Viaje a
Jerusalén
PIERRE
LOTI
CUADERNOS
DE HORIZONTE
SERIE
¿QUÉ HAGO
YO AQUÍ?
Viaje a
Jerusalén
PIERRE
LOTI
TRADUCCIÓN DE
PILAR RUBIO
REMIRO
– I –
– II –
– III –
– IV –
– V –
– VI –
– VII –
– VIII –
– IX –
– X –
– XI –
– XII –
– XIII –
– XIV –
– XV –
– XVI –
– XVII –
– XVIII –
– XIX –
– XX –
– XXI –
– XXII –
– XXIII – ¡O crux, ave spes unica!
«O crux, ave spes unica!»
A mis amigos,
a mis hermanos desconocidos, dedico este libro
—que no es otra cosa que un mes de mi vida—
escrito merced a un supremo esfuerzo de sinceridad.
PIERRE LOTI
¡Jerusalén!... ¡Ah, qué esplendor mortecino el de este nombre! ¡Cómo centellea aún a lo largo del tiempo y el polvo, de modo tal, que casi siento profanarlo colocándolo aquí al comienzo del relato de mi peregrinación sin fe!
¡Jerusalén! Quienes me han precedido en mi paso por la tierra han escrito multitud de libros, profundos y magníficos, pero yo solo quiero tratar de referirme aquí al aspecto actual de su desolación y ruina; consignar cuál es en nuestra época efímera el grado de desaparición de su aura santa, que próximas generaciones no alcanzarán a ver ya.
Quizás hablaré también de la impresión de un alma, la mía, que es una de las más atormentadas del siglo que acaba. Pero existen otras semejantes a la mía y podrán acompañarme. Pertenecemos unos a la oscura angustia del presente, y otros pocos al borde del negro abismo en que todo ha de caer y pudrirse. Vemos aún, a una distancia inapreciable, sobrevolar la inadmisibilidad de las religiones humanas, el perdón traído por Jesús, el consuelo, la promesa de vernos nuevamente en las moradas celestiales. ¡Ah, nunca ha habido nada más que eso! Todo lo demás es vacío y apariencia, no solo entre los exangües filósofos modernos, sino aún en los arcanos de la India milenaria, entre los maravillosos sabios iluminados en la vejez. Por esto, desde la hondura de nuestro abismo, continúa elevándose hacia quien una vez fue llamado el Redentor, una vaga adoración desoladora.
Realmente, mi libro solo puede ser leído y aceptado por aquellos que perecen por haber poseído y abandonado la única esperanza; o por quienes, nunca incrédulos, como yo, vengan aún al Santo Sepulcro, llenos de lágrimas los ojos y el corazón de plegarias a postrarse ante Él de rodillas...
Lunes, 26 de marzo
Lunes de Pascua. Llegados del desierto, nos despertamos en nuestras tiendas ancladas en medio de un cementerio de Gaza. No más salvajes beduinos a nuestro alrededor, ni camellos, ni dromedarios. Nuestros nuevos servidores maronitas se apresuran a ensillar y enjaezar nuestras flamantes acémilas —caballos y mulos—. Levantamos el campamento para dirigirnos hacia Jerusalén.
Precedidos por dos guardias de honor cedidos por el bajá de la ciudad, que apartan a la gente abriéndonos paso, caminamos por entre mercados y bazares. En seguida salimos a las afueras donde la animación matutina se apiña alrededor de las fuentes. Todos los aguadores andan allí llenando sus odres de piel de cabra y cargándolos en burros. Interminables escombros de murallas y puertas, montones de ruinas bajo las palmeras... Y, por fin, el silencio del campo; sembrados de cebada; bosques de olivos centenarios y el principio del arenoso camino a Jerusalén donde nos depositan nuestros guardias.
Dejamos este camino a nuestra izquierda para tomar, por entre los verdes campos de cebada, los estrechos senderos que conducen a Hebrón. Nuestra llegada a la ciudad santa se retrasará cuarenta y ocho horas por este desvío, pero los peregrinos suelen hacerlo así, para detenerse ante la tumba de Abraham.
Hoy hacemos de camino alrededor de diez leguas por entre los sembrados aterciopelados de cebada interrumpidos por manchas de asfódelos, donde pacen los rebaños. A lo lejos, campamentos árabes, negras tiendas entre el hermoso verdor de los herbazales, o bien pueblecillos fellahs1, con sus casuchas de tierra gris alrededor de alguna pequeña cúpula encalada que cubre un santo sepulcro protector.
