EL DIOS QUE HABITA LA ESPADA

 

 

 

JOSÉ SOTO CHICA

 

Nota

1 «Yo Baddo, reina gloriosa, firmé con mi mano y de todo corazón, esta fe que creí y admití».

mapa

Para Kenza, que habita en mi corazón y que,

con su sonrisa, convoca luceros para mí.

Agradecimientos

Como autor quiero agradecer a la editorial EDHASA su confianza y buen trabajo y, como lector compulsivo de novela histórica, los maravillosos buenos momentos que durante toda mi vida me ha proporcionado.

Hay personas que poseen juntos los dones de la magia, la energía y la empatía. Penélope Acero es una de esas personas, y su buen hacer y profesionalidad como editora son responsables de que un manuscrito se transforme en un verdadero libro. Penélope, gracias. Es un regalo de los dioses trabajar contigo.

Quiero agradecer a Alberto Pérez y a Javier Gómez, editores de Desperta Ferro y amigos, su cercanía y su aliento constante en todas mis empresas.

Tengo la suerte de tener junto a mí muchas personas maravillosas. No puedo nombraros a todos. Pero sabéis que sois indispensables para mí. Aun así, citaré a un puñado de buenos amigos que me dieron su opinión sobre el manuscrito: Inmaculada Rueda, Irene Rodríguez, Mercedes García, Miguel Navarro, Jorge Juan Soto, Tamae Okada, Francisco Jiménez y Jorge Navarro.

Y, por supuesto, tengo que dar las gracias a mis pacientes y formidables hijos: Ciro Alejandro y Darío Ulises, y a la mujer que me hace sentir muy especial: Kenza.

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Diseño de la sobrecubierta: Estudio Calderón

Primera edición impresa: marzo de 2021

Primera edición en e-book: marzo de 2021

© José Soto Chica, 2021

© de la presente edición: Edhasa, 2021

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ISBN: 978-84-350-4807-1

Producido en España

EL DIOS QUE HABITA LA ESPADA

Capítulo 76

Toletum, 8 de mayo de 589

El concilio se halla reunido: setenta y dos obispos y otros muchos clérigos y abades, y con ellos lo más granado y poderoso del Aula Regia y de la nobleza goda.

Es un momento fundamental. Recaredo, al igual que antaño lo hiciera el emperador Constantino I el Grande, sentado entre los obispos, hace la señal. Entonces, Leandro, obispo de Hispalis, el mismo que alentara la usurpación de Hermenegildo, proclama la conversión del reino de los godos al catolicismo.

Un rey, un pueblo, una ley, una fe. El sueño de Leovigildo, una Hispania unida y fuerte, se ha cumplido. Recaredo, feliz, se vuelve hacia su esposa, la dulce Baddo. La voluntad del rey se ha impuesto sobre la de los obispos y ella, Baddo, hija de una esclava y ahora reina de Hispania, está allí, en el concilio, dispuesta a firmar sus actas con su propia mano. Es la mujer que siempre ha amado y sonríe con toda la belleza del orbe apresada en sus labios.

Baddo se levanta y se persigna. Ante ella está el gran tomus que recoge los cánones del concilio. Leandro mira a la mujer con seriedad; su hermano Isidoro, con quien ha forjado una amistad que la reconforta, le sonríe. También está allí Juan de Bíclaro, el abad que tantos años atrás conocieran en Constantinopla y que ahora está redactando una crónica que recogerá los hechos y gestas de Leovigildo y Recaredo.

Más allá, en los bancos que ocupan los nobles del Aula Regia y los domini regni, se sientan Valtario y Lucila. Baddo recuerda fugazmente la noche en que Valtario la salvó, siendo niña y esclava, de la violación y la muerte. El conde la había tomado entre sus brazos y le había prometido que la protegería. Y lo ha hecho siempre. Baddo sonríe al mirarlos. Aquella lejana noche de terror, mientras las tropas godas saqueaban Asidona, ella, escondido el rostro en el hombro de Valtario, escuchó sus palabras:«Ahora estás conmigo, yo cuidaré de ti. Y un día serás condesa o duquesa, o ¿quién sabe? Puede que llegues a ser reina. ¿Te gustaría ser reina?

Ahora Dios ríe estrellas en el cielo y ella es la reina de Hispania. Baddo mira con orgullo al frente y, con una sonrisa dedicada a su esposo y a sus padres adoptivos, firma las actas: Ego Baddo, gloriosa regina, hane fidem, quam credidi et suscepi, mea manum de toto corde subscribsi1.

Valtario no puede evitar que una lágrima se descuelgue. Lucila le aprieta la mano y le dedica una brillante sonrisa. Su Baddo, reina, ha entrado en la historia.

Cuando esa noche Valtario se queda a solas junto al fuego, busca en las llamas los viejos recuerdos, todo lo vivido que ha hecho de él lo que es. Se siente feliz y, curiosamente y a la par, nostálgico y melancólico, pues es consciente de que su época ha terminado. Desenvaina su larga y argéntea espada norteña; apoyada sobre las rodillas, desenvainada, refulge bajo la luz del hogar. Cuando la empuñó por primera vez, apenas si era un muchacho, e Hispania era el caos y la batalla. Ahora tiene cincuenta y un años y habita en un reino poderoso y pacífico.

Y, sin embargo, el dios que habita la espada no puede dormir esa noche.

Él tampoco puede dormir. Aún hay cosas por vivir y batallas que dar. Y es que la nueva época que comienza también puede ser suya. Envaina el arma y gira la cabeza para mirar la gran piel de oso sobre la que dormitan Lucila y Sisebut. Al verlos allí estirados, seguros y satisfechos, piensa que el mundo es un lugar maravilloso y que él posee un preciado tesoro. Aunque todo tesoro necesita de un guardián, de una espada que lo defienda, y él, Valtario, es una espada afilada.

