VIENTO DE LEVANTE, MEIGAS SILENCIOSAS Y SALAMANDRAS AMARILLAS
Miguel Abollado Rego
VIENTO DE LEVANTE, MEIGAS SILENCIOSAS Y SALAMANDRAS AMARILLAS
Bohodón Ediciones
Viento de levante, meigas silenciosas y salamandras amarillas
Primera edición: marzo de 2021
© De la obra: Miguel Abollado Rego
@ Diseño portada: Silvia Calles
@ Fotografía solapa: J. Ignacio Braquehais
© Bohodón EdicionesTM S.L.
www.bohodon.es
Sector Oficios Nº 7
28760, Tres Cantos (Madrid)
e-mail: ediciones@bohodon.es
ISBN-13: 978-84-17885-72-4
ISBN-E-Book: 978-84-17885-73-1
Depósito legal: M-13503-2020
Printed in Spain
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Para Antía;
y un recuerdo muy especial para Isabel, Juan José y Luismi.
Gracias, Marta, por tus sugerencias y correcciones.
Tu vida es tu vida
no dejes que sea golpeada contra la húmeda sumisión
mantente alerta
hay salidas
hay una luz en algún lugar
puede que no sea mucha luz pero
vence a la oscuridad
mantente alerta
los dioses te ofrecerán oportunidades
conócelas
tómalas
no puedes vencer a la muerte pero
puedes vencer a la muerte en la vida, a veces
y mientras más a menudo aprendas a hacerlo
más luz habrá
tu vida es tu vida
conócela mientras la tengas
tú eres increíble
los dioses esperan para deleitarse
en ti.
Charles Bukowski
El corazón que ríe
RITA HAYWORTH QUE ESTÁS EN LOS CIELOS
Antes de salir, se para un momento, pensativa, con el pomo de la puerta ya en su mano, y la puerta a medio abrir. Mmm… los zapatos… Levanta levemente el pie derecho y lo acerca a la otra pierna para comparar los colores del zapato y la media. Yo estoy subnormal. Vuelve al cuarto y abre el mismo armario que ha abierto y estudiado con detenimiento durante las anteriores dos horas. Elige otro par de zapatos, con algo menos de tacón y, definitivamente, negros. El rojo es demasiado arriesgado para una primera cita. Convencida de su acierto, sonríe y enfila el pasillo que conduce a la puerta de salida. Al pasar por el baño descubre que se ha dejado la luz encendida. Antes de apagarla echa un último vistazo al espejo. Quizás haya dedicado demasiado tiempo a pensar qué ponerse ―primero descartó esa blusa por el escote, luego el vestido verde tan sofisticado, después los zapatos― y resulta que ahora, el peinado por el que había pagado sesenta euros a su peluquero favorito ya no encaja. Se toca el pelo, dudosa, y se lo levanta con las dos manos, como hizo Rita Hayworth cuando se convirtió en Gilda para siempre. En qué estaría pensando ayer. Sólo me falta un cartel que ponga “Sí, vale, quiero follarte”. Luchi me va a matar, pero… Saca una goma elástica y se recoge su precioso pelo rojizo en una sencilla coleta. Remata con un par de pinzas para apretarlo bien contra su sien. Se vuelve a mirar al espejo. Así está mejor. Pero claro, con el pelo recogido, esta chaqueta ya no me gusta… y sin ella tendré frío. Vuelve a pensar. La verdad es que la falda pegaba con la blusa escotada. Ahora… ya no sé… Vuelve a la habitación, se desnuda por completo y tira con fuerza la ropa contra el armario mientras grita ¡Mierda! con todas sus fuerzas.
Finalmente se sienta en la cama. Se tapa la cara con las manos y llora amargamente. Vuelve a pensar en él. Es inútil que te esfuerces. En su cabeza resuena una y otra vez esa canción. La escuchó por la mañana mientras desayunaba y la ilusión por esa primera cita se fue desvaneciendo. Ahora ya no se la podía quitar de la cabeza.
Dices que buscas a alguien
que te prometa estar contigo siempre,
alguien que cierre los ojos por ti,
alguien que cierre su corazón,
alguien que muera por ti, y mucho más,
pero ese no soy yo, cariño.