Al correr la tarde, el sol, que había calentado fuerte, se vela poco a poco con ligeras brumas tristonas que le dan aspecto de un pálido disco blanco, y entonces nos damos cuenta exacta del camino recorrido ya hacia el norte.
Dejamos los llanos de cebada para entrar en un paraje montañoso y, de pronto, se abre ante nosotros el valle de Bayt Jibrin, donde esperamos pasar la noche. Verdadero valle de la Tierra Prometida donde «fluye leche y miel». Es verde, de un delicioso verde primaveral de pradera de mayo, entre colinas y vigorosos y soberbios olivares que lo cubren de otro verdor bellamente oscuro. Hacia allí caminamos por entre el espesor de la hierba, entre rojas anémonas, lirios violáceos y ciclámenes rosados. Todo está saturado del aroma de las flores y, en el centro, espejea un pequeño lago en el que, a estas horas, beben ovejas y cabras.
En una de las colinas se halla el antiguo pueblecito árabe en el que, por la noche, se reúnen innumerables rebaños y, mientras montamos nuestro campamento sobre la hierba alta y florida, pasa ante nosotros un desfile sin fin de bueyes y carneros que suben a encerrarse allá, tras los muros de tierra, conducidos por pastores de largas túnicas y turbante, como si fueran santos o profetas. Algunos niños cargan tiernamente, entre sus brazos, a corderillos recién nacidos. Los últimos tratan de precipitarse por las estrechas callejuelas de barro seco; cientos de cabras negras, caminan en una masa compacta, como un largo reguero ininterrumpido, de color y brillo como de cuervo. ¡Es increíble lo que esta aldea de Bayt Jibrin puede albergar! Y al paso de todo este ganado, un saludable olor a establo se mezcla con el perfume de la tranquila campiña.
La vida pastoral de otro tiempo vuelve a hallarse aquí; la misma vida bíblica, con toda su sencillez y su grandiosidad.
Martes, 27 de marzo
Hacia las dos de la madrugada, cuando la noche posa su más profunda sombra sobre esta tierra de árboles y vegetación, prolongados sonidos de quejumbrosos cánticos, extremadamente suaves, surgen desde Bayt Jibrin, nos alcanzan y se desparraman a lo lejos, sobre el sueño y la frescura de los campos. Exaltado llamamiento a la oración, que recuerda a los hombres su inanidad y muerte. Los almuédanos, que son pastores, en pie sobre sus techumbres de tierra, cantan juntos, como en eco prolongado ¡y aún así es el nombre de Alá, el nombre de Mahoma, lo que se escucha, sorprendente y sombrío, en esta tierra de la Biblia y de Cristo!
Nos levantamos por la mañana a la hora en que parten los rebaños para esparcirse por los prados. La lluvia, la bienhechora lluvia desconocida en el desierto, tamborilea sobre nuestras tiendas y rocía abundantemente este edén de verdor en el que nos hallamos.
Viene a visitarnos el jeque del valle excusándose por haber estado retenido la tarde anterior en lejanos pastos donde yacían sus ovejas. Subimos al pueblo con él a pesar del incesante aguacero, caminando por entre los húmedos herbazales, entre lirios y anémonas que se encorvan al paso de nuestras túnicas.
En este país, cerca de la antigua Gaza y del viejo Hebrón, Bayt Jibrin, con apenas más de dos mil años de existencia, puede ser considerado como una aldea muy joven. Bayt Jibrin es la Bethogabris de Ptolomeo, la Eleutherópolis de Septimio Severo y en tiempos de las Cruzadas llegó a ser sede de un obispado. Hoy, las implacables profecías de la Biblia se han cumplido en ella, como de hecho lo han hecho en todas las ciudades de Palestina y de Edom. Bajo una maravillosa alfombra de flores silvestres late su desolación sin límites. Nada más que cabañas de pastores, establos —cuyos techos de tierra están rojos de anémonas—, residuos de poderosas murallas derrumbadas sobre la hierba. Y bajo tierra los escombros, bajo la maraña de grandes acantos y asfódelos los vestigios de la catedral en que oficiaron obispos de las Cruzadas. Columnas de mármol blanco con capiteles corintios; una nave, en su postrer grado de ruindad presta abrigo a cabras y a beduinos.
