En memoria de mi madre, Louisa,
y sus padres, Ben y Khin, que nacieron en Birmania.
Traducción de Belén Miño Gil
En memoria de mi madre, Louisa,
y sus padres, Ben y Khin, que nacieron en Birmania.
Fíjate en la historia de Birmania. Llegamos e invadimos el país; las tribus locales nos apoyan; vencemos; pero, como ustedes, los norteamericanos, en esos días no éramos colonialistas. ¡Oh, no!, hicimos la paz con el rey y le entregamos otra vez su provincia y dejamos que nuestros aliados fueran crucificados y aserrados en dos partes. Eran inocentes. Creyeron que nos quedaríamos. Pero éramos liberales y no queríamos tener la conciencia intranquila.
Graham Greene, El americano impasible.
Ahí está Louisa, a sus quince años, de pie sobre un escenario improvisado en el centro del estadio Bogyoke Aung San, de Rangún, en 1956. Entrégate a ellos, piensa e, inmediatamente, una de sus manos se posa en la cadera, alza la cabeza y su conciencia desciende por sus muslos desnudos hasta las pantorrillas demasiado musculosas, que ahora son el centro de atención de 40 000 espectadores sentados en las gradas a oscuras.
—Dales lo que necesitan —le dijo su madre.
Y Louisa entiende que su madre se refería a algo que iba más allá de la visión de las sandalias doradas de tacón alto (que le había prestado una amiga y le estaban destrozando los dedos de los pies), más allá de sus curvas acentuadas por un conjunto blanco de una pieza (copiado de una foto de Elizabeth Taylor). Su madre se refería a trasmitir una visión de esperanza. Sin embargo, la apariencia de Louisa sobre el ostentoso escenario durante la fase final del concurso de Miss Birmania no es más que una representación de algo peligroso. Está casi desnuda, su resplandeciente traje apenas oculta sus partes más íntimas. Tiene un aspecto casi inocente, moviendo las caderas de un lado a otro, muy cerca de caer en picado hacia la deshonra.
Una oleada de aplausos la atrae aún más hacia la luz. Se gira, ofreciéndoles al jurado y a los espectadores a sus espaldas una imagen de su cuerpo por detrás (herencia de su padre judío, que está sentado con su madre en algún lugar de las gradas). Ante ella están ahora las otras finalistas, nueve de ellas, agrupadas entre las sombras del escenario. Sus sonrisas tiesas, sus encendidos de furia. Los últimos informes gubernamentales la llamaban «la participante especial». Qué extraño era ser la «imagen de la unidad y la integración» cuando lo único que ella quería era pasar desapercibida (ella, la mestiza, que se avergonzaba ante la mención de su belleza y raza).
—Nosotros nunca ganamos la partida que deberíamos ganar —le dijo una vez su padre.
Ella se gira nuevamente y atraviesa el escenario, atraviesa una nube de humo que procede del cigarrillo de un espectador cercano y sus ojos se detienen un momento sobre sus padres. Papá está repantingado, apartado de mamá, su cabeza calva ligeramente inclinada, atrapándola con esa mirada dócil suya. A pesar de estar bajo arresto domiciliario, consiguió un permiso especial para estar aquí. Incluso sería concebible que hubiera amañado el concurso. A su lado, mamá, con aspecto recatado, parece ansiosa, demasiado comprometida con los procedimientos. Parece estar a punto de saltar de su asiento, sus ojos brillan de orgullo, acusación e incluso algo parecido a la angustia.
—¡Muévete! —grita en silencio desde su asiento, como para evitar atraer la mirada recriminatoria de Louisa.
Y Louisa se mueve, deja atrás a sus padres, y se dirige al frente del escenario para presentarse ante los jueces que sonríen, ante las hileras de lentes enfocadas en ella fijamente y ante los soldados con rifles en las manos para mantener a raya a las gradas. El aplauso que deja paso a una ráfaga de toses se siente como algo benévolo. La mezcla de los restos del perfume de alguien, de la basura putrefacta y de la humedad del campo debajo resulta casi dulce. Esta ofrenda de sí misma, de su casi desnudez, es incluso liberadora. ¿No están todos comprometidos con Birmania? ¡Han pasado por tanto!
