Francisco Hinojosa (Ciudad de México, 1954) ha escrito decenas de libros para el público infantil, entre los que sobresalen el ya clásico La peor señora del mundo, así como A golpe de calcetín y Una semana en Lugano. También es autor de las colecciones de cuento Informe negro, Cuentos héticos, Memorias segadas de un hombre en el fondo bueno y otros cuentos hueros, Un tipo de cuidado y El tiempo apremia (Almadía, 2010). Ha publicado crónica, periodismo literario y ensayo en los libros Un taxi en L.A., Mexican Chicago, La nota negra y Migraña en racimos, así como el poemario Robinson perseguido y otros poemas. En 2009 apareció su primera novela, Poesía eras tú (Almadía).
Emma, Cenicienta, virgen, estrella
Pasada la medianoche, Emma notó que le faltaba una zapatilla
Títulos en Narrativa
EL TIEMPO APREMIA
POESÍA ERAS TÚ
Francisco Hinojosa
APRENDER A REZAR EN LA ERA DE LA TÉCNICA
CANCIONES MEXICANAS
EL BARRIO Y LOS SEÑORES
JERUSALÉN
HISTORIAS FALSAS
AGUA, PERRO, CABALLO, CABEZA
Gonçalo M. Tavares
25 MINUTOS EN EL FUTURO. NUEVA CIENCIA FICCIÓN
NORTEAMERICANA
Pepe Rojo y Bernardo Fernández, Bef
CIUDAD FANTASMA. RELATO FANÁSTICO DE LA CIUDAD DE MÉXICO (XIX-XXI) I Y II
Bernardo Esquinca y Vicente Quirarte
EL FIN DE LA LECTURA
Andrés Neuman
LA SONÁMBULA
TRAS LAS HUELLAS DE MI OLVIDO
Bibiana Camacho
LATINAS CANDENTES
RELATO DEL SUICIDA
Fernando Lobo
CIUDAD TOMADA
Mauricio Montiel FIgueiras
JUÁREZ WHISKEY
César Silva Márquez
TIERRAS INSÓLITAS
Luis Jorge Boone
DEMONIA
LOS NIÑOS DE PAJA
Bernardo Esquinca
CARTOGRAFÍA DE LA LITERATURA
OAXAQUEÑA ACTUAL I Y II.
VV. AA.
EL HIJO DE MÍSTER PLAYA
Mónica Maristain
HORMIGAS ROJAS
Pergentino José
BANGLADESH, TAL VEZ
Eric Nepomuceno
PURGA
Sofi Oksanen
CUARTOS PARA GENTE SOLA
POR AMOR AL DÓLAR
REVÓLVER DE OJOS AMARILLOS
J. M. Servín
EL CANTANTE DE MUERTOS
Antonio Ramos
MARIANA CONSTRICTOR
¿TE VERÉ EN EL DESAYUNO?
Guillermo Fadanelli
¿HAY VIDA EN LA TIERRA?
LOS CULPABLES
LLAMADAS DE ÁMSTERDAM
PALMERAS DE LA BRISA RÁPIDA
Juan Villoro
PERTURBACIONES ATMOSFÉRICAS
Rivka Galchen
VENENOS DE DIOS, REMEDIOS DEL DIABLO
Mia Couto
LA FIEBRE
EL DÍA QUE BEAUMONT CONOCIÓ A SU DOLOR
J. M. G. Le Clézio
BAJO LA PIEL DE CHANNEL
Danilo Moreno
Títulos en Poesía
JACK BONER AND THE REBELLION
GALAXY LIMITED CAFÉ
ESCENAS SAGRADAS DEL ORIENTE
josé eugenio sánchez
Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe a la joven creación 1997
POEMAS DE TERROR Y DE MISTERIO
Luis Felipe Fabre
DIARIO SIN FECHAS DE CHARLES B. WAITE
MAL DE GRAVES
POBLACIÓN DE LA MÁSCARA
LA ISLA DE LAS BREVES AUSENCIAS
Francisco Hernández
Premio Mazatlán 2010
Mención honorífica. Bienal Nacional de Diseño del INBA 2009
LA BURBUJA
PITECÁNTROPO
Julio Trujillo
ARTE & BASURA
Mario Santiago Papasquiaro
SI EN OTRO MUNDO TODAVÍA
Jorge Fernández Granados
EL PEQUEÑO MECANISMO
DE LOS ACONTECIMIENTOS
Fabián Casas
EMMA
de Francisco Hinojosa
En el número 35-A de la rue La Rochefoucauld, la familia du Barry discutía acerca del lugar donde cada uno de sus miembros quería pasar ese domingo. Henri, el jefe de la familia, proponía ir al Bois de Boulogne a hacer un día de campo, respirar aire fresco y guardar silencio el mayor tiempo posible. Odiaba los domingos, especialmente ese momento que llegaba siempre como a las once de la mañana en el que se hacían la inevitable pregunta: ¿y hoy qué vamos a hacer? Como sabía que sus propuestas nunca eran aceptadas, sugería casi siempre ir al Bois de Boulogne, aunque en realidad no le apetecía en lo absoluto un paseo de ese tipo. Si por él fuera, se quedaba en pijama, con la televisión encendida y bebiendo cerveza.
