EL SUEÑO DEL
APRENDIZ
Carlos Barros
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Título original: EL SUEÑO DEL APRENDIZ
© Del texto: Carlos Barros
© De la cubierta: Munyx Design
Copyright © 2020 Carlos Barros
Copyright Booktrailer: Editorial Tinturas
© De esta edición: Editorial Tinturas
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www.editorialtinturas.es
Primera edición: Octubre 2020
Impreso en España
ISBN: 978-84-122197-9-1
Depósito legal: V-1825-2020
Para Sheila, Joel y Marc, os amo.
Para Alex y mis padres, por estar siempre ahí.
ÍNDICE
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Epílogo
Nota del autor
Agradecimientos
Mapa de Valencia (1870)
— 1 —
Reclinado en la cómoda silla de su despacho, Juanjo se acariciaba de forma mecánica la sien derecha. No pensaba en nada en concreto, tan solo trataba de encontrar un minuto de paz. Había sido un día muy duro en el trabajo, uno más en el que terminó discutiendo con su padre. ¿Cuál era el motivo esta vez? ¿Las discrepancias en su forma de llevar los casos? ¿Algún roce en el terreno personal? ¿Por sus muchas diferencias? En el fondo le daba igual, ya ni se acordaba. La sensación era de hastío y cansancio, de impotencia y frustración ante una situación que, desgraciadamente, empezaba a ser demasiado frecuente.
—¿Has revisado el caso de María González? —le preguntó de pronto Susana.
Levantó la vista hacia su compañera e hizo un esfuerzo por volver a la realidad del despacho de abogados en el que trabajaba. Después resopló pasándose la mano por la frente y nariz, en un gesto que lo delataba por completo. Tras la monumental bronca, la desazón y la rabia habían invadido su cabeza durante todo el día, impidiendo que pudiera concentrarse en otra cosa y provocando que olvidara aquella comparecencia en el juzgado que debían preparar de forma inminente para uno de los casos que su padre le había asignado.
Pero Susana siempre estaba allí para recordarle esas cosas: los detalles importantes de un caso, las tareas urgentes, las reuniones; en definitiva, para salvarle el culo casi todos los días. Visiblemente superado, Juanjo le dedicó una mueca de fastidio, consigo mismo y con el mundo, que pretendía ser una especie de disculpa.
—No he tenido tiempo todavía, lo siento. ¡Joder, qué día! —lamentó en voz alta—. Me pongo ahora mismo con ello —dijo arrastrando cierto cansancio en la voz.
Consultó la hora en su reloj de muñeca y maldijo otra vez para sus adentros. De nuevo le invadía aquel remordimiento de culpa por no haber podido salir antes para pasar más tiempo con su hija Paula, y la horrible sensación de que el día se le escapaba dejando tras de sí un amargo poso de recuerdo en su interior.
—Tranquilo, vete a casa —contestó ella enseguida mostrando compresión.
Juanjo arrugó la frente, indeciso. En aquel momento le importaba una mierda el maldito trabajo y deseaba poder escaparse de allí por encima de todo, pero no quería hacerlo a costa de su compañera.
—No, no es justo que te deje ahora todo el marrón —declinó en primer término—. Aunque, la verdad, no sé si hoy tengo la cabeza para…
—En serio, no te preocupes —dijo ella sin dejarle terminar la frase—. Le echo un vistazo rápido y lo revisamos mañana a primera hora —insistió con amabilidad.
Juanjo le devolvió una sonrisa aliviado y pensó, una vez más, en la suerte que tenía de trabajar con ella.
—Gracias, te debo una.
«Una más», se dijo digiriendo el inevitable sentimiento de culpa. Y en aquel momento, al mirarla, se preguntó por qué lo hacía. ¿Qué pasaría por su cabeza? ¿Actuaría de igual manera si él no fuera el hijo del jefe? Tan joven y abnegada, tan profesional, siempre mirando hacia otro lado y actuando con total presteza y discreción. ¿Qué pensaría ella de él en realidad? No era la primera vez que trataba de ponerse en su piel, de comprenderla. Le resultaba difícil porque él nunca había sido así.
—Pues me voy a ir. Hoy ya no doy para más —dijo mientras se levantaba y se colocaba la americana del traje.
—Hasta mañana Juanjo —contestó ella levantando apenas un segundo su concentrada vista de la pantalla del ordenador.
Juanjo pensó que aquella chica valía su peso en oro, demasiado. E inevitablemente acudió a su mente la idea de que, si en algún momento su padre tuviera que escoger entre ambos, tal vez terminaría eligiéndola a ella antes que a él. Llevaba un tiempo dándole vueltas a aquello, a si realmente estaría preparado para afrontarlo en caso de que llegara a suceder algún día; y había decidido que era una posibilidad que le inquietaba y agradaba a partes iguales. En el fondo su vida siempre había sido un mar de contradicciones. Al mismo tiempo detestaba sentirse tan atado y controlado, sobreprotegido, como adoraba la tranquilidad y confort que le proporcionaba.
En la relación con su padre le ocurría algo parecido. La profunda admiración se mezclaba con una enquistada inquina, y el amor odio era tan intenso que a veces resultaba difícil de soportar. Al aproximarse hacia su despacho, separado por un cristal de su mesa y la de Susana, descubrió que estaba hablando por el móvil. Gesticulaba mucho empleando un tono elevado de voz, como era habitual en él, aunque por su actitud relajada supuso que la conversación era de su agrado. «Mejor», pensó, así podía largarse de una vez y no habría lugar a que hiciera ni dijera nada que pudiera dar pie a una nueva disputa.
Aprovechó un breve instante en que dirigió la vista hacia él para indicarle a través del cristal que se marchaba, despidiéndose escuetamente con la mano. Sin apenas prestarle mucha atención, su padre le dedicó una breve inclinación de cabeza y un gesto ambiguo que no supo muy bien cómo interpretar —si es que con eso le decía adiós o era una indicación para que esperara a que terminara de hablar por teléfono—. No esperó para comprobarlo. Solo quería perderlo de vista, regresar a casa con los suyos y coger fuerzas para poder volver a empezar al día siguiente.
