LA PRIMERA GENERACIÓN
Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968
VVAA
© de los autores y autoras, 2020
© La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968
Coordinación y edición: Carmen Garaizar Axpe
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A nuestras familias.
A los compañeros y compañeras que perdimos por el camino.
Lo he visto todo. No obstante, ahora no se trata de lo que he visto, sino de cómo lo he visto.
Anton Chejov
Considerada aisladamente, una pieza de un puzle no quiere decir nada; es tan solo pregunta imposible, reto opaco.
Georges Perec (1992)
El pasado es un país extranjero, allí hacen las cosas de otra manera.
L.P. Hartley (1953)
ADVERTENCIA
Esta obra se inició durante el verano de 2019 y fue terminada poco antes de que se desatara la pandemia de covid-19, durante los primeros meses de 2020. En aquellos difíciles días, muchas personas contribuyeron con su esfuerzo, asumiendo un grave riesgo, para que el resto de la ciudadanía no sufriéramos carencias en las necesidades básicas. Recordamos en especial al personal sanitario, que aún incluía a algunos compañeros de nuestra generación. Nuestro inmenso agradecimiento para todos los hombres y mujeres que permanecieron en sus puestos y dieron lo mejor de sí.
PRÓLOGO
Hubo un momento en la historia en el que el ritmo de lo que acontecía era distinto según el lugar. Como si se tratara de compartimentos estancos. Los hechos ocurrían dominados por el ímpetu en algunos sitios, y con parsimonia en otros. Por ejemplo, desde 1915 no se fundó en el país otra universidad hasta 1968; parsimonia. Durante ese tiempo, más de cincuenta años, el mundo cambió gracias a los avances científicos y tecnológicos, la industrialización masiva, las nuevas corrientes filosóficas y culturales, las movilizaciones ideológicas de poblaciones enteras y los conflictos armados; ímpetu.
Porque aquella fue la época en la que, en el exterior ocurrieron dos guerras mundiales y múltiples revoluciones; en el interior, la denominada Guerra Civil y sus terribles secuelas. El mundo occidental vio surgir las vanguardias artísticas y de la arquitectura, nuevas y sucesivas corrientes literarias, la teoría de la relatividad, la física cuántica, la penicilina, los rayos X, el ADN, los primeros trasplantes, y tantas otras cosas.
En Bilbao, existían desde finales del siglo XIX la Universidad de Deusto, la Escuela de Ingenieros Industriales, y la Escuela de Comercio, que derivaría más tarde y en otro lugar en la Facultad de Ciencias Económicas. En 1936, el primer Gobierno Vasco fundó la Universidad Vasca, y con ella la Facultad de Medicina en el Hospital de Basurto, proyecto que quedó truncado por la guerra. Pero no fue hasta 1968 cuando crearon la Universidad Autónoma de Bilbao. Del mismo plumazo, literalmente, surgieron la Autónoma de Madrid y la Autónoma de Barcelona. Todas incorporaban, entre otros, los estudios de Medicina y la pretensión unánime de iniciarlos sin dilación. “Plumazo” y “sin dilación” nos ofrecen una idea clara de las condiciones académicas y estructurales que reinaron en los nuevos centros, aparte de las buenas intenciones, ilusión e ingenuidad.
Han transcurrido otras cinco décadas desde que la Facultad de Medicina de Bilbao se inaugurara. El aniversario, que tuvo lugar en 2018, sugiere nuevas conmemoraciones en el futuro. A propósito de ellas, algún día, alguien escribirá su historia, el trance político-académico que condujo a su creación. Lo hará, probablemente, el personal académico procedente de áreas del conocimiento como la historia o la medicina, o la sociología quizá, o bien gente experta encargada por alguna Administración Pública, un biógrafo o biógrafa rescatando a determinada personalidad ilustre del contexto docente o estudiantil, quién sabe. Pero las vivencias personales del alumnado que estrenó la institución, que superó la provisionalidad de los comienzos y el final de una etapa política tortuosa para convertirse en profesionales de hecho y de derecho, esa experiencia humana no será contada. Salvo que lo hagan ellos mismos: los hombres y mujeres de la primera generación.