Nota del autor

Entre octubre de 2019 y octubre de 2020 trabajé intensamente en un ensayo sobre la historia del pueblo visigodo. Un libro de historia es como el océano: uno entrega al lector la superficie, pero por debajo de las brillantes olas coronadas de espuma y aguas rielantes hay inmensos y acuáticos abismos insondables. El libro en cuestión, Los visigodos. Hijos de un dios furioso, no era en realidad el resultado de un año de intensísimo trabajo, sino el fruto de veinte años de investigaciones sobre una era poco conocida y frecuentada: la Edad Oscura, como la llamaban antes, o, confome a las nuevas modas historiográficas, la Antigüedad tardía.

Se elija la denominación que se elija, es una época fascinante pero ardua de estudiar y difícil de resucitar. Las fuentes literarias y documentales de las que disponemos son escasas, parcas y confusas y, a menudo, contradictorias. Pero en las últimas décadas los historiadores hemos logrado que la época y el mundo de los visigodos vuelva a la vida con una intensidad y verismo insospechados.

Cuando uno estudia las crónicas que glosan la épica y dramática historia de Leovigildo, Gosvinta, Recaredo y Hermenegildo, se encuentra con la insoportable brevedad de san Isidoro y Juan de Bíclaro. Ambos, historiador y cronista respectivamente, son contemporáneos de Leovigildo y Recaredo, pero ambos son igualmente escuetos en sus anotaciones. Gregorio de Tours, historiador franco y también contemporáneo de los hechos, nos aporta cuadros más vivos e intensos de la época. Llama a Leovigildo «rey de los hispanos», y a su hijo Recaredo, «rey de Hispania», y sus retratos sobre la violenta personalidad de Gosvinta o sobre la implacable ferocidad de Leovigildo son fundamentales para entender el fuego que habita bajo las breves anotaciones asentadas en las obras de san Isidoro y Juan de Bíclaro.

Un puñado de autores y fuentes menores para el propósito de resucitar a Leovigildo y Recaredo serían: las cartas del papa Gregorio Magno, La historia de los longobardos de Pablo Diácono, la crónica del pseudo-Fredegario, La historia de las guerras de Procopio de Cesarea, las Historias de Agatías de Mirina, la hagiografía de san Millán escrita por Braulio de Zaragoza, las vidas de los santos padres emeritenses y otras colecciones de vidas de hombres santos, ilustres o piadosos, etc., así como dos fascinantes colecciones de documentos de la época: el Liber Iudiciorum y los textos de los concilios y sínodos de época visigoda. Todos ellos permiten dotar de carne y sangre, por así decirlo, a este periodo de suma aventura e importancia aún mayor.

La época en que Leovigildo, un hombre tan fuerte, terrible y genial como para construir un poderoso reino contra toda esperanza y que, en palabras de Gregorio de Tours, «no dejó vivo a ningún enemigo con edad suficiente como para orinar contra la pared», fue una era de espada y conjura, pero también el momento en que se forjó una nueva identidad en la que godos e hispanorromanos pudieron integrarse y generar un fuerte y sorprendente estado en el que la cultura clásica fue salvaguardada, adaptada y transmitida al medievo.

Esta novela es muy fiel a los hechos. Lo que aquí se cuenta es, en su mayor parte y por increíble que parezca, cierto. La mesa y el anillo de Salomón, las descripciones de batallas, de ciudades, de paisajes, la fauna y las costumbres son totalmente correspondientes a la realidad histórica; y también lo son las conjuras y tramas políticas puestas en marcha por Gosvinta y Leovigildo.

* * *

Gosvinta, Leovigildo, Recaredo, Hermenegildo, Millán, Prudencio, Aspidio, Miro, Ingulda, Brunequilda, Gundovaldo, Rigunda, Chilperico, Fredegunda, Sigeberto, Claudio de Lusitania, el loco augusto Justino, el césar Tiberio, la augusta Sofía, el prefecto romano, Leandro de Hispalis, Juan de Scallabis, san Isidoro, Desiderio, Agila, Liuvigoto, Liuva, Framideneo... Todos ellos y otros muchos de los que aquí hallará el lector existieron realmente, y sus hechos y personalidades pretenden reflejar la realidad histórica.

Baddo, mujer de origen servil, siempre fue el amor de Recaredo, quien, al final, logró imponerse a los prejuicios de su tiempo y elevarla a la condición de reina. La firma de Baddo en las actas del III Concilio de Toledo de 589 es prueba palpable de que Recaredo no sólo no se avergonzaba del origen de su esposa, sino de que le daba un papel fundamental en su gobierno y en su reino.

No podemos saber a ciencia cierta cuándo nacieron Gosvinta y Leovigildo, entre otros personajes. Las fechas que el lector podrá ver en enciclopedias y otros textos son en realidad fruto de estimaciones y no de testimonios contrastados.

He adelantado en poco más de un año la muerte de Gosvinta para que cuadrara mejor la trama, y he tratado de adaptar el relato de san Millán a lo que creo que realmente pasó en Amaia, teniendo en cuenta el contexto y no la forzada narración que en su día hizo Braulio de Zaragoza. Quitando estas breves licencias, el lector tiene en sus manos un realista cuadro de la época y de sus acontecimientos.

Hay, sin embargo, algunos personajes surgidos de mi imaginación: Valtario y Lucila son los principales. Valtario o Waltario es el nombre de un héroe godo cantado en un poema que, probablemente, se compuso inicialmente en el siglo VI y que fue recogido por escrito en algún momento de los siglos IX o X. Me he inspirado en él para crear al personaje, aunque no lo he dejado, sin embargo, abandonado al albur de la imaginación ni al capricho de la poesía altomedieval, sino que lo he dotado del carácter, pensamientos y atributos de un noble guerrero godo del siglo VI.

Lucila tampoco es totalmente fruto de mi imaginación, y he de decir que incluso en lo aparentemente menos real, sus conocimientos y habilidades mágicas, hay completa verosimilitud histórica. Un ejemplo: los encantamientos y fórmulas mágicas son cien por cien reales, y los he tomado de textos del periodo que se nos han conservado. La magia era para el hombre de la Antigüedad y la Edad Media algo muy serio. Creían en ella, y apartarla de una novela histórica es un craso error que yo he querido evitar.

