Introducción. “A mí me gustan los libros que no tienen letras”. Las imágenes como estrategia educativa de la Secretaría de Educación Pública
Sarah Corona Berkin
SECCIÓN 1. LA REPRESENTACIÓN VISUAL DE LA ESCUELA
Capítulo 1. La inocua belleza. Tensiones entre museo, escuela y nación
Mario Rufer
Capítulo 2. El deterioro de la imagen docente y la inactividad de la Secretaría de Educación Pública para dignificarla
María Alicia Peredo Merlo
Citlalli González Ponce
SECCIÓN 2. REPRESENTACIÓN VISUAL EN LOS LIBROS DE TEXTO
Capítulo 3. Ver para aprender. Usos didácticos de la imagen en los libros de texto gratuitos de la Secretaría de Educación Pública
Myriam Rebeca Pérez Daniel
Capítulo 4. El Himno Nacional Mexicano en imágenes para niños publicadas por la Secretaría de Educación Pública
Sarah Corona Berkin
Capítulo 5. La interculturalidad en el recurso visual del material didácticode Telesecundaria
Rozenn Le Mûr
Capítulo 6. La construcción visual de la familia mexicana en los libros de texto gratuitos en diferentes momentos históricos
Mayra Margarito Gaspar
SECCIÓN 3. REPRESENTACIÓN VISUAL EN LOS RECURSOS DIDÁCTICOS
Capítulo 7. El libro y la pantalla: Enciclomedia, un recurso visual para la educación básica
Diana Sagástegui Rodríguez
Capítulo 8. El uso de las imágenes en los muros de los salones de clase de educación indígena
Bruno Baronnet
Capítulo 9. La historieta como producto de divulgación científica en la enciclopedia Proteo
Julio Cuevas Romo
SECCIÓN 4. REPRESENTACIÓN VISUAL EN EL ARTE
Capítulo 10. Otra modernidad. Los murales de Diego Rivera en la Secretaría de Educación Pública
Wilfried Raussert
Capítulo 11. El poder didáctico de las imágenes en el México posrevolucionario. La educación y los maestros en la película Río Escondido
Yolanda Minerva Campos García
Bibliografía
Autores
Desconfiemos, por lo tanto, de las palabras
que acompañan la exposición de nuestros pueblos.
Georges Didi-Huberman (2014: 19)
Este texto se desprende de un proyecto más amplio sobre museos comunitarios y sus relaciones con la cultura nacional del cual soy responsable.1 Desde hace algunos años analizo varias poéticas y políticas de construcción de comunidad a través de un dispositivo particular: los museos comunitarios de México.
El Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah) de México creó en 1993 el Programa Nacional de Museos Comunitarios (PNMC) como un acto peculiar (véase Rufer, 2014). Por un lado, era un esfuerzo político del Estado agonístico copado aún por el Partido Revolucionario Institucional, de “relevar” iniciativas particulares de “comportamiento local”, que a través del foco cultural entró en las dinámicas políticas particulares de cada región. Quiero decir: no era casual el gesto de apropiarse de un repertorio discursivo que pertenecía a las disidencias (las “memorias comunitarias” como aquello que en algún presunto locus originario se contrapone a la fagocitación de la cultura nacional) y transformarlo en un discurso patrimonial del Estado sin demasiada problematización.2
A partir de la invitación de las coordinadoras de este libro me propuse pensar en cuáles eran las relaciones entre museo comunitario y escuela pública, entre el uso de imágenes, figuraciones, recursos visuales y estereotipos. Primero pensé que sería un ejercicio difícil, quizás porque no había reparado hasta ahora en cómo la escuela pública es un lugar crucial para la celebración de la “comunidad” y hasta qué punto la mancuerna entre museo comunitario e institución educativa básica ha sido pilar del cumplimiento de los objetivos arriba mencionados para el PNMC. Sin embargo, no lo fue. De hecho, es pertinente recordar que el historiador Tony Bennett acuñó en 1988 el concepto de “complejo exhibitorio” (Bennet, 1988) para estudiar la importancia que las grandes exhibiciones y los museos adquirieron en la escena europea internacional desde el siglo XIX, con una clara estrategia pedagógica que iba de la mano con la visión de la escuela moderna. De algún modo lo que Bennet intentaba exponer es que las nociones científicas de orden, jerarquía, clasificación y pertenencia se volvieron un “problema de cultura”: esto es, se tornaron parte de una estrategia pedagógico-formativa fundamental de las nuevas esferas públicas y la construcción de civilidad (incluso para las clases trabajadoras). Una tecnología visual con procedimientos específicos se volvió parte de una rutina para crear ciudadanía que debía apoyarse en el “relato” escolar. 3
Lo cierto es que esa fe en la potencia cívica —y en el relato historicista, tan diferente del de los museos ambulantes o los gabinetes de curiosidades de los siglos xvii y sobre todo XVIII— parece haberse, también, agotado. O al menos desplazado. Se acusó al museo tradicional de colonial, unilateral y poco preocupado por la “lectura” y la significación (Castilla, 2010; García-Huidobro Budge, 2010); y desde los años setenta del siglo pasado, el énfasis de lo que se llamó “la nueva museología” puso en entredicho la función pedagógica y la constatación soberana e inalterable del enunciado museal. Es en esta configuración que podemos comprender la fuerza que tuvieron los museos comunitarios, ecomuseos y museos participativos.
