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PROSAS Y MITOS

TÍTULOS ORIGINALES:

Mythologies d’hiver

L’Empereur d’Occident

Le Roi du bois

Abbés

© Pierre Michon, 1997, 2007, 1996, 2002

© de la traducción, Nicolás Valencia Campuzano

© Ediciones Alfabia/Malpaso Holdings S. L., 2020

C/ Diputació 327, principal primera.

08009 Barcelona

www.malpasoycia.com

Prosas y mitos

ISBN: 978-84-17893-75-0

Diseño de interiores: Sergi Gòdia

Maquetación: Palabra de apache

Imagen de portada: fragmento de Alegoría con Marte, Venus y Cupido,

de Paris Bordone, en torno a 1560. © KHM-Museumsverband,

Wissenschaftliche Anstalt öffentlichen Rechts.

Todos los derechos reservados.

Queda prohibida la reproducción total o

parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,

incluidos la reprografía, el tratamiento informático,

la copia o la grabación, sin la previa autorización

por escrito de los editores.

PIERRE MICHON

PROSAS Y MITOS

TRADUCCIÓN DE

NICOLÁS VALENCIA CAMPUZANO

MITOLOGÍAS DE INVIERNO

Gracias a la enseñanza del Sutra del loto,

sabemos que también existe

la bahía de Naniwa en la provincia de Tsu.

JIEN, de la escuela Tendai, siglo XII

TRES PRODIGIOS EN IRLANDA

FERVOR DE BRIGID

Muirchú, abad, cuenta que Leary, rey de Leinster, tiene tres hijas jóvenes y tiernas. Brigid es la mayor. De las otras dos, el abad solo conoce la juventud y la ternura, no el nombre. Tres muchachas. Amanece en abril, en Dun Laoghaire, ciudad de madera y turba que medita bajo la ley de un montículo fortificado: es una ciudad real. El rey es viudo y poderoso, duerme; se ha descubierto en el sueño agitado del alba. Brigid, desvelada, ve a través de la ventana el río bajo los primeros rayos de luz. Quiere ese río. Es una chica lista que tiene la costumbre de pedir a su padre lo que su padre no sabe negarle; se desliza en el cuarto del rey, no alcanza a ver que está desnudo y posa suavemente su mano sobre su hombro. Al tocarlo, el rey tiene un sueño que lo emociona como una mujer. Brigid ve esta emoción. Se despierta. Se miran como extraños o esposos. Ruborizada, pide que les permita a ella y a sus hermanas bañarse en el río. Él se sonroja y asiente.

Las tres corren en el alba de primavera. Bajan por el talud, tiran sus vestidos bajo los follajes. Los pequeños pies prueban el agua, y sobre los pequeños pies, las carnes lechosas, rojizas, cien veces desnudas, las carnes de Irlanda y paganismo. Brigid, por primera vez, ve que esta carne es excesiva como un rey que sueña. Ríe más fuerte que sus hermanas. Las tres gritan cuando sienten el frío cortante en el vientre, golpean el agua con sus palmas, los pájaros levantan el vuelo, toda esta algazara llega hasta el camino que da sobre el río.

Muirchú dice que por este camino viene alguien.

Es Patricio, arzobispo de Armagh, el galo apátrida, el taumaturgo, el fundador. Es un coloso entrecano. Es viudo por vocación y poderoso: hay detrás de él treinta discípulos y sirvientes con báculos y relicarios, escudos redondos, libros y espadas. No es exactamente un paseo: si camina de este modo de Armagh a Clonmacnoise, de Armagh a Dun Ailinne, de Armagh a Dun Laoghaire, es porque debe convertir a la fe de Cristo a los reyes que en sus montículos fortificados adoran indolentemente a Lug, Ogma, calderos, harpas, simulacros. Y esto, piensa Patricio por este camino de primavera, esto no es difícil: basta con algunos abracadabras druídicos, dos compinches bien advertidos y he ahí la nieve convertida en mantequilla, el agua, en cerveza, he ahí las llamas del purgatorio en la punta del bastón mágico y la Santa Trinidad en la hoja de trébol… basta con estos juegos de manos para embaucar a los reyes, risueños y pensativos, dubitativos. Y, tal vez porque envejece y se embotan en él el ardor y la malicia, Patricio, por este camino, lamenta tanta facilidad: quisiera que un verdadero milagro ocurriera, una vez, que una vez en su vida y ante sus ojos la materia opaca se convirtiera a la Gracia. Mira el polvo a sus pies, no se ha percatado de que el camino bordea un río. Oye los gritos de las muchachas.

