Fernando Castán durante el primer partido del Wanda Metropolitano, el 16 de septiembre del 2017
Fernando Castán Roncero, licenciado en Ciencias Políticas y en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid, es periodista y escritor. Eso sí, solo escribe libros de su equipo de fútbol, como los títulos 100 motivos para ser del Atleti o 100 goles que han hecho grande al Atleti (Lectio Ediciones).
Desde 1987 trabaja en la Agencia Efe, catorce años en el departamento de deportes y, actualmente, como responsable de la redacción del fin de semana. A pesar de ese horario, casi siempre se las apaña para ir al fútbol.
De familia rojiblanca, tiene la insignia de plata del club. Su abuelo materno, Luis, fue un asiduo al viejo Metropolitano y tuvo amistad con la familia Otamendi, constructores del antiguo recinto del barrio de Cuatro Caminos. Fernando, por su parte, lleva 28 años seguidos siendo socio y abonado atlético.
Cada uno piensa que su equipo de fútbol es el mejor, pero hay razones objetivas para afirmar que el Atlético de Madrid es un club único. Sus títulos y la forma de conseguirlos, sus finales (y, a veces, la manera de perderlas) y, sobre todo, su afición es lo que hace del Atleti un club excepcional.
Aquellos miles de locos que en 1974 se desplazaron a Bruselas para ver su primera final de la Copa de Europa, los que doblaron el número de socios cuando en el año 2000 bajó a Segunda y los jugadores, técnicos, entrenadores, presidentes y empleados, hicieron y hacen del Atleti la entidad futbolística más especial del mundo. Este libro está dedicado a todos ellos, aunque en sus páginas solo aparezcan cien.
• Colección Cien × 100 – 34 •
Primera edición: febrero de 2021
© del texto: Fernando Castán
© de esta edición:
9 Grupo Editorial
Lectio Ediciones
C/ Mallorca, 314, 1º 2ª B – 08037 Barcelona
Tel. 977 60 25 91 – 93 363 08 23
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www.lectio.es
Diseño y composición: 3 x Tres
Producción del ePub: booqlab
ISBN: 978-84-16918-93-5
Ser del Atleti es el orgullo de perder una final con el Madrid
y después salir a la calle con la camiseta del Atleti.
PABLO BEDOYA, seguidor rojiblanco
Dedicado a los 3.000 valientes y un poco irresponsables que viajamos en marzo de 2020 a Liverpool a ver el partido de vuelta de los octavos en Anfield Road.
Sería imposible mencionar a todos los que me han ayudado porque saldría más de una persona por capítulo, pero sí quiero hacer una mención especial a Carmen García, Michael McCleary y Rubén Díez por su colaboración.
También está dedicado a todos los colchoneros que se nos fueron al «tercer anfiteatro» en 2020.
La primera vez que pensé en este libro fue en el andén de la estación de Cercanías de Pirámides. Hace ya años y, claro, camino de algún partido en el Calderón. Aquello estaba lleno de gente, caminando hacia el río con sus camisetas y sus bufandas rojas y blancas. Observándoles me pregunté cuántas ilusiones habría allí y, sobre todo, cuántas historias anónimas en la mayor parte de los casos relacionadas con el Atleti. Me dije que alguien las debería contar, que sería una pena que todas esas anécdotas, relatos, vidas, en definitiva, tan bonitas en relación con un sentimiento, se perdieran. Así que, después de escribir 100 motivos para ser del Atleti y 100 goles que han hecho grande al Atleti, me he dedicado durante unos cuantos meses de 2019 y 2020 a contarlas.
Evidentemente no creo que haya historias de aquellos que caminaban por esos andenes, pero sí las de un montón de atléticos muy peculiares y fieles que he conocido en más de cuatro décadas de militancia rojiblanca. Algunos de ellos, es curioso, no tenían ninguna relación con España antes de convertirse en fieles colchoneros, son extranjeros y su única vinculación con nuestro país eran unos meses estudiando en Madrid. Incluso los hay a los que no les gustaba el fútbol. El Atleti te engancha y no te suelta.
Muchos se han hecho del Atleti por casualidad, por una carambola, o han ampliado sus amigos de una forma rocambolesca; por ejemplo, dos estadounidenses se encuentran en la línea 5 del Metro yendo al estadio en una de sus últimas temporadas de vida (de vida del Calderón), vistiendo la camiseta rojiblanca, y comienza una amistad de años.
Cuando, ajeno a esta pasión, me pregunta alguien qué me ha dado el Atleti, siempre respondo que muchas cosas y, entre ellas, grandes amigos.
Y, junto a los seguidores, los jugadores, entrenadores, presidentes y, también, los empleados ejemplares y gentes relacionadas de una manera u otra con el club y que no pueden quedar en el olvido. Sobre estos últimos está claro que muchos de ellos han sido y son más atléticos que la mayoría de los que cada partido se enfunda la camiseta rojiblanca.
Contar historias de gentes peculiares es algo que me gusta. Siempre me ha gustado, desde niño cuando los lunes le relataba en el cole a mi primo Aníbal la peli que había visto el domingo por la tarde debidamente sazonada por mi propia imaginación; narraciones que yo exageraba. En este libro creo que no exagero.
Mi vida está llena de personas especiales y mi familia también. Así que yo, rojiblanco por la parte de mi madre, tenía el destino futbolístico escrito desde la cuna. Afortunadamente. Desde entonces me he cruzado con tantos «chalados» del Atleti que tampoco me quedaba más remedio que reflejarlos en estas páginas desde el punto de vista de otro «chalado».
