[ ÍNDICE ]

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

XXXI

XXXII

XXXIII

XXXIV

XXXV

XXXVI

Habitat

Colección Lumía

Serie Narrativa

D.R. © Hugo Renzo Mejía, 2019.

D.R. © Diseño de forros: Ricardo Velmor, 2019.

D.R. © Diseño de interiores y portada: Textofilia S.C., 2019.

TEXTOFILIA

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Primera edición.

ISBN edición impresa: 978-607-8409-88-4

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A mi madre,
por ser mi cómplice inagotable


a Fede,
por la condescendencia


a Enrique,
por La Conjura…


Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad,
es frecuente. No pasa un sólo día en el que no estemos,
al menos un instante, en el paraíso.

Jorge Luis Borges


Querría estar en Viena y en Calcuta, / Tomar todos los trenes y todos los navíos, / Fornicar con todas las mujeres y atracarme de todos los platos.

Arthur Cravan

[ XXXVI ]

Hoy he leído, en un artículo del diario El País, que tener una “barriga cervecera’’ es peor que estar gordo, y no sólo eso, la grasa que acumulamos en la zona abdominal duplica el riesgo de mortalidad, según un estudio publicado en la revista Annals of Internal Medicine.

Esta misma tarde hemos salido a caminar a paso ligero durante una hora. En 30 minutos habíamos llegado ya a la Chiesa di Santa Maria in Passione, con su cúpula destruida. Algunos pasos más allá, la Torre degli Embriaci, del siglo xii, y una discreta piazzetta contigua a la Chiesa di Santa Maria di Castello. Seguimos el descenso hasta Piazza Embriaci y nos escabullimos hacia via San Bernardo. Siempre a paso ligero pasamos por los barcitos Dallorso, Piada, Kamun Lab, más allá, Trattoria del Galeone; dimos una ojeada a los títulos acomodados en la vitrina de la librería falsoDemetrio, atravesamos el MangiaBuono el Moretti, Pintori, La Mama, hasta Piazza delle Erbe y luego a de Ferrari, hasta Piazza Portello. Tomamos el ascensor a Castelletto y caminamos cansinamente por la spianata observando Génova desde lo alto, Superba en su completo esplendor.

La idea de pasar por Génova surgió por recomendación de Roberto Riccio. En un principio, mi plan era el de tomar un tren directamente desde Boloña hasta Venecia, quedarme allí un par de días en alguna habitación en las afueras y disfrutar pobre, pero felizmente de la ciudad mientras buscaba una nueva granja en la región que me aceptase como voluntario; pero las anécdotas que me contaba Roberto sobre sus experiencias en Génova y su cariño por esta ciudad, que lo llevaba incluso a compararla con su amada Napoli, me convencieron finalmente de dar un salto de dos días antes de seguir mi ruta hacia la región del Véneto; no sin antes hacer una escala de reabastecimiento en casa de la tía Marta, claro. Le informé de todo en cuanto a mi experiencia como voluntario en la granja biológica de Toscana. “La he pasado muy bien”, le dije. “He tenido mucha suerte de encontrarme con Roberto y su familia”. La tía Marta se había ya recuperado de su proceso de neumonía y de los dolores reumáticos que la tenían hospitalizada, y se encontraba nuevamente trabajando en el policlínico con unos turnos mucho más ligeros, eso sí. La veía más dispuesta, menos tensa respecto de mi presencia. Mi ausencia le había caído de maravilla; y bueno, el sofá había recuperado su forma original. Era obvio que no podía acampar en su salita para toda la vida. “¿Para dónde vas ahora?”, me preguntó. “A Génova”, respondí. “Voy por dos días y luego me paso directamente a Venecia, ya consulté los precios del autobús. No volveré hasta dentro de, al menos, unas tres semanas”, dije con seguridad. Para ese entonces mi visa turística ya era historia y me había convertido oficialmente en un clandestino enquistado en territorio italiano.

Me había puesto en contacto con una local, a través de un sitio de Internet, que me hospedaría por dos noches en un pequeño departamentito del centro histórico de la ciudad. La situación, claro, me caía como anillo al dedo: me ahorraría el tener que pagar una habitación, y gastaría sólo en lo imprescindible. Me había armado un presupuestito para vivir pobretonamente la ciudad: una cenita en un restaurantito local, un heladito, unos traguitos, algunas saliditas… ser moderadamente pobre me proporcionaba una romántica concepción de satisfacción.