Levanta la cabeza, ve la carne rojiza y lechosa a través de las hojas. La tropa se detiene. Él solo baja un tramo del talud, ellas están absortas en sus juegos y no saben que estos hombres las miran. Patricio las ama con el corazón y el cuerpo, por un instante: son flagrantes y excesivas como la Gracia. Las llama. Ellas suspenden sus gestos, ven recortarse sobre el sol de la mañana a este hombre poderoso que tiene la apariencia de un rey, la túnica de lino, el manto, el oro en la grapa; y ven por encima del cortejo real a treinta sirvientes detenidos, báculos y escudos, silencio. Están desnudas allá abajo. Saludan como unas princesas saludan a un rey, sin prisa pisan la orilla, se ponen los vestidos. Él ha bajado cerca de ellas, es muy grande. Pregunta de quién son hijas. Pregunta si conocen al verdadero Dios: ellas ven que el oro en la grapa es una cruz. Dicen que no Lo conocen, pero que una esclava les ha hablado de Él, que Lo quieren conocer. Ríen, esta hermosa mañana les trae al baño un rey, un dios. Hacen una especie de ronda pagana alrededor del viejo coloso. Hacen preguntas como golpeaban el agua, como corrían, con toda el alma y el cuerpo: «¿Es apuesto?», dicen. «¿Es joven o viejo? ¿Tiene hijas? —dice Brigid—. ¿Sus hijas son apuestas y deseadas por los hombres de este mundo?». Patricio responde que Su belleza fulmina y que todas las muchachas de este mundo son Sus hijas. Aunque es joven, tiene un hijo, pero el Hijo no es más joven que el Padre, ni el Padre más viejo que el Hijo. Él es el Prometido de todas las muchachas de este mundo.

Las dos hermanas se han sentado, Brigid no. Se ha alejado algunos pasos por la orilla, mira sus pies descalzos, da la espalda a medias a Patricio. Se estremece. Con una voz áspera dice: «Yo Lo quiero ver».

«Nadie Lo ha visto —dice Patricio— si no está bautizado». Habla del Jordán, de los ángeles en la orilla, del agua que redime, de Juan y el Maestro. Ellas quieren el bautizo. Helas aquí, de nuevo desvestidas en el río, muy serias y con los ojos cerrados. Patricio se remanga las calzas, sobre esas carnes excesivas hace los pequeños gestos necesarios. Brigid abre los ojos, el sol ha girado, es casi mediodía. «No Lo veo», dice.

Llegan los sirvientes del rey Leary, quien se inquieta por sus hijas. Hablan un poco. El cortejo deja el río, pasan los manteletes y los cañizos del montículo, la puerta fortificada se vuelve a cerrar detrás de los báculos, el bienaventurado coloso y las muchachas: Patricio sujeta de los hombros a las dos hermanas contra él, Brigid camina delante. Ya no se ven; Patricio, sin duda, da su repertorio habitual para uso de los reyes holgazanes. Se oyen las carcajadas de Leary, fórmulas druídicas, latín. Se oyen los preparativos de un banquete. Luego, toda la noche, los cantos, la ebriedad. Las muchachas están en su cuarto.

Una vez más, amanece en primavera. Brigid, en su ventana, cierra violentamente los ojos, los abre: solo ve el día, que poco a poco llega; el hilo de plata del río, que crece. El sol asciende como un prometido, pero no es el Prometido. Suavemente empuja la puerta del cuarto del rey: Leary, envuelto en sus pellizas, duerme como un hombre ebrio, sueña con razias, con bueyes. Tiene la boca abierta, es más viejo que ayer, pero brutal y hermoso. Habla dormido. Dice un nombre. En este nombre de sueño, Brigid cree escuchar el suyo, toda su sangre se agolpa en su corazón, huye desaforadamente por los corredores, entra al cuarto de huéspedes. Patricio abre los ojos. Sobre él, está Brigid de pie. Parece muy grande. Está pálida. Es excesiva y determinada como una reina. Dice: «Quiero ver a tu Dios cara a cara».

