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El comunista y la

hija del comunista












Bill, Kishinev, c. 1915



Jane Lazarre

EL COMUNISTA Y LA HIJA DEL COMUNISTA






Traducción de

Blanca Gago











las afueras












Título original: The Communist and the Communist’s Daughter. A memoir

© 2017 Duke University Press

© de la traducción, Blanca Gago 2021

© de esta edición, Editorial las afueras, 2021

Av. Diagonal, 534, 2º 2ª

08006 Barcelona


ISBN: 978-84-122440-6-9


Diseño de la colección: Hermanos Berenguer

Imagen de la cubierta: Robert Capa © International Center of Photography/Contacto

Maquetación: María O’Shea











A Ruth Sidney Charney y

Douglas Hughes White

Y para los hijos y nietos de Bill Lazarre:

Emily Lazarre

Adam Lazarre-White

Khary Lazarre-White

Sarah Lazarre-Bloom

Simon Lazarre-Bloom

Aiyana Grace Taylor White


Miembros del Batallón Abraham Lincoln en España, 1937





Nota de la autora




Para no interrumpir el flujo del relato con las referencias y los documentos bibliográficos leídos y consultados, que se suceden a lo largo de los capítulos, he optado por agruparlas al final. En general, he respetado los usos lingüísticos y la ortografía que aparecen en los originales, por ejemplo, en el caso de la palabra negro1 y he reproducido las transcripciones oficiales en negrita.

El nombre de mi padre varía según el documento en que aparezca escrito —Lazarowitz, Lazarovitz, Lazarowich—. En este caso, he optado por Lazarovitz, que es la fórmula más común en los documentos legales.

La historia de Rose, la hermana de mi padre, así como algunos aspectos del retrato de mi madre y la recreación del pensamiento de mi padre, escritos en cursiva, mezclan los vestigios de varios recuerdos aguzados por la imaginación.




1. En español en el original. Este término presenta unas connotaciones despectivas en inglés que el español no reproduce, sobre todo en minúscula. El equivalente aproximado del término español sería el inglés black. Para diferenciar ambos términos, optamos por dejar en cursiva el término original, tal y como aparece en el texto. Todas las notas que se suceden a lo largo del texto son de la traductora.


Abajo (de izquierda a derecha): Bill y el tío Buck; arriba: Tullah (a la derecha) y sus hermanas en la década de 1940


Bill y sus dos hermanas en Kishinev, hacia 1915


Bill en la sede del Partido Comunista, hacia finales de la década de 1930 o principios de 1940


Bill con su nieto Adam en 1969







Antes era todo una bruma de pensamiento, una insinuación. Tiene muchas ventajas lo de poner las cosas por escrito. La niebla se dispersa y la verdad, o algo parecido a ella, aparece cruda y desnuda, no siempre grata, desde luego. Pero era de lo que se trataba, supongo, de hacer todo lo posible por tender un puente improvisado hacia el futuro, aunque el armazón y los cables acaben por desvanecerse en el aire distante.

Sebastian Barry, El caballero provisional



los fragmentos se reúnen en mí con su propia música.

Muriel Rukeyser, El poema como máscara





Prólogo




En consecuencia, la distinción crucial no es para mí la diferencia entre realidad y ficción, sino entre realidad y verdad […]. Mi principal responsabilidad, la más seria, es […] no mentir.

Toni Morrison, El yacimiento de la memoria




Mi padre fue dirigente del Partido Comunista, un fervoroso creyente en la filosofía marxista-leninista, cuyos fundamentos asumió como una fe, compuesta por un puñado de ideas que lo alimentaron e inspiraron desde su adolescencia en Kishinev, un lugar de Rumanía que él siempre llamaba mi tierra.

O Rusia, añadía siempre. Rusia o Rumanía… Las fronteras cambian con el paso de los años y los traspasos de poder, y los cambios de identidad nacional reflejan, a mi modo de ver, otras fronteras movedizas y transformaciones de toda especie producidas a lo largo de la vida de mi padre.

Mi padre tuvo al menos tres nombres: el primero, Itzrael Lazarovitz, que le fue otorgado en su tierra; el segundo, William Lazar, que luego pasaría a Lazarre porque a su mujer, nuestra madre, le pareció mucho más elegante añadiendo esas letras finales, figuraba en sus papeles de ciudadano estadounidense y él mismo se encargó de anglicanizarlo; y el tercero, Bill Lawrence, que usaba en el Partido Comunista.