El dios principal de los antiguos godos antes de que se convirtieran al cristianismo arriano era Guton, «el Furioso», un dios guerrero e implacable que, en mi opinión, al instalarse los godos en las regiones ribereñas del mar Negro, terminó reconfigurándose como Tîwaz, «el Dios que habita en la espada».

Y, como último comentario, los nombres de los personajes. He optado por las formas más tradicionales y sencillas de leer en español; otras veces, me he decantado por soluciones propias. Así, por ejemplo, escribo Gosvinta y no Goswinta, Brunequilda y no Brunegilda o Ingulda y no Ingunda.

Glosario y topónimos

Aidillo: monasterio de San Millán de Suso.

Albis: Alemania central.

Amisia: río Ems, en el norte de Alemania.

Anticaria: Antequera.

Aquae Bilbitanorum: Alhama de Aragón.

Aquitania: ducado, principado o reino. En la Francia meridional, entre el Loira y los Pirineos occidentales.

Arcobriga: Monreal de Ariza.

Arelate: Arlés, en el sur de Francia.

Arriaca: Guadalajara.

Astigi: Écija.

Aurongis: Jaén.

Austrasia: reino. Comprendía aproximadamente la Francia nororiental, Bélgica, los Países Bajos, Luxemburgo y el noroeste de Alemania.

Autrigonia (autrigones): pueblo que habitaba en lo que hoy es el País Vasco.

Axum: aproximadamente Eritrea y Etiopía.

Baiocasium: Bayona, en Normandía.

Bastetania: zona que comprendía aproximadamente Granada, Málaga y zonas limítrofes.

Begastri: cerca de Ceheguín, Murcia.

Vergegium: Berceo, en La Rioja.

Bilbilis: Calatayud.

Borgoña, reino. Comprendía la Francia suroriental y la Suiza occidental.

Britania: isla de Gran Bretaña.

Busentus: río Busento, en el sur de Italia.

Caesada: Espinosa del Henares.

Caesarobriga: Talavera de la Reina.

Campus Bogladensis, batalla: batalla de Vouillé, en el año 507.

Calagurris: Calahorra.

Carcasiana (Carcasio): Carcasona, Francia.

Caristios: pueblo que habitaba en lo que hoy es el País Vasco.

Carmo: Carmona.

Cauca: Coca, en Segovia.

Columnas de Hércules: estrecho de Gibraltar.

Crisópolis: Üsküdar, hoy es un barrio asiático de Estambul.

Dara: hoy cerca de Oguz, en el sureste de Turquía.

Distercios, montes: sierra de la Cogolla, entre Soria y Logroño.

Dongola: aproximadamente equivale al actual Sudán del Norte.

Escandia: Escandinavia. En la época de la novela se creía que era una isla.

Garisín: localidad de Samaria, actual norte de Palestina.

Hibernia: isla de Irlanda.

Iliberri: Granada.

Magalona: Magalone, en la costa mediterránea francesa.

Mar de los persas: golfo Pérsico.

Mar Germánico: mar del Norte.

Mons Marianus: equivaldría hoy en día más o menos a Sierra Morena central.

Muscaria: ciudad sin identificar situada en la actual Navarra.

Napata: aproximadamente, Sudán del Norte.

Nertobriga: Calatorao, cerca de Bárboles.

Neustria, reino: en Francia, ocupaba las tierras entre los ríos Loira y Somme.

Nobatia: aproximadamente en Sudán del Norte.

Océano exterior: océano Atlántico.

Osset: San Juan de Aznalfarache.

Palentini Campis: Tierra de Campos y zonas limítrofes, en Castilla y León.

Panonia: aproximadamente la actual Hungría.

Parisius: París.

Pompaelo: Pamplona.

Portus Cale: Oporto.

Sagontia: Gigonza, Cádiz.

Segontia: Sigüenza.

Scallabis: Santarem, en Portugal.

Seres, país: sería aproximadamente China.

Sucro: río Júcar.

Taprobana: Sri Lanka o Ceylán.

Titulcia: Titulcia, hoy en Madrid.

Turiaso: Tarazona, en Zaragoza.

Tutela: Tudela.

Ugernum: en las cercanías de la actual Tarascón, Francia.

Urso: Osuna.

Vardulia (várdulos): pueblo que habitaba en lo que hoy es el País Vasco y en áreas limítrofes.

Wesex: reino del sur de Inglaterra.

Breve glosario

Adamas: diamante.

Camelopardo: jirafa.

Cauda: máquina de guerra dotada de ruedas y de una techumbre de mimbre, madera y cuero bajo la cual acercarse a una muralla enemiga.

Cerauno: piedra roja que se extraía en Hispania y que se creía capaz de proteger de los rayos.

Codo: medida de longitud equivalente a unos 45 centímetros.

Comes cubiculi: conde de los aposentos. Uno de los cargos de mayor confianza en el Oficium Palatinum visigodo.

Comes excubitorum: conde de los excubitores. Oficial al mando de un cuerpo selecto de la guardia imperial.

Comes exercitus: conde del ejército.

Comes thesaurorum: conde del tesoro.

Comes scanciarum: conde de las provisiones.

Demos: asociaciones deportivas y políticas de las ciudades romano- bizantinas.

Domini regni: señores del reino. La más alta nobleza.

Foedus: pacto.

Francisca: hacha arrojadiza de corto mango y ancha hoja.

Haz: línea de batalla.

Kentarjos: capitán de un barco romano-bizantino.

Lapis specularis: yeso translúcido que se extraía en Segovia y que se usaba a modo de cristal para cubrir ventanas.

Libra: medida de peso equivalente a unos 327 gramos.

Lorica hamata: cota de mallas hecha de anillos entrelazados.

Lorica squamata: armadura de escamas.

Manzanos persas: melocotoneros.

Milla: medida de longitud equivalente a unos 1500 metros.

Missorium: gran bandeja ceremonial de oro o plata.

Modio: Medida de peso equivalente a unos 12 kilos.

Oficium Palatinum: altos funcionarios de la corte real.