Patricio suspira. Se sienta sobre su cama.

Ahora podemos imaginar, durante toda la mañana y quizás hasta el atardecer, sin moverse de este cuarto de huéspedes, podemos imaginar que Patricio, sentado, mirándola fijamente, evangeliza a esta muchacha, cuya alma desnuda ve como ha visto los senos rojizos y lechosos. Esto sin argucias druídicas, sino con la verdad árida, griega y judía: la caída que nos vela el Santo Rostro, el espejo oblicuo en que el hombre caído puede entrever, no obstante, el Santo Rostro, y la promesa de que por fin se arrancará el velo, promesa que se nos ha hecho a orillas del Jordán y repetido durante una cena en Jerusalén. Brigid escucha o no escucha; pero escucha bien, con una dolorosa claridad, que puede suceder que uno vea el rostro de Dios cuando ha recibido en su propio cuerpo el cuerpo del Prometido en forma de una pequeña oblea de pan que se funde sobre la lengua. Quiere esto. Y, en consecuencia, el día siguiente, como los días que siguen, el coloso prepara para la comunión a las tres vírgenes con el permiso del rey, quien a veces, risueño o pensativo, se asoma a la puerta de la sala donde Patricio hace su santo oficio de pedagogía. Ocho días pues, ocho días de estudio y maceraciones, el tiempo para que abril derive en mayo… y afuera, todavía el río de plata, adonde las muchachas no van: aprenden palabras latinas en libros, que leen poniendo debajo sus pequeños dedos. El corazón de Patricio se enternece.

Por fin es la víspera. Se han probado los vestidos de lino blanco, la fíbula de oro. Duermen, salvo Brigid. Se ha quedado con el vestido y la fíbula, sobre la punta de los pies, entra en el cuarto del rey. La luna la ilumina. En el calor de mayo, el rey yace desnudo y tranquilo, distendido, no sueña con mujeres. Brigid tiene ganas de llorar. Llorando, corre al cuarto de huéspedes. Se arrodilla junto a Patricio: este duerme sombríamente, se ve sobre sus rasgos un dolor proveniente del sueño. Sueña que Cristo está muerto y, Dios, qué jóvenes parecen las santas mujeres, acarician ese cuerpo desnudo con sus dedos rojizos y lechosos. Brigid le toca el hombro, él se yergue con presteza, se ha asustado y este susto vago lo irrita. Ve la carne excesiva en el lino blanco, la huele. «Júrame —dice Brigid— que Lo veré mañana». Él la mira con sorpresa, es un gran anciano irascible, arrojado del sueño a esta tierra. Dice: «Lo verás cuando estés muerta, como todos nosotros en este mundo».

Ella está en el jardín bajo la luna. Sabe a dónde va. Coge las bayas rojas del tejo, que llegan a principios del invierno y están todavía allí en la primavera, más concentradas y traicioneras, fulminantes. Las desmenuza, es un pequeño polvo que sostiene en la cavidad de la mano… y va a amanecer. Regresa, el puño apretado sobre este polvo oscuro. Las sirvientas ya han traído la leche de las princesas. Brigid abre la mano, el polvo se mezcla con la leche.

Comulgan vestidas de blanco. Leary está allí, dubitativo. Se ha peinado la barba, se ha puesto la gran pelliza. Se arrodillan, Patricio es muy grande sobre ellas, reciben de su mano el cuerpo del Prometido. Ya están en Su presencia, aunque Él permanezca escondido. Han cerrado los ojos; Brigid, al abrirlos, solo ve el rostro impasible del rey. Eso es todo. Salen al sol de mayo y, bajo este sol, una tras otra se desploman: una, sobre los peldaños; la otra, sobre el sendero; Brigid, cerca del rosal. Una tiene la cabeza entre su brazo; la otra, en el polvo del camino; Brigid, hacia el cielo con los ojos completamente abiertos. Están impecablemente muertas. Contemplan la cara de Dios.

