Reina Roffé
Voces íntimas
Entrevistas con autores
latinoamericanos del siglo XX
Jorge Luis Borges
Manuel Mujica Lainez
Adolfo Bioy Casares
Álvaro Mutis
Griselda Gambaro
Antonio Benítez Rojo
Manuel Puig
Elena Poniatowska
Sergio Pitol
Fernando del Paso
Alfredo Bryce Echenique
Ricardo Piglia
Cristina Peri Rossi
Alberto Ruy Sánchez
© Reina Roffé, 2021
© De esta edición, Punto de Vista Editores, S. L., 2021
Todos los derechos reservados.
Primera edición: marzo, 2021
Publicado por Punto de Vista Editores
C/ Mesón de Paredes, 73
28012 (Madrid, España)
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Coordinación editorial: Miguel S. Salas
Corrección: Luis Porras
Diseño de cubierta: Joaquín Gallego
Ilustración de cubierta: Rafael Gómez Alejos
ISBN: 978-84-18322-50-1
Thema: DNS, DSK
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Nota preliminar
Este es un libro de acuerdos y disensos; es decir, de diálogos. Porque los escritores aquí convocados —Jorge Luis Borges, Manuel Mujica Lainez, Adolfo Bioy Casares, Álvaro Mutis, Griselda Gambaro, Antonio Benítez Rojo, Manuel Puig, Elena Poniatowska, Sergio Pitol, Fernando del Paso, Alfredo Bryce Echenique, Ricardo Piglia, Cristina Peri Rossi y Alberto Ruy Sánchez— parecen dialogar entre sí, ya sea exponiendo puntos de contacto o divergencias, actualizando discusiones y planteando posturas estéticas.
Si algo me decidió a reunir en un volumen estas entrevistas que realicé en diferentes países y años, bajo circunstancias diversas, fue advertir, precisamente, la manera azarosa y natural en la que se organizó una suerte de diálogo entre los autores y las autoras, mucho más que conmigo, que traté de atenerme solo a formular preguntas o a realizar algún comentario, siempre con el propósito de obtener más información o extraer un nuevo matiz a lo ya vertido durante las conversaciones.
Cada entrevistado, único en la forma de reflejar su propio mundo y sus singularidades creativas, tiene algo en común con los otros; esto se manifiesta y va conformando una especie de correlato, incluso entre aquellos que son o pueden sentirse lejanos y disímiles. En principio, casi sin excepción, todos comparten vivencias propias de su actividad y los une, insoslayablemente, el hecho de escribir en las distintas modalidades de una misma lengua: el castellano.
Este correlato añade otro aspecto importante a lo que ofrecen a través de su historia personal y su mirada crítica: el espíritu de conjunto, la visión de una época y su proyección en el presente, no solo en cuanto a los movimientos de una escritura y las teorías en boga, sino también con respecto a las encrucijadas políticas, sociales, económicas y éticas que problematizaron el siglo XX y se extienden hasta nuestros días.
Tanto los escritores como las escritoras de Voces íntimas hablan sobre su formación y sus preferencias literarias, sobre los ángeles tutelares y la gestación de sus obras. Revelan lo que puede ser la clave de su escritura, mientras dilucidan estrategias y estructuras poéticas. Cuentan ideas, viajes, sueños, proyectos secretos. Describen las ciudades, incluso los barrios donde vivieron, y la casa o los lugares donde crearon. Confiesan sus miedos, sus frustraciones, la relación con la crítica y con sus contemporáneos, las marcas del tiempo en que les ha tocado vivir y crear. Muestran su pasión por las palabras y el lenguaje. Plantean la noción de identidad. Opinan sobre las influencias del cine, el psicoanálisis, el folletín y la novela policiaca; también sobre las consecuencias de las dictaduras, los exilios, la marginación, la censura, la discriminación sexual, la imposición de roles, las diferencias genéricas. Polemizan sobre los convencionalismos de los textos eróticos y pornográficos. Pasan revista a las manifestaciones del deseo y, en algunos casos, arman su árbol genealógico, narran historias que no han escrito nunca, aportan reflexiones que son vigas maestras de los grandes debates actuales.
En todo momento, procuré que me hablaran no de un libro en particular, la aparición en el mercado de tal novela o tal ensayo, que muchas veces ha originado la entrevista, sino del conjunto de su obra en el espacio de tiempo que me concedieron. A veces, formulé las mismas preguntas a unos y otros sobre asuntos puntuales que se habían constituido en temas de análisis: el efecto de las nuevas tecnologías; los conflictos entre cultura de masas y alta cultura; sobre el libro de consumo y el de creación; si se podía escribir en un mundo que había decretado la muerte de las utopías; y acerca de la figura del lector. También intenté sorprenderlos con preguntas en apariencia sencillas, incluso ingenuas, pero que son las más difíciles de responder, al mismo tiempo que indagaba aspectos que todos quieren saber de un escritor —cómo y dónde escribe— y sobre asuntos de interés para un lector especializado —críticos, profesores y talleristas de escritura creativa—, pero guardando las formas de una conversación que fuera lo más amena posible.
Elena Poniatowska, que se inició como entrevistadora, se refiere a este género, y dice:
Hay entrevistas diversas. Algunas se realizan con la finalidad de obtener noticias, pero están las que sirven para hacer perfiles literarios, para retratar personajes a través de sus respuestas y también a través de narrar su entorno. Captar la esencia de una voz y la verdad más íntima de un personaje, ya sea público o anónimo, es hacer literatura más que periodismo.
Para otros, como Ricardo Piglia, «la entrevista es el género que con mayor precisión capta la experiencia fragmentada de la modernidad. Una forma abierta que recuerda la tradición del diario personal y que ha sido definida por Norman Mailer como el periodismo privado del escritor».