Otra pretensión, humilde, es que algún jugador conozca al leer estas páginas la cantidad de gente y lo que esta puede llegar a hacer para seguir al Atleti, para apoyarle a él. Espero que les sirva para valorar el esfuerzo de todos aquellos que se sientan en las gradas o les acompañan por el mundo, y todo lo que el equipo ha generado a lo largo de más de un siglo de historia. Recordemos el increíble viaje de 3.000 colchoneros a Liverpool en marzo de 2020 al comienzo de la pandemia del coronavirus. A ellos están dedicadas estas páginas.
No he querido hacer un libro histórico de jugadores o de títulos o partidos. He primado más la identificación de los elegidos con los colores. Algunos de los seleccionados, cuando formaban parte de la plantilla, no sabían que las rayas rojiblancas les marcarían tanto y para siempre, y se dieron cuenta al retirarse o al irse a otro club. Afuera hace bastante frío.
También tengo que pedir disculpas porque hay muchísima gente que se merece con creces un capítulo, pero todos no caben. Es más, en este libro he alineado a bastantes más de 100 porque varios capítulos son compartidos y asimismo hay dos bises.
No se le escapará al lector que los capítulos 1 y 100 y sus respectivos protagonistas no han sido elegidos por azar. El libro comienza con Luis Aragonés y finaliza con Diego Pablo Simeone, las dos personas que creo que han sido las más importantes en la historia del club. Otros tienen un número relacionado con su vida deportiva, en la mayor parte de los casos su capítulo coincide con el número que portaron en su camiseta. Así, Fernando Torres es el 9; Enrique Collar, el 11, o José Eulogio Gárate, el 99 (llevaba el 9, pero no puede haber dos nueves; por lo tanto, dos veces este número para la leyenda vasca).
Es fácil entender que la numeración no se corresponde con la importancia de su «inquilino». Adelardo Rodríguez, por ejemplo, no tiene menos importancia que los cincuenta personajes que tiene delante. Está situado ahí porque su capítulo va hilado con los dos anteriores que no diré de quiénes son porque así empiezas a leer ya.
Pitido inicial. Pasen y lean; con todos ustedes, el Atleti y los atléticos, que son lo mismo.
«Forman ustedes un grupo, que yo se lo he dicho, si yo no estoy en la final con este equipo soy una mierda, he organizado una mierda, y ahora lo único que les pido es que jueguen, que se diviertan jugando. Un jugador que se precie, se lo dice uno que ha jugado muchos años, tiene que ir al campo y decir “voy a hacer el partido del siglo”.»
Estas frases son solo una parte de los consejos que Luis dio a los jugadores de la selección nacional a lo largo de la Eurocopa de 2008. Solo una parte, de unas imágenes que deberían ser obligatorias en colegios, universidades y empresas.
Cuando yo era niño, cuando veía su imagen en los cromos o en la tele, Luis Aragonés (Madrid, 28-7-1938) me infundía un gran respeto. Otros jugadores me provocaban otros sentimientos, pero él no. Tenía un halo diferente. Era como un maestro fuera del colegio, su presencia, aunque fuera en una foto y yo fuera un crío, imponía, y mucho.
Y uno de mis primeros recuerdos del Atleti cuando era un crío quizás sea su famoso gol en el estadio Heysel de Bruselas en la final de la Copa de Europa de 1974. No estoy seguro. Durante décadas no lo volví a ver, ni quise ni pude, y tuve una vaga idea del mismo hasta que ya en el siglo XXI reviví aquel partido en alguna tele. En cualquier caso, mis primeras imágenes son de aquella temporada y de un Aragonés ya sabio dentro y fuera del campo.
La historia moderna del Atlético de Madrid no se entiende sin Luis. La del fútbol español, tampoco.
Jugador rojiblanco desde 1964, tras pasar entre otros equipos por el Plus Ultra, conjunto vinculado al Real Madrid (sí, quién lo diría, el Madrid) y el Betis. Debutó en el viejo Metropolitano el 13 de septiembre de esa temporada pero su nombre pronto se vincularía para siempre al entonces nuevo estadio del Manzanares o Vicente Calderón, en cuyo césped lograría el primer gol de su historia en un partido contra el Valencia. Era la cuarta jornada de aquella temporada, un 2 de octubre de 1966. Y el 8 estrenaba el marcador del coliseo con un gol de cabeza; él, un especialista en marcar de falta. Paradojas de la vida y del club colchonero.
El Atleti inauguraba estadio y lo hacía como campeón de Liga, la primera de nuestro protagonista. A este título le sucederían en su palmarés las Ligas de 1969-70 y 1972-73, así como las Copas de 1964-65 y 1971-72 y el subcampeonato de la Copa de Europa de 1974, perdido en el último suspiro tras su tanto en la prórroga de falta directa. El alemán Hans-Georg Schwarzenbeck enjugó la ventaja obtenida por «el Sabio de Hortaleza» cuando los jugadores entrenados por Juan Carlos Lorenzo se preparaban para levantar el máximo título continental.
En aquellos años no había penaltis al término de la prórroga; otra fatalidad, pues alguna oportunidad habría tenido el Atleti de imponerse en la misma a pesar de que la potencia del Bayern de Múnich no invitara al optimismo. En cualquier caso, el gol alemán condujo a un partido de desempate en el que el Atleti fue vapuleado por un conjunto que sería la base de la selección alemana que ese mismo año se proclamó campeona del mundo.
Tiempo tendría Luis de resarcirse de aquella derrota, pues la temporada siguiente, la 1974-75, fue elegido entrenador por el presidente, Vicente Calderón. Otra paradoja en la historia del Atleti: su primer título internacional como técnico, la Copa Intercontinental (hoy Mundialito de Clubes y que en la década de los setenta jugaban los campeones de Europa y de la Libertadores) la ganaría sin haber sido campeón continental.