—Hasta mañana Susana —le dijo a su compañera volviendo la espalda al despacho de su padre.
—¡Ah! Se me olvidaba —exclamó cuando él ya estaba a punto de marcharse—. Te dejaron esto al mediodía —le indicó señalando un sobre que descansaba en una esquina de su mesa.
—¿A mí? ¿Qué es? —indagó Juanjo, volviéndose para comprobarlo.
—Lo trajo un chico, de tu edad más o menos. Preguntó por ti y me dio el sobre, dijo que era amigo tuyo —añadió.
—¿Un amigo? —repitió Juanjo, extrañado.
Tras cogerlo lo sostuvo durante unos segundos, receloso, mientras empezaba a inspeccionarlo. Se trataba un grueso sobre de color blanco con su nombre, Juanjo, escrito en letras grandes en la parte superior. El peso y la forma sugerían que se trataba de un pequeño montón de papeles o documentos, pero no había ninguna otra pista sobre su contenido.
—¿Y no te dijo nada más?
—Solo que me asegurara de dártelo en mano. Parece que tenía prisa —dijo ella encogiéndose de hombros.
—Gracias —le dijo dirigiéndose de nuevo a la puerta.
—Adiós Juanjo, descansa.
Se introdujo en el coche, su potente y bien equipado BMW, y se dispuso a sacarlo del garaje privado del edificio. Luego, mientras enfilaba despacio, con calma, el acceso a una gran avenida colapsada de vehículos, se aflojó el nudo de la corbata y se preparó para soportar el atasco del centro de Valencia en hora punta.
Detenido en un semáforo que tardaba más de lo habitual en ponerse en verde, de pronto decidió cambiar la aburrida charla vespertina de la emisora que llevaba puesta por la música precargada en su mp3. El potente equipo de reproducción del coche empezó a reverberar con una compilación rockera y canalla por la que sentía especial cariño. El rugido de la guitarra eléctrica consiguió levantarle el ánimo. Sonaba una canción de Extremoduro y no pudo evitar empezar a cantar el estribillo a voz en grito. Al principio aquello le ayudó a reconciliarse consigo mismo y a encontrarse mucho mejor, vigoroso y eufórico. Aunque después, poco a poco, el arrebato inicial se fue tornando en una sensación un tanto ridícula hasta cesar de manera repentina.
Era algo que le ocurría con frecuencia. Como una pequeña descarga, un intenso y fugaz relámpago de algo que todavía vivía en su interior. Y lo malo era que, con la misma velocidad que se esfumaba el arranque de euforia, regresaba la extraña sensación que a veces sentía, como de vacío, al encoger en el estómago a esa especie de yo del pasado. Escuchar aquella música era uno de los detonantes, más aún si cabe estando solo en el coche, que inevitablemente le traía unos recuerdos de un Juanjo del que ya no sabía si realmente quedaba algo.
Volvió a fijarse en el sobre que había depositado en el asiento del copiloto. No se había atrevido a abrirlo todavía. ¿Qué narices podría ser?, ¿cómo que un amigo? Todavía no imaginaba quién podía haberse acercado al despacho en persona para entregar un paquete. Tenía que haber interrogado a Susana sobre su aspecto o pedirle más detalles, si no hubiera tenido tantas ganas de largarse de allí…
Al llegar a casa desplazó aquellos pensamientos a un lado y empezó a sentirse un poco mejor, más relajado. Aparcó en su plaza del garaje del edificio, maniobrando de memoria, y salió del coche distraído, tratando de desterrar definitivamente todos los sinsabores de la jornada. Mientras esperaba en el ascensor, el contenido de aquel misterioso sobre volvió a intranquilizarlo. Tenía un extraño mal presentimiento, aunque más que por temor, tal vez se resistía a descubrir su contenido por si aquello terminaba de joderle día. Pero antes de que tuviera tiempo de hacer muchas más valoraciones, el ascensor se detuvo en su planta y se concentró por fin en abrir la puerta de casa.
Se sintió tremendamente reconfortado al encontrar las miradas cómplices de su familia acercándose a recibirlo. Cogió a su pequeña hija Paula en brazos y le dedicó un tierno abrazo. Después le dio un beso a su mujer y caminaron juntos hasta la cocina mientras Juanjo, todavía un tanto trastocado, no dejaba de mirar el enigmático sobre que había recogido apenas hacía unos minutos.
—¿Qué es, trabajo? —no tardó en preguntarle Elena, advirtiendo su fijación.
—Pues supongo, lo dejó alguien en el despacho —respondió medio absorto—. Pone mi nombre, pero no hay ninguna pista más. Es muy extraño —comentó confuso.
—¿No lo vas a abrir?
Juanjo desconfiaba. Algo le decía que allí no iba a encontrar nada bueno, pero al final le pudo la curiosidad. En su interior había una especie de carpeta de cartulina marrón, muy sencilla, con un pequeño Post-it adosado a la cubierta. Aquella escueta nota, lejos de aclarar nada, le provocó una sacudida de inquietud e hizo que se le helara la sangre: «Juanjo necesito que leas esto y hablemos. Un abrazo de tu amigo Mario».
De inmediato comenzó a examinar su contenido, sumamente intrigado.
—¿Quién es Mario? —le preguntó Elena al ver su gesto contrariado.
—Es… un viejo amigo, estudiamos juntos y...
—¿Lo conozco? —interrumpió Elena mientras trataba de hacer memoria para asociar a alguna cara aquel nombre que vagamente le sonaba.
—Estuvo en nuestra boda, y alguna que otra vez hemos coincidido —divagó él—. Pero hace bastante tiempo que no nos vemos, hemos perdido un poco el contacto.