TRISTEZA DE COLUMBKILL

Adomnán cuenta que San Columba de Iona, quien todavía se llama Columbkill, Columbkill el Lobo, de la tribu de los O’Neill del Norte por su antepasado Niall de los Nueve Rehenes, es en su juventud un hombre brutal. Ama con violencia a Dios, la guerra, y los pequeños objetos fastuosos. Creció en una cuna de hierro, es un hombre de espada. Sirve a Diarmait y a Dios: Diarmait, rey de Tara, quien puede contar con su espada para razias en el mar de Irlanda, merodeos de bueyes, festines crapulosos que terminan en masacre; y Dios, rey de este mundo y el otro, quien puede contar con su espada para convencer a los sectarios del monje Pelagio, que niegan la Gracia, que la Gracia fulminante pesa su peso de hierro. Los pequeños objetos son aliados también de Dios y la espada: se ganan con la punta de la espada y todos, cálices, anillos o báculos, son de Dios… y los más bellos, los más raros, los más fastuosos, esos que Occidente, más tarde cuando serán multitud, llamará libros, hablan de Dios, y en ellos Dios habla. Columbkill prefiere los libros a los copones: pues este capitán, que Adomnán llama el soldado de las islas y de Dios, «Insulanus Dei miles», este lobo es también un monje como lo eran en aquel tiempo, de manera inconcebible para nuestros entendimientos. Cuando deja la espada, cabalga de monasterio en monasterio, donde lee: lee de pie, tenso, moviendo los labios y frunciendo el ceño, con esa violenta manera de entonces que tampoco nos es concebible. Columbkill el Lobo es un lector brutal.

En el invierno del año 559, lee.

Acaba de llegar al monasterio de Moville, piedra seca sobre la landa pelada frente al mar de Irlanda. Llueve como en Irlanda, se oye el mar abajo pero no se ve. El abad Finian lo ha dejado solo en la choza que sirve de biblioteca. Hay cuatro libros: Columbkill hojea el gran evangeliario de altar, un ejemplar de las Geórgicas y la gramática de Prisciano. El evangeliario es de factura común, las Geórgicas las leyó en Cork. Conoce también a Prisciano. Se interesa por el cuarto volumen, más pequeño, que sostiene en un saco al que hay que desatarle la correa. Lo abre al azar, lee: «Odio los equívocos y amo tu Ley». No conoce este texto. Es una gran alabanza en rima, dividida en ciento cincuenta alabanzas más pequeñas. Al lado de las imágenes, se ve al rey David en sus diversas funciones de matanza y música. Los colores son hermosos, amarillo de oropimente y un azul de lapislázuli vertiginoso. Este azul y esta alabanza es el texto de los Salmos. Es el primer salterio que tiene entre las manos, tal vez el único que exista en Irlanda. Oye el mar, que cae abajo con todo su peso. Se sumerge en el texto.

Durante siete días, vuelve a la biblioteca sin que la lluvia cese. Lee de pie envuelto en una pelliza, las manos entumecidas, la boca voraz. Al séptimo día, conoce bien el texto, le ha despejado las articulaciones, puede recitar los estribillos; ha reconocido los tics del autor, sabe que es la traducción de San Jerónimo la que tiene entre las manos; y que es el monje Faustus quien la copió, pues ha leído en el colofón: «ora pro Fausto». Ora por Faustus. Ora por Jerónimo. A pesar de Faustus y Jerónimo, una tristeza voraz le corroe el corazón: va a tener que dejar este libro. Al caer la tarde, cena con Finian, lo alaba por poseer semejante tesoro. Finian resplandece de orgullo. Sobre el rostro de lobo de Columbkill se dibuja la sonrisa del zorro. «Permíteme copiarlo —dice—. Guardaré para mí esa copia, ningún monasterio de Irlanda podrá jactarse de compartir el tesoro de Finian». Finian, sin responder, se levanta y deja la mesa.