Para el Borges ya anciano, responder las preguntas de sus entrevistadores era una manera de prolongar su escritura, de decir aquello que ya no podría registrar en su obra y, a la vez, había en su actitud un componente afectivo, una pulsión de acercamiento a los demás. Buscaba interlocución, diálogo, quizá movido por la necesidad de sentir amistad, como él señalaba, «esa íntima pasión de los argentinos, pasión redentora».
Siempre me gustó leer entrevistas y, obviamente, hacerlas. Un género periodístico que tiene por virtud elaborar piezas que se convierten en breves biografías o semblanzas, en memorias contra el olvido, en ensayos espontáneos, en fragmentos que emanan de lo más privado de cada uno. Testimonios de primera mano sobre la experiencia de una vida, de una vocación y, en estas páginas, acerca de las tensiones que genera el acto de escribir.
Ojalá que las que componen Voces íntimas resulten válidas, al menos, en alguno de estos sentidos y viertan atisbos de la literatura que se realiza en América Latina.
Alguna vez el ensayista Blas Matamoro hizo notar con acierto que los textos normalmente se leen. Las entrevistas, en cambio, también se oyen:
Tienen la palpitación de la palabra inmediata, incorregida, incorregible (…). El escritor puede protegerse de su escritura, pero está indefenso ante su habla. De ahí el encanto peculiar que ostentan los libros de carácter coloquial. No vienen del silencio donde surge la palabra memorable, sino del murmullo incesante (…), del infinito discurrir a voces que es la historia humana.
Reina Roffé
Sueño de sueños
Jorge Luis Borges
Esta entrevista es la versión completa de dos conversaciones
que mantuve con el autor argentino en el año 1982. Una de ellas
tuvo lugar en la ciudad de Chicago y la otra en Nueva York.
Jorge Luis Borges (Argentina, 1899-Suiza, 1986)
Desde su comienzo como poeta, con Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929), Jorge Luis Borges fue objeto de panegiristas y detractores, produciendo siempre un fuerte impacto en el ambiente cultural argentino. La etapa de lúcido ensayista, que propició títulos como Evaristo Carriego (1930), Discusión (1932), Historia de la eternidad (1936), entre otros, revela las preocupaciones que son eje fundamental en su obra: la angustia metafísica; el sentido del tiempo, de la vida y del universo; el difuso límite entre realidad e irrealidad. Maestro del cuento fantástico, dio en Ficciones (1944), El Aleph (1949), El Hacedor (1960), El informe de Brodie (1970) y El libro de arena (1975) una nueva concepción del género, una lógica distinta en cuanto a lenguaje y forma. Tanto en su poesía como en su prosa supo combinar lo universal y lo auténticamente criollo, la fantasía y sus conocimientos excepcionales.
Yo preferiría pensar que, a pesar de tanto horror, hay un fin ético en el universo, que el universo propende al bien, y en ese argumento pongo mis esperanzas.
Jorge Luis Borges
Cierta vez usted dijo que sus cuentos preferidos eran «La intrusa», «El Aleph», «El Sur». ¿Sigue creyendo lo mismo?
No, ahora mi cuento preferido es «Ulrica». Ulrica es una muchacha noruega que está en un lugar muy culto, en York, lugar del todo distinto; en cambio, «La intrusa» transcurre en los arrabales de Buenos Aires, en Adrogué, en Turdera, y todo ocurre hacia 1890 y tantos; son incomparables ambos cuentos, yo creo que es mejor «Ulrica». Pero hay gente que dice que el mejor cuento mío, o quizás el único, es «Funes, el memorioso», que es un lindo relato que nació de una larga experiencia del insomnio. Yo vivía en el hotel de Adrogué, que ha sido demolido, trataba de dormir y me imaginaba ese vasto hotel, sus muchos patios, las muchas ventanas, los distintos pisos, y no podía dormir. Entonces surgió el cuento: un hombre abrumado por una memoria infinita. Ese hombre no puede olvidar nada y cada día le deja literalmente miles de imágenes; él no puede librarse de ellas y muere muy joven abrumado por su memoria infinita. Es el mismo argumento de otros cuentos míos; yo presento cosas que parecen regalos, que parecen dones, y luego se descubre que son terribles. Por ejemplo, un objeto inolvidable en «El Zahir»; la enciclopedia de un mundo fantástico en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius»; en «El Aleph» hay un punto donde se concentran todos los puntos del espacio cósmico. Esas cosas resultan terribles. Y he escrito un cuento, «La memoria de Shakespeare», que me fue dado por un sueño. Estaba en Europa, nos contábamos sueños María Kodama y yo. Ella me preguntó qué había soñado. Yo le dije: un sueño muy confuso del cual recuerdo una frase. La frase era en inglés: «I sell you Shakespeare’s memory». Después sentí que lo de vender estaba mal, ese trabajo comercial me desagradó, entonces pensé en una persona que le da a otra la memoria de Shakespeare o la que él tuvo unos días antes de morir. Ese cuento está hecho para ser un cuento terrible, un hombre que está abrumado por la memoria de Shakespeare, que casi enloquece y no puede comunicárselo a nadie porque Shakespeare lo ha comunicado mejor en su obra escrita, en las tragedias, en los dramas históricos, en las comedias y en los sonetos.
¿Entonces «Ulrica» es para usted su mejor cuento?
Según algunos amigos, es el único cuento que yo escribí; los otros se pueden considerar borradores de ese cuento, pero creo que es una exageración, vamos a admitir uno o dos más.
Ulrica da la impresión de ser una mujer irreal. Por otra parte, es autosuficiente y hasta parece que desdeña a los hombres.
¿Sí?
Usted, una vez, me dijo que el matrimonio era un destino pobre para la mujer. ¿Qué destino piensa que sería el apropiado?
Yo diría, en principio, que el matrimonio enriquecido con la infidelidad.
Volvamos a ponernos serios. ¿«El Golem» y «Límites» son sus poemas preferidos?