Opsianus lapis: piedra verde y translúcida que se encontraba en las costas atlánticas de la península ibérica.

Pie: medida de longitud equivalente a unos 30 centímetros.

Plúteo: máquina de guerra similar a la cauda.

Scramasax (scrama, escrama o sax): cuchillo largo o espada corta de un solo filo y rotunda punta.

Seliqua: moneda de plata romana. Dos seliquas hacían un nomisma de plata, y veinticuatro seliquas equivalían a un sólido aúreo.

Sólido aúreo: moneda romana de oro de unos 4,48 gramos de peso.

Spicula (espícula): lanza pesada.

Tagma: unidad militar bizantina constituida por entre 300 y 500 hombres.

Telonium: en la Hispania visigoda denominaba al puerto o a la zona del puerto destinada al amarre de barcos que comerciaban con el extranjero.

Thesaurus: tesoro

Tiufada real: leva militar de los servi dominici, los siervos o esclavos que trabajaban las fincas adscritas al trono visigodo.

Tremis: moneda de oro visigoda que equivalía a un tercio de sólido áureo: 1,50 gramos aproximadamente.

Uro: toro salvaje de hasta 1000 kilos de peso y dos metros de altura que se extinguió a comienzos del siglo XVII.

Venatores: hombres adiestrados para ofrecer al público el espectáculo de la cacería de animales feroces o salvajes en las arenas del hipódromo o del anfiteatro.

Vici: barrios a extramuros.

Zaba: armadura hecha de cuero de buey o toro.

Prólogo

Corduba, Hispania, A. D. 551

Llovía. Agua fría en un atardecer de acero. Agua mezclada con sangre. El caos y la tormenta. La desesperación y la destrucción de un ejército.

Agila, el rey, gritaba órdenes sin descanso mientras, a su alrededor, los hombres caían. Desde las azoteas de las casas y desde detrás de las ventanas, los arqueros disparaban sin cesar, y desde todas y cada una de las calles volaban piedras y venablos lanzados por hombres furiosos que, espada o cuchillo en mano, se abalanzaban a matar como posesos.

Había mucha rabia allí. Esa misma mañana habían entrado en Corduba como vencedores. Después de que el senado de la ciudad doblara la cerviz, Agila, rex gothorum, había irrumpido a caballo en las iglesias y palacios de la ciudad sometida. Luego... Luego, sin saber muy bien por qué, todo se fue al infierno. Brotó una chispa en la mente de alguno de los humillados, y lo que había sido miedo y derrota se transformó en odio y furia, y los que habían entrado como conquistadores se vieron rodeados, acuchillados, derribados de sus caballos, pisoteados, despedazados...

Y entonces comenzó a llover. Sangre y lluvia sobre las viejas calles de Corduba. ¿Y ahora? Ahora sólo trataban de sobrevivir, y para ello había que salir de aquella ciudad transformada en maldición.

Gritos. Muerte. Sangre. Lluvia. Se abren paso a fuerza de lanza y espada. Los caballos resbalan sobre las empavesadas calles y caen al suelo relinchando y coceando. Los hombres maldicen y alzan sus escudos para protegerse. No todos lo logran. Muchos aúllan de dolor, otros lloran en el suelo mientras tratan de sujetarse las entrañas y la vida.

Ya están en el viejo foro. Vieja gloria arruinada teñida de nueva sangre. Más y más cordubenses se suman al combate. En el torbellino de muerte, ya sólo se piensa en salir de allí con vida. Con vida, y con el tesoro real.

No va a ser fácil. Un venablo hiere en el cuello al caballo del rey. La bestia se detiene en seco. Tiembla espasmódicamente y se derrumba. Pero llueve tan fuerte y gritan tanto los hombres en torno del caído monarca, que el relincho del gran bruto y los gritos de Agila se pierden en el tumulto.

El hijo del Rey ve cómo cae su padre y corre a ayudarlo. Pero es aún un muchacho. Tan sólo eso. Una flecha lo alcanza en la garganta. Y muere.

Valtario lo ve. Es amigo del príncipe desde que puede recordar, así que tarda en comprenderlo: se está ahogando en su propia sangre. El muchacho trata de sacarse la flecha de la garganta. Sus ojos desencajados reflejan el pánico y la desesperación. Su boca es un silencioso y rojo grito. Valtario corre hacia él. Los dos tienen la misma edad, trece años, y no es edad de morir. Pero se muere. Siempre se puede morir.

Valtario se postra junto a su amigo. A su alrededor, la batalla ruge; se pelea y se mata con saña y fiereza. Pero su amigo está muerto, y él grita su nombre y lo acuna entre sus brazos. Cerca, Agila también grita y llora, desesperado e impotente, inmovilizado bajo el peso de su montura muerta mientras contempla cómo su hijo agoniza sin que él, el poderoso Agila, rey de los godos, pueda hacer nada por impedirlo.

Al fin, uno de los gardingos del rey logra llegar hasta ellos, y alza el escudo para protegerlo. Pronto se le unirán más hombres, que rápidamente forman un muro de escudos. Mientras sacan al rey de debajo de su caballo, no cesan los gritos pidiendo una nueva montura, y más y más soldados se suman a la defensa en torno a Agila.

Valtario sigue junto a su amigo. ¿Está llorando? No, él, Valtario, no llora, nunca lo hace. Él es el hijo de Walia el Fuerte y no puede llorar. Llueve. Sí, eso es, lluvia que le moja la cara y sangre que le empapa la túnica, las calzas y las botas. Sí, todo eso y los ojos inmensos de su amigo, abiertos y sin vida.

–¡Proteged al rey! ¡Proteged al rey!

Quien grita es precisamente su padre, Walia el Fuerte, gardingo real, hombre del rey. Lo empuja con brusquedad, obligándolo a ponerse en pie.

–¡Arriba, Valtario! ¡Al caballo! ¡Y deja de llorar! ¡Vuelve a montar, te digo!

Los gritos de su padre se sobreponen a la locura y la matanza. Su padre siempre sabe lo que hay que hacer. Su padre es más fuerte que nadie. Su padre nunca le fallará. Su padre nunca morirá.