En estas memorias juego con los tres de un modo instintivo, para construir un relato compuesto por las esquirlas caóticas de la experiencia, recuerdos lúcidos al tiempo que vagos, unas veces coherentes y ordenados, otras empeñados en saltar a través del tiempo y el espacio, cual sonidos y silencios que se acaban transformando en imágenes y palabras.

Mi padre, Bill, líder revolucionario, comisario político en la guerra civil española y profesor, siempre trabajó mezclando varios métodos y propósitos. Uno de los primeros discursos que pronunció en público le valió una visita a la cárcel de Filadelfia, en los años veinte. A principios de los años treinta empezó a impartir clases sobre marxismo en la antigua escuela del Partido Comunista, situada en la calle 12 de Manhattan. En 1931, el Partido Comunista lo envió a estudiar a la Escuela Lenin de la Unión Soviética. A su regreso, trabajó a tiempo completo como responsable del departamento del Partido encargado de las nuevas afiliaciones y los líderes veteranos. A principios de los años cincuenta, cuando su mundo y su posición en el mismo habían cambiado de forma radical, empezó a dar clase a grupos de militantes del Partido, que acudían puntualmente a casa y se sentaban en nuestro salón a discutir sobre la actualidad y evaluar los cambios políticos del momento, que se sucedían a gran velocidad. Siempre a través de libros, «debates» y esporádicas lecciones, trasmitió sus enseñanzas a sus hijas, sobrinos o cualquier otro niño comunista de su entorno que mostrara algún interés. También escribió artículos y ensayos sobre ideales y estrategias políticas, así como sobre la lucha contra el fascismo durante la guerra civil española. Mi andadura como escritora y profesora la debo, en parte, a su legado. Durante todos estos años, he podido escuchar la voz de mi padre haciéndome preguntas, defendiendo sus convicciones y buscando las palabras justas para explicar cualquier cosa.

«¡Mi sangre corre por vuestras venas!», nos gritaba de niñas para recalcar lo mucho que nos quería, y también cuando se enfadaba, casi siempre conmigo, por alguna rebelión demasiado alejada de sus principios como para poder tolerarla. Ahora siento que su sangre, ciertamente, corre por mis venas, y puedo palpar su material genético cargado de energía.

Al empezar este relato oigo su voz recordándome que nadie escapa a las fuerzas con que la historia nos va modelando. Durante muchos años estuve formándome hasta convertirme, yo también, en profesora. Quería que mis alumnos se dieran cuenta del modo en que nuestras voces individuales, así como nuestros silencios, se reflejan en la historia, que recoge las voces y los silencios en toda su amplitud. Al empezar a escribir este relato sobre mi padre, soy testigo de cómo mis hijos, que también son docentes en diversos ámbitos profesionales, toman las riendas de su crecimiento y trabajo con las mismas preguntas y los mismos principios. Al parecer, la sangre sigue corriendo.

Creo que todo este aprendizaje empezó gracias a las cenas de los domingos, cuando de niña veía cómo las chuletas de cordero a la brasa y el inevitable pollo guisado quedaban relegados frente a las conversaciones acerca de las desigualdades, sobre todo las de clase, aunque mi padre nunca usó esa palabra delante de nosotras cuando éramos jóvenes. Él siempre hablaba de los obreros, palabra que incluía a los negros y las mujeres —la «cuestión femenina» siempre fue objeto de las discusiones políticas más serias que surgían por entonces—, nuestra gente, las personas por cuyas vidas e intereses nunca podríamos dejar de preocuparnos.

Aun así, no siempre fui una ardiente seguidora de las opiniones y el ejemplo de mi padre. Llegué a rebelarme contra él y sus creencias con más intensidad, si cabe, que cualquier otra adolescente. En la escuela secundaria, donde me especialicé en pintura y escultura dentro de lo que, por entonces, constituía el bachillerato artístico, encontré una serie de ideas que reflejaban algo que yo siempre había sentido, pero nunca había sido capaz de expresar en toda su amplitud: las complejas realidades situadas bajo la percepción consciente y la apariencia. En la universidad trabé amistad con un grupo de literatos y poetas muy influidos por la teoría freudiana del inconsciente y el modo en que esta podía aplicarse a nuestra intimidad e iluminar la literatura que, en aquella época, leíamos o planeábamos escribir algún día. En palabras de Toni Morrison, me enamoré del «relato profundo» y, a los dieciocho años, me embarqué en un largo y ortodoxo psicoanálisis que me brindó la posibilidad de liberar mi interior. Aunque a mi modo de ver, dicha posibilidad no se oponía a la elegida por mi padre, ambos nos enzarzamos así en una de nuestras muchas batallas, que se prolongaría con el paso de los años.


