaba en un haz de luz proveniente, seguramente, de la cámara. Pero se podía observar, apenas perceptible, un rostro pálido que sonreía...
–Creo que se trata de la cara de una muñeca antigua –exclamé asombrado por el descubrimiento de Ágatha, ya que por lo general la tecnología es mi territorio.
–A menos que la muñeca pueda caminar… Segundos antes, cuando Caetano descendió por las escaleras, el lugar se encontraba limpio –dijo Ágatha señalando la captura de pantalla del mismo sector en distintos tiempos.
Una semana después de recibir el mensaje de Luana, arribamos a la terminal de ómnibus de la ciudad de La Plata. La humedad y el frío se hacían sentir.
–Lindo clima para unas vacaciones –bromeé mientras me subía el cuello de la campera.
–Espero que no sea nada tan serio y podamos disfrutar de la ciudad, siempre quise recorrerla –respondió Ágatha–. Solo tengo un vago recuerdo de cuando la visitamos con la escuela, hace años.
–¿Sabías que algunas personas la llaman “la ciudad de los brujos” por la gran cantidad de elementos esotéricos escondidos en su arquitectura? Y, hasta donde sé, una maldición pesa sobre ella –dije demostrando que había hecho mis deberes.
Luana y Uriel nos esperaban en una de las dársenas de la terminal de ómnibus.
Dos años habían pasado desde que se fueron de Oriente para estudiar en la Universidad de La Plata. Eran unos de los pocos amigos que conservábamos fuera del pueblo y que conocían nuestra historia completa; su afinidad por lo oculto nos mantenía en estrecho contacto.
A pesar de la alegría del encuentro, sus rostros demostraban cansancio y sufrimiento. Caetano no vino a recibirnos, hacía días que no salía de su habitación. A pesar de ser el más valiente del grupo, ahora se negaba a salir y dormía con la luz encendida.
Después de recordar viejos tiempos, nos sentamos en ronda, conectamos nuestro grabador para no perder detalle y Luana comenzó su relato sobre lo sucedido aquella noche.
–No sé por qué razón estaba inquieta, el clima en el lugar no era diferente del de otras casas que hemos investigado –comenzó, frotándose las manos–. Le transmití mi inquietud a Caetano, pero sabes cómo es, nunca acepta advertencias, siempre quiere ir por más.
Ágatha asintió tomando sus manos.
–Apenas habíamos avanzado unos metros en el interior, cuando sentí que una brisa de aire frío nos envolvía y pude escuchar, a lo lejos, una risita suave.
–En el video no se oye nada –dije y tomé nota del hecho.
–Pero fue así, Ulises. Ambos la escuchamos. ¿No es así, Uriel? –le preguntó Luana a su amigo, que asintió en silencio–. Quedé paralizada –continuó Luana dirigiendo una mirada al vacío, como si estuviera reviviendo el momento–. Y vi que Caetano desaparecía por una puerta por la que se descendía al sótano.
Luego escuchamos el relato de Uriel; siempre es bueno tener dos puntos de vista sobre los sucesos. Uriel se acomodó como si estuviera tomando coraje para enfrentar nuevamente el peligro.
–Estaba molesto porque Caetano no respondía a mis llamados, por eso me dirigí a la puerta del sótano. No pude ver qué era lo que había escaleras abajo; apenas me asomé, choqué con él y me dio un susto terrible –dijo hablando deprisa–. Luego sentí que algo, o alguien, se acercaba, era como un lejano golpe de martillo… “¡Tam Tam!”. Con cada golpe esa cosa se acercaba más y más. Luego, algo me rozó, fue como una sensación de chocar con aire caliente. Como cuando abrimos un horno con rapidez y el calor escapa con fuerza.
–Bueno, alguien dejó encendido el aire acondicionado frío-calor, la cuenta de luz será terrible… –dije con una sonrisa, creyendo ser gracioso. Pero a Luana no le hizo gracia mi comentario y me miró molesta.
–Siempre bromea cuando está nervioso, es su forma de asimilar los hechos –me defendió oportunamente Ágatha.
–Y también estaba ese perfume –continuó Uriel, que seguía como en trance, describiendo los hechos ahora con los ojos cerrados como para concentrarse mejor.
–¿Perfume? –preguntó Ágatha extrañada.
–Sí, una fragancia floral muy fuerte, como la de las florerías del cementerio –respondió Uriel–. Solo puedo agregar que sujeté a Caetano por el brazo, intentando llevarlo fuera de la casa, pero algo tiraba de él en sentido contrario, me costó mucho arrancarlo del borde de la escalera. Pensé que se había atorado, pero al mirar sobre su hombro vi la sombra de un hombre, pero a nadie que la proyectara. Entonces, Luana nos iluminó con su linterna y, al igual que un vampiro cuando recibe la luz del sol, la figura retrocedió y se volvió a las profundidades de la casa.
–Este detalle es para tener en cuenta –observó Ágatha, recordando cómo la luz del sol ahuyenta a algunos seres de la oscuridad.
Tres días después de nuestra llegada, Caetano comenzó a mejorar, ya podía hablar sin castañetear los dientes y nos acompañaba en nuestros pequeños recorridos por la ciudad. Muchas veces, mientras caminábamos, se paraba de pronto mientras su mirada se fijaba en un punto, como si alguien le hablara y él le prestara atención. A veces teníamos que sacudirlo para que saliera del trance; otras, volvía por sí mismo, como si alguien presionara un interruptor.