Si nos apegamos a la primera declaración de museos comunitarios latinoamericanos, producida en Chile en 1992, la misma prevé “la difusión de formas comunitarias de memoria que hagan conocer diversas maneras de concebir y transmitir el pasado común no registradas en las historias tradicionales” (Balesdrian, 1994: 43). Si bien, por supuesto, el PNMC adoptó los discursos previsibles sobre el respeto de la diversidad, el impulso de modalidades autogestivas y la promoción de una nueva museología que disponga una política de exhibición “de y para” la comunidad, lo que no se problematiza en ningún caso es la doble tensión que, después de trabajar con algunos museos, encuentro entre las acepciones sobre lo local, lo nacional, lo comunitario y lo estatal.
En este sentido, todo el esfuerzo del PNMC tuvo que ver con dos elementos: primero, lanzar una convocatoria nacional para que “las comunidades” que quisieran organizarse en torno a una propuesta de museo sobre su historia y patrimonio lo hicieran bajo el paraguas conceptual de este programa y con un apoyo económico inicial. Segundo, no sólo se intentaba patrocinar el nacimiento de estos espacios de “discusión” sobre memoria, comunidad y patrimonio, sino también salvaguardar el patrimonio arqueológico y evitar la privatización de zonas y objetos que el INAH no podía controlar por entero (Camarena y Morales, 2006).
Sin embargo, en el actual panorama de los pluriversos neoliberales el Estado se retira de cierto desempeño regulador en aspectos macro mientras, por otro, dirige sus acciones a sostener la extensión de soberanía en campos como el cultural. En este punto, el impulso a las voces menores y a su “gestión” justamente bajo el lenguaje paradigmático del museo en tanto sistema de representación que exige una poética y una gramática precisas, merece plantear algunos interrogantes. El esfuerzo de construir museos comunitarios a lo largo de todo México, que de algún modo “reconozcan” y exhiban aquello que el Estado “falló en dar voz” en sus discursos hegemónicos, origina mis preguntas para este texto: ¿quién habla, por cuáles comunidades y para qué? ¿Qué imágenes —en el sentido amplio de amalgama visual con sentido— de pueblo, tradición, cultura y comunidad aparecen ligadas a museo y escuela y qué nociones de historia, memoria y patrimonio se ponen en tensión en ellas?
Son preguntas amplias; sin embargo, aquí quisiera plantearlas a través de un prisma particular como unidad de estudio: el XVIII y XIX encuentros nacionales de museos comunitarios que hubo en noviembre de 2012 y 2013. El primero en la comunidad de Jamapa, Veracruz;4 el segundo en Atzayanca, Tlaxcala; ambos bajo el auspicio del INAH, con el lema “Comunidades narrando su propia memoria”. Quiero trabajar con el material recogido y registrado de estos encuentros, no porque tengan alguna “representatividad” sobre un conjunto mayor; me interesan fundamentalmente porque, en ambos casos, la escuela pública, la educación y el rol específico de “los niños” como agentes de historia, son elementos centrales en la consolidación representacional de la función del museo: el museo funciona como una extensión del rol escolar, como veremos.
La primera aporía que podemos plantear es la siguiente: las formas de operación de los museos comunitarios para que promuevan públicamente formas de hacer memoria colectiva “no tradicionales”, donde “lo comunitario” sea una memoria propia expresada por formas locales de “rescatar patrimonio”, están amparadas en encuentros nacionales cada año, a los que acuden distintas delegaciones (a veces más de cincuenta) de diferentes partes del país. Esos encuentros nacionales tienen tres características básicas: primera, un alto carácter ritual (en términos de acciones convencionales, repetitivas y performáticas); segunda, la presencia y custodia de las autoridades del INAH; tercera, y tal vez la más importante aquí, la presencia participativa y expectante de la escuela pública y de los niños del lugar. Participativa porque los encuentros se abren siempre con un desfile organizado, protagonizado y custodiado por los niños de la escuela pública de la comunidad anfitriona; y expectante porque, una vez terminado el desfile, los niños quedan al margen formando un arco que “contiene” al resto del evento.
Quiero decir: la formación discursiva comunitaria como las formas de “lo propio”, “lo local” y lo “no hegemónico” está amparada bajo la tutela de lo aparentemente ajeno (el Estado), lo regional (el territorio soberano del Estado-nación), lo hegemónico (la historia nacional) y lo promisorio (los niños).
Abordaré esas paradojas trabajando específicamente con el formato del ritual del encuentro y con la palabra específica de algunos actores comunitarios allí presentes.
