Título:
Limbo
De esta edición:
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28014 Madrid
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© De la traducción: Javier Calvo
Copyright © Dan Fox, 2018
Título original: Limbo
Edición original: Fitzcarraldo Editions, 2018 Great Britain
Primera edición: 2020
Diseño de la colección: Álvaro Reyero Pita
ISBN: 978-84-17375-55-3
Producción del ePub: booqlab
Todos los derechos reservados.
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“Y allá donde llego, no hay luz alguna”.
DANTE ALIGHIERI, La divina comedia (c.1320)
“Empezar… empezar… ¿cómo empezar? Tengo hambre. Debería conseguir un café. El café me ayudaría a pensar. Quizás debería escribir algo primero y luego premiarme con café. Café y una magdalena. Muy bien, pues necesito decidir los temas. Quizás la de plátano y frutos secos. Es una buena magdalena”.
Adaptation (2001)
Una mañana de agosto de 1986 apareció un tiburón de ocho metros incrustado en el tejado de una casa adosada de Headington, una zona residencial de las afueras de Oxford. Parecía haber caído de cabeza desde las nubes, aunque no constaba que la noche anterior se hubiera producido ningún extraño diluvio donde cayeran chuzos y condrictios de punta. Como todos los tiburones, apareció de golpe y sin pedir permiso. Clavado en el tejado de pizarra, maldiciendo al cielo con la cola, aquel nuevo añadido a las soñadoras torres de Oxford dividió a los vecinos de la zona. “Ooh, me pone furiosa, es una puñetera monstruosidad”, dijo una vecina. “A ver, los tiburones no vuelan, ¿verdad que no?”. Tenía razón. No apareció ningún testigo de un tornado de tiburones.
El Ayuntamiento de Oxford intentó sacar de allí al depredador. Primero alegaron problemas de seguridad pública, luego cambiaron de táctica y acusaron al tiburón de violar las regulaciones de planificación urbana. El tiburón no dio su brazo a torcer. Entonces empezó una larga batalla. Al final el destino del pez fue puesto en manos del gobierno central y en 1992 el Departamento de Medio Ambiente, instado sorprendentemente por el ministro conservador Michael Heseltine, dictaminó que podía quedarse. “Como es comprensible, al Ayuntamiento le preocupa sentar precedentes”, escribió el inspector gubernamental Peter MacDonald. “En principio, nuestra preocupación es muy sencilla: que proliferasen tiburones (y Dios sabe qué más) clavados en los tejados por toda la ciudad. Pero es un miedo exagerado. En los cinco años transcurridos desde la erección del tiburón, no se han producido otros casos. Sólo ha habido una propuesta muy recientemente de instalar bebés tiburones gemelos en Iffley Road. Pero cualquier sistema de control debe dejar un poco de sitio a lo dinámico, a lo inesperado, a lo directamente excéntrico. Por consiguiente, recomiendo que se permita la permanencia del Tiburón de Headington”.
El monstruo –genus Sin título 1986– lo había construido con fibra de vidrio el artista local John Buckley. Había instalado su escultura al amparo de la noche, a modo de conmemoración del cuarenta y un aniversario de la detonación de la bomba atómica Fat Man sobre Nagasaki, el 9 de agosto de 1945. Para Buckley se trataba de una expresión indirecta de indignación por la amenaza existencial de la aniquilación nuclear. Sin título 1986 llegó el mismo año en que Gorbachov mencionó por primera vez la Glásnost. Corrían los tiempos de Chernobyl, la Campaña para el Desarme Nuclear y el Campamento Pacifista de Mujeres de Greenham Common. Aquella primavera se había visto por los cielos de Oxfordshire un grupo de cazas Raven de la USAF despachados desde la cercana base aérea de Upper Heyford, de camino a bombardear Trípoli. “Sólo me viene una pregunta a la cabeza: ¿por qué?”, preguntó en la escena de los hechos un desconcertado reportero de la BBC. Bill Heine, personalidad radiofónica local y propietario de la casa, exclamó: “El tiburón quiere representar a alguien que se siente completamente impotente y hace un agujero en su tejado movido por una sensación de impotencia, rabia y desesperación”. Heine, expatriado estadounidense, ya tenía reputación previa de molestar a los residentes de Oxford. Había practicado esta disciplina en calidad de dueño de dos cines independientes, para cuyas fachadas había encargado esculturas de gran tamaño: un par de piernas en alto de bailarina de can-can en el Not the Moulin Rouge, a unos centenares de metros del tiburón, y, desafortunadamente, las manos enguantadas de Al Jolson sobre la entrada del Penultimate Picture Palace, en el cercano Cowley. Según un hombre de mediana edad al que la BBC entrevistó con motivo de Sin título 1986, estarían mejor sin Heine: “Crecí en esta ciudad y en mi opinión la mayoría de gente de aquí está completamente harta de las tretas publicitarias de ese tarado canadiense [sic], y si hay alguien en el Gran Público Británico que quiere que se lo mandemos gratis, se lo podemos mandar hoy mismo”.