Bioy Casares me dijo que «El Golem» era el mejor poema mío, porque hay humor y en otros no. «Límites» corresponde a una experiencia que todo el mundo ha tenido y que quizás algunos poetas no la hayan expresado: el hecho de que cuando uno llega a cierta edad ejecuta muchos actos por última vez. Yo llegué a sentir eso. Ya era un hombre viejo y mirando la biblioteca pensé: cuántos libros hay aquí que he leído y no volveré a leer; y también la idea de que cuando uno se encuentra con una persona equivale a una despedida posible, ya que uno puede no verla más. Es decir, que estamos diciéndole adiós a las personas y a las cosas continuamente, y esto no lo sabemos.
¿Y a sí mismo también? El final de «Límites» es muy elocuente en este sentido.
Dice: «...espacio y tiempo y Borges ya me dejan», creo, ¿no? A mí se me ocurrió ese argumento hace como cuarenta años, entonces lo atribuí a un poeta imaginario montevideano que se llamaba Julio Gatero Haedo; en un principio el poema era de seis líneas, luego me di cuenta de que tenía mayores posibilidades y surgió «Límites», que contiene la misma idea: «Para siempre cerraste alguna puerta / y hay un espejo que te aguarda en vano; / la encrucijada te parece abierta / y la vigilia, cuadriforme Jano».
¿Los escritores desarrollan las mismas ideas a lo largo de su obra y las que toman de otros autores?
Yo tengo muy pocas ideas, de modo que estoy siempre escribiendo el mismo poema con ligeras variaciones y con la esperanza de enmendarlo, de mejorarlo. Por otra parte, lo que uno lee es algo muy importante. Esto se nota mucho en la obra de Leopoldo Lugones; detrás de cada libro de Lugones hay un autor que es una especie de ángel tutelar. Detrás de Lunario sentimental está Julio Laforgue, detrás de toda su obra está Hugo, que para Lugones era uno de los grandes cuatro poetas. Lugones los enumera. Cronológicamente vendrían a ser: Homero, Dante, Hugo y Whitman. Pero se abstiene de Whitman cuando publica Lunario sentimental, porque creía que la rima es esencial y como Whitman es uno de los padres del verso libre, ya no era un poeta ejemplar para él.
Antes usted pensaba que Whitman era toda la poesía.
Sí, pero es un error suponer que alguien sea toda la poesía, siempre queda mal.
¿Qué me puede referir sobre el suicidio de Lugones?
Se cuenta que para darse valor pidió un vaso de whisky, que él no había bebido nunca. Después, tomó cianuro que había traído de Buenos Aires, porque se mató en una isla del Tigre. Parece que si uno toma cianuro, el dolor es terrible, pero si se toma con alcohol, es peor todavía. Sin embargo, su muerte fue rápida. Me dijeron que no tuvo tiempo de reponer el vaso de agua en la mesa.
Lugones fue muy famoso en su tiempo, ¿tanto como usted?
¡Mucho más!
¿Recuerda ese poema suyo, «La fama»?
Tiene una serie de circunstancias que son insignificantes y cuya suma no creo que diga que yo soy famoso.
Acaba de mencionar a los ángeles tutelares de Lugones. ¿Cuáles son los suyos?
Yo querría ser digno de Stevenson o de Chesterton, pero no sé si lo soy. En todo caso, los he leído con mucho placer, aunque mi escritura sea torpe. No sé si soy un buen escritor, pero un buen lector sí, lo cual es más importante. Soy un lector agradecido y ecléctico, un lector católico, digamos. He estudiado algunos idiomas tratando de conocer toda la literatura, lo cual es imposible. En fin, yo siento gratitud por tantos idiomas, por tantos autores, por tantos países. América ha sido muy generosa con el mundo, sobre todo New England. En New England, Poe, Melville, Thoreau, Emily Dickinson, Henry James...
En «La busca de Averroes», usted crea una atmósfera donde todo parece inalcanzable, inútil. Usted mismo dice que es el proceso de una derrota.
Ese es un tema bastante complejo. El tema de «La busca de Averroes» es este: si yo elijo a Averroes como protagonista de un cuento, ese Averroes no es realmente Averroes, soy yo. Por ejemplo, escribo un poema a Heráclito y digo: Heráclito no sabe griego. ¡Claro!, porque Heráclito no es realmente el Heráclito histórico, sino yo jugando a ser Heráclito. Por eso, voy evocando a Averroes y al final, al final del relato, comprendo que ese Averroes es simplemente una proyección mía; entonces hago que se mire en el espejo, se mira en el espejo y él no ve a nadie, porque yo no sé qué cara tenía Averroes, y así el cuento se diluye. Todo esto salió de la lectura de un libro de Ernest Renan sobre Averroes.
En «El milagro secreto» hay un relato dentro del relato.
Es el juego que encontramos en Las mil y una noches continuamente y que también empleó Cervantes. En la primera parte de El Quijote, está la novela de El curioso impertinente, por ejemplo; y el escenario en el escenario en la tragedia Hamlet.
En su cuento «El jardín de los senderos que se bifurcan», hay laberintos en el espacio y en el tiempo. ¿De dónde proviene su idea del laberinto?
Proviene de un grabado que había en un libro francés en el que se encontraban las siete maravillas del mundo y, entre ellas, estaba el laberinto, que era como una gran plaza de toros, pero muy alta. Se veía que era muy alta, porque había un pino que no llegaba a la altura del techo y había hendijas. Pensé, siendo chico, que si yo miraba bien podía ver al minotauro que estaba adentro. En realidad, jugué con esa idea y me gusta pensar ahora que juego con ella. La palabra es tan linda, laberinto.
En sus textos, la realidad se borra con la idea del infinito, pero a la vez usted crea una irrealidad, a mi parecer, que produce angustia.
Bueno, ojalá, usted está siendo muy generosa conmigo.