Mire, pintamos todo. Que se vea bonito. Imagínese, gente de toda la República. Ya somos casi amigos, pero igual. Y luego los del INAH… no pues claro que debe estar bonito. Después dicen que en los pueblos falta orden. Los chamacos están ensayando el baile desde hace mucho y las chicas, las jarochas, se preparan para el desfile en la escuela. Y hemos pulido todas las piezas del museo. Los niños participaban haciendo las cedulitas y también escogiendo de los libros qué imágenes se pintarían en las paredes… Ahí en el escenario donde vamos a inaugurar y cantar el himno, ¿ya vio? Los chamacos de las escuelas trabajaron para pintar la pirámide esa y la bandera mexicana. Ya sabe, la pirámide para nosotros es la gran montaña, el centro del universo, el origen de lo que somos. La bandera como forma de unión de todas las comunidades que vienen…5
Estas palabras de Ramón fueron el disparador central para este texto. Varias lexías6 atraviesan este discurso: la noción de limpieza y pureza, la intervención de la escuela, la presencia de los símbolos patrios (el himno y la bandera) y de la pirámide arqueológica (no importa de qué cultura) narrada exactamente como la proponen tanto la historiografía nacionalista hegemónica (Gorbach, 2012) como la historia pública nacional a través de una de las herramientas más poderosas de divulgación: la revista Arqueología mexicana.7
La escuela tiene que ser parte del museo comunitario. Quiero decir, si el director del museo es un maestro, es porque el museo es un puente, una conexión con nuestros niños, que aprenden del orgullo de nuestra comunidad en el seno de la nación (Ramón).
Al otro día, la delegación de las comunidades se congregó alrededor de la plaza central de Jamapa. Trajes típicos, regalos, estudiantinas, instrumentos musicales y cierto aire de familiaridad se promovía alrededor del escenario. En él, los integrantes del Ayuntamiento de Jamapa, el director del museo comunitario y algunos miembros del INAH se acomodaban en el estrado. Espacios encantados (por la tradición) y lugares modernos (en la presencia del Estado) (Dube, 2004).
La primera llamada a participar se centró en el llamado “desfile de comunidades”. Desde un costado de la plaza central, al frente de la Escuela Nacional Josefa Ortiz de Domínguez, saldrían las distintas delegaciones de los museos comunitarios y desfilarían por la calle principal, la carretera cortada a tal efecto y las calles colindantes del pueblo, hasta retornar a la plaza central para comenzar con el acto protocolario. Encabezaban el desfile las jarochas, jóvenes mujeres vestidas con el típico traje de Veracruz, estado anfitrión. Las jarochas eran las niñas de la escuela. Se apostan poco a poco, a un costado de la acera, los niños de la escuelas primarias públicas del pueblo, uniformados, a modo de espectadores. Se percibe el comienzo de un acto extraordinario en Jamapa. En los patios anteriores y en las aceras, se acomodan las familias, las mujeres y los niños de la cuadra. Se sientan. Pienso en las palabras de George Yúdice cuando analiza el vínculo entre espectáculo y pobreza, suturado por formas de estatalidad: una de las funciones contemporáneas de la cultura como recurso, es la de “mantener la autoestima de los pobres” (Yúdice, 2008: 27).
Las maestras exhortan a los niños-espectadores uniformados. Se ordenó el desfile: la delegación jarocha, anfitriona, lo encabeza con un estandarte que dice “Veracruz”. Una maestra se pone frente a la primera jarocha y le explica: “Debes ponerte aquí, dando a la puerta. Exactamente en el centro entre la Corregidora y Miguel Hidalgo”, cuyos rostros estaban pintados en el muro exterior de la escuela. Detrás de la delegación se disponen en orden alfabético cada uno de los estados de la república (sin identificación de la comunidad específica), incluido el Distrito Federal (más atrás Hidalgo, Guanajuato, Morelos, Oaxaca, Puebla, Querétaro, San Luis Potosí, Tabasco, Yucatán).
Quisiera detenerme en este episodio protagonizado, custodiado y armado por la escuela en sus imágenes. Sabemos que el desfile es un dispositivo de Estado, una apropiación de la procesión religiosa que “mostraba” al santo a modo de celebración y comunión. El desfile colonial funcionó en los territorios latinoamericanos como una acción ritual altamente dramatizada que, a la sombra de una imagen religiosa como condensación simbólica, sostenía la soberanía territorial y espiritual de la Iglesia y remarcaba la familiaridad del paisaje, una forma de volverlo a fundar. A partir del siglo xix, el Estado-nación hizo uso indiscriminado de esa acción ritual despojando de carácter sagrado la procesión religiosa pero adjudicándoselo al carácter sacro-mágico de las “fuerzas” que “vigilan y aseguran” el territorio (Viñas, 1982: 123 y ss.). De alguna manera, el desfile pasó a ser monopolizado por el Estado; no dejaron de existir las procesiones religiosas, pero el Estado concentró el carácter performático del desfile como ritual pedagógico de afirmación de jurisdicción (Blazquez, 2012).
Desde el siglo pasado, todo ojo observador y trazado a paso igualado por los caminos, quedaba en manos de las fuerzas seculares y en particular del orden militar. Sin embargo, además de las “fuerzas del orden”, hay otras dos posibilidades para que el desfile-procesión que utiliza el espacio público, corta calles y remapea el trasiego diario, “aparezca” como escena contemporánea ritualizada: una es el desfile escolar de los niños en cada fiesta patria o en cada fin de año lectivo. La otra es el desfile conmemorativo-celebratorio que organiza a la comunidad imaginada: los desfiles patrios o ahora los desfiles del Bicentenario que se dieron en casi todos los países latinoamericanos.8 En ambos (el desfile escolar y el celebratorio de la comunidad imaginada) se cumplen dos características básicas: están amparados bajo un principio ordenador del Estado (en la pedagogía, en la historia o en la política de identidad) y hacen uso de la facultad mimética: los niños “son” los héroes patrios, “son” los defensores del futuro; las niñas son las jarochas como tipo ideal de una identidad precisa. Me parece importante recalcar este punto: en muchos de los museos comunitarios (sobre todo mestizos; en los museos indígenas la realidad es otra) sucede que la vinculación con la escuela es directa; y los niños en algún momento forman parte de las “piezas” de museo, en esa facultad mimética que desde Benjamin aprendimos que utiliza el Estado con los niños: son los únicos que pueden “encarnar” al héroe, a los padres de la patria, y refundar la religio histórica.