Alguien agarra la brida del nuevo caballo para el rey. Agila resopla al tratar de encaramarse al lomo de la montura. El rey llora. Llora por su hijo muerto, por la humillación y la derrota. El caballo se alza sobre los cuartos traseros. Tira fuerte de las riendas; a su alrededor vuela la muerte, y en su pecho se agolpan el miedo, la pena y la furia.

–¡Matadlos a todos! –aulla el rey mientras le acercan un nuevo escudo y una lanza.

Las calles están abarrotadas de las monturas caídas, de hombres agonizantes o pálidos como la cera y de muchos más que se matan o mueren.

Un grupo de cordubenses carga sobre la guardia. Los hispanos superan a los godos. La lucha es salvaje, y el agua ahora no cae con suficiente fuerza como para lavar tanta sangre. Pronto los cordubenses alcanzan los carros del tesoro real.

Lluvia, sangre y oro reluciente a la luz pálida de la tarde gris. El oro de Roma y Jerusalén. El oro de cien, de mil ciudades. El oro que se fue acumulando durante siglos en el Forum Pacis de Vespasiano, en los santuarios capitolinos de Roma y en sus innumerables palacios y templos, hasta que, ciento cuarenta y un años atrás, los visigodos de Alarico lo tomaron y ahora, allí, en Corduba, van a perderlo.

Los mulos que tiran de los carros son desjarretados. Las bestias abren empavorecidas los ojos y una a una se desploman junto a los guardias y conductores de los carros, en una confusión sangrienta de cuerpos entre la que se abren paso los asaltantes a base de hierro y rabia.

El tesoro de un reino es su esencia. Los godos llevan arrastrando el suyo por medio mundo desde los tiempos del primer Alarico. En él está su pasado y habita su futuro...

De alguna manera, a fuerza de valor y desesperación, los godos logran romper las líneas para nueve de los carros y volver a uncirlos a un puñado de enloquecidas bestias. Pero los últimos tres sucumben bajo un aluvión de enemigos; hombres triunfantes que desgarran las telas que cubren los carrago y que revientan a hachazos los arcones repletos de oro, de piedras preciosas y objetos maravillosos.

El oro reluce bajo la lluvia y se mancha de sangre. Entonces, los hispanos alcanzan el décimo carro. Al dejar a la luz las maravillas que oculta, es como si un rayo áureo y esmeraldino quebrara el gris del atardecer. A la vista de todos queda el missorium de quinientas libras de oro cuajado de esmeraldas y granates que el Patricio, y tres veces cónsul, Flavio Aecio regalara cien años atrás al rey Turismundo en agradecimiento por combatir a su lado contra Atila, rey de los hunos. Y también algo aún más rutilante si cabe, sagrado y antiguo: la fabulosa mesa del rey Salomón; aquella que Tito llevara a Roma desde el Templo de Jerusalén y que Alarico el Conquistador tomara de la derrotada Roma. Dura sólo un instante; un segundo en mitad de la locura, bajo la lluvia y la muerte. Luego, un rayo, y un trueno y, en ese mágico, fugaz y celestial parpadeo, cuando más enceguecedores son los destellos del oro y las gemas, Valtario, hijo de Walia, levanta la mirada y contempla el esplendor del tesoro de los godos.

De repente, un caballo empuja al suyo y un enloquecido hispano se mete bajo su montura y la destripa.

Valtario cae con un grito de terror, y un hombre lo agarra del pelo y le echa la cabeza hacia atrás para degollarlo. Tiembla, al sentir el filo cortante del cuchillo en la garganta, pero, al momento, la cabeza del hombre le cae encima y su sangre le llena la boca abierta.

–¡Aquí, Valtario, aquí!

La mano izquierda de su padre es todo lo que ve. Eso, y la espada enrojecida que porta en la diestra.

Valtario se agarra de la mano de su padre, y éste lo iza a la grupa de su gran caballo de batalla. El animal relincha y corcovea; pisotea, empuja, aplasta y derriba enemigos al tiempo que la espada roja relampaguea y mata bajo la lluvia fría.

Nada más. Tan sólo más lluvia, más sangre y más lucha brutal y desesperada por las calles de Corduba. A cada paso cae un pariente atravesado por una lanza, muere un amigo destripado por una espada o se desangra un compañero cosido a puñaladas.

Pero lo logran. Unos pocos lo logran. Unos pocos salen de la ciudad. Aunque rotos, derrotados, humillados, sin aliento, sin honor, sin tesoro.

Bajo las emplomadas nubes huyen a galope como perros apaleados, siguiendo a un rey que desde ese día, tras la derrota, queda maldito y sentenciado.

Esa noche de marzo tuvo su primera pesadilla. Su amigo, el príncipe, se ahogaba en sangre, mientras él, Valtario, hijo de Walia, lloraba bajo la lluvia sin poder hacer nada.

Cada noche, desde entonces, la misma pesadilla vendría a buscarlo. Sí, y con ella, su amigo, la lluvia, las lágrimas, el sabor a sangre llenándole la boca y la muerte pronunciando su nombre.

Capítulo 1

En algún lugar de Hispania, marzo de 568

Amanece. La tierra tiembla y el nuevo sol trae a la muerte de la mano. Un trueno se acerca. Ahora puede distinguirlo. Veintiséis hombres a caballo, veintiséis guerreros cubiertos de hierro y cuero, lanzas en mano y un alarido salvaje pidiendo sangre. Su sangre. La que ahora late en sus venas y ellos quieren derramar.

–¡Ahora! –grita, y talonean los flancos de sus caballos.

El acero recoge el fulgor del nuevo amanecer y los gritos de guerra. Comienza una nueva jornada roja.

La lanza le alcanza en el costado; el filo desgarra su cota de malla y el cuero que hay debajo. Es un buen golpe. Pero su enemigo no le dará otro. Empuja hacia delante su propia lanza y la moharra le destroza la boca. Saltan los dientes, se quiebra el hueso y la sangre y los sesos se aúnan en un violento estallido.