*


Hace poco fui a pasar el día en una punta de Long Island, a la orilla de una bahía en calma donde, en los días claros, puede divisarse la tierra a varios kilómetros: los árboles, las colinas, el faro o algún barco que se acerca. El color y la forma cambiaban de un modo espectacular según el ángulo con que reflejaban el sol. Al atardecer, una increíble luz bañaba esa parte de la playa y el cielo, rayado de tonos rosas y dorados, prestaba unos impresionantes brillos a las corrientes de agua, de tal forma que estas parecían adquirir una forma triangular, como si fueran estrellas. En ese momento pensé que ambas visiones, la claridad de la primera y la luminosa creación de la segunda, eran tan necesarias como reales.

Cuando evoco las vistas que contemplé aquella vez en la bahía, y pienso en la necesidad de mantener una perspectiva realista a la vez que una imaginación iluminada, me pregunto acerca de lo que Christa Wolf llamó una vez «la forma de la conciencia». La violencia se propaga por toda la tierra en un momento en que miles de iraquíes, sirios, nigerianos, afroamericanos y latinoamericanos de nuestras ciudades, estadounidenses de toda clase y condición, incluidos los niños, aparecen asesinados, se quedan sin casa, van a la cárcel y sufren pérdidas terribles. En la parte norte de la ciudad, cerca de donde me encuentro ahora escribiendo, mi hijo dirige una organización en Harlem que se ocupa de las necesidades académicas, emocionales, éticas y legales los niños y jóvenes.I De no ser por este tipo de organizaciones no gubernamentales, todos ellos quedarían irremisiblemente olvidados por una sociedad que nunca hasta ahora había sido tan rica, poderosa y llena de posibilidades. Mis pensamientos me llevan de nuevo hasta mi padre, el comunista, y su concepción de la libertad humana, cuyos orígenes y contornos siempre fueron para él sociales y económicos, y aun así, de no haber contado también con un ideal imaginario, dicha concepción se habría desvanecido enseguida.

Su pasión se consagraba al mundo y a sus gentes. Desde sus primeros años en la tierra que lo vio nacer, dedicó su vida a la justicia, la igualdad humana, la dignidad, tal y como él habría dicho, por la cual arriesgó su vida y reputación. Sin embargo, su pasión más inmediata y que luego resultó la más absorbente, sobre todo tras la muerte de su mujer, fueron sus dos hijas.

Hará cosa de un año tuve una serie de fantasías y sueños recurrentes y espontáneos en los que cruzaba un puente sobre un río tan ancho como el Hudson, que discurre solo a unas cuantas manzanas de mi casa. En esas ensoñaciones, alguien se me acercaba desde la otra orilla, a veces envuelto en una vaga nube de niebla, y otras tan nítido como la ciudad en una tarde clara y fría de invierno: era mi padre.

Me adentro en este relato como en territorio desconocido, aunque traté con mi padre el tiempo suficiente como para llegar a conocerlo bien —a diferencia de mi madre, que murió cuando yo tenía siete años—, pese a los largos años de idealización y rabia que todos guardamos a nuestros padres, criticados con vehemencia tan fácilmente. Lo conocí de muchas formas en que no llegué a conocerla a ella: me sé casi todos sus relatos, o al menos tantos como para contar con una buena perspectiva de sus setenta años de historia y poder intuir, con una cierta seguridad, la manera de rellenar las lagunas. Conocí el poder de su lenguaje y su capacidad de análisis, las rachas de depresión que lo persiguieron durante años, su amor por las historias y los libros, la facilidad con que era presa de los nervios y la ansiedad. Los domingos por la noche entraba en nuestra habitación, se sentaba en una de las camas y empezaba a tamborilear en cualquier superficie a mano, uno de los muchos movimientos con que mostraba su ansiedad. Mi hermana y yo le decíamos que algo empezaba a treparle. «Pues sí, ya empieza a trepar», y los tres sonreíamos a modo de reconocimiento. Por entonces, ninguna de las dos teníamos la menor idea de que estaba anticipando una vana búsqueda semanal de trabajo que se prolongó durante años una vez concluido su liderazgo en el Partido Comunista.

Cada mañana salía, siempre vestido con su traje bien planchado de color azul marino, corbata a rayas azules y rojas o estampada azul y gris, bien anudada sobre la camisa recién lavada y planchada, azul claro pero a veces blanca, para encaminarse a… ¿dónde? Nos pasamos años sin saberlo, y tampoco preguntamos. Seguramente se dedicaba a caminar por la ciudad, se paraba aquí o allá a comer un bocadillo, pasaba por la biblioteca. Quizá —al menos así lo espero— se animaba a visitar a algún antiguo camarada en situación similar a la suya, perdido como él sin el Partido, incapaz de trabajar o de formarse. «¿Qué queríais que pusiera en el currículum cuando me preguntaran por mi experiencia? —nos preguntó mucho después, cuando ya fuimos mayores para entenderlo—. Durante las últimas décadas he trabajado coordinando y dirigiendo varias secciones del Partido Comunista de Estados Unidos… ¿Y qué hay de su formación? Terminé quinto de primaria en Kishinev, Rusia».