Por eso estamos aquí. Nosotros, nosotras, estudiantes que inauguramos la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968, hemos querido, en este libro, relatar nuestra propia historia. Tuvimos un comienzo singular, y el tiempo transcurrido a partir de aquel momento nos permite ahora verlo con perspectiva. Crecimos y estudiamos bajo la dictadura, en una sociedad que poco después supo transformarse en democracia europea. Cuando empezamos, apenas el tres por ciento de los facultativos españoles eran mujeres. Desde entonces, han cambiado radicalmente las costumbres sociales, el sistema político y, por supuesto, la Medicina. Hemos formado parte de esos cambios, los hemos llevado a cabo. En ocasiones, incluso planificado, o solo asumido y, en otras, objetado. Cómo no, así somos.
Nuestras historias personales celebran el microdetalle y no tanto la macrohistoria, la experiencia individual por encima de la situación externa, quizá más objetiva. Cada autor o autora aporta su propio enfoque y estilo narrativo, pero hemos tratado siempre de contestar a la misma pregunta: ¿qué fue de aquellos jóvenes, hombres y mujeres, que estrenaron la Facultad hace cincuenta años? Por estas páginas desfila parte del profesorado, colegas, pacientes, personal sanitario, algún que otro jefe (rara vez jefa), y nuestras familias. Hemos compartido recuerdos y reflexiones, críticas, agradecimientos, ironía y bastante humor.
Lectores desprevenidos, cuidado, no encontraréis aquí uniformidad. Fuimos un colectivo hasta cierto punto heterogéneo, pero teníamos en común la juventud, con toda su carga de entusiasmo, idealismo y esperanzas, y un espíritu crítico nada desdeñable. Carecíamos de una tradición, faltaban las generaciones anteriores de estudiantes que nos habrían permitido ver a dónde se llegaba según de qué manera. Lo inventamos sobre la marcha. Todavía se perciben, en estas páginas, visiones distintas del pasado, lo mismo que diversidad de puntos de atención, anclajes emotivos y límites temporales al contar nuestras propias vidas.
No hablamos, sin embargo, todas las personas de aquella generación. Echamos en falta a tantísimas que empezaron la carrera el mismo año, pero que tomaron luego otros caminos. Recordamos también a otras muchas cuyas vidas se truncaron antes de tiempo; su memoria ha aflorado, más si cabe, en nuestros corazones al revivir el pasado. Y, por último, enviamos desde aquí un abrazo a los compañeros y compañeras que por razones diversas no han participado en este proyecto; forman parte de nuestra memoria colectiva y esperamos que disfruten con la lectura que les ofrecemos.
Ahora nos asomamos a una nueva era, los tiempos cambian, una vez más. La genómica, la medicina regenerativa, el trabajo en red, los macrodatos y la inteligencia artificial terminarán transformando la relación médico-paciente, el sistema sanitario, la economía y la política. Pero nuestra generación no participará en esa historia. Hemos efectuado el relevo, y con ello transferido también la pasión, la energía y la voluntad que volcamos durante medio siglo en procurar la salud para la población y la felicidad para nuestros seres queridos.
Estos testimonios recapitulan nuestras vidas. Con ellas hemos tejido una trama que emplaza a futuros historiadores, cronistas sanitarios o académicos. Así hemos vivido. Protagonistas de nuestro quehacer, testigos de nuestra realidad. Dejamos constancia.
La primera generación
ASÍ LO HE VISTO
Juan Mari Segues Arregui
Me había examinado de la reválida de preu en Sarriko, en junio de 1968, y me matriculé en la nueva Facultad de Medicina de Bilbao, que iba a impartir sus clases en el edificio de la antigua Escuela de Náutica. El contenido del curso, Selectivo de Ciencias, tenía que ver más bien poco con lo que se suponía que era estudiar Medicina, resultaba un tanto inquietante. Esta sensación se mantuvo hasta que, en segundo, pasamos a Basurto.
Distribuidos según apellidos, los primeros colegas que recuerdo son Enrique Zabalo, Luis Zaldumbide, Amaya Sojo, Gloria Saitua, Javier Santesteban, Javi Viu, Juanan Unzueta, Uriarte, Zuazo, Maite Urizar y tantos otros que vienen a la memoria más o menos vagamente.
En conjunto, empleé siete años en terminar la carrera. Los primeros cursos tuvieron para mí una marcha bastante fluida. No tanto, los siguientes. A partir de 4.º ya hubo diversos trompicones, lo que hizo que tuviese bastante relación con los compañeros de la segunda promoción pues algunas materias se impartían en Basurto y otras en Lejona.