Dices que buscas a alguien
que te levante cada vez que caigas,
que te regale flores constantemente,
que vaya cada vez que llames,
un amor para toda la vida, y mucho más,
pero no, chica, ese no soy yo,
ese que buscas no soy yo.
Todas esas palabras salieron hace ya casi un año de los labios de él, como si se hubiera estudiado al dedillo los versos de Dylan. Cinco años de matrimonio, tres más de noviazgo, un hijo en común y todo lo que se le ocurrió decir fue que él no era la persona que ella buscaba. Cariño, tú quieres un montón de cosas que yo no puedo darte, es mejor así. Desde ese día no ha vuelto a saber nada de él. Ni de ningún otro. Después de muchos meses intentando entenderlo, decidió que lo mejor sería mirar hacia adelante sin pensar en nada. Aquel chaval de contabilidad con el que siempre tuvo un feeling especial, por fin se había decidido a invitarla a cenar. Sin embargo, la ilusión con que aceptó esa invitación, el entusiasmo acumulado durante toda la semana se esfumó en un instante, al poner la radio y escuchar esa canción.
Esa maldita canción.
Le mando un mensaje y le digo que me encuentro mal.
Se tumba en la cama, desnuda, y se queda medio dormida. Está tan relajada que por un momento siente que su cuerpo se evapora. Pasan treinta, cuarenta minutos y ya se ha olvidado de todo. No recuerda la canción, no lo recuerda a él. De pronto ya no lo echa de menos. Quizás se le acabaron las lágrimas. Vuelve a pensar en su compañero. La ilusión durante la semana fue real. Abre los ojos y se arrepiente de haber cancelado la cita. Antonio le gusta, siempre le ha gustado, y siente que lo ha estropeado todo. Vuelve a coger el móvil y mira en el wasap la última conversación. Su respuesta a la cancelación había sido escueta, pero comprensiva. Ok. Cuídate, nos vemos el lunes. Un beso. Muy correcto, aunque algo seco. Quizá ella no le gustara tanto. Pero, al fin y al cabo, ¿qué esperaba? ¿Que insistiera, que mostrase algo más de comprensión? No. Mejor no. Que te dejen plantado dos horas antes de una cita no admite la más mínima comprensión. Tiene orgullo. Eso es bueno. Pero es que ni siquiera me ha preguntado por qué. Vuelve a mirar el móvil. Decide esperar a que él escriba. Pero no lo hace. Ahora ya no está en línea. Duda si escribir ella algo, pero finalmente desiste. Se vuelve a quedar dormida hasta que le despierta un sonido. ¡Seguro que es él! Coge el móvil rápidamente y al intentar desbloquearlo se le cae al suelo y se apaga. ¡Joder! Lo enciende. Hay un mensaje. Abre el wasap. Es Carmen, mierda. Su amiga le desea suerte con su contable y le anima a cometer muchas locuras y a dejarse hacer una serie de cosas bastante indecentes. La rabia inicial se convierte en risa espontánea. Pero qué burra es esta tía. Vuelve a pensar en escribirle.
Convencida de su decisión, desbloquea el móvil con el dedo y cuando está escribiéndole, recibe una llamada. Es él.
―¿Antonio?
―Hola, Rosa
―Ah…, hola…, eh… ¿Qué tal? ―Cuando se habla por teléfono con alguien por primera vez nunca sabes cómo gestionar el protocolo.
―Oye, no vivo muy lejos de tu casa. He pensado que podía pasarme y tomarnos algo en plan más informal. Yo llevo el vino. Si a ti te parece bien. Me refiero…, si no te encuentras muy mal.
―¡No! Digo…, no estoy mal…, es decir… ¡Sí! Me parece una idea estupenda.
Media hora después suena el timbre. Está descalza, vestida con unos vaqueros rotos y una camiseta vieja. Ni siquiera se ha preocupado por retocarse el rímel para disimular las lágrimas. Ya no le importa. Se siente muy feliz. Abre la puerta. Ahí está, tan elegante, tan guapo, con una botella de vino en la mano y una sonrisa burlona en la cara.