*


Ahora que ya he cumplido sesenta y ocho años, la edad que tenía él cuando murió, sé muy bien que, cuando nos ponemos a recordar o adoptamos un punto de vista determinado, no existe el don de la seguridad absoluta. Pero a veces, y en cierto modo, sí logramos encontrar una sensación de solidez y claridad, como si llegáramos a un sitio familiar que pudiéramos reconocer para pensar: «Sí, sé lo que ocurrió aquí, sé quién es él o ella. O quién fue». Incluso: «Sé quién soy, quién fui y en quién me he convertido». Soy abuela, hija de un inmigrante ruso judío y comunista, madre de dos hijos negros y, desde hace unos cuarenta y cinco años, mujer de un hombre afroamericano, y todo ello ha conformado mi conciencia y mis percepciones.

Sin embargo, solo recientemente he conseguido darme cuenta de las profundas similitudes que me unen con mi padre, de las virtudes y los defectos que compartimos y que yo me empeñaba en asumir como hondas diferencias («¡Por lo menos no soy como él! ¡Yo nunca le haría una cosa así a mis hijos!»). También conozco la verdad opuesta, es decir, lo distinta que soy de él, lo distintos que podemos ser de nuestros seres más queridos y cercanos —un marido con el que llevo casada casi cincuenta años, dos hombres que hace tiempo eran mis niños—.

Lo distinta que soy de mi padre.

Lo mucho que, al final, sé que me parezco a él.


*


Cuando me puse a trabajar en este libro me pregunté: ¿Voy a atreverme a llegar al meollo a través de la escritura? ¿Qué debo tratar de recordar? ¿Cuántos viejos cuadernos rescato de la polvorienta estantería para releerlos? ¿Cuál es el fin último de esta búsqueda, esta investigación, y cómo voy a ser capaz de combinar la mezcla de imaginación, registros históricos y recuerdos personales? ¿Dónde me llevará todo eso? ¿Qué significa realmente esa expresión de la infancia? ¿Cómo capturar mediante palabras los tonos de un hombre cuya voz, pese a llevar tanto tiempo muerto, guardo tan nítidamente como la voz real de mi marido o la de un amigo con el que hablo a diario? Sus palabras oscilan desde lo que ahora suena como retórica simplificada, pero antes constituía un vocabulario revolucionario definitorio de una ideología que prometía salvar el mundo, hasta el más desnudo grito de dolor desenmascarado y escupido a través del sonido de las canciones y sus letras en inglés, ruso y yidis, memorizadas con exactitud porque se ajustaban perfectamente a sus emociones, a menudo desbordantes; hasta los gritos de crítica despectiva; hasta la risa tan explosiva que generaba secreciones derramadas de los ojos y la boca y limpiados de inmediato con un pañuelo de algodón blanco extraído del bolsillo y luego apretado, enrollado y desenrollado compulsivamente en el puño mientras hablaba; hasta el amor que declaraba tantas veces a sus hijas y los sacrificios que realizaba por ambas, y que no hacían sino confirmar sus ardientes palabras.

Mi padre. Quizá podría reducir esta historia suya, mía y nuestra hasta el meollo si sus huesos no fueran polvo, incinerados hace muchos años. Yo misma los enterré al lado de la tumba de mi madre y su hermano, que reposan juntos en un enorme y algo apabullante cementerio de Long Island, Nueva York. Ambas tumbas llevan mucho tiempo descuidadas y cubiertas de hierbas.

Escribí un relato sobre aquel entierro provisional y ya tan lejano titulado «Forgiveness»II [Perdonar], y creo que sí, lo perdoné entonces, a mis veintiocho años, con un hijo de dos a quien adorar y un recién estrenado marido a quien amar. Entonces todo parecía posible. ¿Por qué no también el perdón? Y el olvido. Eso también.

Ahora vuelvo a pensar en él a diario, en el padre al que quise y admiré, el padre con quien tanto me enfurecí y cuyas opiniones tantas veces le recriminé; uno de los hombres de mi vida —llena de hombres queridos, poderosos, adorables y a veces intimidatorios— que tanto y tan irremediablemente me influyeron.