Mi hija va a ser la Corregidora en el desfile. ¿Se nota? Dígame usted que es de fuera, ¿se nota? Luego han de decir que la disfracé de quién sabe qué cosa. Ya ve cómo son aquí. Y el maestro [se refiere al director del museo] es muy estricto. Porque luego quiere poner las fotos en el museo. O sea, como una comparación. Así lo que pasó en la historia, y cómo lo recreamos aquí.9
Esa mañana en el desfile de Jamapa la comunidad imaginada era escenificada en el trazado mínimo del pueblo. Los espectadores eran asegurados: los niños iban haciendo postas en las filas de la acera, algo seguramente ensayado, para que a cada paso el desfile no quedara sin observadores que aplaudían y coreaban vivas. A mi pregunta a la madre de una de las jarochas por qué se había elegido ese traje y esa forma, me respondió:
¿Por qué? Pues nuestra comunidad se ve ahí, ¿no? Cuando nos vestimos así, sobre todo las mujeres. Ahí está la comunidad. Los trajes son los del… 15 de septiembre. Los de la escuela, o sea los que usamos en los actos de la escuela. Se podría decir que es el mismo desfile pero ahora para todo el pueblo y los que vienen a vernos. Yo siempre les digo que se pongan el traje y lo luzcan ante los demás con orgullo; cuando ensayamos sin traje siempre es un relajo, hay pleito, ya sabe, como que no nos hallamos. Pero nos ponemos el traje y ahí sí, somos todos como uno solo (Madre).
Cuando insistí si sabía de dónde salía ese traje, fue lacónica: “Pues de la escuela”. Más allá de la respuesta acerca de que el traje es un recurso y que tiene poco que ver con la cotidianidad (algo obvio), lo importante aquí es la precisión con la que un símbolo es revestido con una capacidad aglutinante, como en cualquier ritual de afirmación. No interesa el hecho de advertir que se trata de una exotización seriada, de una política estereotipada de la identidad, sino que lo asumido como una adquisición escolar y una reubicación del acto patrio es también el momento en el que la comunidad “sucede” en la performance (Turner, 1967: 37 y ss.; Turner, 1982). El acontecer tiene la propia característica del rito: es un hecho que excede la cotidianidad y está marcado por los referentes calendáricos y comunes del complejo pedagógico y performativo del Estado-nación.q
Pretendo discutir con cierta propensión contemporánea a contraponer Estado y comunidad como una especie de mecánica relación centrífuga. Como si existieran ciertos reductos “intocados” por las dinámicas de estatalidad a los cuales podemos retornar (la figura épica del retorno me parece crucial y perniciosa aquí). El riesgo más obvio de esta escisión es volver a poner, vía el camino de la crítica al Estado moderno y con las mejores intenciones, a la noción de comunidad en algo que estaría “más allá” de las dinámicas históricas (con lo cual la figura historicista de que la única célula política capaz de “producir historia” es el Estado queda intacta). Así, no hay comunidad per se, pero tampoco es cierto que no exista. Existe más bien como “conducta restaurada” (Schechner, 2011), como un acto repetido que formula la existencia en el propio espacio donde se actúa lo común.w Varias jóvenes agregaron al comentario de esta madre anécdotas sobre los “pleitos” cuando no llevaban el traje en los desfiles y la alegría por tenerlo que portar en los actos de la escuela.
Una vez finalizado el desfile en el mismo punto donde empezó, se congregaron todas las delegaciones de las comunidades en la plaza central, donde se efectuaría el acto protocolario. Con el estrado del escenario en altos, ocupado por funcionarios del Ayuntamiento y del INAH, el acto comenzó como cualquier otro acto de carácter oficial: con el izado del “lábaro patrio” y la entonación del Himno Nacional Mexicano, se cantaron las diez estrofas enteras, como nunca me había tocado presenciar. Alberto, maestro de escuela y uno de los encargados del museo comunitario, replicó:
Sobre todo es para los niños, están viendo los danzantes, las comunidades, que vean también la fortaleza del país aquí, en su propia comunidad […]. El museo y la escuela tienen que poder decirnos esto. Rescatar la diversidad de México en la unión de todo lo bonito que tenemos.
Esta particular importancia otorgada a “lo bonito” expresada de esa manera, se repite en otras ocasiones donde “museo” y “escuela” se reúnen. En el xviii Encuentro Nacional de Museos Comunitarios en Altzayanca, Tlaxcala, en octubre de 2013, la escuela pública del poblado también fue el escenario central de las discusiones, y el museo se encuentra justo enfrente de esta.
José de Jesús Paredes, el presidente municipal de Atzayanca en ese entonces, dirigió un discurso especial a los niños presentes y uniformados, y a las diferentes comunidades de México, cuyos representantes portaban sus estandartes (muy similar al encuentro de Jamapa un año antes).
