Di Benedetto, Antonio Los suicidas / Antonio Di Benedetto. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2021. Libro digital, EPUB - (La lengua) Archivo Digital: descarga ISBN 978-987-8388-30-4 1. Narrativa Argentina. I. Título. CDD A863 |
la lengua / novela
Editor: Fabián Lebenglik
Diseño: Gabriela Di Giuseppe
1ª edición en Argentina
1ª edición en España
© Adriana Hidalgo editora S.A., 2021
www.adrianahidalgo.com
Maqueta original: Eduardo Stupía
ISBN: 978-987-8388-30-4
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Queda hecho el depósito que indica la ley 11.723
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Todos los hombres sanos ha pensado
en el suicidio alguna vez.
Albert Camus
Primera Parte
Los días cargados de muerte
Mi padre se quitó la vida un viernes por la tarde.
Tenía 33 años.
El cuarto viernes del mes próximo yo tendré la misma edad.
Aunque tía Constanza, con reserva pero sin tacto, mencionó esa coincidencia, no he vuelto a ella mi pensamiento hasta hoy que el tema, de cierta manera, ha salido a mi encuentro.
En la agencia el jefe me dijo: “Puede ser su oportunidad”.
Sin requerir consentimiento, me introdujo en la tarea. Sobre el escritorio desplegó tres fotografías y me incitó a descubrir lo que posiblemente él ya había observado.
–¿Qué ve en ellas?
Consideré que esperaba de mí una deducción fuera de lo corriente. Inclinado, examiné las fotos, que tenían, cada una, un cuerpo humano, tumbado y vestido. Dije:
–Veo que están muertos, los tres.
–No es una respuesta muy sagaz.
Acepté su mordacidad como una advertencia de que debía ver mejor, y pronto. Me molestó, pero transigí, más bien por el presentimiento de que comenzaba a descifrar. Indiqué:
–Una es mujer, dos son hombres.
Remarqué lentamente, como si costara enterarse. Proseguí, sin prisa:
–Ella y este otro conservan los ojos abiertos. El tercero no.
–¡Oh! –dijo el jefe, se arrancó del escritorio y caminó.
Entonces pensé que no soy un bromista y ya bastaba porque asimismo él podía decir basta. Dije:
–Los que tienen los ojos abiertos siguen mirando...
El jefe se detuvo, yo también.
Sentí que entendía y que me importaba lo que había entendido:
–Miran... como si miraran para adentro, pero con horror.
No necesitaba su aprobación –un sonido que me echó–, ni el silencio con que propició la impresión de que algo faltaba. Sí, en mi mente había una señal, confusa, hasta que pude afirmar:
–Están espantados, tienen el espanto en los ojos y sin embargo, en la boca se les ha formado una mueca de placer sombrío.
No dudé que había acertado, que le había ampliado la visión. Eso ya estaba. Lo que a continuación, con urgencia, precisaba saber, era lo que le pregunté:
–¿Los mataron?
–No, se mataron.
Era el embrión de una serie de notas. Un embrión informe.
Discutimos la serie: Historia de los dos casos de los ojos espantados. No conocemos la historia. Alguien, un profesional respetable, proporcionó las fotos; no puede ayudarnos ni decirnos quiénes son ni quién las tomó. Dos casos no dan para una serie. Pero su historia nos hace falta. Hay que averiguar, pesquisa propia. La policía no colaborará. Se puede probar. No colaborará, no informa sobre suicidios. La publicación provoca el contagio. Suicidios por imitación, epidemia de suicidios, peste de suicidios.
¿Por qué el horror introspectivo? ¿Por qué el placer sombrío? Por ahí puede darse la generalización, más material para más notas, la serie si confirmamos la generalización. Sí. No puede ser la historia de dos, o dos historias que dejaron de ser noticia. Precisamos casos frescos. Habrá que esperar. ¿Esperar qué? Que se produzcan, y ver. No, no se puede esperar, dispone de dos meses. Tenemos lista la circular para ofrecer la serie a los diarios. Podemos venderla a treinta vespertinos y tres revistas en color. ¿La quiere sensacionalista? No, seria. Nuestra agencia no es sensacionalista. Como usted dijo vespertinos... Dije no más. Para las revistas precisará diapositivas. ¿Por qué solo revistas color? Por la sangre, para que se aprecie el rojo; si no, hay que marcarla con una flecha y explicar en el epígrafe, y se pierde. Tiene razón. Trabaje con Marcela. ¿Por qué Marcela? Recuerde, el reportaje del avión caído en la cordillera. Sabe arriesgarse. En este asunto no habrá riesgos, trataremos con muertos. ¿No habrá? Así lo espero. Quién sabe.