Mientras decía aquello su mente revivía multitud de recuerdos de la facultad. Por un instante se trasladó a un tiempo feliz y despreocupado, y a aquel verano del dos mil diez en el que habían vivido tantas cosas y ahora parecía tan lejano.
—Sí, creo que ya sé quién es: pelo rizado, con gafas, un poco tímido.
—Sí —confirmó Juanjo, preguntándose qué mosca le habría picado y qué sentido podía tener aquello.
Y es que, tras hojear un poco el contenido de aquellas hojas, no podía ocultar que seguía completamente desconcertado.
—Igual necesita que le eches una mano con algún asunto legal, la gente se suele acordar de que tiene un amigo abogado en estos casos —comentó ella.
Juanjo negó con la cabeza, no parecía que se tratara de nada de eso.
—Creo que lo ha escrito él. Parece una novela —murmuró.
—¿Cómo que una novela? —preguntó Elena, igualmente asombrada.
—No lo sé, todavía no comprendo por qué…
—¿Es escritor? —indagó ella de nuevo.
Mientras tanto, Paula miraba a sus padres expectante y curiosa.
—Mamá, ¿quién es Mario?
—Es un amigo de papá —le aclaró ella con ternura.
—¿Por qué le ha dado un libro?
Elena se quedó mirando a Juanjo, invitándolo a que respondiera.
—Pues eso me gustaría saber —respondió él al fin, sin más, todavía dándole vueltas al tema en la cabeza.
—Papi, ¿me lo puedes leer a mí?
—No creo que sea para niños —le contestó con una sonrisa.
—Léemelo papá, ¡porfi!, ¡porfi! —insistió ella.
—Mejor hagamos una cosa —propuso él—: voy a guardar este rollo con las cosas de mayores y leemos un cuento juntos. El que tú quieras.
—¡Sí! —exclamó la niña contenta.
—¿Por qué no le llamas? —soltó entonces Elena, mientras la Paula tiraba con fuerza de la mano a su padre—. Tienes su teléfono, ¿no?
—Sí —confirmó Juanjo, aunque con escaso entusiasmo—. Eso haré.
— 2 —
Mario no había querido adelantarle nada más por teléfono. En lugar de eso, había propuesto que quedaran para poder hablar tranquilamente sobre ello. De hecho, su insistencia había sido tal, que no había parado hasta lograr concertar aquel encuentro.
Juanjo todavía no podía creérselo. ¿Cuánto hacía que no se veían? ¿Tres, cuatro años? Tampoco era que no le apeteciera. Mario era uno de aquellos escasos viejos amigos que, más o menos, mantenía. Pero lo cierto era que verse resultaba cada vez más difícil entre el trabajo, la vida en pareja, niños, etcétera. Sin embargo, Mario había sonado tan apremiante, impaciente incluso, que había terminado haciendo un esfuerzo para encajarlo, suponiendo que podría poner fin al misterio que encerraba aquella especie de manuscrito que había descubierto por sorpresa en el sobre que le había entregado.
El sitio elegido fue un restaurante pequeño, pero coqueto y con esmerada cocina, en el que ofrecían un menú asequible a medio camino entre el trabajo de ambos. A pesar del tiempo que hacía que no se veían, y que su relación ya no era ni mucho menos igual de fluida que antes, Juanjo y Mario habían sido amigos inseparables durante mucho tiempo, por lo que, tras romper el hielo inicial, no tardó en aflorar la camaradería y la complicidad de antaño. Volvieron los viejos tics, la risa fácil, y Juanjo logró vencer la resistencia con la que había acudido a la improvisada cita. De pronto, incluso le invadió una inesperada nostalgia, si es que se le podía llamar así; y por un momento, si cerraba los ojos todavía podía volver a aquel tiempo en el que su máxima preocupación eran los planes para el fin de semana.
Pero después volvió a poner los pies en la tierra. Por más que se esforzaran, Mario y él ya no volverían a ser uña y carne, como hermanos. Sabía perfectamente que aquel chispazo era algo pasajero, como cuando se acude a una cena de antiguos alumnos para pasar unas horas reviviendo anécdotas de la infancia o la adolescencia, y luego uno se da cuenta de lo poco o nada que tiene ya en común con la mayoría de ellos.
Alguna vez se había parado a pensar en ello, en cómo la madurez y asunción de responsabilidades le habían terminado alejando de unas personas y acercado a otras sin apenas darse cuenta. Era algo a lo que con el paso del tiempo se había ido acostumbrando, se dijo para alejar de su cabeza aquella extraña sensación. Las circunstancias cambian, las personas cambian, pero la vida siempre sigue su curso pese a que, con el paso de los años, al echar la vista atrás, inevitablemente uno se lamente de que haya desaparecido de su vida tal o cual amigo.
De modo que la comida transcurrió siguiendo un guion muy previsible. Simplemente hablaron de todo un poco, poniéndose al día. Y al fin y al cabo, a Juanjo tampoco le importó que se tratara simplemente de pasar un buen rato, de comer de manera relajada, tratando de recuperar a su vez una amistad que milagrosamente aún permanecía viva desde la adolescencia y que había superado por el camino toda clase de dificultades, alegrías y sinsabores de la vida.
Pero a medida que pasaba el tiempo, le extrañaba cada vez más que Mario no se decidiera a sacar a colación el dichoso asunto, aquel que con tanto misterio le había llevado el otro día hasta su despacho, alimentando un poco más la intriga. No entendía por qué, tras haberse tomado tantas molestias, ahora lo dilataba. Aunque intuyó que aquel supuesto aire de despreocupación de Mario era algo fingido y que, en realidad, el verdadero motivo del encuentro amagaba con irrumpir tras cada final de frase, sobrevolando como una nube densa por sus cabezas.
Sus gestos lo delataban. Eran signos difíciles de calibrar: una simple mirada, un silencio, la forma de abordar ciertos temas, de sincerarse. Juanjo conocía demasiado bien a Mario como para que cualquiera de esos detalles se le escaparan. Aun así, prefirió no decir nada, detestaba tener que tirar de la lengua y dejó que fuera él quien marcara los tiempos. Confiaba en que, si realmente iba a revelarle su significado o decirle qué quería o qué esperaba de él, finalmente lo haría sin necesidad de presiones ni apremios innecesarios.