Es temprano cuando montamos a caballo para comenzar la etapa del día, bajo un cielo encapotado y tormentoso, del que, sin embargo, aún no se desprende ningún aguacero. Siguiendo una cuesta ascendente hacia las altas planicies de Judea, caminamos hasta el mediodía por floridos senderos, entre campos de cebada y colinas que los olivares tapizan con sus ramas grises y su follaje oscuro.
Como en el desierto, la caravana de nuestros enseres y tiendas aprovecha la parada de mediodía para adelantársenos, caravana muy diferente de esa otra que marcha aquí por verdes senderos conducida por sirios de rostros descubiertos, en la que las mulas avanzan con el tintineo de sus carlancas de campanillas, llevando al frente la mula capitana: la más hermosa de la recua, la más inteligente, adornada con bordados de perlas y conchas, agitando en su cuello el gran badajo que las demás escuchan y siguen...
A medida que ascendemos, las pendientes se hacen más empinadas, y el terreno, más pedregoso. Las cebadas ceden definitivamente su puesto a los matorrales y a los asfódelos.
Alrededor de las tres, al salir de un profundo desfiladero que nos había retenido encerrados durante mucho tiempo, nos hallamos de repente dominando inmensidades inesperadas. Tras nosotros y bajo nuestros pies, las llanuras de Gaza, la magnificencia de los campos de cebada, allanados a lo lejos como un mar verde, y más allá aún, infinitamente más allá, un poco de este desierto del que acabábamos de salir, presentándose a nuestros ojos por última vez como una vaga pantalla rosada. Muy distinto es lo que se descubre al frente. Hasta las vaporosas cimas del Moab que delinea el cielo, parece ascender un territorio de piedras grises, trabajado por la mano del hombre, en el que se superponen pequeños muros regulares hasta donde alcanza la vista: los viñedos en terraza de Hebrón trabajados siglo a siglo, en los mismos lugares, desde los tiempos bíblicos.
Aún están sin hojas las viñas porque abril no ha comenzado. Se ven sus cepas enormes retorcerse por doquier sobre el suelo, como serpientes de múltiples cuerpos. No ha cambiado el color del conjunto y estos grises campos, tristes, todo guijarros, cenicientos, en los que apenas un olivo solitario muestra de vez en cuando su pequeño mechón de negro follaje.
Más allá, algo parecido a una larga cinta blanca serpentea por donde desembocará nuestro camino; un verdadero camino apto para coches como en Europa, con su firme de piedras y tierra. ¡Y precisamente, ahora mismo, pasan dos vehículos! ¡Miramos esto con sorpresa de salvajes!
Es el camino de Jerusalén, el que nosotros seguiremos también. Desciende hacia Hebrón entre innumerables cercados de viñas e higueras. Se nota un cierto bienestar en todo, tras tantos guijarros, pendientes resbaladizas, baches peligrosos, como hemos atravesado desde hace más de un mes, y en el que no hemos dejado de velar por las patas de nuestros animales.
Dos carruajes más nos adelantan, llenos de ruidosos turistas de agencia: hombres tocados con salacotes, orondas mujeres con gorros de nutria cubiertos con verdes velos. No estábamos preparados para enfrentarnos a esto, aunque más que nuestro ensueño oriental, se arruga nuestro ensueño religioso... ¡Ah, sus indumentarias, sus gritos, sus risas, en esta tierra santa, a la que nosotros llegamos tan humildemente pensativos, por los viejos senderos de los profetas!
Afortunadamente los turistas se alejan. Sus carruajes se apresuran a salir antes de que anochezca, pues Hebrón aún no tiene hoteles. Hebrón continúa siendo una de las ciudades musulmanas más fanáticas de Palestina y difícilmente acepta albergar cristianos bajo sus techos.
Hebrón aparece entre colinas pedregosas cubiertas por multitud de viñedos en terrazas. Está edificada con los mismos materiales que los cercados infinitos de sus campos. Es un país de piedras grises, toda la ciudad lo es, una superposición de cubos de piedra, teniendo cada uno por techo una cúpula de piedra, semejantes todos, perforados por las mismas pequeñísimas ventanas de arco, reunidas dos a dos. Un conjunto sólido y duro que sorprende por su uniformidad y al que dominan cinco o seis alminares.