Esto aparece de manera muy clara en «La muerte y la brújula».
Sí, pero voy a tener que reescribir ese cuento, porque lo escribí de un modo muy torpe. Creo que debería señalar de forma más enfática que el detective sabe que van a matarlo, porque si no parece un tonto, mejor que sea un suicida. Además, como los dos personajes se parecen mucho, el criminal se llama Red Scharlach y el detective se llama Lönrot (rot es «rojo» en alemán), y razonan del mismo modo, sería mejor modificarle un poco el final, quitarle el elemento de sorpresa que puede haber. Claro, cuando yo escribí ese cuento lo escribí como un cuento policial, pero ahora creo que ese cuento puede tener algo distinto, puede ser una especie de metáfora del suicidio, es decir, que puede enriquecerse mediante cuatro o cinco líneas más. Para eso tendría que hacerme leer el cuento en voz alta, tendría que fijarme en los pasajes, pero soy tan haragán.
Bien puede tomarse como una metáfora del suicidio, porque el personaje va a buscar su muerte.
Pero creo que en el texto no se entiende bien eso o yo mismo no lo entendí. Aunque algo debí de haber entendido, ya que uno se llama Red Scharlach, scharlach es «escarlata» en alemán y red es «rojo»; y el otro es Erik, que hace pensar en Federico el Rojo, que descubrió América; luego Lönrot, rot es «rojo», es decir, yo los he visto como si fueran el mismo personaje. Sí, sería mejor que ese cuento fuera leído como un cuento fantástico o como una metáfora del suicidio, digamos.
¿Usted acostumbra a reescribir sus cuentos?
No lo he hecho hasta ahora; solo con los poemas. El gran poeta William Butler Yeats hacía lo mismo. Por eso, sus amigos le dijeron que no tenía derecho a modificar sus older poems, y él les respondió: «It is myself that I remake», es decir, al modificarlos yo mismo me estoy rehaciendo. Cuando escribo un cuento, es porque he recibido una suerte de revelación, digamos, y lo digo con toda humildad. Es decir, he entrevisto algo, generalmente el principio y el fin de la fábula y, luego, tengo que suplir lo que falta, lo que está entre el principio y el final. De modo que pienso reescribir «La muerte y la brújula» para quitarle todo elemento de sorpresa y para que el lector sienta que el detective es un voluntario suicida.
En cierta oportunidad, usted dijo que la literatura está hecha de artificios y conviene que el lector no los note.
Desde luego, si el lector nota un artificio, se perjudica el texto.
¿Cuáles son los artificios, los secretos, sus claves para escribir?
Yo no tengo ninguno. Creo que cada cuento impone su técnica. A mí se me ocurre algo de un modo vago y después voy averiguando si eso debo escribirlo en prosa o en verso, si conviene el verso libre o la forma del soneto. Todo me es revelado o yo lo busco, y no siempre lo encuentro. Creo que hay dos elementos en la creación literaria: uno, de carácter psicológico o mágico, puede ser la musa, el espíritu, podría ser lo que los psicólogos llaman la subconsciencia; y el otro es donde ya trabaja la inteligencia. Conviene usar de los dos. Poe creía que la poesía era una obra puramente intelectual, yo pienso que no. Se necesita, ante todo, emoción. Yo no concibo una sola página escrita sin emoción, sería un mero juego de palabras en el sentido más triste.
En el poema «La noche cíclica» usted parece descreer de toda filosofía.
Sí, pero tiendo a ser idealista. Se supone que todo es un sueño, tiendo a suponer eso, a imaginar eso. Es decir, yo puedo descreer del mundo material, pero no del mundo de la mente. Puedo descreer del espacio, pero no del tiempo.
En otro de sus cuentos, «Los teólogos», se plantea el tema de la identidad personal, ¿lo recuerda?
Tiene razón, ese cuento es la historia de dos enemigos; al final se encuentran, creo, en el cielo y descubren que para Dios son la misma persona, las diferencias que los separaban eran mínimas y uno hace quemar al otro. Qué raro, usted es la primera persona del mundo que me habla de ese cuento.
Han hablado muchas otras personas.
Pero a mí no me han dicho nada. Yo he encontrado dos referencias en la poesía que tienen que ver con la identidad. Una, en Walt Whitman y está al principio de Leaves of Grass, dice: «I know little or nothing concerning myself». Otra, en Hugo, que dice con una hermosa metáfora: «Je suis voilé pour moi même. Je ne sais pas mon vrai nom». Estoy velado para mí mismo, no sé mi verdadero nombre. Esa imagen del hombre velado para sí mismo es muy linda. Los dos sintieron lo mismo, los dos grandes poetas, Whitman y Hugo, sintieron que no sabían quiénes eran.
¿La visión del mundo como un caos en «La biblioteca de Babel» representa su mirada personal?
Por desgracia, es lo que siento. Pero quizá sea secretamente un cosmos, tal vez haya un orden que no podemos percibir. En todo caso, debemos pensar eso para seguir viviendo. Yo preferiría pensar que, a pesar de tanto horror, hay un fin ético en el universo, que el universo propende al bien, y en ese argumento pongo mis esperanzas.
¿Pero para usted el universo es absurdo?
Creo que tendemos a sentirlo así. No es una cuestión de inteligencia, sino de sentimientos. No sé, yo tengo la impresión de que uno vive entre gente insensata. Bernard Shaw decía que en Occidente no había adultos, la prueba de ello está en un hombre de noventa años que muere con un palo de golf entre las manos. En otras palabras, hay personas a quienes los años no le traen sabiduría, sino golf. Yo tengo un poco esa impresión también, pero no sé si soy siempre adulto, en todo caso trato de serlo, de no dejarme llevar por pasiones, por prejuicios; es muy difícil, ya que, de algún modo, todos somos víctimas y quizá cómplices, dada la sociedad actual que es indefendible.