Por supuesto, no se trata solo de una cuestión de edad. Durante muchos años ha estado yendo y viniendo; un tiempo fuera de mi vista y de mi mente para luego, de repente, acudir de nuevo y gritar, darme lecciones, susurrarme su amor, cantar viejas nanas rusas y canciones protesta, encender mis sueños y mis pesadillas. Todos estos años ha seguido vivo, acurrucado en una habitación vacía y abandonada, mientras yo lo descuidaba, olvidaba, le infligía algún castigo y conseguía escapar; o bien se quedaba derramando aquellas abundantes lágrimas rusas, sollozando con el rostro entre sus manos grandes, fuertes, pálidas, tan nudosas y bellas; o me sonreía con suficiencia después de pelearnos por mi novio de turno, por un principio o una realidad política que yo no conseguía entender. En esos momentos, su vulnerabilidad cálida y libre de pudor se revela al atraerme hacia sí, mientras me llama cariño o ketzeleh1, y los dos nos sentimos, por un instante, despojados de nuestra indignación y rectitud. Él murmura algo en yidis o en ruso y yo puedo oír su risa.

Hace poco lo busqué en Google.

Si se enterara, pensaría que su insensata hija se ha vuelto loca definitivamente. Él murió antes de que llegaran los contestadores automáticos, la televisión por cable, los móviles, los ordenadores de todo tipo con sus misteriosos y diligentes mecanismos. Pues ahí estaba, en la Wikipedia, liderando una huelga en Baltimore con su amigo de toda la vida, Joe Carlson.

Así que la voz sigue acudiendo. Por ahora.









1. Término yidis que significa «gatito» y, por extensión, «cariño».

Primera parte PRINCIPIOS





Los memorialistas […] en realidad no quieren «contar una historia». Quieren contarlo todo: el conjunto de la experiencia personal y también la conciencia misma. Eso incluye una historia, así como el universo entero en expansión de sensaciones y pensamientos que fluye más allá de los confines de la narrativa y demuestra que cada una de nuestras vidas no es simplemente un verso suelto de la historia, sino un pedazo de cosmos que gira y corre a raudales hacia el gran e incomprensible patrón de la existencia. Los memorialistas desean contar su alma, no su historia…

Yo podría contarte historias, si las historias pudieran contar lo que tengo dentro de mí.

Patricia Hampl, I Could Tell You Stories





I




Al principio había una hija de comunistas estadounidenses que aprendió a decir que papá no estaba en casa cada vez que los agentes del FBI llamaban a la puerta —a veces, por tanto, estaba permitido mentir—, y gritaba a los otros niños de la escuela primaria que los trabajadores del mundo se unirían, los barrenderos eran tan dignos como los médicos y los negros eran igual que nosotros, los blancos, y merecían la igualdad. Entonces, los niños americanos normales y corrientes nos contestaban a gritos que volviéramos a Rusia.


*


Al principio, como una sombra que eclipsaba incluso a la política, que era nuestra fe, nuestra vida, había una niña que se quedó sin madre a los siete años, hija de un padre adorado, pero a veces profundamente deprimido cuya vida, de 1949 a 1951, destrozaron una serie de pérdidas de las que, en cierto modo, nunca llegaría a recuperarse.


*


Al principio estaba el sentido de ser judío en la cultura yidis del mundo antiguo. Un principio en un mundo de principios y, por ello, primero fue una historia de principios. También hubo medios y finales, claro, pero vinieron más tarde. Por ahora, el principio parece dominarlo, incluso devorarlo todo.


*


Estamos en 2014. Tengo setenta años y soy un año mayor que mi padre antes de morir, quizá dos, puesto que los nacimientos nunca fueron muy exactos en su tierra. Estamos en marzo, pero parece enero; todo es tan glacial que las aceras amanecen sembradas de montones de nieve dura y apilada, así que salir del coche de mi marido en Battery Park City y ayudar a mi suegra en el asiento de atrás, que tiene noventa años, se convierte en un gran desafío de equilibrio. Hemos venido a visitar el Museo del Legado Judío de Nueva York por mí, porque en uno de los principios de la historia de mi padre y yo estaba el sentido de ser judíos: judíos hasta la médula, aunque seculares a mucha honra, inmersos en una cultura que hablaba bien alto, a través de los sonidos y tonos tan emocionales del yidis. Nunca aprendí esa lengua, a excepción de unas cuantas expresiones y palabras sueltas que aún hoy, de algún modo, sigo considerando parte de mi lengua materna, a pesar de que era la lengua de mi padre y no de mi madre, que nació en América y no hablaba yidis.