Comenzó Aragonés su carrera como entrenador, de forma igual o más brillante que la de jugador. Llevó su sabiduría, su espíritu competitivo y su ansia por la victoria a los banquillos para hacerse, tras la citada Intercontinental, con la Liga de 1976-77 y con las Copas de 1976, 1985 y 1992, además de la Supercopa de España de 1985.
Después de entrenar en diversas etapas al Atleti, Aragonés se sentó, entre otros, en los banquillos de Valencia, Barcelona, con el que se hizo con la Copa de 1988, Sevilla, Betis o Mallorca. Regresó en 2001 al Calderón para lograr el ascenso tras dos temporadas en Segunda.
La cima de su carrera como técnico llegó el 29 de junio de 2008 en el estadio Ernst Happel, de Viena, cuando España se proclamó por segunda vez en su historia campeona de Europa con un gol de Fernando Torres, uno de los jugadores que en el club había contribuido a moldear de forma decisiva. Luis, a pesar de la Eurocopa, no continuó en la federación. Un hecho inexplicable e inexplicado.
El 1 de febrero de 2014, Luis se llevó su sabiduría al «tercer anfiteatro».
Si Luis Aragonés es una leyenda y simboliza una parte de la historia rojiblanca, un niño argentino, Manuel Oppenheimer, representa el futuro. He querido que en este libro a un mito del club le suceda en el segundo capítulo un chaval nacido en la otra orilla del Atlántico en el año 2009, por lo que en 2018 tenía 9 años. El futuro y la gran proyección internacional que ha tenido la entidad en los últimos años han hecho que este chaval sea un fanático del Atleti.
Manuel Oppenheimer es un niño argentino al que una extraña enfermedad le dejó sin piernas y sin una mano al poco tiempo de nacer. En la otra, tiene dos dedos. «Oppe» —como figura en una de sus camisetas del Atleti, de las muchas que debe de tener— entró en contacto con Antoine Griezmann a través de un vídeo que le envió y al que el francés respondió mostrándole su admiración, ya que «solo» juega al fútbol, nada y practica el atletismo.
En noviembre de 2018, el chico viajó a Madrid para cumplir uno de los sueños de su vida: ver un partido del Atlético de Madrid y saludar a su ídolo, quien ya la noche anterior al partido disputado contra el Athletic de Bilbao se había desplazado al hotel de la «delegación» argentina para abrazar a Manu.
Si hay una historia que me ha emocionado en las últimas temporadas, esa es la que refleja el vídeo El sueño de Manu, cuando Oppenheimer presenció el 10 de noviembre el choque con el club vasco, un partido en el que se impusieron los locales por 3-2 con un increíble tanto de un Diego Godín cojo, bajo la lluvia y al final del encuentro.
Me gusta cómo habla y su acento: «es muy, pero que muy lindo», dice al acercarse en coche al estadio y verlo al fondo con la gran bandera, y añade: «encima con esa banderita del Atlético de Madrid», y la cara de asombro del chaval. Y me hace gracia la pasión que muestra al celebrar los tantos locales y, sobre todo, su naturalidad a la hora de mirar a la cámara y a la hora de ser saludado uno a uno por los jugadores y el cuerpo técnico del Atleti. ¡Qué desparpajo! No me imagino a mí mismo con esa tranquilidad en la puerta del vestuario rojiblanco cuando tenía la edad de «Oppe».
No creo que haya un buen atlético que no haya visto el documental. Pero por si acaso aquí dejo las palabras de despedida del niño argentino: «Les recomiendo mucho venir a este estadio y ser de este equipo, porque es muy lindo y te apasiona este equipo porque vos sentís los partidos en un estadio tan lindo como este y encima con tanto respeto por los jugadores [supongo que por los locales]. Es muy lindo ser de este equipo. ¡Aúpa Atleti!»
El atlético más atlético del mundo no vive en Pirámides, ni en Carabanchel, ni en la avenida de Luis Aragonés, ni siquiera reside en España, aunque sí nació en ella.
Michael McCleary, mi amigo Miguel, es una de las personas más auténticas que conozco y entre otros motivos es tan auténtico porque es el atlético más atlético del mundo. De broma solemos poner en duda su condición de líder en una imaginaria clasificación de aficionados rojiblancos y más en los últimos años durante los cuales en nuestras vidas han aparecido nuevas personas capaces de competir con él. Pero este «americano loco», nacido en Madrid, en Fuencarral, el 8 de abril de 1957, es imbatible, no tiene rival.
En los años cincuenta, la familia McCleary vivía en la capital de España ya que el padre, John, era el coronel de las Fuerzas Aéreas de los EE. UU. en España y sus hijos iban al colegio de la base de Torrejón de Ardoz, en la que entonces los norteamericanos tenían uno de sus principales centros en Europa.
Miguel, a diferencia de otros niños de la base, además se decantó por un deporte tan poco americano como el fútbol y su equipo de Torrejón incluso disputaba una Liga con los combinados de otras bases de los Estados Unidos como la de Rota (Cádiz) o Zaragoza. Siempre ganaban, dice él, que jugaba de lateral izquierdo con el 3 en la espalda, número que aposta lleva este capítulo y que tenía la camiseta de algunos mitos de la historia rojiblanca, Isacio Calleja y José Luis Capón, entre otros.