Teníamos un misterio y debíamos resolverlo, y para ello era necesario trazar un plan de acción. Pero antes teníamos que ayudar a nuestro amigo, estaba claro que no podía continuar de esa manera y se lo expresé a mi hermana en privado:
–Ágatha, si bien Caetano va mejorando, todavía duerme con la luz prendida. Si solo se trató de un susto y el asunto no tiene nada de sobrenatural, ¿no deberíamos primero consultar a un médico?
–¿Dices que debería ir a un psiquiatra? –me preguntó Ágatha–. ¿Y el rostro del hombre sobre la pared, los tambores y la risita que escucharon? ¿Acaso fue una alucinación colectiva?
–Era solo una conjetura. No debemos descartar nada. Pero ¿y si solo se trató de un simple susto o se encuentran sugestionados? –insistí.
–Entonces debemos prepararnos e ir a esa casa y ver qué encontramos. Pero solo nosotros, no creo que nuestros amigos se encuentren en condiciones como para poder ayudarnos.
La vida continuaba. Uriel y Luana se preparaban para rendir algunos exámenes en la facultad. Caetano, salvo por nuestros pequeños paseos, seguía sin salir de su habitación y siempre con la luz encendida.
Con Ágatha aprovechamos una hermosa noche de Luna llena para realizar un trabajo de campo. Preparamos un equipo básico para nuestra primera misión: bolsas para recolectar muestras, una cámara de fotos, dos linternas tipo vincha, algunos metros de soga, unas pequeñas bombas de estruendo que funcionaban a su vez como bengalas, por si fuera necesario pedir auxilio, gas pimienta en caso de que se tratase de una persona real y no de un ser sobrenatural, y un artilugio que preparé modificando un flash de una vieja cámara de fotos, a pedido de Ágatha.
–Está listo y funcionando –exclamé en el estado de euforia e intranquilidad que siempre me invadía en situaciones parecidas.
El edificio era un enorme caserón de estilo francés, en el que no quedaban restos de pintura en la fachada, pero que conservaba los ornamentos intactos, aunque algo manchados por verdín, lo que le otorgaba al conjunto un aspecto un tanto siniestro. Desde las alturas, frente al umbral de ingreso, nos daba la bienvenida la cara de un enorme sátiro, que nos sacaba burlonamente la lengua.
–La puerta todavía se encuentra abierta –dije empujándola con suavidad–. Al parecer, desde aquella noche nadie ha entrado.
–El suelo mantiene el rastro de sus pisadas –observó Ágatha–. Esta vez no hace falta que te subas a mis espaldas –bromeó mientras hacía una reverencia, dándome a entender que debía ir por delante.
–El piso es de madera, si hay alguien en el sótano ya está enterado de nuestra intrusión –comenté al escuchar que la madera crujía bajo nuestros pies.
–Si solo ha sido sugestión, no tenemos por qué preocuparnos, y si todo fue real, lo sabremos en unos minutos –dijo acomodando la intensidad de la luz de la linterna.
–Vamos, hermana, que comience la acción.
Mantuvimos distancia uno del otro, la suficiente como para no ser emboscados y la justa como para poder prestarnos ayuda en forma inmediata.
–¿Todo bien, Ulises? –La pregunta de Ágatha sonó fuerte y clara en el audífono.
–Sin novedad. La escalera llega hasta un descanso, al parecer continúa unos metros más –respondí mientras seguía avanzando con cautela.
Luego de unos minutos que parecieron eternos, nos encontrábamos en el sótano. La construcción era más antigua de lo que parecía. El techo era abovedado y no muy alto. Las paredes, algo estropeadas por el paso del tiempo, contenían cientos de grafitis brillantes.
–Al parecer, fue, o es, el refugio de alguna tribu urbana –deduje iluminando el muro más cercano.
Ágatha asintió, señalando una pared en particular por el grado de detalles que contenía el dibujo. Como una moderna pintura rupestre, la escena representaba a un grupo de personas danzando alrededor de un hombre vestido de negro, con galera, bastón y cara de calavera. Tomé varias fotos.
–Esto es muy interesante, se parecen a las pinturas mexicanas que celebran el día de los muertos –agregó Ágatha.
–Observa, hermana: los grafitis respetan una secuencia, como si se tratara de un cómic –dije, emocionado por el descubrimiento.
Pero esa no era la primera. Hacia un costado, en otra pared, podíamos ver una secuencia que marcaba el inicio de la historia a través de un recorrido de imágenes similares. En una reconocimos la silueta de la antigua casona recortada bajo una enorme Luna llena y a nuestros tres amigos frente a sus puertas.
–¡Imposible! –exclamamos al unísono viendo la imagen de Luana, Uriel y Caetano en el gran salón de entrada. Y luego vimos a Caetano dirigiéndose escaleras abajo, la escena que precedió al ritual que tanto pavor le provocó.
La historia continuaba en otra habitación, que se encontraba atravesando un pequeño arco. Ahora veíamos a nuestros amigos intentando huir, mientras una mano espectral aferraba a Caetano. Ambos observábamos incrédulos, al tiempo que seguíamos avanzando al ritmo de la secuencia de imágenes.
–Es de no creer –dije con un suspiro, mientras Ágatha buscaba, en medio de una multitud de grafitis, la siguiente secuencia.
–Es por acá –anunció de pronto, mirando una imagen que surgía de una enorme pintura fluorescente.
Ahora se veían dos figuras fácilmente reconocibles: se trataba de las siluetas de Luana y Uriel.
–Quien las haya pintado es un gran artista, el parecido es asombroso.