Mi marido afroamericano, tras haberse casado con una judía y convivir con una familia judía durante casi cincuenta años, también es ya una especie de judío que ha conducido el Séder de la Pascua, ha encendido las velas de la Janucá, ha asistido a incontables bat y bar mitzvahs y, en general, profesa un profundo amor —a veces mayor que el mío— por los aspectos y rituales de la vida secular y familiar judía. Aun así, para él este viaje al museo en un domingo gélido con previsión de otra tormenta por la tarde constituye un amable acto de generosidad, de los que suele hacer gala a menudo. Me acompaña hasta aquí para que pueda sentir el suelo fértil de mi legado y completar la escritura de este libro, tarea que, para mi sorpresa y por varios motivos, se revela mucho más peligrosa —y a veces roza lo insalvable— de lo que imaginé cuando tuve la idea y me asaltó el primer impulso. En cuanto a su madre, mi suegra, y también una buena amiga, este viaje simplemente cubre la necesidad de salir de casa durante un invierno gélido, en un momento en que su milagrosa energía y su ya legendaria agudeza mental empiezan a desvanecerse.

De modo que, al salir del coche, nos adentramos en el museo, mayor de lo que esperaba. Para cuando salimos, solo hemos visitado la exposición «La vida judía de hace un siglo: 1880-1930». A causa del cansancio, y quizá también de otras resistencias más profundas y molestas, no hemos visto la planta que muestra los años del Holocausto y la reparación, posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

En todo caso, la planta que me fascina es la consagrada a la cultura yidis, que expone fotos, películas y una interesante yuxtaposición de voces que componen un discurso sobre los puntos de vista judíos acerca del futuro de los judíos, alternando las distintas filosofías representativas de la ortodoxia, el sionismo, el socialismo o el liberalismo; ideas, todas ellas, que tuvieron una gran influencia en mi padre y, por tanto, en mí misma. La exposición consigue devolverme, a través del pensamiento y la emoción, a una infancia en que las expresiones, comidas y actitudes yidis, así como su característico humor, dominaban mi vida por entero. A veces todo eso ocurría en la cocina y el salón, sobre todo tras la muerte de mi madre, y aún más durante los fines de semana que pasábamos en Filadelfia, donde las hermanas de mi padre y sus familias, vestigios del viejo continente, seguían viviendo desde que emigraron de Kishinev, entonces capital de Besarabia, provincia de Rusia, llamada ahora, en el siglo xxi, Chisináu, capital de la República de Moldavia.

Ese sonido del mundo de Kishinev, tan vívido en los recuerdos de mi padre, entretejido con imágenes que surgen y se desvanecen, se apodera de mi imaginación mediante una sola palabra, Kishinev. Puedo oírla en el sonido de su voz, con su tono y acento, semejante al que Tevye exhibía en el escenario al cantar Anatevka, oración melódica y compendio de imágenes que describían e iluminaban la nostalgia y el amor por el hogar perdido. Nacido aproximadamente en julio de 1902, mi padre era muy pequeño cuando tuvieron lugar los infames pogromos de 1903 y 1905, y seguramente creció escuchando a los vecinos y amigos hablar de sus terribles experiencias y miedos persistentes, de sus planes para emigrar y poder escapar así del creciente y violento antisemitismo que empezaba a dominar su mundo. Debió de escuchar muchas historias de asesinatos, desmembramientos y violaciones antes de que sus hermanos mayores se marcharan para empezar una nueva vida en el nuevo mundo. Cuando nos llevó a ver el famoso musical El violinista en el tejado, debió de sentirse embargado por una mezcla de sentimientos, recuerdos y pensamientos de toda clase. Lloró y rio hasta que asomaron los fluidos de su fácil y notoria transpiración, y tuvo que sacar el ubicuo pañuelo blanco para enjugarse los ojos y secarse las mejillas.