El primer contacto de McCleary con el Atleti fue ya muy curioso, pues un compañero suyo celebró su cumpleaños nada más y nada menos que en el antiguo estadio Metropolitano. Pudiera ser que algún chaval del centro militar se enganchase al club colchonero debido a que creía que había una vinculación entre la entidad y su país por los colores. Piensen en el rojo y el blanco, las barras del escudo, las estrellas e, incluso, el tono del azul del pantalón.
Tras aquel encuentro y aquel cumple, Michael ya lo tuvo claro: sería del Atleti. Y lo sería para siempre y tanto que ya no encontró rival a la hora de hacer locuras por su equipo. Años después, mi amigo buscó en una hemeroteca la crónica del partido de su debut. Y la encontró: Atlético de Madrid, 4 – Pontevedra, 0. Fue un 6 de marzo de 1966. Tenía 9 años, los mismos que Manuel Oppenheimer (ver capítulo 2) cuando visitó Madrid.
Años más tarde, sería su hermano mayor, Brian, quien le llevaría al estadio Vicente Calderón. Y uno de sus mejores recuerdos, me ha explicado, es precisamente el momento en el que dejó atrás la glorieta de Pirámides y vio el coliseo del Manzanares de repente y en todo su esplendor, pues entonces no estaban los edificios que había entre el fondo sur y la plaza, y que quitaron la bonita vista cuando hasta no hace tanto se encaraba el paseo de Los Melancólicos.
Sus primeros años de «militancia» colchonera le dieron la pauta de lo que iba a ser su vida en rojo y blanco: alegrías y decepciones. La vida misma reflejada en un trozo de césped. Entre las primeras, la Copa de 1972 ganada al Valencia o la semifinal de 1974 frente al Celtic de Glasgow; entre las segundas, su primer derbi en el Bernabéu, perdido el día de Reyes de 1972. Ya empezaban «los Reyes» a hacernos «regalos».
Los estudios le llevaron a Boston en 1976. Sin embargo, su progresión en esa imaginaria clasificación de atléticos hasta la muerte era ya imparable hasta conseguir la primera posición, y en su país siguió como pudo la actualidad rojiblanca. En mayo de 1977 solicitó a sus profesores que le adelantaran los exámenes por «un acontecimiento familiar». No mintió porque se trataba de su familia rojiblanca que se disponía a celebrar su octava Liga, y el partido decisivo era en el Santiago Bernabéu. Mereció la pena.
Desde Estados Unidos, siempre al tanto de lo que le ocurría al club. A veces de manera increíble: dejaba un casete grabando los partidos a través de Radio Exterior de España cuando se iba a trabajar y era sábado o domingo y jugaba su Atleti. El problema era que no tenía a nadie en casa que le diera la vuelta a la cinta, de tal forma que a su regreso solo podía escuchar una parte de la narración del encuentro y esperar a que el lunes llegara la prensa española. Ahora parece increíble, pero era así. Ni Internet, ni plataformas de televisión ni nada que se le parezca. Un día o dos de incertidumbre.
Miguel se ha superado en los últimos años. No solo viaja un par de veces al año a España a ver al Atleti, sino que gasta sus vacaciones en hacerlo. Con motivo de la final de la Liga Europa de 2018 viajó desde Washington a Lyon, y ni que decir tiene que estuvo en la despedida del Calderón y en la inauguración del nuevo Metropolitano. Ese día portaba una cartulina en la que relataba que había hecho un «triplete» de estadios: los dos Metropolitano y el Manzanares.
Alguna compañera de trabajo me ha comentado alguna vez después de hablarle del «americano loco» que debería escribir un libro solo dedicado a él. Me lo pensaré. Se lo merece, desde luego. Miguel tiene una historia asombrosa y coincido con amigos que tenemos en común que lo más increíble es que una vez que dejó España siguiera contra viento y marea fiel al equipo, incluso más que si se encontrara en Madrid.
Aparte de una colección única de objetos relacionados con el Atleti —butacas, trozos del Calderón, una almohadilla de los 70—, el culmen de su pasión llegó en forma de matrícula, pues su Jeep Cherokee porta por las calles de Washington una placa en la que se puede leer «ATLETI». Así que si usted camina cerca de la Casa Blanca y ve esta placa con esa palabra, no piense que lo está soñando, no. Se trata del coche de McCleary.
No acaba ahí, Miguel ya tiene un sitio reservado para cuando parta hacia el «tercer anfiteatro». En su tumba, en el corazón de la capital de los Estados Unidos, hay un epitafio que exclama: «¡Aúpa Atleti!»
PD: Miguel es una de las mejores personas que conozco.
Este libro es un libro escrito desde el punto de vista de un aficionado loco del Atleti. De uno que la mayoría de las veces reconoce a sus semejantes a primera vista. Mentalmente clasifico en diferentes categorías a los seguidores rojiblancos, y podría hacerlo con los de los otros equipos en función de su implicación con el club.
En el hasta hace poco nuestro capitán, Gabriel Fernández (Madrid, 10-7-1983), reconozco, como diría un italiano, a «uno di noi» (uno de los nuestros). Y lo hago por muchos motivos, pero uno de ellos es el reconocimiento que hizo de que el momento más emotivo de su carrera como jugador del Atlético de Madrid había sido la vuelta de la semifinal de la Liga de Campeones de 2017 frente al Real Madrid al que ganamos (2-1), pero ante el que caímos eliminados. El capitán ha señalado que, aquella triste noche, la afición le dio una lección aguantando hasta el final del encuentro en una noche infernal. El último partido internacional en el Vicente Calderón, en el que para despedir al Atleti se abrieron los cielos y nos cayó encima una de las mayores trombas de agua que el viejo coliseo de la ribera del río Manzanares recordara. Adiós, Calderón adiós. ¡Y qué adiós! Varios amigos atléticos piensan asimismo que aquel fue el momento más memorable de su vida futbolística. Igual que Gabi.