―Hola, Antonio. Perdona todo este lío. Ya sabes que…, bueno, al final, uf…, mírame, estoy hecha un desastre.
Él le da un beso en la mejilla que enseguida se convierte en un largo y húmedo beso en los labios. Sube su mano por dentro de la camiseta de ella, rozando primero su espalda y después acercándola con fuerza hacia él.
―Estás muy guapa.
Le coge la mano y la lleva directamente a la habitación. Allí está, desperdigada por el suelo y encima de la cama, toda la ropa que ha estado descartando a lo largo de la tarde. Ella la mira y sonríe avergonzada. Él no dice nada. Se desnudan y hacen el amor de forma salvaje ahí mismo, encima de la elegante ropa que ella no quiso ponerse. Al terminar, ella lo mira fijamente, se empieza a reír y consigue que él se ría también.
―¡Vaya con el contable! ―Mientras, se sonroja un poco al darse cuenta de que ha cumplido casi todos los deseos de su amiga Carmen. Niega con la cabeza y vuelve a sonreír.
―Y tú no pareces muy enferma. No querrías deshacerte de mí, ¿verdad?
Se pone seria. Entonces él se da cuenta de que tiene el rímel corrido y el ojo izquierdo algo irritado.
―Vamos, anda. Habrá que probar ese vino, ¿no te parece?
―A eso venía, pero no contaba con tus armas de pelirroja.
―Ya verás… ―le da un beso en la oreja, mientras le susurra― cuando saque los guantes negros de Gilda. A lo mejor sales corriendo.
―Seguro que no.
Se miran durante unos segundos, en silencio, quizás dudando si merece la pena vestirse otra vez para beberse la botella de vino. No lo hacen. Tampoco necesitan las copas. Beben el vino ansiosos, encima de la cama, derramándolo por encima de sus cuerpos, para luego con la lengua saborear el preciado manjar mezclado ya con sus pieles perfumadas. Lo que sucede al acabar la botella es difícil de explicar. Ella sólo ve ahora nebulosas imágenes que se van superponiendo como en una película. Ella con los guantes en la mano, sonriendo; después él atado a la cama, la botella vacía cayendo al suelo con estrépito, el vestido verde arrugado encima de la almohada; por último ella encima de él, gritando, moviéndose incesante. Todo le da vueltas, un remolino de imágenes desfilan por su cerebro cada vez más rápido. Gritos, gemidos, dolor, placer, caricias, espasmos… Entonces, cuando está a punto de llegar al orgasmo, cuando no puede más de placer… escucha un sonido lejano…, intermitente.
Intenta no prestarle atención, pero el sonido irrumpe de pronto mientras todo lo demás se desvanece.
Suena una vez más.
Y se despierta.
Sigue tumbada encima de la cama, desnuda. Está sudando. Su corazón palpita con fuerza. JO-DER. Dice, muy despacio. Se incorpora para coger el móvil. Hay una llamada perdida de su madre. Mira la hora. Las nueve y media. Rápidamente abre el wasap y se da cuenta de que no ha enviado ningún mensaje a Antonio. La cita sigue en pie. ¡Dios! Llegaré tarde. Tampoco ve por ninguna parte los mensajes obscenos de su amiga Carmen. Se debió quedar dormida después de tirar la ropa contra el armario. Rápidamente se levanta, se pone unos vaqueros rotos y una camiseta vieja, se cuelga el bolso y se dispone a salir. Al pasar por el baño echa otra miradita. Todavía tiene rímel en la cara. ¡Vaya!, eso sí fue verdad. Se limpia la cara, se echa un poco de perfume y se vuelve a soltar el pelo. Antes de salir por la puerta, mira hacia el perchero y recuerda que colgó ahí los guantes largos que se puso en la última fiesta de fin de año. Se lo piensa durante dos segundos y los coge.
Mientras cierra la puerta se puede intuir en su cara una sonrisa malévola. Se da la vuelta y se encamina al ascensor. Se desvanece su figura mientras se aleja por el pasillo apenas iluminado. En la mano derecha sujeta un guante, que agarra por uno de los extremos, y lo mueve en círculos, mientras silva Put the blame on Mame.