Unos minutos más tarde, antes de que la corona se posara en su cabeza, se le pasa por la mente que los espectadores podrían ser una congregación de admiradores, o de bestias enjauladas, y tiene el instinto de escapar.
Pero aquí viene la banda sobre sus hombros.
Las rosas rojas en sus manos.
El flash de una cámara.
—¡Miss Birmania! —el grito de alguien llega desde uno de los laterales alejados del estadio, como si atravesara la oscuridad en la que estaban sumergidos.
Hace unos veinte años, cuando su padre vio a su madre por primera vez, al final del embarcadero del puerto de Akyab, es decir, cuando vio su pelo, su melena negra y brillante que le llegaba por debajo del dobladillo del vestido hasta los embarrados tobillos blancos, recordó que Dios nos ama a cada uno de nosotros como si solo existiera uno de nosotros.
Acostumbraba a hacer eso, alejarse del cataclismo de los sentimientos (incluso de la lujuria) hacia el consuelo de las palabras de san Agustín. ¿Creía en esas palabras? ¿Cuándo se había sentido verdaderamente amado? ¿Cuando no era más que un niño que vivía en la calle Tseekai Maung Tauley, el barrio judío de Rangún? Ni siquiera el recuerdo de ese lugar y de aquel tiempo lo complacía: el abuelo recitando la Torah en la sinagoga Musmeah Yeshua, papá tras la caja registradora de E. Solomon e hijos, y los grandes círculos oscuros bajo los ojos de mamá mientras le suplicaba a él, a su único hijo: Ten cuidado, Benny. Muertos, todos muertos por culpa de una enfermedad corriente en 1926 cuando tenía siete años.
Ten cuidado, Benny. El amor aterrorizado de mamá lo mantuvo a salvo, lo tenía claro, hasta que no quedó nada entre la muerte y él y tuvo que embarcar hacia Mango Lane en Calcuta para vivir con sus tías maternas, hijas del nuevo rabino de la ciudad. El amor de estas no se parecía en nada al de mamá. Era un amor dócil, blando y no podía contener su agonía. Así que tomó por costumbre lanzarse con los puños por delante, sobre todo cuando los chicos del nuevo colegio judío al que iba se reían de él por la forma tan rara que tenía de hablar, por las palabras birmanas tan singulares que adornaban sus expresiones. La solución de sus tías al «problema de los puños» y a la manera en que esos puños trajeron la sangre de otros chicos a su casa (¡Sangre judía! ¡Tiene sangre judía en las manos!), fue la de quitárselo de encima y enviarlo a un internado, al único cercano que tenía un programa de boxeo: el colegio Saint James en la calle Lower Circular. La ubicación era lo único que tranquilizaba a sus tías, que calmaron su ansiedad hacia las inclinaciones cristianas de la escuela, insistiendo en que ninguna institución con propósitos religiosos serios se establecería en una calle cuyo nombre, si se pronunciaba enérgicamente, sonaba a «secular».
—Y no habrá más sangre judía en sus manos —se recordaban la una a la otra con satisfacción.
Y tenían razón. Durante los siguientes cinco años, sus puños encontraron en Lower Secular de todo menos sangre judía: sangre kling, bengalí, gurkha, panyabí, tamil, malaya, persa, parsí, turca, inglesa, china y armenia, mucha sangre armenia.