Por la noche, Columbkill se desliza fuera de su lecho. Bajo la lluvia oscura, en el estrépito espantoso del mar de Irlanda, llega a la biblioteca. Como un ladrón, enciende una pequeña vela y copia el texto de Faustus, quien copió a Jerónimo. En el salmo IX, Finian entra y se apodera de la copia. El salterio cae, el rey David en el azul toca la lira. El lobo muestra los dientes pero Finian también es un lobo. Ambos están seguros de su derecho, muy tranquilamente fijan una fecha para acudir a Tara, donde el rey Diarmait, quien decidirá cuál de sus dos derechos es el de Dios. Columbkill está sobre su caballo chorreante, la lluvia oscura lo arrastra «por un camino tenebroso y resbaladizo», como dice el salmo.

En Tara, el rey Diarmait, sobre su silla de hierro, dice: «El texto pertenece a Finian como el ternero pertenece a la vaca». Columbkill arroja a los pies del rey su anillo de vasallaje.

Durante todo el invierno, a caballo, recluta sus guerreros: cuarenta novenas de jóvenes en Drumlane, doce novenas en Kells, treinta novenas en Derry. En los festines de alianza, cuando está ebrio y hastiado, vuelve a ver el azul incalculable que parece nacer del arpa de David. Está feliz, canta para sí mismo los estribillos del salmo. En la primavera, todos los O’Neill están sobre las armas. Corre hacia Moville durante largas jornadas con seiscientos caballos. En la turbera de Cul Dreimhne, Diarmait, bajo un cielo resquebrajado, lo espera con mil caballos. Columbkill se arrodilla, ora por Faustus, quien está en el cielo, ese lugar azul que nos espera y nos es favorable. Tiene ganas de reír. Se levanta, sacan el hierro. Por un camino tenebroso y resbaladizo, se lanzan a la pelea y luchan, muchos jóvenes se acuestan en el establo de la muerte. A mediodía, Diarmait con mil caballos está acostado en el pantano, la lluvia ha arreciado tanto que no se los ve, pero se les oye morir y se oye alegrarse a las cornejas. Columbkill, cubierto de sangre y lodo, riendo y ebrio, toma cuarenta caballos y a rienda suelta galopa hacia Moville. Se le oye reír a la cabeza del cortejo bajo la lluvia. Cuando Finian abre la puerta de su monasterio, ve al otro parado ahí con cuarenta guerreros. Las pellizas son grises como la lluvia. Columbkill tiene la sonrisa del zorro y la mirada del lobo, tiende su mano abierta. Finian, sin una palabra, va a buscar el pequeño saco y se lo da. Cuarenta caballos salen a todo galope bajo el cielo negro.

En su tienda de guerra en Cul Dreimhne, Columbkill, tembloroso, desata el saco, toma el libro. Es macizo y dócil como una mujer. Es suyo como el ternero es de la vaca, como la mujer es del amante: del íncipit al colofón, es suyo. Quiere disfrutarlo lentamente, abre, acaricia, trashoja, contempla… y, de repente, ya no tiembla, ya no ríe, está triste, tiene frío, busca en el texto algo que ha leído y ya no encuentra, en la imagen, algo que ha visto y ha desaparecido. Busca mucho tiempo en vano: estaba ahí, sin embargo, cuando no era suyo. Todo parece haberse estropeado, haber cambiado, tan solo quizás el colofón se parezca a sí mismo, el colofón en que el monje Faustus pide que oren por él. Columbkill levanta la cabeza, escucha el estertor de los heridos y la alegría de las cornejas. Sale de su tienda, ha dejado de llover: también allá arriba, grandes trozos de azul viajan por encima del establo de la muerte. El libro no está en el libro. El cielo es un antiguo lugar azul bajo el cual estamos desnudos, bajo el cual lo que poseemos hace falta. Arroja el libro, arroja su pelliza y su espada. Toma el sayal, toma el mar, busca y encuentra un desierto en el mar espantoso de Irlanda: en la isla pelada de Iona, se sienta libre y despojado bajo el cielo, que a veces es azul.