En otro de sus cuentos, que aparece en El libro de arena, y que se titula «El Congreso»...
Ah, sí, ese cuento es el más ambicioso mío.
¿Es autobiográfico?
No, ese cuento empieza siendo un cuento de Kafka y concluye siendo un cuento de Chesterton. Es una vasta empresa, esa empresa va confundiéndose con el universo, pero cuando los personajes descubren eso, no se sienten defraudados, sino muy felices. Hay una especie de apoteosis al final, creo recordar. Bueno, he pensado que convendría reescribirlo y arreglarlo, habría que acentuar más los caracteres, porque como yo lo he escrito son simplemente nombres, habría que soñar bien esos personajes, habría que inventar episodios que no figuran allí y podría ser una novela breve, ya que yo soy incapaz de trabajos largos.
En una de las primeras páginas de este cuento se dice: «Me he afiliado al partido conservador y a un club de ajedrez». ¿Usted es conservador, Borges?
Yo no sé si todavía queda algo que conservar.
¿Tal vez el club de ajedrez?
Sí, salvo que soy pésimo ajedrecista. Mi padre me enseñó el ajedrez y me derrotaba siempre; él jugaba bien y yo nunca aprendí. El ajedrez es una hermosa invención árabe o de la India, no se sabe. En Las mil y una noches se habla del ajedrez. Hay un cuento de un príncipe que había sido convertido en mono y para demostrar que es un hombre juega al ajedrez. Las mil y una noches, ese libro espléndido en el cual hay también sueños dentro de sueños y sueños dentro de esos otros sueños.
El gaucho Martín Fierro, la obra emblemática de la literatura argentina, ¿es para usted un mal sueño? ¿Qué opinión le merece?
Creo que es estéticamente admirable, pero éticamente horrible. La obra, desde luego, es espléndida. Uno cree en el personaje del todo, además resulta imposible que no haya existido, pero no es un personaje, digamos, ejemplar. Además, quería pasarse al enemigo, que entonces eran los indios. Yo no creo que la historia de Martín Fierro pueda ser, como se ha supuesto, la historia del típico general de los gauchos, ya que si todos hubieran desertado no se hubiera conquistado el desierto. Tenía un tipo distinto. Martín Fierro corresponde, digamos, al gaucho malo de Sarmiento, al tipo del matrero que no fue muy común. Una prueba de ello es que aún recordamos a Hormiga Negra, a Juan Moreira; en Entre Ríos a Calandria, es decir, ese tipo fue excepcional, los gauchos, en general, no eran matreros. Yo profeso la mayor admiración por el Martín Fierro, podría recitarle a usted páginas y páginas de memoria, pero no creo que el personaje sea ejemplar ni que José Hernández lo haya pensado como ejemplar. Eso lo inventó Lugones cuando escribió El Payador en el año 1916. Él propone el Martín Fierro como una epopeya argentina y al personaje como un personaje ejemplar, como un héroe, como un paladín, lo cual es evidentemente falso.
¿Recuerda algún payador?
Sí, yo fui muy amigo de Luis García, que era un señor, no un compadrito. Un hombre con modales suaves, hablaba como un señor.
¿En qué radica la diferencia entre un señor y un compadrito?
Por lo pronto, en una indumentaria distinta. El señor llevaba cuello y corbata; el compadrito, pañuelo al cuello y zapatos de taco alto, saco cruzado. Sobretodo, nunca.
¿Los compadritos vestían de negro?
Todo el mundo en esa época vestía de negro. Y todavía hoy, en muchos lugares. En los pueblos de España, las mujeres visten de negro.
¿Los criollos tenían un lenguaje muy austero, muy económico comparado con el que se utiliza en España?
Ah, sí.
¿Usted fue amigo de Arturo Capdevila, él hablaba de una forma muy castiza, no?
Capdevila, no sé por qué, había tomado como modelo a los personajes del teatro español del siglo XIX. Decía cosas que nadie decía. Una vez fui a su casa, estaban por servir el té. Capdevila dijo: «Viva Dios, pronta está (o lista está) la merienda». Recuerdo una frase muy linda de él. Un día, yo estaba solo en la confitería Saint James tomando un vaso de leche. Pasó Capdevila y, al verme, me dijo: «Mi querido Borges (no tenía acento cordobés, tenía tonada española), usted está bebiendo su lepra». Qué linda frase, ¿no?: Borges, usted está bebiendo su lepra. Parece una frase bíblica. Según su teoría, la leche y el pescado podían producir lepra. Porque, en algún momento, desde San Pedro hasta Punta Lara, el bajo Saavedra, el bajo de San Isidro, parece que abundaba la lepra.
¿Y usted comía pescado?
En ocasiones. Pero antes, en la Argentina, se comía carne tres veces al día. Todas las mañanas había caldo, después puchero (el puchero era muy copioso); había arroz, tocino, choclo, zapallo, batata, tomate y carne. Y después de eso, solía servirse un bife. De noche, sobre todo si venían visitas, la comida era terrible. Se servía primero sopa, después cuatro platos; podía haber milanesas y después churrasco. Luego, el postre, que era muy rico: dulce de batata, dulce de zapallo, dulce de tomate, dulce de leche, también fruta. Y no se servía una tacita, un pocillo de café, como ahora, sino un tazón de café con leche. En Estado Unidos, hacen unas mezclas increíbles con las comidas. Por ejemplo, sirven puré (muy mal hecho) y lechuga y, a veces, pasta. ¿A quién se le ocurre una combinación así?, no tiene nada que ver. Y si uno quiere que en un restaurante le sirvan otra cosa, es muy difícil, son de menú fijo. En cambio, en Buenos Aires, uno puede pedir lo que quiera. Yo pido tortilla a la española y la preparan especialmente y en el momento. En fin, no hay por qué consultar la carta, le preparan lo que uno pide. Qué raro, uno piensa que Estados Unidos es un país organizado, pero los restaurantes no. Cuando yo le cuento a los norteamericanos que en Buenos Aires o en Montevideo no es necesario ir a un restaurante italiano para comer pastas, se asombran. ¿Se fijó que ahora Buenos Aires está lleno de restaurantes chinos? Son muy buenos. Hay uno enfrente de mi casa, en la calle Maipú, entre Charcas y Paraguay. Cantina china, se llama. Japoneses, existen varios. Hay uno excelente en la calle Independencia. Pero en Buenos Aires prefieren la comida china. En los chinos sirven diez, quince platos distintos, un poquito de cada cosa. Son una antología de sabores.