Pobre Kerob «el tigre armenio» Abdulian, o como se llamara. A los diecisiete años, Benny peleó contra él por la corona del campeonato de boxeo intercolegial de la provincia de Bengala, en un gimnasio lleno de gente, que apestaba a pies, té viejo y a madera podrida. Nunca antes, la cara de un joven había quedado físicamente tan desfigurada por culpa de los problemas metafísicos de otro joven. Antes de caer en el primer round, el armenio recibió un izquierdazo en la mandíbula por la soledad que Benny aún sentía debido a la muerte de sus padres. Recibió otro izquierdazo en la barbilla por un mundo que permitía que pasaran esas cosas, y otro más solo por la palabra «huérfano», que Benny odiaba más que cualquier insulto antisemita y que sus compañeros de clase utilizaban con crueldad y orgullo. El armenio recibió un derechazo en el estómago por todas las madres, los padres, las tías, los tíos, los abuelos y tutores, todos ciudadanos colonizados por el «civilizado» imperio británico, que desterraron a los jóvenes a internados como el St. James en India. Pero no fue ninguno de estos golpes lo que venció al Tigre. No. Lo que realmente lo envió a la lona e hizo que todos los espectadores se pusiesen de pie, fue una explosión de golpes provocada por algo que Benny vislumbró entre las gradas: la entrada de una joven y oscura novicia del St. James que se llamaba hermana Adela, con la que Benny apenas había cruzado palabra, pero quien, hasta hoy, siempre había llegado a tiempo para ver cada uno de los combates del muchacho.
Interpretaba su presencia en sus combates como una especie de ejercicio de devoción por su parte, ya fuera hacia él o hacia el colegio (¿y por consiguiente hacia Dios?), no estaba seguro de la razón. En el momento en el que el árbitro empezó a contar sobre el armenio colapsado, la hermana Adela, vestida con su hábito blanco, se colocó cerca de un grupo de estudiantes, cuyas muestras de apoyo a Benny eran tan escandalosas, que resaltaban todavía más su quietud y la alerta en sus ojos oscuros que se centraba en él. Sin embargo, cuando el combate terminó abruptamente y Benny luchaba por liberarse de la marea de espectadores que invadían el ring, la hermana se escabulló fuera del gimnasio sin que nadie lo notase, excepto él.
Esa tarde, el director del colegio, orgulloso, ofreció un banquete en honor a Benny. Patas de cordero, patatas asadas, trufas para el pudin..., platos occidentales que Benny no pudo casi saborear debido a que toda su atención estaba centrada en la punta del tenedor que la hermana Adela usaba solo para jugar con la comida, mientras permanecía apoyada en una de las esquinas de la mesa que compartía con otras monjas. Tan solo en una ocasión su mirada se cruzó con la de Benny, pero sus ojos fueron duros y acusatorios, tanto, que fue consciente de las imperfecciones en su cara, sobre la hinchazón de su labio superior, resultado del único gancho que el tigre armenio había podido asestar. ¿Estaba enfadada con él?
Como para privarle de la respuesta a su pregunta, el padre de la hermana vino a llevársela a la mañana siguiente. Se fue vestida con un sari rosa oscuro que se ajustaba a su cuerpo y dejaba al descubierto imposibles mechones de pelo negro, anudado en la base de su cuello, el cuello más elegante que Benny había visto nunca. Durante las siguientes semanas, mientras intentaba y fallaba a la hora de imponerse en el ring, se decía que aquel era el cuello de una reina. Sorprendentemente, sus ganas de luchar habían llegado a su fin con la marcha de la hermana Adela de las gradas.