Rose, la mujer que nos cuidó tras la muerte de nuestra madre, nos había enseñado a mi hermana y a mí a plancharle los pañuelos. Primero se planchaba el cuadrado entero, luego se doblaba en tres partes largas y se planchaban los pliegues, luego otras tres dobleces y se volvían a planchar los pliegues hasta añadir el pañuelo doblado al prolijo montón del cajón lateral del escritorio de caoba, el mismo donde mi madre metía sus cosas en vida: pañuelos floreados, violetas y pequeñas rosas artificiales. Con todo eso decoraba su armario profesional y exclusivo, donde guardaba los pulcros trajes de chaqueta oscuros, elegantes vestidos y largos abrigos de piel que se ponía para ir a trabajar. Era una «importante jefa de compras del departamento de bolsos de Macy’s», puesto con el que mantenía a la familia mientras mi padre se consagraba por entero a su cargo oficial en el Partido Comunista. Seguramente ese cajón contenía muchas otras cosas, pero como han pasado más de sesenta años y el tiempo va diluyendo la memoria, ya no recuerdo qué más había guardado en las profundidades de aquel cajón, que parecía preservar su misterio por más que me dedicara a rebuscar en el interior. Sí recuerdo, en cambio, la risa y el llanto de mi padre cuando Tevye se marchaba de Anatevka y las familias empujaban viejos carros atestados con todo aquello que podían empacar y transportar; los grititos que daba, algo así como oy, oy, oy, y también otras palabras que estoy segura de haber olvidado, no así el nombre de Kishinev, uno de los lugares donde me siento en casa, a pesar de no haberlo pisado jamás.


*


En el Museo del Legado Judío, entre las numerosas películas antiguas que iluminan con luz suave y grisácea las oscuras galerías, hay una en que cinco ancianas aparecen en fila, cantando de pie. Seguramente son más jóvenes que yo ahora, pero también más recias y más pobres. Un pañuelo estampado les cubre la cabeza, calzan mocasines negros con lacito y tacón, y los abrigos de paño no les cubren los vestidos, cuyos bajos cuelgan por encima de las gruesas pantorrillas, envueltas en las mismas bastas medias de algodón tostado que llevaba mi abuela. ¿Y qué es lo que cantan? Una canción que resurge de las grietas más profundas de mi memoria, de las capas más antiguas de mi mente, y que llevaba tantos años sin recordar: Tumbalalaika, cantan esas palabras cuyos significados me resultan tan ignotos como a mi marido o mi suegra, palabras que se repiten una y otra vez:


Tumbala tumbala tumbalalaika

tumbala tumbala tumbalalaika

tumbalalaika shpiel balalaika

tumbalalaika freylach zol zayn.


Al poco rato decidimos marcharnos de allí, pues tenemos mucha hambre y pocas ganas de ver la devastación que ofrece la planta dedicada al Holocausto. No es por timidez o por un deseo de amnesia histórica, ya que los tres somos ávidos lectores y testigos, cuando no partícipes, de la historia, incluyendo varias partes que implican crueldades increíbles y que mi padre tachaba de «inhumanidades del hombre para con el hombre». Sencillamente, estamos cansados y deseosos de un café y algo para picar, así que hacemos una parada en la cafetería. Está extrañamente vacía y no hay gran cosa para comer, pero pedimos café y unas patatas fritas y nos sentamos junto al ancho ventanal, desde donde se divisa la Estatua de la Libertad en medio del puerto brumoso y gris. El camarero latino desaparece y, al cabo de unos minutos, una clienta blanca grita a mi marido: «¿Nos atiendes?», pese a que él está sentado con otras personas y lleva el abrigo puesto sobre los hombros. Douglas desvía la mirada y ella también, y entonces nos encaminamos hacia el coche.


*


Esa misma noche, ya tarde, con las luces apagadas, cuando creo empezar a sumergirme en el ansiado sueño, de repente acuden a mí las palabras de los versos de Tumbalalaika, tan audibles como si alguien estuviera cantando en voz alta, y antes de darme cuenta estoy completamente despierta y ese alguien que canta soy yo.


Shteyt a bocher shteyt un tracht,

tracht un tracht a gantze nacht,

vemen tsu nemin un nit far shemen,

vemin tsu nemin un nit far shemen


Y al repetir el estribillo, viene más:


Meydl, meydl, ch’vel bay dir fregen,

vos kan vaksn, vaksn on regn,

vos kon brenen un nit oyfhern,

vos kon benkn, veynen on treren.


De nuevo el estribillo, y entonces repito la canción entera, sorprendida y fascinada por las palabras que afloran de repente, un lenguaje cantado que no alcanzo a comprender, y cuyo significado solo me será dado al día siguiente, cuando encuentre la traducción en internet. Es una canción de amor: ¿Qué puede crecer sin lluvia?; y de congoja: ¿Qué puede llorar sin lágrimas? Toca la melodía en la balalaica. Pero esa noche siento algo extraño, como si estuviera cantando en mi lengua materna y, de algún modo, creyera conocer la música y el sonido de las palabras mejor que la lengua inglesa, a la que amo con todo mi corazón, pues constituye la substancia de mi trabajo y un ámbito fundamental de mi identidad vital. Y a pesar de todo, ahí sigo, en la cama, cantando en yidis mientras siento que sí, que soy yo. Cuando me quedo en silencio, otro pensamiento cruza mi mente, que yo creía ya dispuesto a borrarse, o al menos atenuarse ante la proximidad del sueño. Entonces empiezo a recopilar lugares en voz alta otra vez.