RUIDO EN LAS VENAS DE LA GRAN CIUDAD
Me siento en la terraza con mi libro recién comprado.
Nadie alrededor. Bien. El sol luce como nunca en este anticiclón eterno que el invierno ha regalado a Madrid como un premio inmerecido. Leo el primer párrafo y ya sé que el libro me va a gustar. Paro un momento. Me acomodo en la silla y enciendo un cigarrillo. Enseguida me meto en la historia, no han sido necesarias más que cuatro o cinco páginas. Los buenos saben cómo hacer las cosas. Doy un sorbo a la cerveza, respiro el aire limpio de la mañana, pero a continuación, por pura rebeldía, le doy un par de caladas al cigarro, que disfruto igual o más que las caladas del aire más puro que el invierno de Madrid pueda ofrecerme. Deposito el cigarro en el cenicero y lo miro con cierto recelo. Un gorrión se acerca al plato de patatas chips que me han servido como aperitivo. Lo hace despacio, sopesando con prudencia si está lo suficientemente alejado de mi brazo como para tener una oportunidad. Mira a un lado y a otro, mueve muy rápido la cabeza. Creo que lo hace para disimular, porque por los alrededores lo único que respira a esta hora de la mañana es un patinador torpe cerca de la estatua del ángel caído y un camarero demasiado aburrido apoyado en el muro del chiringuito. Sonrío. Decido alejar un poco más el plato para que pierda definitivamente el miedo y continúo con la lectura. Pero el pájaro sale volando, quizá decepcionado por mi trato condescendiente o puede que asfixiado por el humo del cigarro. Observo, con desprecio ahora, el paquete de tabaco. Pienso que en lugar de un pulmón ennegrecido, las autoridades deberían optar por una foto de un pájaro huyendo: el tabaco hace huir a los animales, capullo. Puede que así consigan que deje definitivamente de fumar.
De pronto me he despistado y he perdido el hilo de la novela. Intento retomarla, pero mi cabeza ya está en otro sitio. Por arte de magia una muchedumbre ha poblado las mesas vacías a mi alrededor; padres, madres, hijos, perros, amigos, todos hablando al mismo tiempo. Inmediatamente el trompetista que siempre intento evitar aparece por detrás y hace sonar su infernal instrumento de la manera más burda posible. No contento con una, toca dos, tres, cien mil temas. Alguien me pregunta si la silla está libre. Sí, cómo no. Alguien me pregunta si puede coger el servilletero. Ningún problema. Alguien le está dando de comer a las palomas. Sí, a esos bichos. Revolotean a su alrededor emitiendo graznidos, o gorjeos, o arrullos, no sé. Sonidos del infierno. Me llega el aire nauseabundo que desplazan sus alas. Sigue sonando la trompeta. Los perros ladran inmisericordes. El camarero espera impaciente a que se decidan a pedir. El trompetista aparece y me pide una moneda. Lo miro y niego con la cabeza mientras resoplo resignado. En la mesa de enfrente un hombre inicia una discusión. Están hablando en inglés. Ella responde como puede a sus acusaciones. La ataca sin piedad, la hace llorar. No entiende que ella diga, que ella haga, que ella deje de hacer. En un inesperado e inaudito momento de silencio todo el mundo puede escuchar sus exclamaciones. Parece que le gusta el espectáculo y no parece importarle que los demás le oigan, como si el idioma pudiera disimular algo su estupidez. Ella baja la voz, sin embargo, mientras él sigue sin comprender; altivo, gritón, intruso de ella, intruso de todos. Finalmente, tras una agria discusión, ella se levanta y decide marcharse sola. Los demás, expectantes, molestos y curiosos, dudan si respirar tranquilos o arrancarse a aplaudir. Le mantengo la mirada cuando, finalmente, se levanta. Lárgate, joder. No la mereces.
Pago, coloco el marcapáginas en la página seis. No me ha dado tiempo a más. Es el momento de desaparecer.
Salgo del parque.