Un mes más tarde, recibió una carta de ella:
Querido Benny:
¿Recuerdas cuando te encontré en la biblioteca hablando contigo mismo? Pensé que habías perdido el juicio debido a los golpes que recibiste en la cabeza, pero no. Estabas repasando las escrituras de san Agustín y decías que Dios nos ama a cada uno de nosotros como si solo existiera uno de nosotros. Lo decías con burla, pero observé desde el principio que eras un ser muy dulce e inmensamente amable. Y tal vez estuvieses pensando algo que yo también pensé: que a veces es necesario quedarse sin amor humano para que el amor de Dios pueda tocarnos por completo. Es cierto que ningún amor humano puede ser tan imperturbable como el amor de Dios, ¿no estás de acuerdo? Puedes intentar, como yo lo hago algunas veces, pensar en el amor de Dios cuando estés triste. ¡Pero ya sé que harás lo contrario! Bueno, que esto sea una prueba y un recordatorio de que los verdaderos rebeldes son impredecibles. Me dije que no sería capaz de hacer frente a tu combate cuando supe que mi padre vendría a por mí, pero algo me hizo cambiar de idea. ¿Tenías que ser tan duro con ese muchacho? No te haces una idea de lo feliz que me hizo ver cómo lo derrotabas, tanto, tanto, tanto, que ahora mismo estoy llorando de alegría de nuevo. Oh, Benny. Reza por mí. Tu muy querida hermana Adela es ahora una esposa.
Con fe.
Pandita Kumari (señora de Jaidev Kumari)
Embarcó hacia Rangún en junio de 1938, cuando un ciclón que atravesaba el norte de la bahía de Bengala sacudió su barco de vapor con un abrazo violento. Con cada zarandeo, él se inclinaba hacia el viento sobre la barandilla de la cubierta superior, purgándose de los asfixiantes años de soledad en la India, años que habían llegado a su fin, cuando les propuso con rebeldía a sus tías convertirse a la fe de San Agustín (cuyo Dios, esperaba él, lo amase tanto como un padre), a lo que ellas respondieron con represalias: llevarían a cabo su ritual de muerte. Cuando el ciclón pasó y vislumbró por fin la plácida desembocadura del río Rangún, se sintió casi desposeído de lo que había sido.
En el muelle lo recibió un trabajador de B. Meyer & Company, S.L., una lucrativa compañía de comercio de arroz establecida en Rangún y dirigida por uno de sus primos segundos. El empleado, un joven anglo-birmano llamado Ducksworth, era más hablador que cualquier otro tío que Benny hubiera conocido.
—No mencionaron que fueras un peso pesado —exclamó Ducksworth cuando Benny insistió en colocar su baúl de equipaje él mismo en el carruaje tirado por dos búfalos de agua (tenía la ilusión de que fueran a por él al menos en un automóvil, en la carretera había un número decente de ellos)—. ¡El señor Meyer debería de haberte puesto a trabajar cargando bolsas de arroz en lugar de empuñar una pluma! No es que ser oficinista sea un trabajo desesperantemente aburrido, ni tampoco el sueldo es desesperantemente bajo. Suficiente para llevar una vida respetable, para poder mantener tu pensión y tu alojamiento en la Asociación Cristiana de Jóvenes en Lanmadaw. Bueno, no querrías vivir en ningún otro sitio. Hay un montón de tíos alegres, muchos de ellos, oficiales británicos, mitad blancos. Tú..., ¿eres medio indio?
Antes de que Benny pudiera contestar, se vieron atrapados en un aguacero vespertino y Ducksworth se ocupó de ayudar al conductor a levantar el techo de metal oxidado del carruaje. Benny pensó que, en cualquier caso, era mejor evitar el tema de sus orígenes. No le preocupaba la discriminación, ya que el señor B. Meyer era un brillante ejemplo de un judío de éxito. Pero estaba cansado de llevar una etiqueta que ya no parecía describirle. Su judaísmo era como un rasgo perdido de su infancia; había sido parte de él, sin duda, pero no veía ninguna evidencia reconocible de este en la persona en quien se había convertido.