Recurro: Mejor sería Pedro, preferiría trabajar con un hombre. Manda: No, Marcela.
Sin decirlo, pienso en Marcela como en un negocio particular. Es ascética, parece. Es casi nueva en la agencia y apenas la conozco. No nos gustamos. No me gusta, he soltado por ahí. Uno me preguntó por qué. Dije: “Tiene 30 o 32”. Años, quise decir.
Salgo y me alivio. Me deslumbra el verano. Me deslumbra y rápidamente me pone pegajoso el cuerpo.
Viene por la vereda una blusa con interiores. Podría decirle algo. Otra, escotada. Nada le digo a ésta tampoco, es inútil para el vínculo, pasan; pero la miro, quién sabe cómo, porque una señora me mira. Es la censura y pretende arrinconarme.
Pienso en la serie. Tendré que ver gente que no me importa porque no es la que lo hizo; personas prevenidas, reacias (quizá Marcela me ayude a llegar a ellas; en su estilo es un cebo, tiene 30).
Pongo el pie en el cajón de lustrar.
Y tendré que hablar, hablar de eso.
Pienso en papá. Yo era como este niño, el lustrador, así de pequeño. Supe que había muerto, ignoraba cómo. Lloré hasta secarme, dormí, desperté, la ceremonia seguía, las visitas susurraban. Alguien, posiblemente mi madre, clamaba: “¡Muerte injusta!” Comprendí lo de injusta –nos dejaba sin él–, pero no pude entender cómo la Muerte se introdujo en la casa y se apoderó de papá. Porque en la mañana él estaba vivo, de pie y sano como cualquiera, y murió en la tarde mientras había sol, y yo tenía el convencimiento de que la Muerte era una figura siniestra que daba sus golpes en la oscuridad de la noche.
Pregunto, al niño que me lustra los zapatos, qué es la muerte.
Levanta sus ojos marrones y me considera, desde abajo, entre sorprendido e intimidado, si bien no cesa de cepillar.
Mi pregunta ha sido excesivamente abstracta. Me corrijo y sonrío, para atraerlo:
–¿Nunca murió alguien que conocías, un vecino, un tío?...
El chico se encorva sobre su trabajo, se concentra y dice:
–Sí, mi papá.
Callo.
Él me espía, con curiosidad: advierto que no me rechaza. Procuro establecer –¿he comenzado mi tarea?– qué conoce de los alcances de la muerte, dónde supone que está el que muere.
Contesta que el padre está en un nicho, pero la madre, al principio contaba que se fue de viaje, y ahora dice que está en el Cielo. Él no lo cree. ¿No cree en el Cielo? En el Cielo sí, pero el Cielo es para los buenos y el padre le pegaba a la madre.
Estoy pasando un día cargado de muerte. Es suficiente. Entro a un cine donde dan Alphaville. Trabajaré mañana.
Sin embargo, en la noche, despegado de Julia, aunque junto a ella, repaso lo que dijo el lustrabotas y noto que, en definitiva, no llegué de vuelta al interrogante inicial: ¿Qué es, para un niño, la muerte?
Pido a Julia que lo averigüe entre sus alumnos, en la escuela. Se alarma, se defiende, se ofusca. Explico, apaciguo. La serie, mi trabajo...
Se niega, obstinadamente. Dice que no es normal.
“¿Que no soy normal?...”, y la desconcierto.
Sé perfectamente que no dijo eso.
Desayuno con mamá. Habitualmente, es el único rato que pasamos reunidos.
Me cuenta que se ha encontrado con Mercedes, su amiga, y doña Mercedes le ha dicho: “No tengo familia, tengo televisor”. Yo objeto: “Tiene hijos y nietos, y vive con ellos”.
–Sí, pero la dejan sola: entran y salen; cenan con el televisor encendido.
No es un reproche para mí, aunque puedo deducir una moraleja.
El calor, que está tomando posesión del día, me altera. Mamá lo nota. Baja persianas, me ofrece el ventilador.
Creo que mamá es la única persona que me quiere.
–Me gustaría vivir en un país con nieve –dice.