Tlaxcala cuida a sus guardianes del futuro, a sus niños, en esta unión del museo, la escuela y la educación. Tlaxcala pudo conocer más de sus raíces prehispánicas, su tradición. El compromiso que adquirió hace tres años en el rescate de tradiciones ha dado frutos: nuestro carnaval ha dado frutos, nuestra feria del maguey con el pulque… los recibimos hoy con los brazos abiertos, para que los niños sigan el ejemplo. Aquí están los dibujos, las fotos… escuchen las voces de México —recién hubo un saludo en el hermoso mixe de Oaxaca—, su costado bonito, su don de gentes… También miremos a los campesinos… ellos nos han donado sus piezas, nutren el museo, son la forma viva de nuestros antepasados…e
Aquí hay algo importante. Ese mismo año 2013, uno de los encargados del museo comunitario de Atzayanca, Omar, refería en una entrevista algunos puntos que me parecen cruciales sobre la relación entre Estado-nación, comunidad, etnia y “patrimonio”:
Trabajamos mucho con campesinos, ya lo dijo el presidente…. ellos tienen el control de los terrenos. Ellos son casi directamente nuestro pasado. Tratamos de hacer conciencia y ayudar a proteger. Con la escuela, con los maestros trabajamos porque los niños tienen que dejar de ser campesinos para ser mexicanos… Mostramos una y otra vez las imágenes de las piezas a los niños. No importa que no sepan de qué periodo, de dónde. Lo importante es que reconozcan y respeten. Mire, sucede que los campesinos, si trabajaban la tierra y se topaban con una vasija pensaban que habían encontrado un tesoro monetario. Rompían la vasija y entonces veían que sólo tenía huesitos o ceniza. Se preguntaban: ¿en qué se convirtió el dinero, en ceniza? Nosotros tuvimos que explicarles: miren, no van a encontrar monedas. En la época prehispánica no había dinero… así ellos fueron entendiendo y donaron el material. Después se convencieron de que este era el mejor lugar para tenerlo. No guardado, sino exhibido [énfasis mío]. Desde 1993 el museo fue recuperando lo nuestro… Pero es un trabajo conjunto, por eso hacemos el desfile con los niños, las imágenes, todo eso.r
A partir de estos fragmentos quisiera responder parcialmente las preguntas que formulé páginas atrás. El argumento central de este texto es el siguiente:
en comunidades mestizas que se consideran herederas de una presencia
indígena soterrada (y además alentada a autorrepresentarse así), el papel de la escuela en conjunción con el museo comunitario es crucial para reforzar dos premisas implícitas:
Lo importante es poder analizar cómo los niños se convierten en espectadores de esa imagen que es, en realidad, una exposición, en el sentido que Didi-Huberman le da en su trabajo Pueblos expuestos, pueblos figurantes (Didi-Huberman, 2014). Didi-Huberman plantea que justamente como los pueblos están expuestos a la desaparición, son forzados a aparecer en una imagen unívoca, sin montaje, sin posibilidad dialéctica, definida por el estereotipo y observada por una pedagogía de la vigilancia: medios de comunicación, museo, escuela.
Lo que me llama la atención aquí en estas celebraciones comunitarias es la fuerza que adquiere una forma de operar con la imagen del pueblo, su belleza, para con los niños: la cultura, el campesino, así parcializados, el/la, no son “representación” ni “símbolo” del pasado (en tanto mímesis de segunda naturaleza); son fragmentos-testigos, restos de ello mismo. Muestra viva, como sinécdoque de un pasado magnífico que es digno de veneración. Y bien sabemos que la veneración, como cualquier acto de contemplación que emana del dogma, bloquea el argumento e impide la profanación. A su vez, si es concebido como resto directo, manifestación objetiva del pasado, la temporalidad se anula sobre el fondo de un no-tiempo. En síntesis, la reliquia bloquea la posibilidad de pensar históricamente.
Convengamos que la reliquia sólo existe cuando hay un vínculo mayor que la sostiene, que la legitima. En este caso, ciertas formas de estatalidad. De algún modo, considero que el esfuerzo por nuclear una producción “enlatada” de alteridades (Segato, 2007), una formación particular de “otredades”, abreva en estas características con el uso de lo que Hall llamaría la “imagen atávica” del Otro (Hall, 2010), que sirve no solamente para producir la noción de tradición, sino también para crear una ilusión de tiempo particular. Esa forma de pasado arcaico encuentra en el niño y en la performance escolar, una promesa de futuro.
Tal vez es una hipótesis demasiado aventurada, pero creo que ese acto mimético es la forma más eficaz de las imágenes de los derrotados,
de los que están siempre a punto de desaparecer, al decir de Didi-Huberman, y es sobreexpuesta piadosamente en la educación pública para borrar cualquier conato de violencia, del proceso histórico que esa imagen connota.
El epígrafe de este trabajo corresponde a esa sensibilidad de Didi-Huberman que plantea, siguiendo a Benjamin, que es necesario desconfiar de las palabras y de las imágenes en las que los pueblos han sido mostrados, exhibidos, y sobre todo fijados por las instancias de poder, justamente porque esas imágenes atentan contra la propia noción histórico-política que los hace ser: “los pueblos expuestos a la reiteración estereotipada de las imágenes son también pueblos expuestos a desaparecer” (Didi-Huberman, 2014: 14).