Ducksworth estaba ansioso por acogerlo bajo sus alas, tan ansioso como lo estaba Benny por huir de todo lo que constriñera su nueva libertad en Rangún. Las semanas que siguieron dieron pie a que Benny descubriera que si hacía bien el trabajo, que si trabajaba duro empuñando su pluma y que si era lo suficientemente educado con sus compañeros de la Asociación Cristiana de Jóvenes (en la que él era el huésped más joven y además bastante apreciado); si recompensaba a Ducksworth con unas cuantas sonrisas generosas o unos pocos minutos de atención en una conversación, podía escabullirse a la ciudad por su cuenta. Y así, cada noche después de la cena, encontraba la manera de escaparse y bajar corriendo por la calle Lanmadaw hasta Strand, donde, entre los grandes edificios oficiales y las residencias construidas por los británicos, disminuía la velocidad y bebía el aire de la tarde. Estaba sediento y desesperadamente necesitado de alimentarse con este tipo de vistas, que había echado tanto de menos mientras estaba encerrado en St. James: los hombres sentados a un lado de la carretera fumando cheroots, masticando betel o cantando; los indios comiendo helado y los comerciantes musulmanes leyendo en voz alta su libro sagrado; los puestos con especias, productos enlatados y paraguas barnizados con un aceite fragante en exposición; los ruidosos trabajadores del metal en los pasillos; y los autobuses, los triciclos, los carruajes de bueyes, los monjes descalzos, los chinos haciendo equilibrios en sus bicicletas y las mujeres con sarongs coloridos y ceñidos trasportando pasteles de sésamo y agua en la cabeza, y que rara vez evitaban mirar a Benny con una sonrisa. ¡Qué aislado había estado en Lower Circular!
Le pareció doloroso que sus tías dejaran de invitarle a Mango Lane mucho antes de que hablara de conversión, y que la intoxicación que sentía aquí se debía en parte a su creciente sentido de pertenencia. En realidad, no sabía sobre Birmania mucho más de lo que había aprendido en las clases de historia: que la región había sido conformada siglos atrás (¿o eran milenios?) por una mezcla de tribus; que una de las tribus, los birmanos, habían dominado a las otras y que el problema de su dominio se había resuelto gracias a los británicos, quienes tomaron posesión de Rangún casi un siglo antes y que continuaban gobernando en armonía, dotando a su servicio civil y fuerzas armadas de nativos. Hasta los mismos nombres de estas diversas tribus desconcertaban a sus ignorantes oídos: Shan, Mon, Chin, Rohingya, Kachin, Karen (estas últimas pronunciadas con el acento en la segunda sílaba, algo así como: / Ro-HIN-gya/, /Ka-CHIN/, /Ka-REN), y así sucesivamente. Él no era capaz de pronunciar más de un par de frases en birmano (el inglés siempre había sido su lengua, aunque se defendía con el bengalí y el indostaní, e incluso con el hebreo, que le resultaba inquietante). Pero al pasar por delante de estas personas, que cotilleaban en sus lenguas impenetrables o tocaban música enérgica, se sentía atrapado por un poderoso sentimiento de comprensión. Era algo relacionado con la amabilidad que transmitían, la naturaleza relajada, la abierta cortesía, el amor por la vida, la facilidad que tenían para aceptar su derecho a estar entre ellos, por más extraño que apareciese ante sus ojos (e irremediablemente tonto, recurriendo a la mímica para comprar). Tenía la sensación de que sin importar de donde viniesen (¿Mongolia? ¿El Tíbet?), ya fueran siglos o milenios atrás, hacía mucho que habían aceptado la incursión de otros en sus tierras natales, siempre que fuera pacíficamente. Sin embargo, tenía también la clara impresión de que nunca habían llegado a olvidar el polvo del desamparo bajo sus pies.
—Ciudadanos detestables —se quejaba Ducksworth en oca-siones en la Asociación Cristiana de Jóvenes de Lanmadaw, donde, todas las noches después de la cena, sus compañeros se reunían en una sala de estar cercana con muebles de teca y se llenaban las copas con coñac (comprado, comprendió Benny con dolor, en E. Solomon e Hijos, la tienda en la que su padre había trabajado). Inevitablemente, jugaban al bridge, fumaban y bebían hasta altas horas de la noche, y, mientras lo hacían, hablaban de chicas, de política, del esplendor del imperio británico y de la grandiosa Pax Britannica, que mantenía al país funcionando con la sencilla y hermosa regularidad de un reloj suizo.