Siempre lo ha dicho. A mi vez, le he ofrecido unas vacaciones de invierno. Anualmente renuevo el plan.
Repito: “Este año iremos”.
–¿A dónde?
–A la nieve.
–Ah sí. Sí, hijo, iremos.
Algunas mañanas se opone y me dice que ahorre para el auto pequeño. “Lo necesitas, es por tu trabajo”.
Me deprime, otros lo consiguen: auto y nieve.
Mi hermano, que tiene un Fiat 1500, ofrece:
–¿Te llevo?
Mamá comprende que ha terminado su ración diaria de ese hijo y se entristece. Me doy cuenta pero mi vida está enredada con la calle.
Mi hermano besa a su hijo y a su hija y al segundo varón y al tercer varón. El tercero trae en las manos, bien destrozada, Minotauro 7. La reconozco por los pedazos de tapa. Le doy un bofetón y se la quito. Mi cuñada, desde la puerta de la cocina, dice: “¡Mauricio!”, nada más. Da la alarma al marido, le reclama, por ese hermano que el marido tiene.
Mi hermano se abstiene. Dice: “Calma”, como un magistrado.
En camino, no habla.
Un imprudente se mete y se salva porque Mauricio clavó los frenos. Podía insultarlo, con todo derecho; no lo hace, yo lo hago.
Normalmente, no insulto a nadie, excepto los sábados.
A Marcela le corresponde el turno de la tarde. No podré verla hasta las 4. Sin duda, no está avisada de que la ponen conmigo.
Aceituno, el cronista de la agencia que actúa en el Departamento Central de Policía, no liga las fotos con sucesos que a él lo hayan ocupado. Las hace circular entre los colegas de la sala de periodistas y las imágenes vuelven a mi poder sin suscitar ningún recuerdo entre los especializados.
Aceituno me vincula con la policía científica. Me deja con el jefe.
Solicito colaboración informativa para la agencia. La agencia tendrá toda la colaboración que precise, a menos que se trate de causas pendientes de decisión judicial, delitos en investigación reservada, abusos morales contra menores y suicidios.
Yo no he mencionado, aún, las fotografías. Haré como que no entiendo que encuadran en las excepciones que se me vedan.
¿Dispongo de tiempo para conocer el museo interno? Sí, dispongo. Lo que contará, al final, es el costado amistoso.
Tomamos café junto a la cabeza de un mafioso con la cara perforada por tres balas. Lleva treinta años en la vitrina. Existe una fórmula para conservar el color de la piel.
Nombra los “cadáveres judiciales” y le planteo el problema: Si yo poseo la foto de un cadáver judicial –es decir, con circunstancias que dan lugar a la intervención de la policía y la justicia–, pero desconozco nombre y toda otra referencia, ¿cómo puede ser identificado?
Menciona el archivo de personas desaparecidas, el protocolo de todo el que pasó la autopsia, la memoria visual de los técnicos, el criterio selectivo que cierra el campo de investigación determinando el sexo, la edad aproximada, la época en que murió (por la ropa), el escenario ambiente y mucho más.
–Entonces, ¿es posible?
–Absolutamente posible.
En consecuencia, extraigo las fotos y pido la identificación y la historia.
Las recibe, las observa, las aparta y dice:
–Aparentemente, son suicidas.
–Son suicidas.
Entonces dice:
–Absolutamente imposible.
Al salir pasamos por los gabinetes. Hay una muchacha de guardapolvo blanco y de piel muy blanca. Me nota. Es algo.
Ando por elegir restaurante con dos virtudes: pescado a la parrilla y gente que yo no conozca y que no me hable de lo que ya sé, sale en los diarios, nos formamos opinión en las mismas revistas.
Coincido ante el menú de la vidriera con un turista que me pregunta dónde se puede comer platos típicos, y cambia de idea, no sé si adivina qué buscaba yo para mi almuerzo: quiere que le informe cómo se llega al acuario. Por último me agradece y declara: “Tienen una ciudad muy bonita, ustedes”, y a este cumplido respondo que él no puede decir “tienen”, porque yo no tengo nada, la ciudad no es mía. Quizá no nos hemos entendido bien porque dice: “Ah, usted tampoco es de acá”.
Es la época, y se ven muchos turistas, a las turistas “se les ve” mucho, ellas lo quieren así, lo cual resulta muy agradable.
Justamente, anoche he soñado de nuevo que andaba desnudo.