Crecí en el pueblo cercano de Wheatley, a unas millas al este de Oxford. El autobús 280 atravesaba Headington cada vez que iba y volvía de la ciudad, y en ambas direcciones pasaba frente al tiburón. El tiburón marcaba la distancia. Señalaba el momento de levantarse para tocar el timbre y pedir parada cuando te acercabas al centro, y cuando estabas volviendo a casa con el último autobús del viernes por la noche, medía el tiempo que te quedaba antes de que los borrachos repararan en ti y se dieran cuenta de que te intentabas escapar en Wheatley. Yo cumplía diez años en la época en que apareció la escultura de Buckley. Me pareció graciosa y creí que debería haber más gente que se instalara peces gigantes en los tejados. En la primera adolescencia, pasaba tantas veces por delante de aquel Tiburón de Spielberg de pueblo que se acabó volviendo algo común y corriente para mí, prácticamente invisible. A los veintipocos años ya estaba trabajando como crítico de arte profesional. Arrogante y lleno de opiniones firmes, las pocas veces en que me fijaba en el tiburón lo consideraba un simple chiste burdo y plano en forma de escultura. Me pasé años sin volver a pensar en él.
Durante una visita a mis padres a principios de 2018, cogí el autobús 280 de Wheatley a Oxford. Nada más entrar en Headington, sentí un impulso repentino de bajar a inspeccionar de cerca el tiburón y después recorrer a pie las dos millas restantes hasta la ciudad. Era como si estuviera respondiendo a una señal misteriosa que generaba la escultura. Como si los monolitos superinteligentes de 2001 Odisea del espacio, de Stanley Kubrick, hubieran decidido que la técnica más convincente para guiar a la humanidad al siguiente nivel de la evolución era asaltar los pueblos residenciales en forma de peces surrealistas. Haciendo lo posible para aparentar despreocupación y no parecer un tarado, me planté delante de la casa y me quedé un rato mirando la obra de Buckley. Aquel rascacielos de Headington iba a cumplir treinta y dos años embutido entre las chimeneas, y a mí me faltaba poco para los cuarenta y dos. La década que había pasado viviendo en Nueva York me había desfamiliarizado con él. El símbolo de frustración de Buckley se había vuelto a hacer visible. Me acordé de otra escultura sin título que había visto, obra de un artista que sentía curiosidad acerca de por qué dejamos de prestar atención a las imágenes y los objetos cuanto más tiempo pasamos con ellos. En 2007, Simon Martin hizo una figura de bronce que sólo consideraba “activada” si le colocaba al lado un limón fresco de cultivo ecológico. Si no había limón, o bien si el cítrico se había podrido, Martin dictaminaba que la obra estaba incompleta. El acto de reemplazar la fruta todas las semanas o cada dos semanas era análogo al hecho de regar las plantas, un recordatorio para no permitir que lo familiar se volviera invisible y quedara abandonado. En 2018, el espectro del conflicto nuclear, las tensiones con Rusia, el resurgimiento de la derecha y las protestas lideradas por mujeres en las calles estaban de vuelta en las noticias. Limones frescos para la escultura de Buckley.
Qué extraño debió de resultarle a la gente verla en 1986, cinco años antes de que Damien Hirst convirtiera un tiburón taxidermizado en una obra de arte icónica de la década de 1990, décadas antes de que aquella clase de obras pop-cómicas se hicieran más comunes, el típico espectáculo que te podías encontrar instalado en el Cuarto Pedestal de Trafalgar Square, en Londres, o ayudando a camuflar por medio del arte la propiedad privada de una plaza de Nueva York. Me vino a la cabeza una pregunta que me había hecho una vez un alumno: “¿Cuándo tiene lugar una obra de arte?”. En primer lugar, en el momento de su producción: primero en la mente, después en el estudio y por fin al exponerse, cuando sus partes constituyentes encajan en el contexto. En segundo lugar, cuando el arte se encuentra con su audiencia y emergen discordancias, productivas o no, entre la intención creativa y la recepción. Después la obra de arte puede seguir resonando, o bien puede dejar de suceder y caer en la obsolescencia estética e intelectual durante años, y quedarse cogiendo polvo en un estante hasta que cambian los tiempos, hasta que vuelve a estar de moda o regresa a la conversación seria. (Los relojes averiados dan la hora dos veces al día y todo eso). Si la obra de arte tiene suerte, algo en ella capta la atención de una generación más joven, que le quita las telarañas y, al quitárselas, descubre algo completamente nuevo que apreciar.