Tras los pormenores sobre un fin de semana anodino, alguna noticia de poca relevancia en el trabajo, anécdotas y comentarios sobre algún hecho de actualidad en la ciudad, cuando parecía que se habían agotado ya todos los temas, se hizo un pequeño silencio que Juanjo aprovechó para encenderse un cigarro. El del café de después de comer era uno de los tres o cuatro que no perdonaba a lo largo del día. Aspiró el humo relajadamente mientras se recostaba en la silla de la terraza y entornó ligeramente los ojos, cegado por la intensidad de la luz de una calurosa jornada de la primavera valenciana, dispuesto a saborear aquel agradable momento para encarrilar el resto de la tarde con buena disposición.
Después, mientras expulsaba hacia un lado los vapores del pitillo, volvió a inclinar la cabeza suavemente hacia adelante y fijó su mirada en la de su amigo, tratando de adivinar así sus pensamientos. Descubrió cómo sus inconfundibles ojos negros, grandes y aún insondables tras sus gafas de fina montura de pasta, también negra, le miraban desafiantes, como si en medio de aquel silencio le retaran a descubrir ese secreto que celosamente guardaba. Juanjo aceptó el desafío y le sostuvo la mirada durante varios largos segundos. No a modo de intimidación, sino tratando de transmitirle la confianza necesaria para que se sintiera cómodo. Y cuando estaba a punto de rendirse y desviar la vista de nuevo, por fin, se lo preguntó.
—Bueno qué, ¿lo vas a soltar ya o no?
—¿El qué?
—¿Qué va a ser Mario? Me dejas un sobre en el despacho con una historia tuya de la que no sé nada, luego me dices que necesitas verme en persona para explicármelo, ¿y ahora no piensas decir nada? —le espetó con cierta indignación.
—Ya. Sí, tienes razón —murmuró, como si en el fondo no estuviera seguro de querer abordarlo.
Juanjo se mantuvo aún expectante, entregándole toda su atención.
—Pues a ver, dime.
El silencio se alargó todavía un poco. Por la tensión de sus labios y el incesante movimiento de sus manos, algo rígidas, Juanjo intuyó que llevaba ya varios días dándole vueltas al tema. Si de verdad era así, no acababa de entender por qué aquella especie de historia impresa en papel podía resultar tan relevante.
—Perdón por asaltarte de esta manera. En realidad, no sabía muy bien cómo decírtelo —dijo al fin.
—Decirme, ¿el qué?
—Es la primera vez que me animo a escribir algo. Fuera del trabajo, me refiero.
Juanjo no sabía muy bien cómo calibrarlo todavía, pero sonrió aliviado porque finalmente fuera aquello lo que tantos desvelos le provocaba.
—Pero, entonces, es en plan… ¿un libro que has escrito? ¿ficción? —prosiguió, para confirmar lo que había adivinado tras pasar por encima de las primeras páginas.
—Sí, es una novela.
—¡Es genial Mario! —lo animó, en vista del poco entusiasmo que demostraba—. No sabía que escribías estas cosas.
—Ni yo tampoco, hasta que empecé.
—¡Joder! Pero para eso no tenías que montar todo este… —resopló después, pensando en lo absurdo de la situación— ¿Por qué narices tenías que dármelo con ese secretismo? ¿No podías haberme enviado un email como hace todo el mundo?
—Quería asegurarme de que lo leyeras. De no haberlo hecho así, probablemente ni siquiera lo hubieras impreso.
Juanjo no esperaba aquella respuesta. A pesar de los nervios, mezclados con una viva emoción, sus palabras habían sonado con apremiante rotundidad, atravesándole como una lanza.
—¿Has empezado ya? —lo abordó de nuevo Mario, dotando a la pregunta de una inesperada relevancia.
—La verdad es que no, tan solo lo he hojeado un poco —respondió Juanjo desconcertado—. Pero, todavía no entiendo por qué… ¿Necesitas alguien que lo corrija antes de publicarlo? —elucubró, sin comprender por qué tenía que recurrir a él en vez de a algún compañero del periódico.
—En realidad aún no está listo. Me falta solo el último capítulo, pero he estado dándole vueltas y, antes de terminarlo, me gustaría que le echaras un vistazo a lo que ya llevo escrito. Te lo entregué por eso y porque, aunque no te lo creas, me interesa mucho tu opinión —añadió tras una pausa, remarcando aquella última frase.
—¿Cómo que mi opinión? ¿Qué quieres decir? ¿Es una historia de abogados? —preguntó Juanjo sin entender qué tenía que aportar él a su historia inconclusa.
—No, no es eso. Pero estoy convencido de que, si te animas a leerla, podrás ayudarme.
—No se me ocurre cómo iba a hacerlo —manifestó con perplejidad.
—Ya te he dicho que es algo complicado de explicar, pero ya lo entenderás.
—Me halaga, pero no sé si soy el más adecuado —insistió—. Ni siquiera leo con mucha frecuencia, fuera de cosas del trabajo, me refiero.
—Eso no importa. Sé que esto ahora te puede sonar muy extraño, pero de verdad que tu opinión es importante.
«¿Importante?, ¿desde cuándo su opinión sobre algo así se había vuelto importante para él?», se preguntaba Juanjo. Pero el caso es que, fuera lo que fuese, empezaba a no gustarle el significado que encerraba aquella petición.
—Está bien, si tanto insistes prometo echarle un vistazo y decirte algo en cuanto pueda —se vio forzado a decir al fin.
—No dejes de hacerlo, por favor —añadió Mario, sonando casi suplicante.
—¿De qué va? —se animó a preguntarle después.
—Es difícil de resumir —dijo Mario tras pensarlo un poco—. Se podría decir que es la historia de tres buenos amigos, dos chicos y una chica.