Visto cincuenta años más tarde, pienso que en la carrera había un grado de exigencia exagerado para asignaturas como las dos Anatomías, que se impartían con una minuciosidad en los detalles casi ridícula, al tiempo que materias tan esenciales como Fisiología o Patología General recibían una atención mucho más floja, o al menos me lo parecía a mí.
De lo que estudié en la carrera, pienso que lo que me ha resultado más útil luego ha sido lo que aprendí en el Guyton, en el Farreras y en el Harrison, aunque en general los exámenes se preparaban a base de apuntes.
Creo que hubiese estado muy bien haber estudiado algo que se podría designar como “Evolución biológica y Medicina” o “Selección natural en relación a la salud y la enfermedad”, o algo parecido. Pienso que esa ausencia es un déficit importante en la formación del médico general y que la comprensión de la patología humana mejoraría mucho aplicando este punto de vista al ejercicio médico.
En septiembre de 1975, conseguí aprobar, por fin, las dos últimas asignaturas que me quedaban, creo que eran “Higiene” e “Historia de la Medicina”.
Llegar a Bilbao en 1968 supuso para mí estrenar una vida con mucha más libertad de la que hasta entonces había conocido. Al margen de la carrera, me trajo nuevas amistades, nuevas aficiones, nuevas experiencias y menos controles, por mucho franquismo en vigor que siguiera habiendo.
Uno de los problemas que, quienes veníamos de fuera de Bilbao teníamos que solucionar, era el de buscarnos un sitio para vivir. Creo que probé de todo; pensión, completa y parcial, Colegio Mayor, múltiples pisos compartidos, etc. Calculo que cambié diez o doce veces de domicilio durante los años de la carrera.
Hay una serie de flashes memorísticos, poco o nada relacionados con la carrera en sí, que se me hacen presentes casi automáticamente cuando rememoro aquellos años: las Olimpiadas de México que veíamos en la televisión (Bob Beamon, Lee Evans, Tommie Smith, John Carlos, Fosbury); Ronnie Allen y el Athletic de la época: Iribar, Argoitia, Arieta, Uriarte, Igartua…; los libros de Castilla del Pino, Piaget, Marcuse, Erich Fromm, Wilhelm Reich…; las sesiones dobles del cine Deusto: un espagueti Western más una de Alberto Sordi o Ugo Tognazzi; la cantidad de Ducados o Celtas, según disponibilidad económica, que fumábamos; las Centraminas que permitían superar algunos exámenes casi memorísticos; las duchas públicas de Atxuri; el juicio de Burgos; los partidos de pala del Deportivo (Iturri, Beitia, Alsua, Ipiña, Begoñés VII), a las que iba casi siempre con Santesteban; las películas en el cine Urrutia (con Vito Postigo) que tenían títulos más o menos extravagantes y que con cierta grandilocuencia se llamaban de Arte y Ensayo; el atentado contra Carrero Blanco; la revolución portuguesa, la ejecución de Puig Antich y Heinz Chez, algunos ligues que no estuvieron mal y otros más bien chapuceros.
Mis dos mejores amigos durante esos años fueron Javier Santesteban y Vito Postigo. Dos personalidades muy diferentes con varios rasgos idénticos. Ambos consideraban la libertad individual el valor máximo y disponían de un radar sensitivo exquisito para detectar intromisiones autoritarias en su vida. Aceptaban argumentos que les contradijeran, pero no órdenes sin justificación convincente.
Tanto el uno como el otro disfrutaban de la ironía, de los dobles sentidos, por supuesto sin autoexcluirse del toma y daca. Creo que estarían de acuerdo si digo que la interacción humana deseable requiere un cierto desarme personal, y una aceptación de la frivolidad amigable porque si no, lo único que queda es una fría burocracia, no una relación humana digna de ese nombre.
Santesteban apreciaba particularmente los maravillosos inventos verbales de Tip y Coll: ningüino, Waternón, cientrífico, almañil, hidrocanguro, abdominable.
De la gente que he llegado a conocer, Santesteban, “Barrymore” como le llamábamos, era, por decirlo austeramente, casi perfecto, casi no tenía defectos. Por supuesto, era despistado, manirroto, desordenado, a veces tozudo y otras cascarrabias, pero en lo que cuenta de verdad, en lo que puntúa como ser humano, simplemente no tenía rival.
Se casó con una compañera nuestra, Miren Arzak y tuvieron una hija.
Murió en accidente de tráfico cerca de San Sebastián. No pasa un día sin que me acuerde de él.