Según la costumbre, acampamos a la entrada de la ciudad, a la orilla del camino, en un paraje en el que crecen algunos olivos. Nuestras mulas campanilleras apenas se nos han adelantado hoy. Emprendemos la descarga de nuestro equipaje de nómadas en medio de numerosos espectadores, musulmanes o judíos, silenciosos y envueltos en sus largas túnicas.
Después de montadas nuestras tiendas, todavía nos queda una hora de día. El sol, muy bajo, dora en estos momentos las grises monotonías de Hebrón y sus alrededores; el montón de cubos de piedra que componen la ciudad; la profusión de muros de piedras que cubren la montaña.
Subimos a pie hacia la gran mezquita cuyos sótanos impenetrables encierran las verdaderas tumbas de Abraham, Sara, Isaac y Jacob. Árabes y judíos circulan en tropel por las calles y los colorines de sus vestiduras desentonan sobre la pátina neutra de las paredes desprovistas de cal y de pintura.
Algunas de estas casas parecen tan antiguas como los patriarcas, otras son nuevas, apenas terminadas, pero todas son parecidas: las mismas paredes macizas, sólidas, que desafían los siglos, las mismas proporciones cúbicas, los mismos ventanucos siempre acoplados. Nada desentona en este conjunto, pues Hebrón es una de las pocas ciudades que no depara ninguna construcción moderna o extraña.
El bazar abovedado en piedra, con tan solo algunos lucernarios estrechos y enrejados, está ya a oscuras y sus tenderetes comienzan a cerrarse. De los escaparates cuelgan túnicas y ropas, arneses y teteras, tocados de cuentas de camello y, sobre todo, abalorios de vidrio, pulseras y collares que se fabrican en Hebrón desde tiempos inmemoriales. Se ve con dificultad. Caminamos entre una neblina de polvo y el aroma a especias y ámbar, resbalando sobre brillantes y antiguas losas, bruñidas durante siglos y siglos por las babuchas y los pies descalzos.
En las proximidades de la gran mezquita nos invaden, a ratos, las sombras de la noche, cuando atravesamos las callejuelas que ascienden, abovedadas en ojiva, como naves estrechas. A lo largo de estas callejas se abren puertas de casas milenarias, adornadas con restos de inscripciones o de esculturas y, al pasar, nos topamos con enormes piedras de cimentación, que podrían ser contemporáneas de los reyes hebreos. En este atardecer, aquí se percibe todo como impregnado de incalculables miríadas de muertes. Se toma conciencia, bajo una impresión casi angustiosa, del amontonamiento de las edades en esta ciudad que estuvo involucrada en los acontecimientos de la historia sagrada desde los legendarios orígenes de Israel. ¡Qué de revelaciones sobre la antigüedad podrían ofrecer las excavaciones de este antiquísimo suelo, si todo ello no fuese tan impenetrable, tan cerrado, tan hostil!...
Abraham enterró, pues, a su mujer Sara
en la doble caverna del campo que mira a Manbré, donde se alza la ciudad de Hebrón,
en la tierra de Canaán.
(Génesis, XXIII, 19)
Volvemos a encontrar la dorada claridad de la tarde al salir de la oscuridad de las abovedadas calles, cuando llegamos al pie de la Mezquita de Abraham. Se encuentra a mitad de la colina que se corta profundamente para acogerla, oculta bajo su sombra feroz, el misterio de la doble caverna de Macpela, en la que hace cuatro mil años reposó el patriarca con sus hijos. ¡La cueva comprada por cuatrocientos siclos de plata a Efrón el Eteo, hijo de Seor!
Los cruzados fueron los últimos que llegaron aquí y no poseemos descripción escrita alguna más reciente que la de Antonio el Mártir (siglo VI). Actualmente, la entrada está prohibida incluso a los propios musulmanes. Por su parte, a los cristianos y judíos les está vedada la entrada a la mezquita. No penetran en ella ni por influencias, ni por astucia, ni por oro. A punto de alzarse en armas estuvieron los habitantes de Hebrón cuando hace una veintena de años, gracias a una orden del sultán, se le consintió entrar a su interior al príncipe de Gales.