Juanjo sopesó por un instante la trascendencia de aquel primer dato pues, sin saber por qué, al escucharlo había sentido una especie de punzada extraña.
—¿Algo más que deba saber?
—Está ambientada aquí en Valencia, a finales del diecinueve.
—Vaya, ¿por algo en especial? —preguntó Juanjo, algo sorprendido al conocer ese dato.
—¿Te suena de algo el sexenio democrático? ¿La primera república?
Juanjo puso cara de póquer.
—No importa, ese es solo el decorado. Siempre me atrajo porque es un periodo bastante desconocido, pero creo que te sorprenderá lo mucho que se parece la época actual en muchos aspectos —afirmó.
—Tiene un mérito increíble, desde luego —respondió sin entrar a valorar lo acertado o no de dicha consideración sobre el periodo elegido—. La verdad es que es toda una sorpresa —le dijo con un entusiasmo que quizás sonó algo comedido.
Juanjo apagó la colilla del cigarro en el cenicero y se dispuso a dar el último trago al café, pensando en qué demonios se le pasaba a su amigo por la cabeza y por qué era tan importante que precisamente él leyera su historia.
—Hay otra cosa —le dijo Mario después.
—¿Qué cosa? —preguntó Juanjo inclinando las cejas, preparándose para asimilar nuevas sorpresas.
—Celia ha vuelto —dijo con intencionado tono neutro.
—¿Qué? —se sobresaltó, incorporándose un poco en la silla— ¿Qué quiere decir que ha vuelto?
—Está aquí, en Valencia.
—¿De visita?
—Más que eso. Puede que la vuelta sea definitiva.
—¿Y tú cómo lo sabes? —soltó Juanjo con creciente mosqueo.
—Estuve con ella el viernes. Vino a verme, a casa —prosiguió Mario con la misma tranquilidad.
—¿Seguías en contacto con ella? —preguntó con suspicacia.
—Solo lo justo. Al principio sobre todo, pero no la veía desde hace diez años, desde que se fue.
—¿Y entonces? ¿Ella vino a verte así, sin más? —dijo Juanjo, tratando de entender.
—La llamé yo —respondió mientras captaba al instante la sorpresa y el enfado en la reacción de Juanjo, como si hubiera traicionado un secreto pacto entre ellos—. Fue casualidad, le había mandado un mensaje porque quería que también supiera lo del manuscrito y de rebote me enteré de que estaba aquí —añadió, a modo de aclaración.
—¿Y lo de volver ahora de repente?
—Pues… bueno, por lo visto se acaba de separar —aclaró, sin saber muy bien si debía revelar ese dato.
—¡Ah! Claro, eso lo explica todo.
—No seas tan duro, lo está pasando mal.
—Es muy típico de ella, acordarse de la gente solo cuando le viene bien, ¿no crees?
—No es verdad, ya te he dicho que la llamé yo —replicó Mario—. Tampoco creo que para ella sea fácil, y lo sabes.
—Ella, siempre ella. Y los demás, ¿qué? —dijo Juanjo sin ocultar su rencor.
—A ver, Juanjo. No la sigas juzgando de esa manera, ha pasado ya demasiado tiempo. Lo importante es que ahora está aquí y que, afortunadamente, hemos madurado un poco —dijo Mario apaciguándole y tratando de aportar sensatez—. Ya somos mayorcitos y, te guste o no, a mí me encantaría poder recuperarla como amiga.
—Mario, por favor, ¿después de cómo se portó? ¿Largándose así sin más, sin querer siquiera despedirse?
—Pasa página, de verdad. Éramos unos críos, ya lo hemos hablado muchas veces. No vale la pena volver a eso ahora. Y, además, yo prefiero quedarme con los buenos momentos.
—Ya sabes mi opinión. No entiendo por qué me cuentas ahora todo esto.
—Pensé que te gustaría saberlo.
—Haz lo que quieras, pero a mí déjame al margen. ¿Vale?
—¿Todavía le guardas rencor?
—Vamos a ver, Mario. ¿De verdad quieres que te lo explique? —respondió con un deje de cansancio en la voz.
Mario inspiró hondo y miró para otro lado mientras soltaba el aire despacio. Sabía que no iba a ser fácil. Después, giró la cabeza y le miró fijamente de nuevo al ver que dejaba un billete para pagar la cuenta y, contrariado, se levantaba de la silla y se preparaba para irse.
—Espero que no te tomes a mal lo que voy a decirte, pero yo creo que deberías verla —le dijo cuando aún podía escucharle.
— 3 —
Celia apenas se atrevía a tocarlo. Contemplaba el manuscrito de Mario, depositado sobre la sencilla mesa de su escritorio, como si estuviera poseída por un extraño pavor. Llevaba toda la tarde intentando armarse de valor, superar el bloqueo que le impedía abrir la primera página, pero era incapaz de conseguirlo. Una misteriosa fuerza la frenaba. Las imágenes de aquel inesperado reencuentro con Mario le golpeaban una y otra vez, hasta dejarla totalmente conmocionada.
«¿Por qué ahora?», se preguntaba. Como si no tuviera bastante con superar el amargo trago de su reciente ruptura, sin apenas tiempo para hacerse a la idea de lo que suponía volver a casa de su madre con un fracaso a sus espaldas, había tenido que enfrentarse al regreso de Mario. Con su aura tranquila y pacífica, con sus dulces palabras y aparente inocencia, aparecía de pronto en su vida para trastocarlo todo de nuevo.
Ni siquiera sabía cómo se había enterado de su regreso. No creía haberlo comentado a nadie cercano a su círculo… ¿Acaso habría sido su madre? Podría ser, Mario y ella tenían buena relación y quizás, pese a sus advertencias, había caído en la tentación de contárselo. Pero daba igual cómo lo hubiera hecho, el caso es que siempre se las arreglaba para enterarse de todo, su astucia estaba a prueba de dificultades. Por eso no le había sorprendido tanto encontrarse su mensaje aquel día, sin previo aviso, preguntando si podían verse.