Terminada la carrera, hice cosas bastante heterogéneas: trabajé como médico rural, fui médico en una expedición de montaña en los Andes y tuve que hacer la mili normal porque había suspendido el examen para milicias que se hacía en el cuartel de Garellano.
Me presenté al examen MIR y decidí hacer Ginecología en San Sebastián. He trabajado en la especialidad, en diversos ambulatorios y hospitales y, principalmente, en mi propia consulta en mi Azpeitia natal.
Me casé en 1983 y tengo una hija y un hijo, ninguno de los cuales ha sentido interés profesional por la Medicina. Ambos han preferido carreras técnicas.
He tenido gran afición por el ciclismo durante todos estos años, como espectador y como practicante. Mis recuerdos ciclistas están en el Tourmalet, Aubisque, Puy de Dôme, Ventoux, Galibier, Stelvio, Tre Cime di Lavaredo, cimas históricas del Tour y del Giro que, sin ánimo de fanfarronear, he podido subir en bici.
Si me pongo a pensar en lo que era esperable en la época de la carrera y lo que he visto después, la sensación que predomina es el asombro. Quién hubiera dicho en 1968 que en los siguientes cincuenta años:
• No iba a haber una guerra nuclear
• La URSS iba a desaparecer, casi sin violencia.
• La guerra de Vietnam se iba a resolver, lo mismo que el apartheid sudafricano.
• Las dictaduras del sur de Europa, España, Portugal, Grecia iban a ser sustituidas por regímenes más o menos imperfectos, pero democráticos, y lo mismo iba a pasar con la mayoría de las espantosas dictaduras militares latinoamericanas.
• Iba a haber mejoras radicales en la expectativa de vida, mortalidad materno-infantil, desnutrición, …
• Se podría acceder a lo mejor de la cultura universal de forma casi inmediata, casi sin costo, gracias a la revolución tecnológica. Las trabas políticas, sociales y económicas en el acceso al conocimiento dejarían de suponer un obstáculo insuperable.
• Tampoco me habría imaginado en 1970 que cincuenta años más tarde el papel de las religiones en los conflictos humanos sería tan crucial como es hoy en día.
Hay otro cambio notable, a mi modo de ver muy deprimente respecto a lo que era habitual entonces. Me refiero a la censura. En mi recuerdo, la censura siempre era considerada como algo completamente reaccionario y antagónico con el progreso, el refugio de quienes no tenían argumentos racionales que aportar. Nunca se calificaría de “problemática”, como se dice ahora, la expresión pública de ideas u opiniones discrepantes de la ortodoxia, por muy “ofensivas” que pudieran resultar. Estar a favor de la censura equivalía a ser un carca químicamente puro. Esto ya no es así hoy en día. Con la coartada de no causar inseguridad, discriminación, desagrado o cualquier molestia, o con la excusa del “derecho a no ser ofendido”, las diferentes ortodoxias generan limitaciones catastróficas para la libertad de expresión. El derecho a expresar públicamente las ideas se elimina del espacio público. Es inaudito que una diferencia de opinión sea denunciada como una transgresión moral.
Haber sido testigo de las horrendas guerras y limpiezas étnicas en la antigua Yugoslavia en los años 90, y luego en Ruanda, nos obligan a tener muy presente que el tribalismo humano y su potencialidad criminal son un riesgo permanente, como hemos podido constatar durante decenios con el cruel, estúpido y reaccionario terrorismo autóctono.
Cuando miro hacia atrás me veo acertando a veces, y equivocándome otras; tengo la impresión de que, en ocasiones, pude hacerlo mejor y que, en otras, no lo hice mal del todo. No estoy orgulloso de toda mi actuación, pero, hechas las sumas y las restas, estoy conforme con mi recorrido personal.
Ante las perplejidades con las que uno se va encontrando a lo largo de la vida, para mí ha sido importante la búsqueda de las ideas que posibilitan entender la realidad y, asimismo, el esfuerzo por adquirir los antídotos racionales que permiten contrarrestar el poder de las idolatrías de nuestro tiempo. He creído hallarlos en los libros de Leszek Kolakowski, Isaiah Berlin, Steven Pinker, Leda Cosmides, Richard Dawkins, Pascal Bruckner, François Furet, Joanna Williams y, afortunadamente, muchos otros.
Sería arrogante afirmar que uno dispone de un vademécum de validez universal para la buena vida, pero si pudiera escoger qué elementos son indispensables para ello, en mi lista no faltarían los siguientes:
• Un cierto estoicismo ante las alegrías y los infortunios.