Por todas partes se combate. Un torbellino de espadas y lanzas. Hombres de dos facciones, de dos linajes que se odian y se matan desde hace dos semanas. La faita, la venganza de sangre, exige su precio.

Otro hombre lo ataca con la espada. Lo golpea de refilón en el yelmo, y entonces se le nubla la vista y nota la boca llena de sangre. Se ha mordido la lengua. Aturdido, escucha lejanos los gritos de júbilo y odio de su rival; blande a ciegas la lanza con de­sesperación y se echa hacia atrás en su montura. El caballo de guerra es veterano en estas lides y retrocede corcoveando. Una vez más, el noble bruto le ha salvado la vida.

Ahora puede ver de nuevo. Su enemigo se le echa encima. Pero ha perdido su oportunidad. Los caballos se empujan y se muerden entre sí, y ambos jinetes pugnan por mantenerse sobre la silla. Arroja la lanza y falla, pero también falla su enemigo. Ahora tiene en la mano su mejor arma: la larga espada de su padre. Acero, plata y muerte roja.

Con un golpe devastador, destroza el hombro del perro que ha estado a punto de matarlo y que ahora cae chillando del caballo. No hay piedad. Nunca la hay. Su montura pisotea al caído, y él se inclina para destrozarle el rostro con un nuevo tajo.

La batalla ha terminado. Ha sido fugaz. Huyen, dejando tras de sí seis muertos. Cuenta cuatro entre los suyos. Poco a poco los bucelarios y sayones se arraciman a su alrededor. Aquellos hombres fuertes tiemblan de miedo contenido, pero también de excitación y de bélico júbilo desatado.

El día termina de romper. Un nuevo día en Hispania. Un nuevo día en un reino de locos. Un reino sin rey.

Escupe sangre al suelo. Se quita entonces el yelmo y agita los cabellos. Contempla los campos y el bosque cercano. El mundo es hermoso; la vida es hermosa... «¿ Por qué tanta lucha?», se pregunta, y al instante suelta una larga y salvaje carcajada que de inmediato convoca a las de sus hombres. En realidad, conoce la respuesta: son hijos de un Dios furioso. Son godos. Malditos y altaneros godos. Siempre dispuestos a combatir y a derramar su sangre y la de los demás. Siempre ha sido y siempre será así. Desde los lejanos días en que bajaron del sombrío norte para combatir a los romanos, hasta estos días presentes en que se matan entre sí.

«Somos hijos de un Dios furioso. Un Dios que habita en una espada», recuerda las palabras de su padre. Sí, su padre, que ahora yace inmóvil y frío bajo la tierra. Valtario tiene treinta años y una cuenta pendiente que saldar.

–¡Tras ellos! –ordena a voces.

Y la locura de la batalla vuelve a enronquecerle la voz.

Cabalgan. Ahora son veinte hombres los que cabalgan por los campos cubiertos de escarcha, a través del bosque sin hojas, como en una pesadilla. Los pueden ver. Los tienen delante, a poco trecho. Son hombres que huyen, hombres muertos que cabalgan sin esperanza.

Un riachuelo de aguas frías. El mismo que marca el límite entre los dos linajes. Y más y más campos, mientras el sol sigue alzándose en el cielo claro. Los caballos se cubren de espuma, y ya no le sangra la lengua. La pesadilla de sus enemigos los alcanza inexorable, implacablemente.

Ahí están. Se detienen. Se revuelven. La muerte es todo lo que les queda. Han llegado a su hogar... Una vieja villa romana, cabañas de madera, una torre, un cercado, graneros, una herrería, un establo... Un hogar. Un lugar semejante a otros muchos. Ahora, un lugar donde morir y donde el pánico se alza en estos momentos como único señor.

Entrechocan las armas. Alaridos, gritos de batalla y muerte, maldiciones y ofensas, pero también chillidos de mujeres asustadas que ven morir a sus hombres y de siervos que huyen a través de los campos; y llantos de niños y ladridos de perros. Sangre, miembros, vísceras... Muerte por doquier. Y un fuego; un fuego que prende sobre el tejado del establo, y entonces se alzan los enloquecidos mugidos de las vacas. Fuego, sangre y miedo; y más muerte. Una mujer cae atravesada por una lanza, un niño decapitado, un hombre llora mientras trata de sujetarse los intestinos. Siempre la muerte. Jubilosa, cruel, codiciosa muerte...

El señor del lugar, el hombre que mató a su padre a traición, está frente a él. Pretende intimidarlo antes de atacar. Es un revoltijo de ojos desencajados y boca abierta en un alarido que parece eterno y pétreo. Suelta un grito de rabia, de locura, de agonía... Valtario es el lobo y el cuervo, y la piedad nunca susurra en su oído. Su espada se abalanza una y otra vez sobre su enemigo hasta convertirlo en un despojo roto, en un estertor encarnado, en un sangriento silencio.

Ya cae la tarde. Todo ha terminado. La muerte está ahíta, y él se siente cansado. La faita, la venganza, está cumplida. Su padre debe de estar sonriendo... Valtario sabe que eso no debería pensarlo un buen cristiano, pero él no es un buen cristiano. Puede que, incluso, no pueda ser nada bueno. Pero tampoco le importa.

Se inclina sobre el cuerpo del señor del lugar y le quita el pesado collar de oro y una áurea fíbula romana en forma de grulla adornada de esmeraldas. Se alza con el botín. Contempla el cadáver un momento, y luego le escupe. Entonces su mirada se detiene en la mano mutilada, y un destello atrae su atención. Se inclina de nuevo y extrae de un dedo un ensangrentado y pesado anillo de plata. Es un hermoso y antiguo trabajo: dos fénix flanquean los costados del anillo coronado por un oscuro carbúnculo. Valtario frota la enigmática joya y, en un inesperado impulso, se la coloca en el índice de la mano derecha.

Levanta entonces la mirada y mira el lugar de la batalla. Luego camina entre los muertos... Está cubierto de sangre seca. Ha perdido a cuatro hombres y otros tres están heridos de gravedad. De repente, tiene ganas de llorar. No lo hará. Nunca lo hace. Nunca lo hará... Nunca volverá a hacerlo.