Únicamente se permite a los visitantes dar una vuelta alrededor del santo lugar a través de un camino, una especie de foso, encajonado entre altas murallas. Toda la base del monumento está construida con piedras gigantescas de aspecto ciclópeo, gracias al rey David, para honrar con magnificencia la tumba del padre de los hebreos. Este primer recinto, de una longitud casi eterna, sumaba alrededor de dos mil años cuando los árabes lo aumentaron en altura con el muro almenado de la mezquita de hoy, que es ya tan vieja.
Casi a nivel del suelo hay una abertura por la cual se permite asomar la cabeza a cristianos y judíos para besar las sagradas lápidas. Y esta tarde allí están esos pobres peregrinos israelitas, arrodillados, alargando el cuello como los zorros cuando excavan, para intentar posar sus labios en la tumba del antepasado, mientras los niños árabes, graciosos y burlones, que se abren camino en el recinto, los miran con sonrisa de profundo desdén. Paredes y bordes de este agujero han sido, durante siglos y siglos, frotados por tantas manos, tantas cabezas, tantas cabelleras, que han adquirido un bruñido reluciente y grasiento. No solo son estas piedras las que así brillan, sino todas las del recinto de David, algo aceitosas, tras el continuo roce humano. Es que este es un lugar de los más antiguos que aún veneran los hombres, y en ningún momento la gente ha dejado de venir para rezar aquí.
El camino de la muralla, que se eleva sobre la colina, pasa en un momento dado sobre el santuario; luego la vista se hunde entre los muros sagrados y los tres minaretes que indican el emplazamiento de los sepulcros de los tres patriarcas. El del medio que, al parecer, corona la tumba de Abraham, es informe como una roca, bajo capas de cal y se remata por una gigantesca media luna de bronce.
Este es el «campo que mira a Manbré». La silueta, casi inmutable, de los montículos de enfrente, deben de haber sido los mismos de aquel día en que Abraham compró a Efrón, hijo de Seor, el lugar de estas sepulturas. La escena de esta compra (Génesis, xxiii, 16) y la del enterramiento del patriarca (Génesis, xxv, 9), casi podríamos reconstruirla con ayuda de los serios y sencillos pastores de estas tierras. Abraham debía de parecerse mucho a los jefes del valle de Bayt Jibrin o a los de las llanuras de Gaza. Ahora mismo, todo el espantoso pasado de los siglos se desvanece como humo. De regreso del abismo de aquellos tiempos bíblicos, sentimos resurgir a nuestras espaldas el final de la luz del día.
«Sepultadme con mis padres en la cueva del campo de Efrón, el Eteo —ruega Jacob, muriendo en tierra de Egipto—. Allí sepultaron a Abraham y a Sara, su mujer; allí sepultaron a Isaac y a Rebeca, su mujer; allí, también, sepulté yo a Lea» (Génesis, xlix, 29, 3i).
Sin duda alguna, es algo único en los anales mortuorios. Esta sepultura, tan primitiva y simple, que los ha reunido a todos, no ha cesado de ser venerada en ninguna época de la historia —mientras las tumbas más suntuosas de Egipto y de Grecia han sido profanadas y violadas desde hace tiempo—. Presumiblemente, incluso, los patriarcas continuarán descansando en paz, durante muchos siglos aún, gracias al respeto de millones de cristianos, musulmanes y judíos.
Aún brilla el crepúsculo cuando regresamos a nuestras tiendas a la orilla de la carretera. Desfila ante nosotros la gente que llega de los campos antes del anochecer: labradores, nobles y apuestos comerciantes envueltos en sus arcaicas vestimentas, pastores, extrañamente montados sobre las ancas de sus borriquillos, bestias de carga, rebaños de todo tipo en los que dominan las cabras negras, de largas orejas, que casi arrastran por el polvo.
Frente a nosotros, al otro lado del camino, mana una fuente, muy santa sin duda, ya que a ella acuden multitud de hombres y de niños a elevar, tras prolongadas reverencias, su oración de la tarde.
Noche ruidosa, como la de Gaza. Aullidos de perros vagabundos, tintineo de cascabeles de nuestras mulas, relinchos de nuestros caballos atados a los olivos junto a nuestras tiendas. Y desde lo alto de las mezquitas, los cánticos lejanos y dulces que los inspirados muecines dejan caer sobre la tierra.