Llegué cerca de las 18:30 a la estación Piazza Principe, y caminé hasta el departamentito según las instrucciones que se me habían proporcionado. Fui de largo por via Balbi y me interné en las callejuelas hasta via San Luca. Desde allí seguí arrastrándome con todas mis cositas hasta cruzar via San Lorenzo, y ya algunos metros más allá me encontraba por fin en via San Bernardo. El edificio era viejísimo, y en lo alto una placa de mármol igualmente vieja rezaba: croce verde genovese, 1899…

La coherencia era una de las cosas –sino la cosa– que más había ahorrado durante todo el viaje. Tanto la había ahorrado que durante mi estancia en Génova no volvió siquiera a pasárseme por la cabeza. Los días que subsiguieron a mi estadía inicial los prolongué hasta las dos semanas.

Federica y yo nos despertábamos casi siempre al mediodía y luego dábamos largas caminatas que atravesaban el centro histórico de este a oeste o de norte a sur. Ya de tarde nos sentábamos en alguna de las banquitas del puerto o en las gradas de la dársena, frente a la patrulla de la Guardia Costiera. Si no estábamos allí, seguramente estábamos recostados, bebiendo Moretti, en el pórtico del Palazzo Ducale. El sol de agosto se iba lentamente diluyendo entre los edificios de Piazza Matteotti, tiñendo todo de rojo, de dorado, de fucsia, de celeste oscuro. Era el momento más lindo del día, el más íntimo. La noche entraba lenta y jocosamente con un vaivén de gentes desde y hacia Piazza de Ferrari.

Una orquestita sonaba Piazzolla en medio del trajín de via San Lorenzo. La fiesta era siempre en el Banano, y el kebab venía luego, ya de madrugada. Nos revolvíamos borrachos de amor en una cama de una plaza. Comíamos carbonara o pasta al salmone e panna o media bistecca, según la disponibilidad. Y en el desayuno, una tacita de leche tibia, unas barritas de cereal. Teníamos todos los días a disposición y éramos felices. Divinamente felices. No cabía ninguna duda de que me encontraba atravesando ese pequeño ápice de la vida que llega contadas veces. Fede se preparaba para presentar la tesis en la universidad, y yo tenía 200 euros –o menos– bien escondidos en mi maletita. No queríamos volvernos a separar. Pasaron las dos semanas y el contrato de alquiler de la casa de via San Bernardo, que Luca y Raffaella habían firmado para que Federica terminara con comodidad los últimos ciclos de la universidad, caducó.

A Chiavari llegué como para pasar un fin de semana largo acompañando a Fede, que además debía retirar todas sus cosas del departamento. Pasados ya varios días, inexplicablemente, no dábamos ninguna señal de querer ponerle fin al asunto. Al fin y al cabo, yo –a simple vista– seguía siendo un turista, un viajero de paso, un jovencito que disfrutaba sus últimos días de vacaciones en Italia. Fue cuando el verano ya no daba más, que Jvanna nos cedió la casa de Reppia para que pasásemos juntos el otoño. Perfecto para que la nieta trabajase con tranquilidad en su tesis de traducción.

Hasta aquí todo había sido veloz, ancho y ajeno. Reppia era una tregua. Entonces comencé a escribir.

Génova, abril del 2017

[ NOTA DEL AUTOR* ]

Una brevísima acotación etimológica –o antropológica– podría ser necesaria para entender a plenitud el vocablo que sirve de título a este libro.

El término habitat –del latín, tercera persona singular del presente indicativo de habitáre, ‘habitar’– representa, en esta novela, el “imaginario” círculo vicioso de una vida en traslación.

La raíz habeo se encuentra presente así mismo en las palabras italianas avere –‘tener’–, abitudini –‘costumbres’– y abiti –‘vestimentas’–. Abito –‘hábito’–, en efecto, implica también el aspecto, la forma del cuerpo, el comportamiento, la disposición, el carácter, el modo de vestir. “Habitar” supone entonces, entre otros trajines, desarrollarse en un determinado lugar –un hábitat, justamente– y asumir determinadas “maneras” que, en este caso particular, se corresponden –muy exageradamente– con algunas de las ciudades sudamericanas y europeas en las que se desenvuelve el protagonista.

Son precisamente estas “maneras” o “hábitos” que, formados mediante la interacción con el espacio que nos circunda, nos permiten vivir –o más bien, crear– una realidad, nuestra realidad. De este modo, se establece un vínculo estrecho entre espacios y cuerpos cuya intersección fecunda la propia identidad.

Finalmente, a las personas y entidades varias que, en la ficción, aparecen con sus nombres tal y como son, por este atrevimiento, les pido disculpas.



* Musso, Silvia. Habitat e habitus: una definizione antropologica. En: ehabitat.it, 18 de marzo de 2014.