En un principio, incluso emocionada por aquella posibilidad, enseguida estuvo tentada de aceptar. «¡Qué ingenua!», pensaba ahora. ¿Cómo no se dio cuenta de que aquello no podía ser del todo casual? Claro que tenía ganas de verlo, muchísimas, pero tal vez no estaba preparada todavía para las emociones fuertes, quizás lo prudente hubiera sido esperar un poco. Y ahí estaban las consecuencias, delante de ella, esperando pacientemente encima de la mesa a que se decidiera a activar aquella bomba de relojería. Porque sabía que, de alguna manera, aquel manuscrito encerraba una trampa fatal.
Al principio todo fue bien. Bueno, todo lo bien o mal que podía esperarse. En cuanto Mario le abrió la puerta de su casa su cuerpo se estremeció. Aquellos ojos negros tan sinceros, directos, entregados, la miraban con la misma intensidad de años atrás. Por un instante ambos quedaron como paralizados, hechizados por la magia de aquel momento, el de un reencuentro secretamente anhelado, pero también insólito e inesperado.
El impacto inicial de verlo allí delante, tan cerca, tan real, dio paso a un torbellino de emociones que Celia no estaba preparada para asimilar. Fue entonces cuando, movida por un irrefrenable impulso de ilusión recobrada, esbozó una sonrisa que era capaz de resumirlo todo. Era un simple guiño de complicidad, un «sí, soy yo, la misma Celia de siempre»; una invitación inequívoca, que propició que se acercaran lo suficiente como para fundirse en un cálido abrazo sin dar lugar a un ápice de duda o reserva. Sus cuerpos, que parecían tan distantes, ligeros y frágiles, lentamente se tocaron, casi flotando, y la emoción contenida fluyó como un torrente descontrolado.
—¿Qué tal? ¡Cuánto tiempo! ¿No? —se había atrevido a decir Mario, aún sin poder creérselo.
A Celia le sorprendió lo poco que había cambiado. Quizá algo más delgado, el rostro más perfilado, los gestos más firmes. Pero todo encajaba en la vívida imagen que durante tantos años había permanecido almacenada en sus recuerdos. No hubo duda de que, pese a lo confuso que le resultara volver a reconocerlo ahora, había dejado en ella una profunda huella.
—Sí. ¿Cuánto ha pasado? ¿Diez años? —observó como con una especie de pesar.
—Mucho. Tanto que pensé que ya no volveríamos a vernos —aseveró él.
Por supuesto ella también lo había pensado; apenas tuvieron contacto durante los últimos años y aquellos eran unos sentimientos que creía ya olvidados y superados por la distancia y el paso del tiempo. «Fue algo casi inevitable», pensaba. Un silencio impuesto por la cruda realidad de la distancia que ninguno de los dos podía reprochar al otro. Al principio lo intentaron, con moderado empeño, pero finalmente terminaron sucumbiendo al peso de la rutina y la ausencia prolongada. La intermitencia de algún mensaje aislado, cada vez más críptico y desapasionado, dio paso a la ausencia total de señales de vida en ambas direcciones.
Sin embargo, aunque todo aquello parecía formar ya parte de una especie de sueño lejano, junto a todos esos recuerdos de una juventud efímera y alocada que había precedido al mundo de la madurez y las responsabilidades; a su mente regresaban con frecuencia fragmentos sueltos de aquel pasado, retazos de algo vivido con gran intensidad. Porque, por más que se empeñara en pensar de otra forma, sabía que jamás lo podría borrar.
Pese a todo, el primer contacto fue frío. Se limitaron a observarse durante un largo rato con la sonrisa congelada; empleando un pequeño espacio de tiempo para reencontrar sensaciones, a reconocerse de nuevo. ¿Y qué esperabas?, pensó Celia. Quizás no era tan raro, después de tantos años. Sus miradas, por momentos inseguras y esquivas, delataban una extraña mezcla de vehemencia e inseguridad. Y es que, aunque intentaran disimularlo, ninguno de los dos estaba realmente preparado.
Volvió a mirar la primera página de la encuadernación: un folio en blanco, la nada, totalmente aséptica. Y recordó cómo la velada se torció justo en aquel momento, en el que Mario le había hecho entrega del manuscrito. Ahora se daba cuenta de que apenas le había dado alguna vaga pista sobre su contenido.
—La verdad es que no es fácil de resumir. Es una historia ambientada en el pasado pero que, de alguna manera, nos involucra —le había soltado él, siempre tan enigmático.
—¿Cómo que nos involucra? ¿Qué quieres decir?
—Es ficción —le había aclarado—, pero en ella hay parte de Juanjo, de ti, y de mí.
—¿Cómo que una parte? ¿De nosotros? ¿Qué parte? —había preguntado ella confundida.
—Pues, la verdad, creo que es mejor no adelantarte nada y que lo descubras tú misma.
En aquel primer momento, la curiosidad y una gran impresión habían crecido parejas en su interior. Al recogerlo, se había limitado a sostenerlo aún confundida, como si Mario acabara de hacerle entrega de una parte muy íntima de su ser. Encuadernado como un sencillo trabajo universitario, entre sus manos lo sentía tan pesado como si se tratara de uno de los tomos de El Quijote.
—Bueno, en realidad era el motivo por el que necesitaba verte —recordó que le había dicho mientras ella lo miraba con una mezcla de expectación y asombro—. Pensé que iba a ser más difícil.
—¿Puedo? —había preguntado ella, haciendo ademán de abrirlo.
—Por supuesto. De hecho, te lo estoy dando porque me gustaría que lo leyeras.
—¿De verdad? —le había preguntado con acrecentada turbación.
—Confieso que me da un poco de pudor y que no estoy muy seguro del resultado, pero necesito que me des tu opinión —había dicho Mario soltando un suspiro—. Y, además, he llegado a un punto en el que estoy un poco atascado. Me encantaría que me ayudaras a escribir el final.