—A diferencia de China, con Manchuria invadida por los japoneses —interrumpió Ducksworth una de esas noches—. ¿Por qué creéis que Hitler planea favorecer a los japoneses?
Benny pensó que había algo desagradable en Ducksworth. Estaba demasiado ansioso por reírse, por dejarse llevar por la devastadora influencia del tabaco y la bebida. El tío nunca se mancharía los puños con sangre por nada, aun si tuviera la valentía para creer en algo más allá de una pensión decente, una comida decente y un juego de bridge más que decente. No, su alegría parecía provenir del hecho de sobrevivir, de sentarse con tanta tranquilidad sin hablar con nadie que no fuese un blanco o un birmano y de arreglárselas para salirse con la suya, defendiendo el imperialismo, contra el que cada vez más y más birmanos se alzaban.
Hacía solo unos días, durante el descanso del té, en la empresa, Ducksworth había revelado a Benny lo superficiales que eran sus convicciones. Estaban solos en la oficina; Ducksworth puso indecorosamente sus pies sobre la silla, acercando la taza de té a sus fruncidos labios. Benny había decidido abordar el tema del estudiante de derecho, un tipo birmano de la Universidad de Rangún, llamado Aung San, que había comenzado a alzar la voz en contra de la presencia británica.
—Un sólido antiimperialista nacionalista —había agregado Benny, casi sin aliento—. Dicen que ha comenzado una especie de movimiento alegando que los birmanos son los verdaderos dueños y señores, que los británicos serán condenados y todos los demás con ellos.
Con «todos los demás» Benny se refería a personas como el señor B. Meyer o él mismo, e incluso musulmanes, indios y chinos y, bueno, también los nativos que habían estado aquí durante siglos, algunos mucho antes que los birmanos.
—No es el país de nadie más —respondió con desdén su nuevo amigo, lo que le recordó a Benny que Ducksworth, nacido de una madre birmana y un padre inglés, tenía una única perspectiva dominante.
Sin embargo, habitualmente Ducksworth no estaba dispuesto a ir tan lejos como para ponerse del lado de los birmanos; le convenía más hundirse en la lujuria de la Pax Britannica. De hecho, durante sus conversaciones, cada vez que Benny llegaba al punto de presionarle sobre asuntos políticos, Ducksworth se escabullía en la bruma de sus reflexiones empapadas de tabaco sobre los finos placeres del té británico (que compraba a un indio), del cristal británico (del cual no tenía ni una pieza) y de los modales británicos (que rara vez sacaba a relucir). Y, en términos generales, Benny tenía que admitir que el gobierno británico alimentó un espíritu de tolerancia que parecía más beneficioso que perjudicial para muchos de los ciudadanos de Birmania. Es cierto que existía un tipo de sistema de castas, por el cual el hombre blanco ocupaba el punto más alto y los anglo-birmanos justo por debajo; es cierto que los británicos eran los que tenían los bolsillos más llenos; pero también había libertad religiosa, una división equitativa del trabajo cuando se trataba del servicio civil y militar británico, y, en su mayor parte, una prosperidad general en todos los ámbitos. De lo poco que había leído desde que desembarcó en Rangún, Benny entendió que los dirigentes birmanos, a los que habían conquistado los británicos, no habían mostrado tal caridad (ni siquiera similar al interés egoísta que practicaban los británicos) con aquellos a los que habían derrocado.
—Lo único que digo, Benny —dijo Ducksworth esa noche cuando nadie respondió a su pregunta sobre el favoritismo de Hitler por los japoneses—, es si has echado la solicitud.
Empezaron a jugar con las cartas que había repartido.
—¿Qué solicitud? —dijo Joseph uno de los que trabajaba en la empresa y que se alojaba en Lanmadaw.
—Benny no se toma nuestro trabajo en serio Joseph, es demasiado sofocante, «demasiado».
—¡Es que lo es! —dijo Benny, escondiéndose detrás de su mano.