Evidentemente, los méritos de Fernández para estar en el cuadro de honor de los jugadores rojiblancos no empezaron aquella noche del 10 de mayo de 2017. Canterano, un año mayor que Fernando Torres, llegaría al primer equipo más tarde que el número 9 y dejó el club en el mismo momento, en el verano de 2018, tras ganar la Liga Europa en Lyon (3-0) al Olympique de Marsella con un tanto del capitán, el tercero ya al filo del final del encuentro. También llovió aquella gran noche de Lyon.
Gabriel debutó en el Atleti en la temporada 2003-04, el 7 de febrero en Mestalla, y fue cedido la siguiente al Getafe, donde tuvo de técnico a Quique Sánchez Flores. De regreso al Vicente Calderón, estuvo dos temporadas más y en la 2007-08 firmó un contrato con el Real Zaragoza, club en el que permaneció y del que fue líder a lo largo de cuatro temporadas.
Regresó en 2011 con el entrenador de su debut, Gregorio Manzano, de nuevo en el banquillo colchonero para firmar uno de los periodos más destacados de la historia con siete títulos en siete años si le incluimos en la Supercopa de 2018. La Liga de 2014, la Copa del Rey de 2013, de la que será imposible olvidar su imagen con la bandera del Atleti en el centro del Santiago Bernabéu; dos Ligas de Europa, en 2012 y 2018; una Supercopa de Europa, en 2012, y una Supercopa de España, en 2014. Todos ellos con Diego Pablo Simeone al frente de la plantilla.
Desde luego que la Supercopa continental ganada al Madrid en Tallin también es bastante suya, aunque acababa de dejar la disciplina rojiblanca. Y como se la merece y el libro lo escribo yo, pues hago esa trampilla.
Resulta incomprensible que Gabi no fuera convocado para disputar el Mundial de 2014 en Brasil tras el temporadón que hizo aquel curso y la extraordinaria final de Lisboa, donde parecía que hubiera cinco jugadores del Atleti con el 14 sobre el césped del estadio Da Luz. Y más increíble que no debutara a lo largo de su carrera con la selección nacional.
El protagonista de este capítulo se despidió del club de su vida el verano de 2018 para jugar en el Al-Sadd de la Liga de Qatar y recibió un homenaje de la afición y de la entidad el 22 de diciembre de 2018 después del encuentro con el Espanyol bajo una pancarta que decía «Capitán y referencia».
A pesar de sus títulos, de su palmarés, de las banderas en el Bernabéu, de los abrazos y homenajes, cuando se le pregunta por «su momento atlético», contesta que fue aquella noche de tormenta en el Calderón. Aquella en la que aprendió qué es de verdad ser «uno de los nuestros». Una noche en la que no pudo ser una casualidad que el cielo se abriera sobre nuestras cabezas.
Milinko Pantic, uno de los símbolos del doblete de la temporada 1995-96. Para los que piensan que el doblete es un bar que había en el fondo sur del Vicente Calderón o que debido a su edad no lo saben, con esta palabra se denomina la consecución de la Liga y la Copa del Rey por primera vez en los entonces 93 años de vida que tenía el club.
«Sole» Pantic, que metía goles a balón parado y nos salvó la cabeza de cabeza en una tarde de abril de 1996 en el estadio de La Romareda, en Zaragoza, en una prórroga agónica, ante el Dream Team de Johan Cruyff y de Pep Guardiola. Con la testa y a pase de Geli. El hombre de la derecha precisa metió el gol de su vida de cabeza. Paradojas colchoneras. Otra más.
El centrocampista, nacido el 5 de septiembre de 1966 en la ciudad serbia de Loznica, llegó en la pretemporada del verano de 1995 de la mano de otro serbio, Radomic Antic (ver capítulo 30), también vinculado como jugador y técnico a uno de los grandes clubes del fútbol balcánico, el Partizán de Belgrado.
Procedente del Panionios griego, el nombre del nuevo 10 rojiblanco no decía nada a la afición española e, incluso, él mismo ha reconocido que hubo gente que pensó que se trataba de un familiar que su paisano y entrenador había «colocado» en la plantilla. No vivía el club sus mejores momentos deportivos y la afición no salió precisamente a la calle a vitorear a aquel centrocampista del que apenas tenía referencia.
Los años anteriores, el Atleti había estado más cerca del descenso que de lograr una plaza en las competiciones continentales: en la temporada 1993-94 se había clasificado duodécimo y en la 1994-95, decimocuarto. En aquellos años en los que los jugadores y los técnicos entraban y salían sin pena ni gloria y con tres temporadas ya desde el último título, la Copa del Rey de 1992, nadie podía imaginar lo que estaba a punto de suceder.
Y en ello tuvo un papel determinante Pantic.
El centrocampista de Loznica, acompañado por la gran calidad de los Caminero, Simeone, Kiko y Vizcaíno, entre otros, fue uno de los ejes del centro del campo en la medular rojiblanca, uno de los que tomaban las decisiones y que con su extraordinaria pierna derecha servía saques de esquina y faltas a diestro y siniestro. De esos que ven las cosas antes que los demás y que es la mejor ayuda de un entrenador, en este caso de Antic, gran aficionado al ajedrez. Algo tendrían que ver su táctica y estrategia a la hora de sacar un gran partido a cada peón, caballo o alfil de una plantilla corta. El equipo logró aquel curso del doblete casi la mitad de sus goles en jugadas a balón parado.