Lo que desde una perspectiva etnográfica podríamos agregar al análisis de Didi-Huberman —y que aparece abigarrado aquí— es que las acciones de estatalidad emprendidas por agentes específicos han logrado “ser”, bajo ciertas condiciones, la forma de autopercepción de las comunidades que, en efecto, quieren tener derecho a encarnar las imágenes, los símbolos y los atributos de la nación. El Estado funciona en el marco de una condición histórica aporética: en el afán de gestionar imprime su firma (Das, 2004); una escritura que siempre es catacrésica: esto es, que puede ser excedida, vuelta inestable, a partir de su propio significante.u Es en esa ambivalencia que implica la firma del Estado (entre pertenencia y desafiliación) donde habría que prestar mayor atención al uso restaurado del universo simbólico nacional.
En Jamapa, en medio de las celebraciones, doña Herminia me comentaba algo que, considero, sintetiza lo que estoy argumentando:
…qué bonita se ve la bandera en los niños; y las jarochas al costado. Lástima que en un tiempo se arruinan. Como el país, ¿no cree? El problema es que aquí falta de todo. Por eso es bueno mostrarles a los niños, que vean, que sientan, que defiendan que esto también es México. Si allá se olvidan, que ellos no lo permitan. Y para eso hay que saber, ir al museo, ver la bandera, defenderla pero desde acá, y eso sí: ¡tener algo para decir! [El énfasis es mío.]
Si allá se olvidan… La alegoría del paisaje en la confirmación relacional del poder. ¿”Allá” es la ciudad capital del país, el “Distrito”, como me replican cuando explico lacónicamente que vengo del DF, ese territorio centrípeto adonde todo parece dirimirse, incluso aquello que las comunidades deben hacer consigo mismas en términos de su (re)presentación? ¿O “allá” es el gobierno, en esa afirmación proteica del poder que está siempre en otro lado o que, parafraseando al dictum de Foucault, viene de otro lado?i ¿O será que “allá” refiere más bien a una metáfora temporal, del lapso transcurrido que todo lo tergiversa y lo devuelve usado; el tiempo de la madurez donde ya ningún atributo alcanza compromiso histórico y entonces la facultad mimética de ese niño en el acto escolar es, en la mirada del adulto, simplemente un disfraz, una afectación que motiva la risa y la ternura?
No lo sé. Pero la “fe” en que la carencia puede ser resuelta por medio de los atributos de la nación (escuela y museo) no me parece que pueda agotarse en nuestra descalificación como llana ideología (en su sentido más restrictivo de falsa conciencia). Tal vez aquí sí cobra sentido la noción de comunidad de Roberto Esposito, aquella que plantea que la comunidad no se articula en lo común, sino en la falta (Esposito, 2009).o El problema con las prescripciones filosóficas (a diferencia de las sensibilidades etnográficas) es que no dan cuenta de que las personas viven porque pueden simbolizar su existencia, ritualizarla, pactarla en acciones cotidianas. A eso apela Herminia. A una refundación del pacto, donde escuela, bandera y museo aún tienen sentido. El problema es que han perdido la capacidad de hacerlo duradero, de sostenerlo en el tiempo. Ni las narraciones de la historia ni las prerrogativas de las políticas de identidad parecen estar a la altura de suturar ese pacto, de hacerlo no sólo significante sino duradero. Y las acciones de estatalidad —según he tratado de mostrar— intentan extender su soberanía no ya por la vía de promover un pacto originario de nivelación y de homogeneidad. Al contrario, lo hacen promoviendo que el Estado ya entendió todo: somos muchos, hay “otros”. Pero aquellos, los adjetivables, los que necesitan un epíteto (indígenas, originarios, afros, etc.) son, ante todo, bellos. Bella es la tradición, la vasija, el traje, la bandera. Bello es siempre lo que aparece así —el/lo— en la singularidad. Bello es lo solemne y bello es, como sabemos, aquello que está condenado a existir fuera del uso cotidiano y de la mutación de la historia. Bello es, quiero decir, aquello que se exhorta a existir fuera de lo político: lejos del accidente, de la batalla y de la diferencia.p
Uno de los elementos que, desde mi lectura, se ha trabajado poco en el “dispositivo” museo es la noción de pluralidad. No la pluralidad liberal, no la idea de “muchas piezas” en un conjunto. Desde ese prisma hay, en todo caso, demasiado. Me refiero a la pluralidad que toma en cuenta la diferencia como un resultado sedimentado de procesos históricos: como aquello que ha sido negado y luego puesto a funcionar como signo de derrota en los cuerpos y en los rostros de los conquistados, de los despojados. Lo cierto es que la pluralidad liberal produjo (en el museo, en la fiesta y en ciertas estrategias pedagógicas) una poderosa alquimia. Con la idea de restituir el pleonasmo de un “derecho a la presencia”, hizo funcionar la diversidad de pueblos no como formas heterogéneas de producir narraciones cambiantes y accidentadas sobre sí mismos, sino como una estampa de beldad que sólo acepta ser vista, mirada. Se puso el acento en restituir la presencia de los olvidados no en la reescritura del mapa de relaciones históricas que hemos construido y que signan el presente (y que nos involucraría en una revisión de esas relaciones), sino en signos curiosos a los que se impidió la polisemia: son muchos, sí, pero tienen permitido existir como una sola cosa: una enumeración de bellezas.