Emprenden el camino de vuelta entre las sombras de la noche, arreando ganado y una cuerda de cautivos. Tras ellos dejan a la muerte, y al fuego, y al olvido. Pero Valtario no puede olvidar. Ahora Valtario es el nuevo señor. Valtario, hijo de Walia, hijo de Ariarico, hijo de Cniva, hijo de Aorico, hijo de Valtario, hijo de Saros, hijo de Teudón, hijo de Vidar... Y todos, todos y cada uno de ellos, hijos del Dios furioso.

Capítulo 2

Toletum, noviembre de 568

Gosvinta está sentada en una gran silla cubierta de pieles y púrpura. Es reina, es hermosa y está furiosa. Pero ya no es una mujer joven, y tiene frío. Se arrebuja en el pesado manto de armiño y cierra los inmensos ojos verdes. Recuerda cuando no estaba sola, cuando vivía su esposo y sus hijas se ocultaban tras sus faldas. Sus hijas... Sólo le queda una, Brunequilda, que también es reina y que, como ella, está rodeada de hombres brutales y necios. Su otra niña, su pequeña Galsvinta, ya murió; pobre niña casada con Chilperico, rey de Neustria, hombre mezquino y salvaje, amante de una prostituta y compañero del diablo. Un demonio que no dudó en mandar asesinar a Galsvinta. «Pagará con sangre la sangre de mi niña...», se dice.

Pero ahora tiene que pensar en el reino. En estos tiempos de espada, una reina sin rey no es nada. Y se siente furiosa. Furiosa porque no será ella quien elija al nuevo rey que gobernará Hispania, sino ese idiota de Liuva, al que, a regañadientes, hubo de entregar la corona del rex gothorum.

No tuvo alternativa. Cuando su esposo, Atanagildo, falleció, los nobles se despedazaron entre sí como perros furiosos en pugna por la corona. Para el reino, débil, una nueva guerra civil hubiera significado su fin. Por eso Gosvinta buscó una solución de compromiso: ofrecer la corona a un noble de la lejana Galia Narbonense: Liuva, el primero de su nombre. Ahora él es el rey, y le ha hecho llegar una carta en la que se limita a informarla de que su hermano, Leovigildo, gobernará como corregente en Hispania y será su nuevo esposo. Así, sin más. Liuva la ha prometido en matrimonio y, de paso, colocado a un nuevo rey para Hispania.

La rabia crispa su semblante, y cierra los puños; nota cómo se le clavan los anillos. Arruga el papiro con el sello del rey Liuva. Se casará, sí, pero no será ese Leovigildo, sino ella, quien gobierne. Para Leovigildo, la espada; y para ella, el verdadero poder. Él será su soldado, su instrumento, y ella será la mente y la voluntad del reino. Así fue durante los años de su difunto esposo, el rey Atanagildo, y así volverá a ser cuando comiencen los días del nuevo rey de Hispania.

Ella es Gosvinta. Gosvinta la Bella. Tan fuerte como la piedra que cubre los muros del Palatium. Sabrá imponerse. Aún es hermosa, y los hombres no saben pensar cuando una mujer hermosa los mira a los ojos. Leovigildo ya tiene esposa, pero ¿importa eso? A nadie le importa. La desafortunada será apartada, y Leovigildo llegará hasta ella impaciente como un cachorro. Cachorros... Leovigildo tiene dos. Dos varones. Serán un estorbo. Tiene que tener presente eso...

Pero ahora hace mucho frío, y está furiosa, y se puede permitir pensar en otras cosas. Aún falta para que ese Leovigildo llegue a Toletum y, mientras eso no ocurra, ella, Gosvinta, es la reina de la tierra. Y una reina juzga y condena.

–El señor Valtario aguarda. –Le informa su secretario.

Gosvinta ni siquiera lo mira. Se limita a asentir con su áurea cabeza, e inmediatamente los guardias dan paso a un hombre alto, de largos miembros y ancho pecho; pálido, de cabellos y barba oscuros como ala de cuervo y ojos azules y fríos. Valtario, hijo de Walia. Ella amó a Walia. En otro tiempo, en otro mundo, el padre de ese hombre recio y fornido que tiene ante ella la enamoró. Cuando ella era una chiquilla de catorce años y aún tenía sueños. Ahora no puede soñar.

–Se te acusa de haber sembrado la muerte y la destrucción; de haber roto la paz del reino; de haber dado muerte a Oppas, hijo de Gunterio, y a muchos de sus sayones, bucelarios, campesinos y siervos. Se te acusa de robar su ganado y sus esclavos, de llevarte sus mujeres y de quemar su casa y dejar insepulto su cadáver y los de sus gentes.

Valtario mira fijamente a la reina, pero no contesta. Sabe que esa mujer amó a su padre. La observa en silencio. Supone que debe de tener seis o siete años más que él. Ella siempre le mostró estima y siempre protegió a su casa. Él es un gardingo, un hombre al servicio del rey. Rey... Pero ahora no hay rey, sólo una reina incapaz de poner orden en el caos que ha tenido que plegarse ante un noble de la lejana Galia al que ahora todos llaman rey aunque nadie quiera verlo nunca en Hispania.

Hispania..., tierra brava y salvaje. Su pueblo lleva peleando en ella desde hace ciento cincuenta años, pero comenzó a asentarse mucho después, y aún hoy sólo es dueño de la tierra que pisotean los cascos de sus caballos o de la que sombrean sus lanzas. Al noroeste están los suevos, pueblo de la noche y el caos llegado desde Germania; y entre ellos y los godos hay multitud de gentes extrañas y señoríos de nombres impronunciables: runcones, aregenses, astures, sappos... Por el noreste, Cantabria, tierra extensa regida por un senado de nobles, mientras que en los Pirineos se arriscan los fieros y paganos vascones. Y no sólo en el norte, que también en el sur hay ciudades y señoríos independientes: Corduba, rica y maldita, y Oróspeda, extensa, agreste e ignota.