La temporada siguiente, la escuadra regresó a la máxima competición europea con toda la ilusión del mundo después de haber conseguido un hito en su historia. La base del conjunto de la campaña 1995-96 permaneció en el club bajo la dirección del serbio e hizo soñar a los aficionados con la consecución de la Copa de Europa. Sin embargo, tras una gran fase de grupos, el club de la ribera del Manzanares caería en una noche aciaga frente al Ajax en la prórroga y tras fallar Juan Eduardo Esnáider un penalti en la vuelta en el Calderón que nos dejó fuera en cuartos de final. Yo creo que aquel día empezó un declive que nos condujo a Segunda en 2000.
Uno de los mejores recuerdos que quedan de aquella competición continental tiene también como protagonista a Pantic, quien en Dortmund marcó otro tanto histórico. En este caso no por ser decisivo como el de La Romareda, sino por la belleza del mismo. Fue en la cuarta jornada de la fase de grupo cuando el Atleti visitó Alemania. En una falta que le habían hecho a Toni Muñoz en la banda izquierda, y a dos metros del área del Borussia, Milinko colocó la bola al segundo palo de forma magistral para culminar la remontada iniciada minutos antes por Roberto Fresnedoso y finalizar con una victoria ante el campeón alemán y a la postre campeón europeo en 1996. Siempre quedará el consuelo de habernos impuesto en su campo al vencedor de la competición.
Pantic, una persona orgullosa y que habla seis idiomas, dejó el club en 1998 y se hizo cargo del filial en 2011. Su calidad y, sobre todo, su humildad y compromiso son recordados en cada partido, antes en el Calderón y ahora en el Metropolitano, con un ramo de claveles que deja Margarita Luengo (ver capítulo 42) junto a un córner del fondo sur. Y pobre del que lo toque.
Vicente Calderón es uno de los presidentes que han marcado la historia del club. Un hombre que modernizó la entidad, la llevó a sus máximas cotas deportivas y terminó las obras del estadio que durante 51 años fue la casa del equipo y llevó su nombre, si bien en sus primeros años el recinto se denominó del Manzanares.
Don Vicente estuvo al frente del club en dos ocasiones y en las dos se hizo cargo del Atleti en una situación precaria. Cual «señor Lobo» —que resuelve todo tipo de problemas—, Calderón tuvo que dirigir la entidad en dos momentos muy complicados.
Su primera etapa le llevó a vivir parte de sus mejores años, la que empezó en 1964 y finalizó en 1980, y en la que se enfrentó a numerosos problemas para terminar la construcción del Manzanares que sustituiría al antiguo Stadium del Metropolitano, un recinto que se encontraba entre el final de la avenida de la Reina Victoria y la zona de los colegios mayores de la Universidad Complutense.
Calderón solventó problemas administrativos y económicos para que el Atleti se mudara de estadio; entre otros, tuvo que pelear para que una parte de las tribunas ya levantada no tuviera que ser derribada debido a un contencioso por unos problemas de canalización y cimentación.
En esos 26 años, el Atleti dio un salto de calidad que explica parte de lo que es ahora. No solo por los títulos, sino porque Calderón fue un presidente que, sin duda, se adelantó a su tiempo y vio como nadie la profesionalización en todos los aspectos que estaba a punto de llegar a este deporte. Finalizó y respaldó un estadio con todas las localidades de asiento, instauró una gestión empresarial, se fijó en el mercado de jugadores de América, fomentó los viajes masivos de socios a partidos importantes fuera de Madrid y, en fin, hizo más grandes a los colchoneros.
En esa etapa se pasó de 14.000 a más de 50.000 socios y, sobre todo, se clasificó por primera vez en su historia para una final de la Copa de Europa y ganó la Copa Intercontinental de 1975, su mayor logro internacional; las Ligas de 1965-66, 1969-70, 1972-73 y 1976-77; cuatro Copas, la de 1965, 1972 y 1976, y en su vuelta a la presidencia tras la etapa de Alfonso Cabeza sumó la de 1985, y la Supercopa de España de 1985. Por lo tanto, es el presidente del Atleti con más títulos.
Dirigentes como don Vicente apenas quedan en el fútbol español, señores que marcaron una época y que supieron como nadie, nada más y nada menos que hace medio siglo, anticiparse a las nuevas formas de ocio y de deporte que hoy conocemos.
Germán «el Mono» Burgos (Mar del Plata, Argentina, 16-4-1969) sí que es un tipo único, tan único como el equipo cuya portería guardó durante años y en cuyo banquillo se ha sentado durante casi ocho temporadas. ¿Alguien conoce a una persona tan peculiar ligada a un club de fútbol?
Casi con toda seguridad, Germán no podía imaginar que con el paso de los años se convertiría en uno de los símbolos del club al que llegó en verano de 2001 de la mano de Luis Aragonés, quien le había tenido bajo sus órdenes en el Mallorca. Burgos aterrizó en el Vicente Calderón con el equipo dispuesto a encarar su segunda temporada en Segunda División, en la que finalmente logró el ascenso después de dos años penando en el «infierno» y en cuya plantilla fue entonces clave.
Si bien dejó su sello en la portería rojiblanca durante tres temporadas, en las que alternó partidos sobresalientes con otros menos buenos, su lugar en el universo rojiblanco y el corazón de los aficionados lo encontró en su etapa de segundo entrenador del Cholo Simeone.