• Una decidida oposición a cualquier tipo de matonismo, independientemente de cómo se camufle.
• Simpatía por quien mantenga el sentido del humor y “la risa que no hiere” (F.J. Irazoki).
• Admiración por quien logre una buena combinación entre ingenuidad, bravura personal y curiosidad.
Mi aspiración más profunda es que estos elementos indispensables me acompañen hasta el pitido final.
Mientras tanto, hay que seguir atentos a la jugada y abiertos a la conversación: la cosa sigue siendo interesante.
LA ARTERIA UTERINA
Javier Ignacio Santolaya Jiménez
Primavera del 68. En París, los estudiantes retorcían su mundo intentando cambiarlo con nuevas ideas, feminismo, ecologismo, libertad sexual... La República temblaba. Nosotros, boquiabiertos.
Yo era un imberbe de diecisiete años recién cumplidos. Todo mi empeño era hacerles creer a mis padres que, al acabar el preu, lo mío por la Medicina venía de lejos. En realidad, lo que quería hacer, era salir de casa y, entre otras cosas, pasarlo bien. Por eso, mi objetivo consistía en convencerles de que Valladolid era mi destino.
Allí estaba mi hermano acabando la carrera de médico y el esfuerzo económico que la familia había hecho con él fue enorme, por lo que mis padres, imagino, se inquietaban ante la posibilidad de que otro hijo estudiara fuera de casa.
Afortunadamente para ellos, y también para mí, en esos días se creó la Facultad de Medicina de Bilbao y en octubre del 68 estaba recibiendo mis primeras clases en el edificio de la Escuela de Náutica. en la calle Botica Vieja junto al puente de Deusto. Mi turno de clase era el último de la tarde por la S de mi apellido, ya que nos agrupaban por orden alfabético, y la verdad es que durante aquellas tardes empecé a beber de la vida. A veces en sentido literal; cerca de allí, en el bar Gallastegui nos daba tiempo para socializarnos y, lo más importante, iniciarnos en el mus. Algunos, sin modestia alguna, acabamos siendo auténticos musolaris del juego. El horario vespertino me permitía trasnochar y prolongar a veces nuestras juergas nocturnas.
Las asignaturas, por lo demás, sencillas porque la Física, Química y Matemáticas eran un poco más complicadas de lo que yo había estudiado en preu. Eso sí, la cuarta asignatura, la Biología, que impartía el profesor Cebreiro, dueño de la farmacia de Colón de Larreategui, me acercó a la doble estructura helicoidal del ADN y a sus bases nitrogenadas, adenina, guanina, timina, y citosina. Todo un descubrimiento.
Para el segundo curso de Medicina se había construido un pabellón en el Hospital de Basurto. Allí dábamos Bioquímica y fue cuando comprendí el ciclo de Krebs y que, gracias a él, se podía entender cómo ante una privación de hidratos de carbono el organismo quemaba grasas. El Dr. Atkins se me adelantó en el tiempo al llevar a la práctica su famosa dieta cetogénica y, de paso, se hizo de oro.
Las prácticas de Anatomía no tenían precio. La primera promoción fuimos unos afortunados al ser los primeros en poner nuestras inexpertas manos, armadas de bisturí, y guiadas por los consejos de nuestros sabios profesores, sobre cadáveres recién donados a la Facultad. Nos enseñaron el respeto por ellos.
Llegado el día del examen, la prueba consistía en que, mientras el profesor Lara introducía una pinza en las diversas estructuras de las entrañas del cuerpo, ir nombrando sin género de duda y a la mayor brevedad posible el elemento anatómico del que se trataba. En mi caso me tocó vérmelas con un cadáver que todos nosotros recordaremos por sus tatuajes sui géneris. El examen iba muy bien hasta que en un momento dado el profesor pinzó una estructura filiforme y más bien tortuosa que yo enseguida interpreté como la “arteria uterina”. El profesor Lara se estremeció e, inmediatamente, con la misma pinza agarró el pene del sujeto y me dijo:
—¿Y esto?
No sabía dónde meterme. Él pálido, yo rojo intenso. A partir de ese momento continué el examen sin el más mínimo fallo solo para sacar un aprobado raspado. Ni tan mal. Picado como andaba me pude resarcir en Anatomía II, con una matrícula de honor. Por cierto, la que sí tenía arteria uterina era el cadáver femenino de al lado, que había gestado en vida y de ahí la tortuosidad de las arterias de su útero y de mi equivocación.