A propósito, ¿cuál es su plato preferido?
Hoy estoy a favor del pastel de carne.
Volviendo a Capdevila, él decía que el idioma se estaba deformando en la Argentina. ¿No le gustaba el uso del «vos»?
Es posible que el uso del «vos» desaparezca. En la República Oriental, yo tengo muchos parientes, más que en Buenos Aires, que ya casi no tengo ninguno, a excepción de una hermana. En Montevideo, tengo a los Lafinur, a los Haedo y a otros. En Montevideo, como le decía, se usan formas del verbo que corresponden al «vos», pero se dice «tú». De modo que la gente, dice: «Mirá tú, vení tú». Usar el «vos» es hablar en malevo. Ellos no dicen «lunfardo», dicen «hablar en malevo».
¿El lunfardo es una jerigonza carcelaria?
Se supone que sí. ¿Yo le conté sobre Roberto Arlt? Roberto Arlt, Olivari, González Tuñón, gente del centro, digamos, conocían bien el lunfardo. Aunque Roberto Arlt, que era fácilmente iracundo, dijo: «Bueno, yo me he criado en Ciudadela, entre gente pobre, entre malevos y no he tenido tiempo de estudiar esas cosas», dando a entender que el lunfardo era una invención exclusivamente porteña.
Evaristo Carriego sí que apreciaba el lunfardo, ¿verdad?
Escribió algunas composiciones en lunfardo publicadas en una revista policial que se llamaba L.C., lo cual quiere decir ladrón conocido. Carriego era un muchacho de familia distinguida entrerriana, que se volvió pobre. La casita de él era muy modesta, la casita donde escribió El alma del suburbio estaba en Honduras y Coronel Díaz. Esos fueron los barrios de Muraña, de Jorge Chileno, de Paredes y de otro tipo de gente como Alfredo Palacios y mi primo Lafinur.
¿Conoció a Alfredo Palacios?
Sí, venía todos los domingos a comer a mi casa.
¿Güiraldes también iba a su casa?
Bueno, eso fue mucho después. Lo que le digo de Alfredo Palacios corresponde a 1910; a Güiraldes lo conocí en 1925, quince años después.
¿Le gusta el tango?
Prefiero la milonga antigua y algunos tangos viejos como «El choclo», «El entrerriano», «Don Juan», «La Unión Cívica». Carlos Gardel era conservador. La mayoría de los cuchilleros que yo conocí eran conservadores. Por lo general, habían sido guardaespaldas de los caudillos conservadores.
¿Ricardo Güiraldes era buen guitarrista?
Sí.
¿Y Macedonio Fernández?
Macedonio creía saber tocar la guitarra; tenía el hábito de la guitarra, como tenía el hábito del mate y del cigarrillo. Pero yo nunca lo oí tocar nada. Se hizo retratar con una guitarra.
Macedonio tenía una tertulia. ¿Usted la frecuentaba?
La tertulia era los sábados en la esquina de Jujuy y Rivadavia.
En la cafetería La Perla del Once. Yo viví un tiempo en esa zona de Buenos Aires. Ahora la calle Jujuy es una avenida.
Es ancha, sí, claro... Cuando mi madre era chica, la edificación concluía en Jujuy o en Pueyrredón. Después había quintas, hornos de ladrillo, la laguna Guadalupe, donde ahora está la Iglesia de Guadalupe. Pero cuando yo era chico la edificación concluía en lo que hoy es la Juan B. Justo, y lo que antes era el famoso Arroyo Maldonado. ¿De qué estábamos hablando?
De Macedonio.
Ah, sí... en la tertulia de Macedonio nos reuníamos Santiago Dabove, César Dabove, Carlos Pérez Ruiz, un amigo mío que se llamaba Guillermo Juan, Manuel Peyrou, Enrique Fernández Latour...
Dicen que Macedonio tenía un gran sentido del humor.
Cierto. Decía, por ejemplo: «Los gauchos son una diversión que tienen las estancias para los caballos». Además, le gustaba hacer bromas. Una vez le preguntaron qué pensaba de Góngora, contestó: «Yo no duermo de ese lado, Quevedo y Mark Twain me mantienen despierto». Mejor, más redondo, hubiera quedado: «¿Qué le parece Góngora? No duermo de ese lado». Y punto, para qué agregar otros nombres.
¿Y usted, Borges, de qué lado duerme con respecto a la literatura española?
Diría que del lado de Cervantes y Quevedo. Le cuento algo: conocí a Gerardo Diego en 1920. Él hablaba de Góngora y yo de Quevedo. Lo volví a ver muchos años después y seguía hablando de Góngora. Bueno, no teníamos por qué cambiar de tema, así que retomamos la misma conversación. Me acuerdo de que coincidimos en una reunión y él me mandó de obsequio un verso de Quevedo sobre el Duque de Osuna. Me lo envió como si fuese un dulce, un bombón. El último verso es este: «Murió en prisión, muerto estuvo preso». Pensándolo bien, imposible que sea un verso más chato, ¿no? Porque una persona que muere está libre de todo. La idea de que el muerto está preso es una idea rarísima. Se supone que si está muerto...
¿Macedonio Fernández le temía a la muerte?
Sí, pero al mismo tiempo decía que era insignificante.