«El Mono» ha hecho de todo. Bueno, supongo que de casi todo. Detener a Luís Figo un penalti con la nariz, cantar en el grupo de rock GARB —que responde a su nombre completo, Germán Adrián Ramón Burgos—, protagonizar el anuncio más divertido de la historia del club saliendo de una alcantarilla, enfrentarse a José Mourinho en el Bernabéu o encararse con el técnico del Bayer Leverkusen Roger Schmidt, sobrevivir a un cáncer, parar un balón con la cabeza, con un pie, con un codo… Un crack.
Sin embargo, si me tengo que quedar con una imagen suya, elijo una de la final de la Copa del Rey de 2013, el 17 de mayo, en el Santiago Bernabéu. Sí, aquella del gol de João Miranda en la prórroga. Germán se situó en el centro del campo, incluso ajeno al corrillo de su propio equipo, mirando desafiante al equipo contrario, con una carpeta verde en sus manos y mascando un chicle. ¡Qué pasaría por su cabeza en esos momentos! Quizás pensó que el central brasileño debía cabecear como lo hizo y donde lo hizo para marcar el segundo tanto. A lo mejor fue idea suya. Nunca lo sabremos, pero ganamos. Y es que su referente y su portero favorito es otro «loco», el legendario arquero argentino «el Loco» Gatti.
El 3 de junio de 2020, Germán anunció emocionado que dejaba el Atleti, que emprendía su camino solo. Algo lógico. Entonces recordó y destacó algunos de los momentos vividos desde diciembre de 2011 junto a su amigo Simeone y dos de los abrazos que se había dado con Diego Pablo a lo largo de esas temporadas: el primero, el de la Liga de 2014 en Barcelona y, el segundo, el del 11 de marzo de 2020 en Liverpool. El tercero, el que está por llegar, será cuando ganemos la Liga de Campeones. «Nos debemos el tercero.»
«Esto es un hasta luego, no es un adiós. El futuro y el fútbol dirán si nos volveremos a ver. No claudiquen, sigan luchando, persigan sus sueños, peleen en la vida.»
¿Se imaginan a Germán con la camiseta de portero del equipo blanco o del blaugrana?
Imposible.
A una buena parte de los atléticos este nombre no les dirá mucho, incluso nada.
La historia del Atleti está llena de alegrías y de tragedias.
No quería avanzar mucho más en este libro sin traer a sus páginas a una de las personas cuyo drama marcó una buena parte de la década de los sesenta y el comienzo de la siguiente: Miguel Martínez Febrer, «el Panocha».
Nacido el 17 de abril de 1938, en Barcelona, Martínez acababa de llegar al Atleti procedente del Betis fichado junto a Colo, Matito y Luis Aragonés. Un defensa o medio al que sus compañeros de entonces definen como «un valiente, alto y muy fuerte», un jugador de calidad que, según Aragonés, habría sido con seguridad internacional.
«El Panocha», como era conocido por ser pelirrojo, había llegado a la capital de España en abril de 1964 y pronto se embarcaría con el resto de la plantilla en una larga gira por Suramérica. A los colchoneros les esperaban partidos por Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Perú, Ecuador y Venezuela. Imagínense qué viajes, qué aventuras… Visitas en las que los jugadores eran recibidos a lo grande pero no en el sentido que lo hacen ahora. Eran casi viajes de Estado. En el que la plantilla tenía una agenda más humana y próxima al país que visitaba. Comía con la colonia española del lugar, tenía un contacto con los aficionados que ahora sería imposible y rendía homenaje a los héroes locales. Lo dicho, como si fueran los Reyes.
Pero volvamos a Martínez. Fue en el Hotel Columbia Palace de Montevideo, la noche del 13 de julio, cuando Miguel, que compartía habitación con Colo, se sintió indispuesto y sufrió un ataque de mesoencefalitis que le llevó a perder la conciencia y caer en un coma cerebral del que ya no despertaría. En España se hallaban su mujer, María José Márquez, y su hijo recién nacido.
Tras ser hospitalizado en la capital de Uruguay, el Atlético organizó su repatriación a Madrid, donde el 2 de agosto quedó ingresado en la Clínica de la Concepción, muy cerca del lugar en el que se encontraba el antiguo Metropolitano. En la habitación 466 pasó Miguel, «dormido», el resto de sus días, junto a su esposa y a su hijo.
El 14 de julio de 1967, el jugador recibió la Medalla al Mérito Deportivo impuesta por el delegado nacional de Deportes, Juan Antonio Samaranch, acompañado del entonces presidente del club, Vicente Calderón, y de la mujer de Martínez. Asimismo se organizó un partido benéfico entre una selección de jugadores que vistió los colores del primer equipo del «Panocha», el Granollers, y el Atleti. El encuentro se retransmitió en directo por TVE —o era a través de esta o no era— y se organizó una fila cero, una de las primeras veces que se puso en marcha esta entrada solidaria teniendo un éxito increíble porque, entre otras cosas, el caso de Miguel Martínez era muy popular. «Panochita», que era el nombre por el que los jugadores colchoneros conocían al niño del jugador, recibió el carné de socio número 50.000.
Creo que perdimos, pero entre la venta de localidades y la fila cero se superaron los cuatro millones de pesetas. Todo un dinero. Ganamos.
Miguel se marchó definitivamente al «tercer anfiteatro» en la madrugada del 28 de septiembre de 1972.
«El Niño» Torres (Madrid, 20-3-1984), un chaval que a finales de la temporada 2000-01 nos hizo soñar con el ascenso que todavía tardaría un año en producirse, la imagen del club en aquellos tristes años, la referencia que tenían entonces miles de chicos colchoneros en el patio del colegio o en el parque, el orgullo de una grada huérfana de ídolos durante varios cursos. Más tarde, más orgullo: «el Niño» y Luis nos hicieron campeones de Europa, de la mano, junto a una gran generación de jugadores españoles cambiaron la historia del fútbol español. ¡Qué golazo aquel de la final de Viena en 2008!