[ PRIMERA PARTE ]

[ I ]

En 30 días cumplo 26 años, una edad adorable para morir. Transcurre el otoño en Europa y no he hecho nada excepto vivir bien. Más que bien. Hasta siento culpa de haber vivido tan bien estos últimos meses; sin embargo, siento que me muero. Estoy enfermo. La noche de ayer he sentido, prácticamente, que me volvía loco, que la locura me iba devorando. Tuve miedo. Tuve miedo de ser decapitado, de perder súbitamente la cabeza de una mordida. También he visto caras en la oscuridad. No sé cómo he podido contener el grito.

Vivo en Reppia, un pueblito ligur de once residentes. Hoy escuché comentar a Jvanna: “La gente ya no viene a vivir aquí”. Los once residentes bordean los 80 y 90 años. Claramente acá no hay ni mierda. Pero no tengo otro lugar a donde ir. Regresar a Pavía, a casa de la tía Marta, me parece muy conchudo. Además, odio los zancudos.

Ni un bar, ni una pizzería, ni un café, aquí no hay nada. Están la iglesia, el cementerio y el Centro Residenziale Riabilitativo “Il Sorriso”, para cuando uno se vuelve loco. De eso he tenido miedo la otra noche. Un poco. Además, la habitación está llena de mobiliario del 1 800, fotografías de difuntos, un cuadro de Charitas que mira resignado hacia el cielo, y otro cuadro que me da un miedo tremendo. Hoy también encontré el lugar perfecto para escribir: la última planta de la casa, junto a la escalera de caracol y la ventana, en el desván.

Federica y yo nos conocimos hace un mes. Dentro de una hora habrán pasado exactamente 30 días desde que vivimos juntos. No nos hemos separado desde entonces. Estoy esperando esa hora, las 18:30, para salir al jardín y llevarle alguna de las flores que encuentre por ahí. Y, así con esta forma simbólica, decirle que la quiero, y darle las gracias por quererme.

Cuando arribé a Génova lo hice en un tren regional cuyo trayecto duró poco más de una hora. Una hora y diez. No he visto, en todos mis viajes, una ciudad tan armónica con su propio caos. Las calles de metro y medio o dos metros de ancho, como recovecos; edificios viejos, altos y estrechos; el cardumen de personas en direcciones contrarias; las cuestas y los descensos; los ángulos sucios y las viejas y cómodas esquinas húmedas de orina; el aire a puerto, a mar, a sal, a pescado crudo, a aceite. Sentí que mientras caminaba entraba en el hocico del océano.

18:39. Estamos ya juntos. En el pasado. Le he dado la flor violeta que he encontrado en la casa vecina. Se ha puesto contenta. Muy contenta se ha puesto. Hemos recordado el tiempo, los detalles del instante en que nuestras vidas se han calibrado, y nos hemos reído de alegría.

Hace unos días la tía Marta me envió un mensaje desalentador:

Hola, Renzo. Me ha llegado el recibo del teléfono. La cuenta es de 220 euros gracias a tus llamadas al Perú, Luxemburgo y Alemania. Normalmente pago 39 euros. Creo que no podré hospedarte nuevamente. Ya no tengo confianza. Te he ayudado con la bicicleta, con tu inscripción en el voluntariado; podrías haberme dicho sobre tus llamadas. Lo siento mucho.

El mensaje lo recibí en la mañana, antes del desayuno. Estuve largo rato meditando una respuesta conciliadora que amortizara los hechos. Horas después le respondí de la siguiente manera:

Querida tía, siento mucho que el recibo telefónico haya alcanzado tamaña cifra. No imaginé nunca que la cuenta ascendería a semejante monto. Lamento mucho que ahora la situación sea de esta manera. Te agradezco toda la ayuda que me has brindado desde que puse un pie en tu casa.

Su mensaje me ha dado un sabor amargo. No pienso volver a dirigirle la palabra. Y con la tía Ivonne, bueno, tendré que arreglármelas con ella para recuperar la maleta que dejé en su casa.

Aquí nos vamos acercando dócilmente al invierno. En Reppia el tiempo es húmedo. Mi catarro recrudece todas las mañanas. Es insoportable la avalancha de mocos y la congestión nasal que sufro. Pero la casa es hermosa, y Federica y yo estamos solos. Tenemos toda la casa para nosotros. Quizá por todo el invierno, quizá menos. No tenemos idea. No sabemos nada. Es tan emocionante que todo el cuerpo me tirita.

A lo largo de mi infancia he desarrollado una suerte de veneración al abuelo Víctor, una especie de subsidio paterno que no ha compensado nunca –tan sólo en un aspecto lejanamente espiritual, y ya en la adultez– el profundo abismo que ha significado para mí la ruptura de relaciones con mi padre. Es esa misma veneración que hace que, en las situaciones más trascendentales de mi vida, le pida milagritos, como si fuese un santo. Lo vengo haciendo desde que llegué a Europa, y no puedo decir que no haya servido. O es eso, o es la intensa lluvia de oraciones que mandó a rezar por mí la tía Conchito, oraciones que, por más agnóstico que me declare, no puedo negar que, en algo, han de haber funcionado.