—¿Qué solicitud? —repitió Joseph.
—Para el Servicio de Aduanas de Su Majestad —respondió Ducksworth—. A que suena bien, ¿verdad? Tú eres demasiado perezoso para ese tipo de cosas Joseph, pero Benny no. Y seguro que el uniforme blanco le quedaría elegantísimo.
¿Estaría Ducksworth burlándose de él? Había sido él quien instó a Benny a solicitar un puesto de asistente, siempre tan impaciente por convertir a Benny a la fe elegida del imperialismo.
—¿Qué sentido tiene? —dijo Benny—. Los ingleses se irán pronto.
Por un momento, Ducksworth solo miró a Benny por encima de la nube de humo. Luego, le dijo:
—Tu problema es que crees en el bien y en el mal. ¿No sabes que el mal te encontrará hagas lo que hagas?
Sucedía de vez en cuando que, durante sus paseos, Benny vislumbraba una mejilla, un cuello, una mano delicada o un cabello negro que podría haber pertenecido a la hermana Adela. Una tarde de noviembre, cuando la lluvia caía y él vagaba más allá de los límites de la ciudad, vio a una chica que caminaba con rapidez por una calle lateral desierta, tropezando con su sari fucsia como si su atención estuviera puesta en algo más allá de la procesión de sus pies. En lo alto de la cuesta que lleva a la Pagoda Schwedagon se encontró a sí mismo siguiendo a la chica, hasta que ella fue tan consciente de su presencia como él de la de ella: dos diapasones, cada uno de ellos condenado peligrosamente a las vibraciones del otro. Cuando la pendiente disminuyó, ella se escabulló por un sendero de cemento hacia la pagoda, mirando hacia él mientras escapaba por una escalera en ruinas. En ese instante, él se percató de que sus ojos aterrorizados no se parecían en nada a los de la hermana Adela, y el hechizo se rompió. Ella desapareció por la entrada dorada, colocada entre dos enormes figuras caninas cubiertas con horrorosas imágenes de los condenados.
—¿Eres idiota? —escuchó. Cuando miró hacia atrás, a la entrada, vio a un hombre indio mirándole. Las manos largas y relajadas del hombre, que colgaban ambos lados de su cuerpo demacrado, no eran las de un luchador, ni había fiereza en sus ojos ámbar. Más bien, había algo herido en él, roto. Benny se sintió terriblemente avergonzado, muy arrepentido.
—¿Eres idiota? —dijo el hombre de nuevo, en inglés con marcado acento bengalí.
—Fue una tontería —respondió Benny.
—¿Dónde trabaja tu padre?
—Perdóneme, señor.
—¡Insisto en que me lleves con tu familia!
Entonces el hombre bajó las escaleras y se acercó tanto que Benny fue capaz de percibir el olor a tabaco de su aliento.
—¿Eres tonto? —dijo más calmado—. ¿Aterrorizar a una cría que solo quiere encender una vela por su madre? Tú también deberías honrar a los muertos. ¿Qué crees que piensan cuando miran hacia abajo y ven tu comportamiento?
Las preguntas parecían salir una tras otra de su corazón acelerado.
—¿No sabes que cuando no hay nadie que sea estricto con un hombre, es él quien debe ser estricto consigo mismo?
Benny no había evitado visitar a sus padres intencionadamente, ni tampoco a la sinagoga Musmeah Yeshua en cuyo cementerio descansaban sus cuerpos. Unas noches más tarde, se aventuró hasta el barrio judío, donde el bazar todavía estaba en pleno apogeo. Echó un vistazo a las antorchas de los puestos de vendedores y luego hacia arriba, hasta los balcones de madera de los destartalados edificios. Su padre siempre decía que algún día se quemarían (espera y veras, Benny. ¡Qué descuidados! Estos vendedores ambulantes son tan descuidados con esas antorchas).