Las dos personas imprescindibles en aquel título, dos leyendas rojiblancas.
Cómo no acordarse de los consejos previos a la final de Luis a Fernando y al resto de la selección que quedan recogidos al comienzo de este libro…
Aunque en 2007 se marchara a Inglaterra, Fernando siempre ha sido un atlético más. Todavía no me explico que no le llamaran la atención o le sancionaran en el Liverpool cuando se paseó por las calles de Madrid con la bandera del Atleti tras ganar el Mundial de 2010 en Suráfrica. O igual sí lo hicieron. Pocas veces se habrá visto eso.
Colchonero por su familia, en concreto por su abuelo materno, Eulalio, del que aprendió a sentir el orgullo de las rayas rojas y blancas en el pecho, a ser distinto entre los demás y a no animar a un equipo solo por sus victorias. «Me dio el mejor regalo que se le puede dar a un nieto, que es hacerle del Atleti», señaló el día de su despedida.
Torres cubrió todas las etapas del buen canterano: desde infantil al primer equipo, en el que debutó al final de la primera temporada en el «infierno»; sí, aquel en el que solo íbamos a estar un añito y estuvimos dos. Cosas de la vida y, por lo tanto, del fútbol. Fernando, que ya había ganado una Eurocopa sub-16 con la selección nacional, saltó al césped del coliseo del río Manzanares en un encuentro contra el Leganés el 27 de mayo de 2001, en un momento en que el equipo entrenado por Carlos Cantarero trataba de coger el último tren para volver a Primera. Y marcó su primer tanto en Albacete en la jornada siguiente para hacer creer a la afición que el ascenso era posible. No lo fue. Cosas del Atleti.
Aquel verano se cruzó en su camino una persona que, a la postre, sería crucial en su carrera: Luis Aragonés, al que unió su nombre para siempre, que le dosificó, con el que ascendería en 2002 y que le haría debutar en Primera ya en la Liga 2002-03. Sin embargo, la vuelta a la máxima categoría del fútbol español no fue un camino de rosas para el club y durante varias temporadas el juego y la clasificación del equipo no pasaron de discretos, por decir algo.
Hacía frío aquellos años a la orilla del Manzanares. Una temporada tras otra sin un mísero título, con las ilusiones muy justas. Fue en 2007, tras una derrota contra el Barça en casa por 0-6 y de que se escapara una plaza europea al final de la Liga, cuando al parecer decidió hacer las maletas. Liverpool era el lugar y allí se hizo un nombre entre los grandes del fútbol internacional. En 2008, campeón de Europa con España; en 2010, campeón del mundo y en la 2011-12, tras ser traspasado al Chelsea en el mercado de invierno de la 2010-11 en la operación más cara entre dos clubes de la Premier, la conquista de la Copa de Europa con el club londinense en Múnich frente al Bayern. La temporada la redondearía con la Eurocopa de Ucrania y Polonia en 2012.
Fernando vivía entonces los mejores años de su carrera.
Es gracioso o irritante, según se mire, cómo se ha puesto en duda la calidad de Torres. Críticas que se agudizaron cuando tras unos meses en el Milan regresó al Atleti en las Navidades de 2014 y llenó el Calderón en su presentación. Algo increíble: más de 45.000 personas en enero llenaron un estadio para dar la bienvenida a alguien. Algo único. Que si esto que si lo otro. Que si le falta un gran título con el Atleti. Fernando es uno de los jugadores españoles que tiene mejor palmarés en la historia del fútbol.
Y todavía le quedaba disputar otra final de la Liga de Campeones, la de Milán en mayo de 2016. Y todavía le quedaba estrenar y completar su palmarés vestido de rojo y blanco. Lo hizo el 16 de mayo de 2018 en su último encuentro internacional con el Atleti, en el que el club sumó su segunda Liga Europa, en Lyon, frente al Olympique de Marsella (3-0).
En Neptuno, dos días después, Torres recordó emocionado y ante miles de colchoneros cuando de niño fue a esa plaza a celebrar el doblete de 1996 y las «muchas cosas» que había ganado, y dijo: «Sin duda esta es la mejor, sin duda. Para todos los niños que tengan sueños, nada es imposible y, si eres del Atleti, menos. ¡Forza Atleti!»
PD: Rubén Díez (ver capítulo 81), un gran amigo y gran atlético, me ha hecho una apreciación sobre los años en los que Torres estuvo fuera del Atleti, de la que quiero dejar constancia: «En realidad todos nos fuimos con él para acompañarle. Pasamos a hacernos seguidores de los equipos para los que él jugó, en especial del Liverpool. Sus éxitos también lo fueron nuestros y sus fracasos, que fueron escasos, también. Porque si hay algo que diferencia al aficionado atlético es el estar con los suyos, más aún si cabe en las derrotas. Cada vez que Fernando cosechaba algún éxito con su club o con la Nacional, al día siguiente sacábamos pecho allá por donde fuésemos como lo hacen esos padres orgullosos de los éxitos que obtienen sus hijos. Verle celebrar un título ajeno portando la bandera del Atleti siempre nos provocó un sentimiento indescriptible, profundamente desgarrador y que a la vez nos enmudeció el corazón. Seguramente, Fernando disputó sus mejores minutos como futbolista lejos de la ribera del Manzanares, pero eso nunca importó. Fernando forma ya parte de ese Olimpo de leyendas rojiblancas, en un lugar privilegiado a la derecha de Don Luis, uno de sus “padres” futbolísticos y un mito para todos nosotros.»