LIGEREZA DE SUIBHNE

Los Anales de los cuatro maestros cuentan que Suibhne, rey de Kildare, gusta de las cosas de este mundo. Es un hombre simple. La felicidad simple y la simple alegría son para él. Es pesado y rugoso, con inservibles cabellos rubios sobre la cabeza como musgo sobre una piedra… y, de mente y alma, sin agudeza. Guerrea, come, ríe y, por lo demás, se parece al toro castaño de Cuailnge, que cubre cincuenta novillas por día. Fin Barr, el abad, sigue de cerca a este monolito y se esfuerza en recordarle que el más allá contabiliza incluso el grosor de un cabello. El grosor de alma es peor. Fin Barr vivió nueve años en la punta de un promontorio y nueve años más sobre el lago, en Gougane Barra, con las gaviotas y las cornejas: no es más que espíritu y manos de cristal. Curiosamente, ama a Suibhne, porque Suibhne es como un toro o una roca que quizás tenga un alma. Y Suibhne ama a Fin Barr, quien le hace sentir, además de todos los goces de este mundo, el goce de tener un alma.

El hermano de Fin Barr es rey de Lismore. En el mes de mayo, Suibhne toma las armas contra este rey vecino. El pretexto importa poco: lo que quiere Suibhne es la copa en la que bebe el rey, sus bueyes gordos y sus mujeres. También quiere estirar las piernas, cabalgar en la primavera. Ha pedido consejo a Fin Barr, quien ha dicho: «Los reyes guerrean entre sí, es la regla. Haz la guerra al rey de Lismore, puesto que él es rey. Pero si ganas, perdona la vida a mi hermano… que también es el tuyo, pues ¿no somos como hermanos, tú y yo?». Suibhne está de buen humor, lo promete.

Hace buen tiempo cuando parten. Tienen escudos claveteados y vainas pulidas. El ejército bajo el sol es un arroyo que brilla. Los perros de guerra corren detrás de las mariposas, Suibhne canta a voz en cuello; su caballo es grueso como él, esos dos juntos parecen una colina con musgo en la cima. Fin Barr también está feliz. La sangre late en sus manos de cristal. Se dice que, en el goce y el contento, el alma gruesa del rey es casi fina, clara en todo caso; y justo en ese instante el rey se vuelve, lo busca con la mirada, lo encuentra y le hace con la mano una seña muy delicada. «Vamos —piensa Fin Barr—, voy a salvar a este… y si salvo a este, las montañas también se salvarán».

Sobre la linde de los robledales de Killarney, las novenas del rey de Lismore se despliegan. Es de madrugada, el dulce aliento de los bosques. Sobre el más grande de los caballos, en medio de los más hermosos guerreros, con una pluma de cuervo en su casco, Suibhne ve a lo lejos al rey, su igual. En cuanto a Suibhne, es una pluma blanca la que lleva, pero por lo demás, lo mismo. Está feliz de que ambos reyes sean hermosos. Por encima, un gran silencio, una gran espera y el amanecer sobre el rocío de mayo. Se oye el primer cuco. Luego ya no se lo oye, pues Suibhne ha levantado su brazo y su gesto ha hecho nacer el trueno. Durante todo el día, paso a paso, alegremente, se acerca a la pluma de cuervo. A las cinco, las novenas de ambos están dispersas sobre el lindero, ya están cara a cara: se miran, ríen, retoman el aliento con una especie de alaridos. Al buen furor guerrero de Suibhne, de repente otro se mezcla. El rey con la pluma negra es como un retrato de su hermano, delgado y duro como él, pero con manos de hierro y no de cristal frágil: y esto, extrañamente, acrecienta el furor de Suibhne. Antes de que el otro, todavía riéndose, no haya levantado su escudo, le pasa su espada a través del cuerpo. Lo remata a punta de hacha.

Delante del cuerpo, su embriaguez decae. El alma de Suibhne se reúne con él.

Los cucos se responden a través del bosque.

En un claro, el rey está sentado sobre el musgo, desatado, grogui. Tiene la cabeza gacha. La levanta, Fin Barr está de pie frente a él. Suibhne lo mira como un niño culpable. Durante un buen rato, Fin Barr no dice nada; luego pronuncia las maldiciones. Para terminar, dice: «Tus únicos hermanos serán los lobos en lo profundo de los bosques. No tienes más alma que ellos». Fin Barr da media vuelta, Suibhne lo sigue como un perro. En el campamento, se sienta en el suelo, la cabeza obstinadamente gacha, pensativo.

Al caer la tarde, los soldados alrededor de las fogatas ven de repente al rey que se levanta y se interna en el bosque como un lobo. No regresa.

Anales de los cuatro maestros