Con esto de mi vigésimo sexto cumpleaños, Raffaella se ha adelantado a todos y me ha llenado de ropa para este invierno. Me trata mejor de lo que me han tratado mis tías Marta e Ivonne que, después de recibirme con una serie de peros, me han lanzado a la calle. Claro que no se lo he contado a la abuela. Será para que se le suba la presión. Tampoco he recibido respuesta de la tía Marta. Los 200 euros de la cuenta telefónica le revelaron la criatura aprovechadora que soy en verdad.

He insistido con la tía Ivonne para que me mande la maleta directamente a Chiavari, a casa de Federica. No es que la necesite con urgencia, pero me gustaría recuperar la camperita de aviador de cuero marrón que compré en ese mercadillo de San Telmo; más que todo por un valor sentimental; claro, un valor sentimental que asciende a 700 pesos argentinos. Cuando me la pongo me viene inmediatamente a la cabeza la caminata que hice desde San Telmo hasta La Boca con la rubia de Eline Jansens. No sé nada de ella. Sé que vive en Buenos Aires, sólo eso. Estaba loca por Buenos Aires. Yo también estaba loco por Buenos Aires.

[ II ]

Mi alma borracha de sangría es más triste que todos mis cumpleaños juntos. La he pasado acompañado; he comido como un cerdo; he tenido la torta de chocolate de todos los santos años; he recibido regalos –más ropa para el invierno y un libro–; también algunos saludos –a la distancia–; he sido empachado y agasajado de una manera que, ciertamente, no merezco. Pero ha sido triste, lejano.

El jueves pasado empecé a trabajar como externo para un restaurante en Milán. Es un restaurante lindo, cerca al Naviglio Pavese. En la zona hay muchos bares y pubs. Los alrededores bullen de personas entre las horas del almuerzo y la cena. He ido con Federica y la he presentado como mi fotógrafa. Llegamos tras una caminata de casi 40 minutos desde la estación central. Hemos querido caminar. Ha sido agradable. El clima era óptimo. También he recibido mi primera paga por adelantado. Una microscópica gota de orgullo profesional me ha brotado de la frente. Lo primero que hicimos fue comprar dos cervezas en un pequeño bar cerca de Le colonne di San Lorenzo. Después fuimos a la Feltrinelli de la galería Vittorio Emanuele. Tienen un anaquel entero con libros en español. Generalmente las secciones de libros en lengua extranjera exhiben una colección paupérrima, casi siempre con nombres como Allende y Carlos Ruiz Zafón. Este anaquel, sin embargo, estaba muy nutrido de títulos. Tenía, incluso, a contemporáneos como Houellebecq; y a contemporáneos italianos como Ammaniti. Para otra oportunidad…

Raffaella acaba de llamar. Jvanna viene a Reppia el próximo lunes. Uno de los once residentes se ha mudado al cementerio y deberá asistir a la ceremonia.

[ III ]

Es un día hermoso. El sol ha venido desde temprano, fresco, radiante, iluminándolo todo. Todo luce más verde, más rocoso; la madera luce más añeja. La luz solar cae en diagonal desde las cimas de todas las montañas que cubren Reppia. Ayer, antes de irnos a dormir, hemos visto el cielo, Federica y yo. Hemos abierto la escotilla empañada de la mansarda y nos hemos quedado mirándolo: azabache, adiamantado, brillantísimo, como salpicado de azúcar. “Con este cielo, así hermoso, es imposible tenerle miedo a la muerte”, dije. “È proprio per questo che devi trovare delle cose belle, amore”.

Los tiempos duros empezaron con el despido de mi papá. Manufacturera de Papeles y Cartones del Perú –mpc del Perú– fue vendida y dejaron en la calle a casi todo el personal. La noticia nos cayó como un baldazo de agua fría. Había ya rumores de la venta de la empresa, pero no imaginamos que mi padre sería también lanzado a la calle, sobre todo por la buena relación que tenía con los hermanos Rubinni. No obstante, mi padre llevó la mala noticia a casa con tintes de esperanza. Hizo bien, debo reconocerlo. No se alarmó. No nos alarmó. Nos aseguró que era lo mejor que podía suceder. Con el tiempo he comprendido que era lo mejor que pudo sucederle a él. Su despido significó la primera ruptura con nosotros. Aunque nosotros nada tuviésemos que ver con mpc del Perú.

El plan de mi papá, luego del despido, fue cobrar la indemnización y empezar un negocio propio en el sector gastronómico, un negocio de catering, para ser precisos. No era para nada una mala idea. Su indemnización era lo suficientemente abultada como para empezar ese y cualquier otro proyecto.

[ IV ]