¿Fue a raíz de la revista Proa que usted conoció a Güiraldes?
Esa revista la fundó Brandán Caraffa que, para fundarla, se valió de un truco. El truco fue este: yo había vuelto de Europa, ya había escrito algo; Brandán me dijo: «Quiero fundar una revista que represente a la nueva generación literaria. Ya nos hemos reunido con Güiraldes, Rojas Paz y pensamos que la revista sería imperfecta si usted no fuera uno de los directores». Entonces, yo me sentí muy halagado. Qué bien, me dije, han pensado en mí y yo no soy nadie. Luego, Brandán Caraffa y yo nos encontramos con Güiraldes en un hotel de la calle San Martín y Córdoba. Ahí, Güiraldes, mientras esperábamos a Rojas Paz, comentó: «Ustedes son más jóvenes y yo un hombre mayor, me sentí muy halagado cuando Caraffa me dijo que pensaron en mí para fundar la revista, porque una revista de jóvenes no podía prescindir de mí». Llegó Rojas Paz, y yo le dije: «Brandán le habrá contado que nos reunimos Güiraldes, él y yo y resolvimos que una revista de jóvenes no podía prescindir de usted». Lo miré a Brandán y se rio. Cada uno de nosotros puso cincuenta pesos, a mí me los dio mi padre. Reunimos doscientos pesos y con ese dinero sacamos el primer número de Proa, de trescientos ejemplares. La revista tenía ciento veinte páginas en papel pluma. Doscientos pesos, aún entonces tenía que haber costado más de esa cantidad. ¿Qué hace ahora con doscientos pesos en Buenos Aires?
¿Usted también escribió en el periódico literario Martín Fierro?
Sí, pero muy poco. Habré colaborado un par de veces. Yo no pertenecía a ese grupo. Era una revista de Evar Méndez, Oliverio Girondo, Jacobo Fijman...
¿También estuvo vinculado a la revista mural Prisma?
A esa, sí. La concebimos mural por razones económicas, no teníamos dinero. Yo me fijé en los avisos que había en las paredes de las calles y pensé: «¿Cuánto puede costar una hoja impresa de este modo?». Fuimos a una imprenta en la calle Balcarce, cerca de Plaza de Mayo, y nos dijeron que quinientas páginas salían unos noventa pesos. Así que reunimos el dinero necesario y la sacamos.
Duró poco, nada más que dos números.
Sí, porque Alfredo Bianchi, director de la revista Nosotros, leyó Prisma, le gustó y nos invitó a colaborar en su publicación. De modo que ya no precisamos una revista propia para escribir.
Leopoldo Marechal también colaboraba en Martín Fierro y en la revista Proa. ¿Usted lo conoció a Marechal?
No, no lo conocí. Pero sé que tenía el orgullo de ser de Villa Crespo, donde la gente era singularmente valiente. Marechal debe ser un apellido francés, él no sabía francés, tiene que ser de la Martinica, porque era mulato.
¿Alguna vez recorrió el barrio porteño de Villa Crespo?
Naturalmente, si yo me crie en Palermo, que está al lado. Es muy extraño lo que pasó con Villa Crespo. Primero fue un barrio criollo, después italiano, luego judío y, actualmente, creo que es árabe. Pasó por curiosas etapas. Pero cuando yo lo conocí, era un barrio judío. Fui muy amigo de un librero, Gleiser, que vivía en la esquina de Triunvirato y Caning (antes Corrientes se llamaba Triunvirato).
¿La polémica Boedo-Florida fue una broma tramada por Mariani, creo que usted dijo una vez?
Fue una ficción, sí, una broma tramada por Mariani y por Ernesto Palacios. Ellos pensaron que en París había cenáculos, polémicas literarias y que todo eso faltaba en Buenos Aires. Por lo tanto, crearon esos dos grupos, de Boedo y de Florida, e inventaron polémicas. Fue un truco publicitario, digamos, porque no existieron nunca esas escuelas. Por ejemplo, ahí tiene el caso de Arlt, a él se lo relaciona con los de Boedo. Sin embargo, era secretario de Güiraldes, a quien se lo vincula con los de Florida. Yo hubiera querido ser de Boedo y me dijeron que no, que ya estaba hecha la repartición y a mí me había tocado ser de Florida. Aquello fue una broma tomada en serio por los historiadores de la literatura que son bastante ingenuos.
Y de la revista Sur, ¿qué me puede decir?
Bueno, como usted sabe, la fundó Victoria Ocampo. Yo le hice una broma a Victoria, le dije por qué le había puesto Sur si ella vivía en San Isidro, que no tenía derecho a emplear esa palabra. En cambio, yo sí, porque me había criado en Adrogué.
Se cuenta que fue el poeta norteamericano Waldo Frank quien sugirió el nombre de Sur.
Puede ser, porque él estuvo en Buenos Aires. Aunque algunos dicen que fue Eugenio d’Ors, otros Ortega y Gasset. Pero creo que se atribuye el nombre a Waldo Frank. Es un lindo nombre, Sur, ¿eh?
Sí, además, ubica, sitúa.
Drieu La Rochelle mandó una desaprobación diciendo que Sudáfrica no estaba representada y Australia tampoco en la revista. Pero, en fin, no se había pensado en eso. Tampoco habíamos recibido colaboraciones de Sudáfrica o de Australia.
¿Qué recuerda de Victoria Ocampo?
Que me ayudó mucho. Me protegió en un momento en el que yo era un desconocido y ella muy conocida. Ahora es una persona famosa, más famosa por sus actos que por su obra escrita.
¿Es cierto que usted le regaló un ejemplar de Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes al cuchillero Nicolás Paredes?
King James BibleLas mily una noches
Aunque se lo conoce por sus conocimientos de otras culturas, en sus cuentos aparecen compadritos y cuchilleros. ¿Cómo eran los compadritos de antes?