—¿Yo? —le había respondido ella aún aturdida—. Pues, la verdad, no sé qué decir.
—¿Me harías ese favor? —le había pedido Mario, quien durante unos instantes se había quedado mirándola como si no hubiera otra cosa más importante que resolver en aquel preciso momento.
Asimilando aquella inesperada petición, apenas se había atrevido a abrir la cubierta y a hojear con cautela las primeras hojas, como quien tantea por primera vez un juguete extraño. Pero aquello era real, ahí estaba, delante de sus ojos.
—¿Lo leerás entonces? —insistió Mario.
Ella le prometió hacerlo: ¿cómo iba a negarse?
Fue un instante casi hipnótico, efímero y a la vez subyugante, envuelto en un silencioso destello de emoción.
Tal vez fue entonces cuando Celia, estando allí sentada en su sofá, tan cerca de él que podía rozarlo, y sentirlo, y sus ojos podían volver a traspasar con franqueza el umbral de los suyos, fue plenamente consciente de que esos sentimientos eran muy reales y habían regresado con la misma fuerza de antaño. «¿Era realmente eso posible?», se preguntó, aún apabullada por aquellas emociones. Sin duda la respuesta era que, de alguna manera, siempre habían estado ahí, ocultos, a la espera de aflorar y salir de nuevo a la luz en el momento apropiado.
Poco antes apenas lo había sospechado. Una agradable sensación la había invadido por dentro al recorrer con mirada curiosa el encantador apartamento de soltero de Mario en el que nunca antes había estado. Incluso había sonreído para sus adentros con cierto deje de melancolía, pensando que le hubiera gustado formar parte de aquella vida de la que en realidad poco conocía. Su confortable salón de muebles de Ikea, las estanterías llenas de libros y revistas, la improvisada combinación de recuerdos y objetos de colección con modernas encuadernaciones y dispositivos electrónicos, la sobria decoración salpicada aquí y allá con estampas de viajes y alguna foto simpática con amigos y familia o la desordenada mesa de trabajo junto a la ventana. Envidiaba un poco esa vida sencilla y tranquila, de la que aparentemente él se había apartado muy poco.
Había empezado a vencer su resistencia y a convencerse de que aquello era real. Una jugada magistral del destino que tal vez había llegado en el momento oportuno, justo cuando ella era más vulnerable. Casi sin darse cuenta recobraron la complicidad, y el indeleble recuerdo poco a poco se abrió paso entre el mar de confusión y de dudas. Después, ambos se avasallaron un poco, tratando de ponerse al día.
—¿Sigues trabajando en el periódico? —le tanteó ella con curiosidad.
—Pues sí, no me va mal —le había respondido Mario con un esforzado gesto enfático—. Sigo más o menos en el mismo sitio. Solo que, bueno, ahora ya no soy el becario —había rematado con aquella frase un balance del que parecía sentirse a medias satisfecho.
—Estaba segura de que al final lo conseguirías.
—No te creas, ya no sé si tengo las mismas ganas. Esta profesión cada vez está peor —le había dicho entonces Mario con cierta apatía, carraspeando un poco.
—Bueno, por eso hace falta que la gente como tú sigáis estando al pie del cañón.
—Todo está cambiando mucho, y muy rápido. La gente cada vez usa más WhatsApp, Twitter o Facebook para informarse, ya sabes —comentó él, disimulando su decepción.
—No me puedo creer que te esté escuchándote decir eso —dijo ella soltando una pequeña risa—. Con lo que tú defendías los valores del periodismo, y la de cosas que se pueden hacer con un buen reportaje.
—No es eso, es solo que…
—No es como esperabas —había adivinado ella.
—Sí. Bueno, nunca es como se espera, ¿no?
Con cierto pesar, Mario terminó reconociendo que, aunque trabajar como periodista siempre había sido su sueño, llegar a consolidarse en un puesto más o menos estable, y en una sección de la que más o menos disfrutaba en la prensa local, le costó muchísimo esfuerzo y quizá también alejarse del romanticismo por el camino. La suya se había convertido en una profesión en la que, además de pasión, había que ponerle mucha dosis de resistencia y masoquismo.
—No te preocupes, no eres el único. Yo también estoy desilusionada —había admitido también ella—. Al menos tú tienes esto —le dijo aludiendo al apartamento—. Mírame a mí, volviendo a casa de mi madre, volviendo a empezar de cero otra vez…
—No sé yo si hice muy bien en comprarlo. Y para conseguirlo firmé treinta y cinco años de condena con el banco, ya sabes… —bromeó él.
Pero a ella le parecía todo un acierto. Le encantaban los lugares que poseían alma, carácter propio, y sin duda aquel era un lugar dotado de un encanto muy especial.
Después, aunque había estado tratando de demorarlo todo lo posible, Celia no pudo eludir tener que enfrentarse a la inevitable pregunta. La que llevaba sobrevolando el ambiente desde que había accedido a visitarlo en su casa aquel viernes por la tarde: ¿Por qué has vuelto?
Celia se tuvo que arrellanar en el sofá elevando la mirada hacia el techo, y coger aire antes de lanzar un largo suspiro.
—Necesitaba volver, Mario. Me acabo de separar y… lo necesitaba —le había dicho enfrentándose a la verdad sin tapujos.
Y ahora, recordándolo, todavía sentía cómo la mención a la ruptura había sonado como un tenso acorde desafinado, rompiendo la aparente armonía de aquel reencuentro. Inevitablemente era algo que lo cambiaba todo.
—No te preocupes. Ha sido una separación un poco dura, pero estoy bien —le había dicho ella tratando de restarle importancia.
—Entonces esto es… ¿estás solo de visita o es un regreso definitivo? —había preguntado Mario mientras asimilaba con cautela la noticia, con la firme intención de desterrar todas sus dudas y prejuicios.