—¿Qué haces? —me pregunta mi marido.

—Una lista de lugares —respondo, porque pienso que todos esos nombres son lugares que conforman los relatos y mitos de mi vida, lugares que podrán dar forma a este libro, a veces tan escurridizo, sobre la vida y la voz de mi padre, porque su vida, su voz y sus lugares, del mismo modo que sus palabras, se cruzan con los míos.

Museo del Legado Judío

Isla Ellis

Kishinev

Avenida Greenwich número 30, Nueva York

Strawberry Mansion, norte de Filadelfia

Penitenciaría Estatal del Distrito Este de Pensilvania, donde cumplió parte de la condena a la que fue sentenciado por acto de sedición (de dos a cuatro años) por «intentar derrocar al gobierno del Estado de Pensilvania».

Barcelona, Albacete y los Pirineos, que atravesó a pie. La España de los años treinta, la batalla contra los fascistas de Franco; Madrid, que visité en 2013 para tratar de imaginar sus preciosas calles y anchas avenidas dominadas por los gritos y tiroteos, tal como aparecen hoy en día los barrios sirios, afganos e iraquíes.

El buque de vapor Kroonland, donde embarcó junto a sus padres y su hermana en Bélgica o Cherburgo rumbo a Nueva York.

El juzgado de Foley Square de Nueva York ante el que, junto a otros interrogados, se negó a dar los nombres que el Comité Antiamericano —así lo llamábamos— de la Cámara de Representantes de Estados Unidos les requería.

La infinita nación rusa, entonces Unión Soviética, tan infinitamente desconocida para mí como acogedora y familiar para él.

Y los lugares de los libros,

los documentos,

las cartas,

y de mi imaginación, cuando trato de hallar palabras para describir sonidos, colores y formas, experiencias e historia, y me doy cuenta de que todo ello requiere mucho más valor y esfuerzo que si hubiera, simplemente, formulado las preguntas acertadas y escuchado sus minuciosas respuestas, las reflexiones que me brindó cuando aún estaba vivo. A veces oigo su voz y sus frases —quizá son recuerdos reales, quizá las he creado por alguna necesidad o deseo propios—:

Amaba a mi madre. Hasta los cinco años, siempre me vestía de niña. Yo tenía el pelo largo y rizado. Quizá fue hasta los cinco años. Era lo que se hacía en mi país. Los niños parecían niñas hasta que ya estaban preparados para separarse de sus madres. No sé por qué, pero estoy seguro de que mi hija tendrá una teoría al respecto, cuando no un diagnóstico.

Cariño, en mi tierra unos eran ricos y otros, pobres; unos eran judíos y otros, cristianos, pero no había neuróticos.


Decía cosas como esas para provocarme, ya que al cumplir los dieciocho años empecé a interesarme por el psicoanálisis, cuyas teorías y prácticas mi padre contemplaba con desdén. Sin embargo, las cosas se pusieron a mi favor gracias a las compañeras de mi madre en Macy’s, un sitio donde ella disfrutaba de lo que hoy llamaríamos «un buen trabajo», sin dejar por ello de acompañar a su marido y apoyarlo en sus crecientes tareas para el Partido Comunista —aun así, su trabajo era su ocupación principal, a la vez que una forma de compensar el sueldo de mi padre en el Partido, que recuerdo perfectamente que ascendía a veinticinco dólares semanales—. Así, estas altas ejecutivas, que habían sido sus jefas, nos dejaron a mi hermana y a mí una herencia: quinientos dólares anuales durante cuatro años, cantidad que supuestamente nos permitiría ir a la universidad. Como yo finalmente me matriculé en la universidad pública, que por entonces era gratuita para todos los residentes en Nueva York, pude usar mi dinero para embarcarme en cuatro turbulentos y sanadores años de psicoanálisis de diván, una decisión que mi padre encajó con el respeto suficiente para no cuestionarlo pese a su evidente desaprobación. Así fue como Freud y Marx entraron a formar parte de mi aprendizaje educativo, aunque a ninguno lo amé y estudié con tanta pasión como a los poetas y novelistas británicos y estadounidenses que leía en clase. Pese a todo, el sentido último de aquella que fui y que soy, que no llegó a ser ni psicoanalista ni activista revolucionaria, nace de la unión de esos dos pensadores emblemáticos, del mismo modo que mi cabeza está llena de los sonidos y la música de las palabras y expresiones yidis que nunca alcanzo a comprender del todo.