En la agencia paso las fotos a la jefa del archivo. Por hábito profesional de primera intención no toma mayormente en cuenta lo que representan, las da vuelta: busca el número de registro y la fecha de ingreso o publicación. El reverso no tiene inscripción alguna.
–No son nuestras –me aclara, innecesariamente.
–¿Las recuerda, por algún motivo? ¿Le dicen algo?
Ya las está disfrutando.
–¡Son fantásticas! –proclama y quiere saber más–: ¿Quiénes son? Qué le pasó a ésta, ¿la forzaron?
Después visito a Bibi. Está saqueando una revista polaca escrita en inglés. Es la traductora de la agencia, y por eso y por su memoria indeleble y ordenada la llamamos Fichero.
Pongo una silla frente a ella, que está detrás de su mesa. Trato de resultar simpático, a partir del rostro.
–¿Me ayudará?
Otros la tutean, no yo. Corrientemente, no “está” conmigo: no soy deportista, como ella; no vivo de chacota, como los demás.
–¿De qué se trata?
–Suicidio.
–¿De quién?
–Si yo lo supiera... No el mío, al menos.
–Ah, sí. –Fichero funciona–: El melanesio que se tira de las ramas de una palmera y el N° 350 que el 12 de marzo de 1967 pega el salto desde la torre Eiffel. Demóstenes y Marilyn Monroe, Stefan Zweig y señora, Werther y Kirilov, Ana Karenina, Safo y el mandugumor que aborda solo la isla enemiga para que la tribu se lo coma. Todo eso, ¿verdad?
–Todo eso.
–Y también: 1963, Vietnam, monjes budistas con túnicas amarillas, nafta y un fosforito; harakiri con espada de madera para el guerrero que se quedó sin trabajo, pobrecito no hay guerra; gas de la cocina para la señora que no le cree al médico, su dolor de estómago es por un cáncer, ¿no es cierto?
–Eso también, sí, y esto –exhibo las fotos.
Bibi se concentra en el examen, pero evidentemente no saca nada en limpio. Hago para ella un resumen de la situación, a fin de ubicarla, para que vea por dónde debo empezar: por resolver, al menos, esos dos casos. Lo de los melanesios vendrá después.
No obstante, ella se ocupa, quiere saber más sobre lo que se puede lograr de la policía científica. Insisto en que no hay colaboración. Bibi me avisa: “Tengo una amiga”, y en ese momento entra, silenciosa, y espera, Marcela. Bibi me cita: “Mañana, en la noche, en el bowling”.
Retiro las fotos, se las paso a Marcela y digo: “Vamos”.
La conduzco abajo, al café. En el ascensor va estudiando a la mujer tumbada.
Nos sentamos. Desliza las fotos sobre la mesita, hacia mí. Atiende y aguarda, tan seria. Todavía no ha dicho una palabra ni ha saludado.
Le pregunto si sabe en qué estamos. Un gesto: más o menos.
Detenida ante uno, tan equilibrada y fresca (tal vez viene de darse una ducha), resulta más pasable y no incita mayormente a andar de litigio con ella.
Le pregunto si sería capaz de fotografiar un temblor.
Dice que sí, por lo cual, para que se dé cuenta correctamente, aclaro: “Un temblor de tierra”, y hago el crack.
Reitera la afirmación, sin conceder importancia a la tarea.
Insisto: “El temblor en sí mismo, no los efectos y consecuencias: ni gente que corre ni una pared agrietada ni la torre caída de una iglesia”.
Como se ratifica le pregunto qué hizo con el temblor del lunes, ¿lo fotografió?
–Dormía y no me di cuenta. Me pareció que alguien movía la cama.
–¿Quién puede mover su cama? –averiguo con malicia.
–Un temblor –explica sin molestarse.
¿Pretende aplanarme porque traté de chocarla? De todos modos, le indico que el trabajo que tenemos –la serie– “es más posible que todo eso, se trata de gente quieta”.
Asiente: “Sí”.
Señala con el dedo la contradictoria fisonomía de la mujer y me interroga con los ojos.
Explico que ese es el pretexto, y como quiere saber si yo lo elegí, digo que no tengo muchas iniciativas y que si ella tiene.
Dice que no le dejan tiempo, siempre hay que hacer y la están mandando.
Le pregunto qué le gustaría andar fotografiando si le sobrara tiempo y película, y responde: “La pureza”. Le hago notar que eso es tan abstracto y fugitivo como el temblor.