En aquellos días, cuatro o cinco de nosotros estudiábamos en la “Universidad Zabalburu”. Se trataba del piso de los padres de un colega, que tardaron tres o cuatro años en ocuparlo, y mientras tanto se convirtió en nuestro particular lugar de estudio. Nos habíamos hecho con un par de calaveras y con un calcetín del osario, que contenía todos los huesecillos del pie. Lo reconstruimos hueso a hueso y lo barnizamos. Nos quedó un pie tridimensional fabuloso y, además, pensábamos sinceramente que estaba mucho mejor con nosotros que bajo la lluvia y la humedad del triste osario. ¡Qué afortunadas las nuevas generaciones de médicos que con imágenes virtuales 3D no tienen que meterse en aquellas aventuras!
En nuestra particular universidad había muy buena voluntad de estudio, pero a veces iniciábamos la tarde o la noche con los libros, y si alguno tenía la maquiavélica idea de sacar el mazo de cartas…, jugando, jugando, nos daba el alba. En otras ocasiones manteníamos charletas pseudofilosóficas sobre la “vida” que nos enriquecieron a todos.
Otros momentos universitarios importantes fueron los que pasé en el pabellón Gurtubay con el doctor D. Manuel Hernández, cátedro insigne que imponía mucho respeto. Eran momentos de un aprendizaje intensivo pero inquietantes para algunos de nosotros por la presencia del tan respetable catedrático. En mi caso, además, tenía la obligación de hacerlo bien, ya que mi hermano Chechu era médico adjunto de Pediatría. Sin embargo, aquel año, se cruzó en mi vida universitaria el servicio militar obligatorio, lo cual acortó mucho el tiempo requerido para preparar las diez asignaturas del 6.º curso. Como consecuencia, mi examen oral de Pediatría fue malo de solemnidad. Me examinó el Dr. Joseba Gárate, que lo pasó peor que yo preguntándome cosas sencillas para, al final, poder aprobarme por los pelos. Afortunadamente, el “honor” de la familia quedó a salvo porque mi futura mujer, de la siguiente promoción, obtuvo matrícula de honor en el examen, también oral, de Pediatría.
Y ya que menciono a mi hermano, el doctor José María Santolaya, (Chechu para la familia, para los amigos y para los no tanto) fue el profesor elegido para acompañarnos y “supervisarnos” en el viaje de fin de carrera a París y Bruselas. Chechu era seis o siete años mayor que nosotros, vestía muy bien, buen orador, que nos daba excelentes clases de Neuropediatría, y creo que era un tío guapo, a juzgar por lo que yo veía en algunas miradas de mis compañeras de la Facultad. Yo me sentía muy orgulloso.
Llegados a este punto familiar, con la carrera acabada en el año 74, me casé en el 75. En esa época nos casábamos muy jóvenes. Lo hicimos en la iglesia de la Virgen del Coromoto, en Caracas, Venezuela, ya que los padres de Manuela, mi mujer, llevaban muchos años trabajando allí, y prácticamente toda mi familia política se encontraba por esos lares, así que nos pareció oportuno y hasta exótico.
Después de la boda y el inolvidable viaje por el mar Caribe volvimos a Bilbao el día en el que murió Franco.
Durante los siguientes cuatro años tuvimos a nuestros dos primeros hijos. En medio de la vorágine de nuestra formación en Cruces, la de mi mujer en Anestesia y la mía en Pediatría, nació nuestro segundo hijo en Caracas, y ya que estábamos, se nos ocurrió acercarnos al Ministerio de Sanidad para ver si tendríamos en Venezuela, una oportunidad laboral. La verdad es que a poco más no nos dejan salir de allí porque a mi mujer, que estaba todavía en la mitad de su formación como anestesista, le echaban los tejos por todas partes para que se quedara en el país y comenzara a trabajar al día siguiente. Está claro que necesitaban anestesistas. El que yo fuera “casi pediatra” no les impresionaba mucho, la verdad. Pero, bueno, también me ofrecieron trabajo. ¿Qué hubiera sido de nuestra vida de haber aceptado aquellas proposiciones?
La razón por la que me decanté por la Pediatría fue por una cuestión de brevedad y de olores. Me explico. A comienzos del año 75 tuve la oportunidad de hacer prácticas como médico generalista en el pabellón Revilla del Hospital de Basurto con los doctores Franco y Sádaba. Pocas veces vi tanta dedicación y tanto cariño en el desempeño de la profesión.