Como en otras ocasiones, Marguerite, su esposa, se inclinaba por visitar a su tía Conception en la campiña francesa, a poco más de hora y media de París. Y Cécile, su gorda hija de dieciséis años, insistía en ir a Eurodisney, empacarse uno o dos algodones de azúcar, dos o tres hamburguesas y tres o cuatro Coca-Colas.
Discutían.
A la hora de hacer los planes no participaba Emma, la hija única de la finada hermana de Henri, que habitaba la buhardilla de la casa y que ese mismo día cumplía dieciocho años.
En realidad a Emma nunca le pedían su opinión. Sus padres habían sido dos estrellas muy importantes de la industria cinematográfica. Al morir ellos, en circunstancias no aclaradas, los du Barry no tuvieron otra opción que adoptar a la niña, quien había cumplido entonces los diez años. Desde ese día, la mandaron a vivir al ático y trataron de que tuviera poco contacto con su prima Cécile, pues temían que la huérfana hubiera heredado las extrañas inclinaciones de sus padres y se las contagiara a su querida e inocente criatura. Emma era entonces una niña sin ángel de la guarda, una Cenicienta sin hada madrina, una Harry Potter sin Hagrid.
Como siempre que discutían qué hacer los domingos, se hizo lo que quería la señora du Barry: irían a visitar a su tía Conception, so pena de que a ella la invadiera la melancolía, la depresión del fin de semana y la rutina familiar, y terminaran los tres comiendo pizzas o baguettes en el Barrio Latino, sin verse las caras ni dirigirse la palabra. “La melancolía es la melancolía es la melancolía”, se repetía para sus adentros Henri, al tiempo que evitaba echarle el humo del Gaulois a su sensible esposa. “Los domingos son los domingos son los domingos”, hacía el eco su hija Cécile, que había padecido para ese entonces su primera depresión. “La familia es la familia es la familia”, se repetía a sí misma Marguerite, ya subidos todos en el tren. Ninguno de los tres había leído nunca a Gertrude Stein.
La tía Conception Ponge –que había rebasado los cincuenta y cinco años– era una persona fina, honorable y muy caritativa. Todo el mundo sabía acerca de su incuestionable virginidad, ya que ella misma se encargaba de presumir a la menor oportunidad el estado de su himen. Siempre recibía con gusto la visita de la familia du Barry porque sus integrantes le parecían adorables, castos y decentes, con la condición de que lo hicieran sin que los acompañara la joven Emma, a quien aborrecía por sobre todo el mundo pecador e inmoral. Para Conception, ella era la reencarnación del Diablo. Quizás el Anticristo.
Antes de salir rumbo a la Gare du Nord para tomar el tren que los llevaría a la campiña, Marguerite cerró con llave los dormitorios y la despensa, escondió el frutero, le puso candado al cajón de los CD s y desconectó la computadora y el cable de la televisión.
–¡Emma! –gritó Henri–. Te dejamos sobre la mesa un trozo de pan, una rebanada de queso y una hoja de lechuga. Puedes tomar agua de la llave. Cuando regresemos no quiero encontrar ni una brizna de polvo en la sala, ¿entendiste? Si se te ocurre volver a robar más pan... ¡Emma!, ¿me estás escuchando?
–Ya te oí, tío.
–Si puedes permanecer en tu cuarto y no husmear por la casa, mucho mejor –añadió Marguerite–. Y cuidado con contestar el teléfono o encender la radio.
–Y que no se te ocurra volver a hojear mis libros.
–Y no vayas a usar mi lápiz labial, mi bata y mis pantuflas –concluyó la gorda Cécile, antes de tirarse un pedo.