Quería entender porqué se había refrescado mi interés por el monstruo de Buckley. No se me ocurría ningún argumento para declararlo una Gran Obra de Arte. Y tampoco necesitaba mi defensa. El poder de Sin título 1986 residía en su terquedad. Un chiste cósmico sobre la responsabilidad política y la muerte que había sobrevivido los muchos cambios de ciclo como para empezar a resultar perversamente graciosa ahora que la historia se repetía.
Las señales a las que yo estaba reaccionando eran más personales.
El Tiburón de Headington marcaba otro hito además de la distancia a Wheatley y desde Wheatly. Se había quedado clavado en tierra casi exactamente un año después de que mi hermano mayor, Karl, se hiciera a la mar. Dieciséis años mayor que yo –mi otro hermano, Mark, me saca catorce–, Karl empezó a trabajar en barcos a principios de los 80, después de servir cuatro años en la Royal Navy. Ahorró dinero haciendo trabajillos en el pueblo hasta reunir lo bastante para llegar al Sur de Francia, donde encontró trabajo de tripulante de yates por el Mediterráneo y luego transportando veleros por el Atlántico. En 1985, cuando yo tenía nueve años, se unió al equipo del Norsk Data GB, uno de los participantes de la Vuelta al Mundo en Yate Whitbread (que ahora es la Travesía Oceánica Volvo). Hay una fotografía de mí tomada el día en que Karl zarpó de Portsmouth para iniciar el primer tramo de la competición. Después de los abrazos de despedida en el muelle, mi familia se metió a toda prisa en el coche para llegar a una playa cercana y poder presenciar el inicio de la carrera. En la foto llevo puesta una camiseta y unos pantalones cortos y estoy diciendo adiós con la mano al horizonte. La fotografía me la hicieron desde detrás. La costa es de un color blanco neblinoso quemado por el sol. En el mar se ven velas mayores y espináqueres. Esa imagen de mí visto desde fuera se convirtió en mi recuerdo principal de la última vez que Karl estuvo en aguas británicas.
Nuestra familia ya estaba acostumbrada a que mi hermano pasara temporadas largas fuera de casa. A principios de los 80, no todos los meses sabíamos dónde estaba, salvo por alguna que otra postal que nos mandaba. Un mapa en colores vivos de Antigua y Barbuda. Una ballena en el Atlántico, con matasellos de las Azores. Nos telefoneaba desde algún puerto del Mediterráneo pero se quedaba sin monedas para la cabina. “Eh, soy Karl, estoy en Espa---BIIIP BIIIP CLONK”. Seguíamos la vieja máxima de que la falta de noticias es una buena noticia, y nuestros padres predicaban con el ejemplo. Comprensivos e incansables, animaban a Karl a ver mundo porque no querían que ni él ni ninguno de nosotros se viera sometido al control de las instituciones ni de las expectativas sociales, como les había pasado a ellos. A mi padre le había pasado con el sacerdocio católico, que había dejado para casarse con mi madre a mediados de los 70. A mi madre, con las comunidades agrícolas rurales del norte metodista de Gales. La vida en un pueblo de Oxfordshire no estaba hecha para Karl.