El pabellón estaba repleto de pacientes mayores, en salas de mujeres y hombres con camas corridas con poca intimidad, pero me resultaba muy arduo realizar aquellas historias clínicas, exquisitas, pero interminables en sus antecedentes familiares y personales. Y sobre todo el hecho de que cuando pasábamos visita al levantar la sábana de los pacientes se impregnaba el ambiente de olores corporales indescriptibles, a pesar del mucho celo que las monjas del pabellón ponían en la limpieza de los pacientes.
Ya siento comentar estas miserias, pero decidí irme al otro lado, a la Pediatría. Los niños tienen en general una historia clínica muy escueta y unos olores muy elementales, perfectamente asumibles. Lamento haber sido tan tontamente exquisito, en una época en la que no tenía ningún motivo para serlo. Mis orígenes humildes, de barrio obrero de Bilbao al borde de la ría, mis clases prácticas de Anatomía y las prácticas de quirófano no me lo tenían que haber permitido, pero así fue, tal cual lo relato.
Siempre agradeceré al servicio de Pediatría de Cruces del Dr. Rodriguez Soriano y a todos sus jefes clínicos, adjuntos, a mis compañeros de residencia, al personal de enfermería y auxiliares, la excelente formación pediátrica que recibí de todos ellos.
Al acabar la residencia, años 79-80, había alguna oportunidad de obtener una plaza de adjunto en Cruces, pero la verdad es que no me veía allí el resto de mi vida laboral.
Durante los siguientes años acumulé varios puestos de trabajo de Pediatría en la “calle”. Entre los años 80 y 90 fui pediatra de Osakidetza en el Ambulatorio de San Vicente, en Barakaldo, de 3:00h a 5:00h de la tarde. Todavía me resulta imposible creer que en ocasiones “viera” a más de cincuenta niños en ese par de horas. Aquellos años nos reuníamos varios médicos antes de pasar la consulta, en el bar Stop, para tomarnos un café y así poder enfrentarnos a la ingente tarea. De ese grupo salió un eminente Consejero de Sanidad del Gobierno Vasco con el que litigaba por jugar a las máquinas de “petacos” unos minutos antes de empezar con la vorágine de la consulta.
Hacia el año 80 se creó el centro de ASPACE (Asociación de Atención a las Personas con Parálisis Cerebral) en unas lonjas del barrio de San Ignacio, y allí ejercí como director médico unos cuatro años gracias a mis conocimientos de Neuropediatría que había adquirido durante el último año de mi formación, con el doctor José María Prats.
El centro ofrecía asistencia a cerca de cuarenta chicas y chicos que tuvieran un aceptable rendimiento cerebral y así poderles ofrecer Fisioterapia, Logopedia, y Psicología, además de actividades docentes, según sus capacidades.
La Asociación había luchado mucho por la inauguración de este centro y yo me vi en la necesidad de decidir qué niños cumplían o no con los criterios de ingreso. Fue muy frustrante para muchas familias el que no se admitiera a sus hijos y muy duro para mí ejercitar esa función discriminativa. Mi compromiso con los chavales fue máximo y vivir la ilusión con la que acudían a las aulas me enriqueció muchísimo, tanto personal como profesionalmente. Fueron cuatro años inolvidables.
También hacia el año 80, y por si me parecía poco, inicié una consulta privada de Pediatría, a partir de las 5:30 de la tarde, en la calle Rodríguez Arias, conjuntamente con los Dres. Apodaca, ginecólogo, y Cenicacelaya, otorrino.
La consulta privada no era un dios menor como se ha podido pensar. Un buen día, a media tarde, me llamó una amatxu de Balmaseda diciéndome que su bebé hacía extraños gestos con los brazos, echándolos hacia adelante de una forma rítmica. Al cabo de una hora estaba en mi consulta, y pude apreciar los espasmos salutatorios del bebé, por lo que sospeché un Síndrome de West, una encefalopatía severa de mal pronóstico. Una hora más tarde, un electroencefalograma realizado en otra consulta privada confirmaba su hipsarritmia, y otra hora después estaba en Cruces en manos de una neuropediatra compañera de promoción, la doctora Rúa, quien le administró ACTH y dipropilacetato de sodio, “a chorro”, un avance terapéutico propio de la unidad de Neuropediatría de Cruces en esos días, del que se benefició la pequeña. Con lo que el bebé, que tenía un pésimo pronóstico de deterioro cerebral brutal e inmediato, además de epilepsia incontrolable, a día de hoy y gracias a una rápida actuación de todos los involucrados, se ha convertido en una excelente periodista de nuestro medio. Y todo porque su ama me dijo por teléfono hace treinta y cinco años “Qué graciosa la niña, mira como saluda.”