Una vez terminadas las instrucciones, los du Barry echaron doble llave a la puerta de entrada y se marcharon. Emma vio por la ventana cómo sus tíos y su obesa prima se perdían a lo largo de la rue La Rochefoucauld. No le faltaron ganas de vomitar un conejito desde el balcón. Bajó del ático, abrió con un trozo de alambre la recámara de su prima y encendió la televisión, que sólo podía ver en circunstancias similares: a escondidas, ya que lo tenía estrictamente prohibido. Hizo lo mismo con la puerta de la alacena. Sacó una lata de paté trufado, la abrió por la parte de abajo, vació su contenido en un plato y volvió a acomodar la lata en su lugar. Sabía que tardarían en darse cuenta del hurto. Luego se dio un baño en la tina, se secó el pelo con la secadora de Marguerite, se fumó un cigarrillo de los que Henri guardaba en el cajón de su buró para emergencias y le sacó tres hilos a uno de los calzones nuevos de Cécile. Luego fue al lugar donde su tío guardaba videos porno para ver si había añadido uno nuevo a su colección.
Era un domingo como cualquier domingo, con la diferencia de que ese día era su cumpleaños, estaba sola y era poco probable que ocurriera algo que pudiera cambiar la rutina.
Una hora después sonó el timbre. Emma puso en pausa el reproductor de DVDS y corrió a contestar el interfón, no porque esperara algo de quien llamaba, sino por hablar con quien fuera.
–Carta certificada para la señorita Emma de Brantôme –dijo una voz.
–¿En domingo?
–Estuve enfermo unos días. Desde el jueves. Reflujo. Sientes que se te quema todo cada vez que tragas. Por eso no pude entregar la carta antes. ¿Está la señorita de Brantôme?
–Soy yo. Por favor –respondió excitada la destinataria–, no vaya a dejar la carta en el buzón.
–Imposible, necesito una firma de recibido. ¿Puede bajar por el sobre?
–¿Puede usted subir?
–No nos está permitido subir a los departamentos.
–Mis tíos me dejaron encerrada con llave.
–Entonces, tendré que volver mañana.
–¡Oh, no, no, no, por favor, no me haga eso! Si regresa mañana, mis tíos se quedarán con la carta y entonces no podré leerla nunca.
–Lo siento, los procedimientos así son, señorita de Brantôme. Hasta mañana.
–Por favor, por favor, señor cartero.
–No, en definitiva.
–Ya sé –se le ocurrió decir a Emma–, voy a hacer bajar por la ventana una canastilla. Me pone el recibo, se lo firmo y me da la carta. ¿De acuerdo?
–No está en los procedimientos. Pero creo que tampoco está prohibido. Envíeme ya esa canastilla. Ah, y nunca le comente a nadie lo que voy a hacer por usted.
Ya en otras ocasiones había usado una canastilla que anudaba con una cuerda que guardaba celosamente en su clóset. Algunas veces tenía la posibilidad de pedir comida a domicilio en circunstancias similares a las que se encontraba en esos momentos. La operación se llevó a cabo sin problema.
Era la primera vez en toda su vida que Emma recibía una carta. Estaba tan nerviosa al abrir el sobre puesto que no tenía idea alguna sobre quién podría escribirle. Salvo a sus tíos, su prima, unos cuantos amigos y familiares de ellos y tres o cuatro compañeros de la escuela, no conocía a nadie en toda Francia. El nombre del destinatario estaba claro, no había ningún error: Emma de Brantôme, 35-A Rue de la Rochefoucauld (ático), 75009, París. La carta decía:
Estimada señorita Emma de Brantôme:
Como seguramente usted estará informada, a partir de los dieciocho años podrá ser admitida en la Escuela Bataille. El inicio de clases será el primero de septiembre. Uno de nuestros maestros más antiguos, monsieur Georges Brillat, se pondrá en contacto con usted para resolver sus dudas, ayudarla a conseguir el material escolar y los libros necesarios, y tener acceso a la herencia que le dejaron sus padres. Esperamos tenerla pronto entre nosotros.
Atentamente:
Madame Boubou
Directora de la Escuela Bataille
Cuando terminó de releer por cuarta vez la carta, sonó el teléfono. Ella tenía prohibido tomar las llamadas. Por eso una contestadora automática servía de eficaz secretaria a la familia: “Está usted llamando a casa de Henri, Marguerite y Cécile du Barry. Por el momento no estamos en casa. Deje su mensaje después del bip y a la brevedad nos comunicaremos. Gracias”. De fondo musical se escuchaba un fragmento breve de una pieza de Chopin interpretada por Cécile en su órgano melódico. De nada le servía tomar el auricular: nunca le habían llamado. Por eso dejó que corriera la grabación.