Quizás la primera mancuerna que deberían tener en cuenta los museos y la escuela es volver a las lecciones de filosofía política de Kant que nos dio Hannah Arendt: hay que desconfiar de los pueblos embellecidos por el poder. Esa es, también, la axial desconfianza de Herminia en Jamapa. Podríamos hacer un contrapunto entre “aparecer” como pueblo en una imagen, y ser o “estar expuesto” como pueblo. La inocua belleza responde a esta segunda forma como voluntad de poder, y por ello estar expuesto se parece, cada vez más, al borramiento. En todo caso, pugnaríamos por confiar en los pueblos pulidos por la historia, por el paso de la historia por encima de su belleza, de su tradición y de su pulcritud. Pueblos atravesados por la contradicción como el aparecer político y por la exigencia de “tener algo para decir”. Algo que no sea fácilmente encasillable en la “prístina tradición”, la “cosmogonía originaria”, las “historias inmaculadas” y demás artilugios depositados en la alteridad. Resta desconfiar vivamente de las imágenes de autenticidad, de las purezas, de las originalidades y de los “retornos”. Queda hacer de la reliquia, como diría el Son-Jara de Mali, “eso en lo que un pueblo existe: imágenes de un remolino que crece con las estaciones y que nunca queda quieto”a.
1 “Memorias subalternas en museos comunitarios: narrativas locales, pluralidad cultural y tensiones de la nación en perspectiva Sur-Sur”, financiado por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) (acuerdo número 130745).
2 La investigación incluyó el relevamiento de información durante cuatro años (2011-2015) en 17 museos comunitarios del Distrito Federal, Oaxaca, Coahuila, Chiapas, Yucatán, Veracruz, Tlaxcala y Zacatecas.
3 Por otro lado, es importante señalar que la estrategia de mostrar y exponer en vitrina tuvo, al menos desde el siglo xix, la misión pedagógica como centro. La escuela y el museo sostienen un vínculo peculiar porque el orden paradigmático del museo cumplía a cabalidad la exposición sintagmática de la modernidad en la escuela. Esto es: el “relato” escolar del progreso, la ciencia y la evolución era a su vez ordenado en el museo a partir de asociaciones temáticas específicas que coadyuvaron a la cristalización de los relatos autorreferenciales de la Europa hiperreal y de la noción de una Historia universal. El poder de la exhibición plasmado en los grandes museos nacionales nacientes (museos de historia, de antropología, de historia natural o de arte) y en las exposiciones universales (sin embargo europeas) desde mediados del siglo xix fue clave en la creación de una tecnología de la exposición y de una pedagogía de lo visible como ordenamientos del progreso, la flèche du temps y la irreversibilidad de la modernidad capitalista como opción y estrategia (Hodeir, 2002; Bennet, 1988).
4 Jamapa es una localidad que forma parte de la zona metropolitana de Veracruz, y según los datos del Conteo de Población y Vivienda de 2010 su población es de 10,376 habitantes.
5 Palabras de Ramón, artista plástico de Jamapa, 52 años. Entrevista del autor, noviembre de 2012.
6 Me refiero a la noción de lexías que expresa Roland Barthes, como “bloques de sentido” y “unidades menores de lectura” que vinculan en un discurso sentidos más dispersos, esparcidos (Barthes, 1980: 9).
7 Véase, por ejemplo, el número dedicado íntegramente a las pirámides en México como un distingo nacional: Arqueología mexicana, vol. xxvii, núm. 101, 2010.
8 Habría que agregar a esto las marchas organizadas de protesta, visibilidad o reclamo (que de alguna manera utilizan una porción simbólica del ordenamiento espacial del desfile), y por otro lado, los desfiles de carnaval, en algunos casos específicamente organizados de acuerdo a una gramática de lo grotesco. Analizo un desfile del Bicentenario en Rufer, 2012.
9 Intervención de una lugareña de aproximadamente 30 años, madre de dos niñas que participaban en el desfile, una como “jarocha” y la otra como “la Corregidora”
q Para Bhabha, la dimensión pedagógica de la nación está centrada en una temporalidad de acumulación continuada y sedimentada de un tipo de identificación, narrada en artefactos diversos. Al contrario, la dimensión performativa juega con el tiempo irruptor e iterativo de “lo que emerge” como pueblo, lo que acontece como nación en el momento mismo de la identificación nombrada y asequible. Estas dos dimensiones son contradictorias y a la vez indisolubles para la presentación de la nación “a sí misma”. Es una de las aporías que la constituyen. “En la producción de la nación como narración hay una escisión entre la temporalidad continuista, acumulativa, de lo pedagógico, y la estrategia repetitiva, recursiva, de lo performativo […]. Las fronteras de la nación se enfrentan constantemente con una doble temporalidad: el proceso de identidad constituido por la sedimentación histórica (lo pedagógico), y la pérdida de identidad en el proceso significante de la identificación cultural (lo performativo)” (Bhabha, 2002: 189).