Desgraciadamente para mí, en aquellos tiempos no existían las incompatibilidades que habrían impedido complicarme tanto mi vida laboral, ni tampoco era egoísmo lo que me inducía a acaparar tanta tarea. Sinceramente, pienso que los trabajos no estaban bien pagados, y de ahí el acúmulo laboral, mío y de muchos de mis colegas que nos ganábamos la vida “en la calle”.
El 30 de junio de 1982 se publicó la Ley de Salud Escolar del Gobierno Vasco, que permitía al Ayuntamiento de Bilbao ejercer determinadas tareas sanitarias en los cincuenta colegios públicos e institutos de Enseñanza Secundaria de la Villa, como exámenes de salud, vacunaciones y sobre todo actividades de educación sanitaria con programas específicos en nutrición, pubertad, sexualidad, higiene personal, reanimación cardio-pulmonar, controles de niños de riesgo, escuelas de salud para madres, padres y maestros. En ese tiempo las actividades de promoción de la salud versus actividades clínicas tenían las de perder, por motivos claramente presupuestarios, por lo que tengo que agradecer al jefe de los Servicios Médicos del Ayuntamiento, el Dr. Juan Gondra, su decidida apuesta por la Educación para la Salud de la Inspección Médica Escolar (IME).
Me ofrecieron la posibilidad de ser el responsable del programa. Acepté, y años más tarde obtuve la plaza por oposición.
Formar parte de la Sección de Salud Escolar del Ayuntamiento de Bilbao, antigua IME cuyos primeros pasos se remontan a 1919, fue todo un honor para mí y, sin duda, para el grupo de profesionales, médicos, diplomados en enfermería, psico-pedagogos y administrativos, que tuve la suerte de dirigir.
Mis predecesores se las tenían que ver con enfermedades muy severas de la época como desnutrición, raquitismo, tuberculosis, fiebre tifoidea, entre otras. A destacar, el empuje y la determinación del Doctor José F. Hermosa con la IME. Sus memorias anuales de la actividad médico-escolar de 1920 a 1937 con sus precisos detalles en su lenguaje cervantino no tienen desperdicio.
Eso sí, hacia el año 84 dejé ASPACE y en el 90 abandoné la plaza de Pediatría del Ambulatorio de Osakidetza, con lo que me centré en mi trabajo Municipal de Salud Escolar.
En aquella época, nueve años después de mi segundo hijo, nació el tercero. Desde luego debí de llevar una mala vida porque ninguno de ellos quiso ejercer la profesión de Medicina; éste (el tercero, Daniel) hoy en día nos echa en cara que no lo empujáramos en esa dirección. En cambio, con mis nietos, he cambiado de actitud y les voy inculcando la afición jugando con el fonendo en mi despacho.
Aunque tan mala vida, la mía, no sería, porque, aun con todo, tuve tiempo para darle a la bolita de golf y llegar a hándicap 7.5, que no está nada mal, modestia aparte.
A los sesenta años me prejubilé de mi puesto en la Dirección de Salud Escolar Municipal y continué con mi consulta pediátrica privada unos cinco años más, a pleno rendimiento, y en los últimos tres años sigo con ella al trantran, lo que me sirve de entretenimiento y de puesta el día en mi actividad pediátrica.
La vida nos ha ido poniendo obstáculos que, afortunadamente, hemos podido solventar. Mi mujer a los cincuenta años superó un carcinoma mamario in situ con la inestimable ayuda de la Dra. Pilar Utrilla y de la Dra. Carmen Camarero en el diagnóstico y del Dr. Juan Ron en lo quirúrgico, y yo no me libré de un carcinoma rectal diagnosticado por el Dr. Barturen, que se solventó con microcirugía endoscópica transanal (T.E.M.) gracias al Dr. Ayestaran, en el Instituto Oncológico de Donosti, hace unos quince años.
En el momento de redactar estas líneas tenemos a la abuela materna de noventa y cuatro años ingresada con una isquemia periférica. Algo hemos debido de hacer bien, en cuanto a valores inculcados a nuestros hijos, porque sorprende ver cómo se “amontonan” para cuidarla y poder estar con ella.
Por lo demás la vida sigue, afortunadamente.