–Ésta es una llamada –dijo una voz de contratenor del otro lado del teléfono– para mademoiselle de Brantôme.
Emma soltó la carta y corrió hacia la mesita del teléfono.
–Aló, aló, habla Emma de Brantôme. ¿Quién llama?
–Mademoiselle de Brantôme, le está llamando Georges Brillat, profesor de la materia Arte Culinario de la Escuela Bataille. Madame Boubou, nuestra directora, me ha pedido que le ayude con todos los preparativos necesarios para su ingreso próximo a la escuela.
–Yo no sé nada de ninguna escuela.
–Ha de saber, mademoiselle, que sus padres egresaron de ella, hicieron una exitosa carrera dentro de la industria del cine y terminaron siendo maestros eméritos y miembros del Consejo de Administración. Poco antes de su trágica muerte...
–¿Trágica muerte?
–...dejaron en depósito la herencia que le corresponde cobrar a usted al cumplir los dieciocho años. Necesito que me acompañe al banco para hacer los trámites de rigor. Una vez concluida esa diligencia, la ayudaré a conseguir el material y la bibliografía necesarios para su nuevo ingreso.
–Pero –se atrevió al fin a interrumpir Emma el discurso del maestro–, mis tíos casi no me permiten salir del departamento.
–Si es necesario, mademoiselle de Brantôme, hablaré con ellos.
–La verdad, dudo mucho que lo quieran escuchar. Y además nunca me han dicho algo acerca de que voy a es- tudiar una carrera.
–Déjelo todo en mis manos. Ya sabré cómo obligarlos a que acepten lo que les diga. Lo único que debe importarle a usted es su próximo ingreso a nuestra institución.
–No comprendo nada.
–Estaré mañana en punto de las cinco de la tarde para recogerla. Que tenga un buen día –y Georges Brillat colgó.
En punto de las cinco de la tarde.
Y en efecto, al día siguiente, a las cinco en punto, sonó el timbre. La voz aguda de monsieur Brillat llegó a través del interfón como una dulce melodía para Emma, que aún seguía creyendo que todo había sido un sueño y que la pesadilla de la convivencia con su “familia” seguiría su curso diario, llena de tedio, reproches, prohibiciones, regaños y más tedio. Lleno de cenicientadas.
Extrañado por tan inesperada visita, Henri du Barry invitó a pasar al raro personaje. Era más bien corto de estatura, proporcionada con la abultada panza, con las cejas y el bigote exageradamente poblados, como si fueran de utilería, y vestido con elegancia. Un escapulario colgaba de su cuello, así como un reloj de cadena de su chaleco. Portaba con cierta elegancia un sombrero tipo Panamá. Apestaba a una mezcla de lavanda con tabaco.
Marguerite y Cécile dejaron a un lado las agujas de su tejido y miraron con curiosidad al hombrecillo. Sin mayores preámbulos ni cortesías, apenas Georges Brillat sintió la atención de la familia fue directamente al grano:
–Aunque supongo que ya lo saben, les comunico que el próximo primero de septiembre darán inicio las actividades en la escuela para la que los señores de Brantôme, antes de morir, inscribieron a su hija Emma. ¿Me explico?
Henri apenas inclinó la cabeza.
–Para que Emma pueda asistir como alumna corriente deberá adquirir una larga lista de útiles, libros y artefactos propios de las materias que habrá de cursar. Ustedes, estimados señores du Barry, como albaceas, tutores y representantes legales de mademoiselle de Brantôme tienen la obligación jurídica de contribuir a que todo se conduzca según los deseos de sus finados padres.
–Pero –se atrevió a interrumpir Marguerite–, nosotros no tenemos dinero para...
–Antes de haber sido llamados por la Inevitable, Louis-Ferdinand y Sylvie de Brantôme depositaron en un banco el dinero suficiente para que su querida hija pudiera seguir sus pasos en el mundo de...
Henri le puso la mano en la boca al señor Brillat, al tiempo que su esposa puso las suyas en las orejas de su hija Cécile.
–Será mejor que no diga el tipo de cursos que se imparten en esa escuela, en esa pocilga. ¡Ésta es una familia decente!