—No lo sé. Quiero volver, pero… es complicado —había terminado ella abruptamente la frase—. Necesitaba tomar distancia y de momento he decidido quedarme una temporada en casa de mi madre, hasta arreglar los papeles. De hecho, casi nadie más lo sabe —le confesó—. Supongo que todavía lo estoy asimilando.
—Lo entiendo, imagino que no es fácil pasar página después de algo así.
—Estoy en ello —le había dicho ella con cara de circunstancias—. La verdad es que me hizo mucha ilusión que me llamaras —añadió tras una pequeña pausa.
—A mí también que accedieras a verme —confesó él.
—Tenía muchas ganas. Pero, dudaba de que, bueno, quisieras volver a saber de mí después de todo —musitó ella, bajando la mirada.
Todavía recordaba cómo Mario había sonreído entonces, tratando de hacer con ello patente que sus puertas siempre estarían abiertas. Aun así, Celia tenía muchas dudas. Era consciente de la dificultad que iba a suponer que aquello fuera a resultar más allá de algún encuentro aislado evocando la nostalgia del recuerdo que tal vez aún les mantenía unidos. La distancia que les había separado los últimos diez años todavía pesaba mucho, demasiado.
—Tú también tienes que ponerme al día. ¿Qué tal te fue la vida en Italia? —le había tanteado él a ella.
—Roma me encanta. Al principio tenía la sensación de estar viviendo en una película, era como un cuento de hadas. Encontré trabajo en una agencia de publicidad que dirigía una abogada italiana buenísima. Aprendí un montón, me solté con el italiano y me acostumbré a comer pasta todos los días —le contó provocando la risa de Mario.
—No suena mal, teniendo en cuenta lo que te encanta la comida italiana.
—La verdad es que allí era feliz —prosiguió contándole, con un destello de amargura en sus ojos—. Ya sabes que venía a Valencia lo justo, un par de veces al año para ver a mi madre y poco más, otras veces me visitaba ella. Claro que, todo eso fue antes de que Paolo se volviera insoportable.
—Reconozco que yo apenas lo conocía —había confesado Mario.
—Mejor. No te has perdido nada.
—Tranquila. Conmigo puedes desahogarte, si quieres —dijo Mario captando en aquella escueta frase todo el amargor de la ruptura, que todavía estaba muy reciente.
—Prefiero no hablar mucho del tema —le había dicho ella como vencida y superada. Aunque al poco sus palabras estaban llenando de nuevo el silencio—. No sé, las personas cambian Mario. Y no estoy diciendo que yo tampoco lo haya hecho, pero... sencillamente llegó un punto en que la convivencia era insoportable, y en ese momento lo mejor que se puede hacer es dejarlo. Es así de simple. Y cada día estoy más contenta de haberlo hecho, de verdad, no me arrepiento en absoluto. Lo nuestro ha terminado para siempre —concluyó.
Agradeció que Mario no dijera nada en aquel momento. Se había guardado para sí cualquier otro comentario u observación, tal vez consciente de que no ayudarían en nada, y de que nadie estaba libre de cometer esos mismos errores. Se acordó del Mario que escuchaba, que siempre comprendía, como en los buenos tiempos.
Pensando ahora en eso, en la soledad de su cuarto, Celia se dio cuenta de que no había llegado a confesarle lo mucho que echaba de menos los buenos tiempos. «Ah, los buenos tiempos…», suspiró para sí mientras acariciaba de nuevo la fría cubierta de plástico, entre alegre y melancólica. Los buenos tiempos eran los de las despreocupaciones, los de la vida universitaria, los de los paseos por Valencia al atardecer, las cervezas en las terrazas, las noches de los estrenos en el cine o saliendo de juerga los tres. Claro que no era difícil echar de menos aquello. Si cerraba los ojos todavía lo podía acariciar.
Tampoco se había armado de valor para pedirle disculpas por haber desaparecido de esa forma. Sabía que se merecía, o se merecían —se corrigió—, una explicación. Pero había veces que la vida lo ponía todo tan complicado… Durante mucho tiempo pensó que ya había pasado página, que ya había aprendido a vivir con ello. Pero ahora ya no estaba tan segura. En realidad, estaba en una etapa de su vida en la que no estaba segura de nada, y había veces en las que no tenía claro si dolían más las heridas nuevas o las viejas. Sobre todo una de las viejas, tal vez la primera, la más profunda, que parecía imposible de curar. Y esa herida abierta se llamaba Juanjo.
—¿Piensas decírselo? —se había atrevido a preguntarle Mario, sintiendo de nuevo retornar el peso de la incomodidad a medida que formulaba la pregunta.
—No sé si es buena idea —había dicho ella desviando un ápice la mirada antes de contestar—. No hemos vuelto a hablar desde entonces.
—¿Crees que aún te guarda rencor? —le había preguntado Mario después.
—No lo sé —era lo único que le había podido contestar.
—Ya ha pasado mucho tiempo, los dos habéis madurado y ahora tenéis vuestra vida. No sé por qué tendría que haber nada de malo en ello.
Naturalmente, Mario trataba de ofrecer un punto de vista equidistante en aquella relación. Pero Celia no estaba segura de que fuera una buena idea. Había deducido que ellos dos aún seguían en contacto, aunque por la manera que había empleado Mario para decirlo realmente no estaba segura de si se ajustaba del todo a la realidad. Juanjo había sido siempre su mejor amigo, pero intuía que ahora no se veían todo lo que a Mario le gustaría.
—Puede que algún día. Pero creo que todavía no estoy preparada —le había dicho ella finalmente, replegándose.
De pronto sintió que, a pesar de todo, nada había cambiado. Mientras Mario abría sin miedo esa puerta y daba un paso adelante para volver a irrumpir en su vida, en su territorio, se percató de que seguía causando en ella el mismo efecto turbador, la misma atracción, aquel misterioso embrujo tan difícil de explicar. Y esa sensación, curiosamente, la hizo sentir muy bien.
Con cuidado, pasó por fin la primera página en blanco y, decidida a vencer todos sus miedos, empezó a leer el primer capítulo.