w Este no es el espacio para discutir un asunto de esta magnitud. Pero hay algo políticamente denso en la amalgama que ata tácitamente comunidad, patrimonio y memoria con los pueblos indígenas. Serían ellos los legítimos representantes de la comunidad, pero lo que se forcluye en esta noción es su carácter performativo: paradójicamente en México la comunidad intenta aparecer como concedida por el Estado, tutelada y parcializada por él, en un intento de fagocitarle todo lo que tenga de emergencia y desacuerdo (Delgado, 2005; García Masip, 2011). Obviamente este intento de fijación y domesticación es constantemente resistido por los pueblos. Sin embargo, la advertencia se mantiene latente: en esa definición desde el poder, la comunidad queda ligada menos a lo común como noción política, que a la tradición como moneda intercambiable con cultura. En esta catacresis, se producen dos movimientos que reditúan en la fuerza soberana del Estado-nación: la comunidad es a la vez cultura exhibida (cargoística, estática, mónada) y tradición expuesta (fuera del tiempo, perteneciente al paisaje de una temporalidad siempre pasada). Este es uno de los potenciales ideológicos más persistentes y nocivos del multiculturalismo liberal.
e Discurso de José de Jesús Paredes pronunciado en el Encuentro Nacional de Museos Comunitarios en Altzayanca, Tlaxcala, el 21 de noviembre de 2013.
r Entrevista realizada por Joceline Herández y Marco Portuguez. Atzayanca, Tlaxcala, 23 de noviembre de 2013.
t Esto puede ser constatado con el trabajo sobre otras instancias de exhibición, como el Museo Nacional de Antropología, el Museo de Culturas Populares, el Museo de las Culturas, entre otras.
y El célebre trabajo de Hobsbawm y Ranger —justamente a contrapelo de la historia y la antropología como disciplinas estancas— fue pionero no sólo en mostrar el carácter inventado (en tanto histórica y estratégicamente producido) de las tradiciones nacionales, sino también en evidenciar la fuerza del imperialismo en la “repartición” de caracteres nacionales y de las formas de tradición entre Occidente y el Resto. De alguna manera, todo lo que digo aquí es consonante con esa pionera compilación de hace más de tres décadas (Hobsbawm y Ranger, 1983), pero con una marca crucial de los estudios culturales: la noción de invención debe ser desplazada hacia las de performance, mímesis, productividad.
u Recurro aquí a los argumentos de Veena Das (2004). La antropóloga india ha explicado de qué forma incluso en aquellos espacios donde la violencia impera a causa del abandono de las funciones básicas del Estado y allí donde la comunidad parece desconocer las nociones proteicas del poder, sin embargo la apelación a la ley, a la lógica de los derechos o a la noción de “regulación” sigue siendo vigente. Por ende, sigue dándole al Estado una existencia por interpelación, por “firma” (signature), en el sentido de la apropiación de los términos de una escritura. Retomando los conocidos postulados de Derrida (1985), Das puntualiza que la noción de escritura debe poder ir más allá de su clásica acepción como sólo un “modo de comunicación”, y entender que la marca de la escritura puede desprenderse del contexto, puede producir una ruptura o una brecha (gap) entre la regla y su “performance”. Esto me parece crucial para alejarnos de las apreciaciones normativas del Estado y para dejar de pensar que las únicas relaciones posibles de los sujetos con la estatalidad son el consentimiento, la obediencia o la resistencia. La “marca” del Estado (en la apelación a la ley, en la fabricación de documentos, en la eficacia de nombrar su pertenencia) está presente incluso (o tal vez más aún) allí donde la comunidad lo desafía y lo transgrede: porque en general las posibilidades más creativas de la transgresión llevan impresas los significantes de estatalidad (o, para decirlo en términos bajtinianos, la sintaxis de la resistencia promueve un suplemento —pero nunca un afuera— de los atributos sígnicos de poder y dominación).
i Me refiero a la clásica observación de Foucault de que el poder “no está en todos lados, sino que viene de todos lados” (Foucault, 1995).
o La comunidad, dice Roberto Esposito (2009), se aglutina alrededor de una falta. No de “lo común” ni de “lo local”, sino de una carencia que es el centro de toda comunidad y que, de alguna manera, la produce. En México, deberíamos rastrear esa noción atravesada por la fuerza del discurso antropológico clásico con una especie de mandato: misma lengua, usos y costumbres, unidad territorial limitada, autoidentificación, una misma concepción de mundo. Y por supuesto, con los rastros de las antiguas disposiciones coloniales que crearon e implementaron la jurisdicción “comunidad”.
p Didi-Huberman se pregunta cómo es el “aparecer político” de los pueblos. El autor refiere la aparición como un gesto necesario de la política, que tiene rostros, multiplicidad e intervalos. No hay aparición en la mónada singular. El filósofo recurre al texto ¿Qué es la política? de Hannah Arendt: “La política se basa en un hecho: la pluralidad humana. Dios creó al hombre; los hombres son un producto humano, terrenal [… ] Por ocuparse siempre del hombre, la filosofía y la teología […] nunca encontraron una respuesta filosóficamente verdadera a la pregunta: ¿qué es la política?” (cit. en Didi-Huberman, 2014: 22-23; énfasis en el original).
a La épica de Son-Jara, también conocida como la épica de Sundjata, refiere a un conjunto de tradiciones orales del viejo imperio de Mali en África Occidental, que ha sido recogido y antologado en diversas ediciones con estudios introductorios que explican su modo de transmisión, transformación y pervivencia.