En la Colinas de Chiltern, al otro lado de la frontera de Buckinghamshire con Oxfordshire, hay una torre de telecomunicaciones de 340 metros de alto. Construida a principios de los años 60, la Torre Stokenchurch BT es una columna de cemento marrón coronada de antenas, parabólicas y tambores de transmisión. Se eleva a once millas al este de Wheatley, dominando una escarpadura situada a un centenar de metros de la autopista M40, que conecta Oxford con Londres. Nuestra familia le puso a la torre el apodo “el Cohete de Karl”. Los vuelos espaciales, los cohetes y la aerodinámica se contaban entre los entusiasmos de adolescencia de mi hermano, que por lo demás se sentía alienado en la escuela. Yo escuchaba una y otra vez el disco de siete pulgadas de recuerdo del primer alunizaje que tenía Karl, y como fan preadolescente de la ciencia ficción que era, disfrutaba imaginando travesías espaciales. El Cohete de Karl funcionaba como explicación de su ausencia. Representaba un lugar distinto, una estación repetidora que le traía mensajes al Tiburón de Headington y devolvía sus respuestas. La tierra orbita alrededor del sol a una distancia que los astrónomos han apodado la “Zona Ricitos de Oro”, ni demasiado caliente ni demasiado fría. Me he preguntado a veces si ésa no será la zona en que Karl prefiere orbitar el lugar de donde viene: lo bastante lejos como para saber qué hay en el espacio profundo, pero todavía recibiendo el calor y la preocupación de su familia. Me imaginaba a Karl dentro del nido de antenas, pilotando la torre hasta planetas lejanos y mandándonos informes desde la Zona Ricitos de Oro. Yo consideraba que su dominio era el mar, pero para un niño del interior de Oxfordshire, lo mismo podría haber sido el espacio exterior.
El mismo mes en que el Tiburón de Headington me hizo una señal para que me bajara del autobús, yo tenía que estar escribiendo este libro. Y este libro tenía que ser otro libro. (¿Acaso todos los proyectos de escritura no se desvían de su rumbo y divagan hacia destinos nuevos? Las excepciones posibles son los manuales de uso de los coches, los textos médicos y los protocolos para lanzar misiles nucleares. En esos géneros es mejor no perder el hilo). Originalmente ésta iba a ser una colección de ensayos de viajes diseñada para arrojar luz colectivamente sobre una serie de Temas Importantes que se revelarían más tarde. Una gira por China con mi banda de música; seis semanas a bordo de un carguero, desde el Estuario del Támesis hasta Shanghai; mi visita a una comuna del Norte de California; y un puñado de postales más. El libro incluso tenía un título provisional, pero había cometido el error de ponerle nombre al bebé antes de mirarle a los ojos. Una Lisa a quien le quedaría mejor Luisa. Un Benny que debería haber sido un Lenny. Empezó la escritura y pronto quedó claro que era incapaz de añadir territorio nuevo a la literatura de viajes, como no fuera simple grava para tapar un vertedero. Luego vino una racha de crisis personales. Descarrilamientos significativos, aunque demasiado vulgares como para echarles tinta. La necesidad urgente de contar mis viajes se encogió hasta quedar minúscula.
La escritura renqueaba. La escritura se arrastraba. La escritura se detuvo. Las palabras se volvieron viscosas y encallaron. Durante un tiempo la única escritura que produje fueron mensajes de texto a una amiga íntima de Los Ángeles y un intercambio de postales con un escritor que vivía a media milla. Me habría gustado salir de mi depresión escribiendo, como Anthony Trollope, que afirmaba que empezaba el día a las 5:30 y escribía 250 palabras cada quince minutos durante tres horas. Ya era demasiado viejo para la metodología de “vivir rápido” de Robert Louis Stevenson, que había escrito 60.000 palabras de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde en seis días gracias a la cocaína. Al final decidí saquear unos cuantos pedazos del libro de viaje y abandonar el resto en un arcén de la carretera.
Gene Fowler –periodista y guionista, prolífico en ambas actividades– decía: “Escribir es fácil. Lo único que tienes que hacer es mirar fijamente una página en blanco hasta que se te formen gotas de sangre en la frente”. Mientras pasaba los días esperando a que se me abrieran las heridas de la frente –era demasiado aprensivo para acelerar el proceso mediante la autotrepanación–, me puse a tocar el piano. Practicaba escalas y revisitaba piezas musicales que había aprendido de adolescente. Una composición sencilla de Claude Debussy, dos o tres éxitos antiguos de Bowie. Intenté destrozar un par de temas de un cancionero de Kurt Weill, pero lo dejé antes de que el fantasma de Lotte Lenya pudiera vengarse y me pasé a la pintura. Después de licenciarme en la facultad de Bellas Artes en el 98, había pintado muy poco. Estaba oxidado, y decidí confinar mis pinceladas puertas adentro, una actividad estrictamente privada. La pintura me ofreció oxígeno cuando la escala 1:1 de reproducción de las palabras de la mente a la página me estaba resultando asfixiante. Estimulaba operaciones arbitrarias entre la mano y el ojo. Todo un bálsamo. Pinté imágenes de follaje vegetal y retratos malos a partir de fotografías del iPhone. La mente afligida encuentra consuelo en rincones extraños.
Amnesia Moon