Continuó hacia adelante por la calle y se encontró con la tienda de E. Solomon, cerrada durante la noche, y, en cierto modo, menos imponente de lo que lo había sido tiempo atrás. Miró a través del escaparate polvoriento hacia el interior oscuro de la tienda, a las filas de licores y whiskies. Siempre y cuando no tocase la mercancía, su padre le recompensaba con un refresco de naranja. Cuánto le gustaba la manera en que el líquido dulce y espumoso gorgoteaba junto con la bolita del cuello de la botella. Papá había sido jefe de caja en E. Solomon, por lo que proporcionaba a la marina británica bebidas y hielo de los pozos que estaban en la orilla del río. Papá siempre decía: La marina nos mantiene a salvo, Benny. ¿Y cómo crees que sus marineros se relajan de la presión de este calor sofocante? ¡Pues con nuestro hielo! ¡Con nuestros refrescos!
En la esquina de Tseekai Maung Tauley, contempló su antigua casa del segundo piso, desde la que mamá lo había observado jugar con los otros niños. Ella nunca había sido esa clase de persona cariñosa o efusiva; no, su amor era más bien equilibrado: un pellizco en la mejilla, el roce de sus cálidos labios en la frente. Pero su consejo lo había prodigado con amor, con atención y alabanza (No debes pensar solo en ti mismo, Benny. Solo los animales piensan en sí mismos. El peor de los pecados es olvidar tus responsabilidades con los menos afortunados). Parecía llevar grabada una separación sagrada con los impulsos más bajos de los hombres en los pliegues de su delicado y siempre melancólico rostro; en sus movimientos lentos; en la forma en la que le miraba, como si ya hubiera desaparecido en la eternidad. Generosidad y caridad, esas eran sus monedas de cambio. ¿Con qué frecuencia había llenado una cesta con fruta para los más necesitados? ¿Cuántas velas había encendido por los enfermos, que luego papá iba apagando todo el tiempo mientras caminaba por el apartamento con indiferencia? A mamá le encantaba cantar (en voz baja y sin pretensiones) y su voz se expandía desde la ventana hacia la calle con gracia. Y entonces... Silencio.
Los pies de Benny lo llevaron hasta la calle 26, donde encontró el dibujo oscuro de la menorá y las palabras «Musmeah Yeshua» escritas sobre el arco de la gran sinagoga blanca.
«Musmeah Yeshua» significa «trae la salvación». El significado regresó a su mente junto con el consejo de su abuelo de que no debía dudar en huir a este refugio en tiempos oscuros. No era capaz de recordar el lugar en el que estaban enterrados sus seres queridos en el cementerio, pero, de nuevo, fueron sus pies los que le descubrieron el camino, a través de una senda cubierta que le llevo hasta los pies de un árbol, donde yacían. Mientras se arrodillaba, sus puños abiertos rozaron las frías lápidas con inscripciones en hebreo que ya no podía leer, y luego presionó la frente contra la piedra de la tumba de su madre. Una brisa se levantó, trayendo consigo el olor de la vegetación húmeda, mientras un pájaro trinaba en algún lugar para llamar a sus crías o a su pareja; y él casi pudo escuchar la voz quejumbrosa de mamá decir: Estoy justo aquí, Benny, a tu lado.
El mundo de los muertos era algo que podía alcanzar y tocar, solo tenía que dedicarle tiempo y atención y regresaba a él para conectar el pasado con el camino que apenas había comenzado a andar.
Durante un buen rato, se quedó sentado con la cabeza apoyada contra la tumba, con la mente en calma, atenta y sensible al viento, a los pájaros y a la vida en la exhuberante vegetación, absorto en sus recuerdos. Debían de haber pasado unos minutos después del amanecer, cuando uno de los cuidadores de la sinagoga lo vio dormido. Benny se despertó con la visión de unas nubes inundadas de luz antes de que una piedra le golpeara en la mejilla.
—¡Indio! —gritó el cuidador en hebreo, repentinamente entendible para él—. ¡Vagabundo! ¡Largo! ¡No encontrarás santuario en este lugar!