Al llegar a la calle una ambulancia hace retumbar su sirena estridente. El sonido penetra en lo más profundo de mi cerebro y lo hace temblar. En el autobús hay jaleo. Una señora monta bronca porque no se ha respetado la cola al subir. Una vez dentro, habla a voz en grito. Yo siempre digo que… mi marido esto… mi cuñada aquello… fíjate tú lo que hizo la vecina del sexto. Su compañera de asiento asiente sumisa, repitiendo como una coletilla el final de cada frase y sentenciando la conversación con un no somos nadie que suena definitivo. Un niño llora. Siento compasión por él. Está ahí, rodeado por la multitud ruidosa, tan pequeño, tan indefenso. La madre aplica la técnica de déjalo llorar… lo he leído en un libro, mientras habla por teléfono. Sus llantos crecen y se entremezclan con la conversación de las señoras, que ahora hablan al mismo tiempo, dándose la razón la una a la otra. Son las cinco horas y cuarenta y cinco minutos, canta por el altavoz un señor con voz de robot. Nos quedamos atrapados en un atasco. Los cláxones de varios coches suenan sin compasión. Miro para delante. Hay un atasco de cojones, ahí no se mueve ni el aire. Miro a los coches. Los conductores siguen pitando. Sé lo que están pensando esos idiotas. Lo sé. Piensan: voy a pitar y seguro que así se soluciona todo. Seguro que el atasco se disuelve y todos los coches desaparecen.
Necesito salir de aquí.
Me acerco al conductor. Está escuchando el partido por la radio. Lo miro fijamente, pero él sigue a lo suyo. Quiero bajar, le digo. Entonces el locutor entra en éxtasis por una jugada y pega un grito desgarrador. Me empiezo a poner nervioso. Hasta la parada, nada, me dice, sin mirarme. ABRE LA PUERTA AHORA, le contesto, mirándolo fijamente. Esta vez parece comprender. Salgo de allí corriendo, esquivando a los coches parados. A lo lejos una Harley hace sonar su tubarro perforado. Mientras, sigue ese ruido ahí arriba. El helicóptero de la Policía que me lleva persiguiendo desde que me senté en aquella terraza del Retiro. Ahora ya no sé ni dónde estoy. Amenaza tormenta y sé que si estalla me caerá encima un rayo y por fin acabará todo. Miro para arriba. ¡Claro, el Círculo de Bellas Artes! Subo a la azotea por las escaleras, corriendo, ansioso. Al llegar arriba me doy cuenta de mi error. Allí hay un millón de personas. Los altavoces amplifican la voz de David Bisbal. No, por favor, Bisbal no. Corro hasta la estatua de aquella diosa de la que nunca re
¡¡¡¡¡¡ SILENCIOOOOOO!!!!!!
El eco de mi voz retumba en todas las calles. Se hace el silencio.
La gente se calla. Las palomas no existen. Bisbal tampoco. Las campanas han dejado de sonar. Ya no hay helicópteros en el cielo. Allí abajo, todos esos capullos me miran, ahora, desde sus coches, en lugar de pitar. Ya no suenan las ambulancias, ni los tubarros de las motos. Ya no hablan las señoras, ya no lloran los niños. Los locutores han enmudecido. Sólo se escucha el aire. El cielo está a punto de estallar y descargar su ira sobre todos nosotros. Entonces, me bajo lentamente de la barandilla y la veo allí, apoyada. Me mira, indiferente. Los demás están histéricos. Ella no.
Qué, ¿te has quedado más tranquilo?, me dice.
Sí, respondo mientras sonrío, tenía una deuda conmigo.
¿Quién?, pregunta ella.
Esta jodida ciudad.
Descubro en sus ojos azules un atisbo de sonrisa. No mueve la boca, no mueve ni un músculo, pero sé que está sonriendo. El viento agita su melena rubia, tapándole por momentos la cara. Se apoya en un bastón raro que parece una lanza. Enciende un cigarrillo y me mira. Los seguratas ya han llegado y no parece que tengan ganas de negociar. Le pregunto por su nombre mientras me sacan de allí. Ella se acerca. Pide un bolígrafo y apunta un número de teléfono en un trozo de cartón que ha extraído rasgando su paquete de tabaco. Sonríe y lo deposita en el bolsillo de mi abrigo mientras me susurra al oído:
Me llamo Minerva.