Bueno, no sé cómo eran realmente, porque los que yo alcancé ya eran malevos jubilados ¿no?
¿Siempre estaban debiendo una muerte?
Sí, en todo caso se suponía eso y, a veces, más de una muerte. Recuerdo a un amigo, el cuchillero Paredes de Palermo, que decía: «¡Quién no debía una muerte en mi tiempo, hasta el más infeliz!». Paredes había sido uno de los guardaespaldas de Juan Muraña.
¿Eran hombres de mucho coraje?
Sí, coraje individual, ya que no tenían ideales de ninguna especie.
¿Usted es un cultor del coraje?
Bueno, digamos que sí. Quizá porque soy físicamente muy cobarde admiro lo que me falta. Coraje cívico, tengo; físico, ninguno. Mi dentista lo sabe muy bien.
¿Su abuelo y también su padre se dejaron matar?
Mi abuelo se dejó matar, mi padre se dejó morir. Lo de mi padre fue un acto de mayor valentía. En cambio, lo de mi abuelo, el coronel Borges, es caso aparte, ya que morir en una batalla debe ser bastante fácil. Pero renunciar, como mi padre, a todo medicamento, rehusar inyecciones, no comer durante sesenta días, tomar solo un vaso de agua cuando lo quemaba la sed, no permitir que lo atendieran es muy difícil. Me parece una muerte más heroica. Tenía una enfermedad incurable y estaba postrado. Por eso, ayunaba, rechazaba todo remedio. Un día, me dijo: «No te voy a pedir que me pegues un tiro, porque sé que no lo vas a hacer; pero no te aflijas, yo me las voy a arreglar». Al cabo de dos o tres semanas no quiso ya ni beber agua y se murió. Fue como un suicidio.
¿Cómo era el Buenos Aires de antes, el que usted conoció, cómo es ahora?
No sé cómo es ahora, ya no lo conozco. El que yo alcancé era un Buenos Aires pequeño en el espacio, pero creciente, lleno de esperanza y ahora somos una ciudad muy grande y bastante triste, bastante descorazonada por hechos que son de dominio público. Creo que esa es la diferencia, algo pequeño, creciente y algo grande, que se desmorona.
¿Solo Buenos Aires o es el país entero el que está en crisis, en decadencia?
Creo que sí, pero, bueno, tal vez los jóvenes, de ellos depende el porvenir, no piensen como yo. Sinceramente, me siento incapaz de una esperanza lógica, pero quién sabe si las cosas son realmente lógicas, por qué no creer en milagros.
Recuerdo una nota, que desató una gran polémica en 1971, titulada «Leyenda y realidad», en la que usted manifestaba su posición en contra del peronismo.
Claro, por razones éticas, nada más. Yo no soy político ni estoy afiliado a ningún partido.
¿Usted fue perseguido durante la primera etapa del peronismo?
Más o menos. Me amenazaron de muerte, pero después se olvidaron. Mi madre, en cambio, estuvo un mes presa; mi hermana y un sobrino mío también. Conmigo se limitaron a amenazas telefónicas. Por eso, me di cuenta de que estaba perfectamente seguro; si alguien va a matar a otro, no se lo comunica por teléfono, ¿no?, por tonto que sea.
Recuerdo otro de sus textos, «El simulacro», donde usted presenta a Perón como el dictador y a Eva Duarte como una muñeca rubia, y dice que crearon una crasa mitología.
El hecho que yo refiero ahí, que no recuerdo muy bien ahora, era ese: el hecho de pasear una muñeca que simulaba ser el cadáver de Eva y un señor que simulaba ser Perón. Y ganaron bastante dinero haciendo eso. Esta historia me la habían contado dos personas que no se conocían entre sí, de modo que ocurrió en El Chaco, yo no la inventé, además no es una hermosa invención tampoco, es bastante torpe, bastante desagradable ver a alguien que se pasea con un ataúd, con una figura de cera, que está jugando a ser un cadáver; es una idea terrible y que se pague para ver eso y que la gente rece. Sí, crasa mitología viene a ser lo justo. Me había olvidado totalmente de esa página, pero tiene razón, yo la escribí y la escribí porque me había llamado tanto la atención.
Usted descree de la democracia. ¿Cuál sería el gobierno ideal para Borges?
Diría que las palabras gobierno e ideal se contradicen. Yo preferiría que fuéramos dignos de un mundo sin gobiernos, pero tendremos que esperar unos siglos. Habría que llegar a un estado universal, se ahorrarían los países, eso sería una ventaja y luego no habría necesidad de un Estado si todos los ciudadanos fuesen justos, las riquezas fueran bien repartidas, no como ahora que hay gente que dispone de muchos bienes espirituales y materiales y gente que no dispone de nada. Todo eso tiene que corregirse, pero quizá tengamos que esperar unos siglos para que se modifiquen las cosas.
¿Macedonio Fernández era anarquista?
Yo le debo tanto a Macedonio... Sí, en ese sentido era spencereano. Creo que hablaba de un máximo de individuo y un mínimo de Estado.
¿Usted piensa lo mismo?
Sí, claro. Ahora estamos over-ridden, estamos haunted por el Estado, el Estado se mete en todo. Cuando fuimos a Europa en el año 14, viajamos de Buenos Aires hasta Bremen sin pasaportes, no había pasaportes; estos vinieron después de la Primera Guerra Mundial, la época de la desconfianza. Antes se recorría el mundo como una gran casa con muchas habitaciones. Ahora usted no puede dar un paso sin demostrar quién es. El Estado está constantemente abrumándonos.
Usted ha recibido muchos premios y ha sido postulado para el Premio Nobel varias veces...
Sí, pero los suecos son muy sensatos, yo no merezco ese premio.
¿Cuál sería el premio que usted desearía recibir?
El Premio Nobel, desde luego, pero sé que no lo recibiré, lo cual lo hace aún más codiciable.