Pero, por encima de todos los reinos, señoríos, ciudades y pueblos de Hispania enemigos de los godos, están los romanos de Oriente. Ellos son los más fuertes. Llegaron a Hispania atraídos por las promesas de Atanagildo, el difunto rey que fuera esposo de Gosvinta, quien les entregó tierras y ciudades a cambio de su ayuda contra el infortunado y maldito rey Agila, contra quien se había revelado y a quien al cabo derrotó. Y ahora ocupan los territorios que se extienden desde las columnas de Hércules hasta el río Sucro.

Pues, cuando Atanagildo quiso desdecirse de sus promesas y expulsar a los romanos de Hispania, éstos supieron enfrentarlo y obligarlo a reconocer su poderío. Ahora Atanagildo está muerto, y el reino arde en luchas fratricidas y desmanes. Son buenos tiempos para cuervos, buitres y lobos.

–¿No vas a responderme?

La reina se impacienta. Puede que ese hombre impasible se crea muy duro, pero ella está furiosa de verdad. El muy necio ha dado muerte a Oppas, y Oppas, aunque nadie lo supiera, era uno de los suyos; le había jurado fidelidad y custodiaba un secreto que quiere guardar a toda costa. Sí, ciertamente, ahora que Oppas está muerto el secreto está bien guardado. Ese pensamiento la hace sonreír. Y así, con una sonrisa cruel y satisfecha, se levanta de su gran silla y se sitúa frente a Valtario.

Éste la contempla en su femenino esplendor. La reina es pequeña, delgada y sensual. Terriblemente bella y tentadora. Valtario retrocede un paso al recordar que su padre deseó a esa mujer cuando aún era una chiquilla.

–¿Te doy miedo? –Gosvinta malinterpreta la reacción del guerrero y amplía la sonrisa.

Valtario sonríe a su vez.

–No, tan sólo me acordaba de mi padre.

Ahora Gosvinta sí lo entiende, y mantiene la sonrisa. Sus manos pequeñas y blancas se mueven ante el rostro de Valtario.

–Te pareces mucho a tu padre. ¿Cuántos años tienes? ¿Treinta? Yo tengo treinta y seis. Tú y yo nos parecemos.

Valtario no puede evitar que sus facciones expresen desconcierto y curiosidad.

–Sí, Valtario, los dos tomamos lo que queremos y no reparamos ni en los obstáculos ni en las leyes. Sí, te pareces mucho a tu padre... –susurra roncamente la reina. Su manto de armiño cae al suelo cuando se desabrocha las fíbulas de oro y esmalte que sujetan la túnica.

Su cuerpo es un relámpago de suave blancura y, a su luz, la memoria de Valtario vuelve a las calles de lluvia y sangre de Corduba, cuando él era un niño asustado y, bajo la luz de otro relámpago, vio el esplendor del thesaurus de los godos. Pero ahora no es un niño, y siente que el deseo sube por sus venas mientras el cuerpo menudo y ardiente de la reina se apodera de su mente. Sabe, siente, que ella ha ganado y que él ha perdido.

Capítulo 3

Toletum, abril de 569

Hermenegildo tiene nueve años. A su lado, en el carro, llora su hermano pequeño, Recaredo. Trata de consolarlo inúltilmente, así que se cansa y vuelve a mirar por la apertura del toldo. Ya se distingue la ciudad.

–Toletum –murmura, lentamente, como tratando de retener en cada sílaba todo lo que ven sus infantiles ojos: una muralla torreada, una puerta y mucha gente. Gente silenciosa, casi hosca; gente a ambos lados del camino y junto a la puerta y, en el centro, bajo el arco de entrada, un destello rojo y dorado.

Hermenegildo entorna los ojos para ver mejor. Es una mujer, pequeña y vestida de forma suntuosa. No le gusta. No sabe por qué, pero no le gusta. A su lado, su hermano pequeño sigue llorando y balbuceando el nombre de su madre.

Su madre ha sido dejada atrás. La han apartado. Él, escondido, la escuchó hablar con su padre. Sí, los escuchó, y mientras lloraba en silencio. Ahora odia a su padre. No sabe muy bien que es eso de odiar. Bueno, sí, sabe que odiar no es bueno, o eso le dice Asterio, el cura que los acompaña, pero también que cuando ve a su padre recuerda las lágrimas de su madre y el sabor de las suyas propias, y entonces se le agolpa la sangre en las sienes y desea que su padre sienta dolor. Mucho dolor, como el que se acumulaba en el rostro de su madre cuando su padre le dijo que no la llevaría a Hispania con él, sino que entraría en un monasterio.

–¿Soy un estorbo, verdad? –había respondido ella mirándolo a los ojos.

Leovigildo no tuvo valor para contestar. Sólo apartó la mirada. En ese momento, escondido tras la mesa, Hermenegildo supo que odiaba a aquel hombre al que hasta ese momento había amado con locura.

Pero ahora estaban allí. En Hispania. Una mujer bella y horrible –¿se podía ser bella y horrible a la vez?– los esperaba vestida con magnificencia y rodeada de hombres de rostro serio. Y él, Hermenegildo, hijo de Leovigildo, era príncipe de estas tierras. ¿De qué le sirve eso? De nada. Lo que le gustaría es ponerse a llorar como su hermano. Pero él no puede llorar. Él ya no es un niño pequeño.

–Mamá...

–Deja de llorar. –Reprende a su hermano–. Esa mujer de ahí fuera se burlará de ti cuando te vea llorar. Ya se burló de mamá, y ahora se reirá de nosotros si sigues llorando. ¿Quieres que mamá sienta vergüenza de nosotros?

Recaredo alza sus grandes ojos castaños y niega con la cabeza. Tiene el rostro empapado de lágrimas y mocos.

–Pues compórtate como un hombre y deja de llorar. ¿De acuerdo?

El pequeño asiente y se limpia con la manga de la túnica. Hermenegildo sonríe como dándole aliento, y luego vuelve a asomarse para buscar a su padre.

Ahí está. Alto, siniestro, poderoso. Leovigildo, a sus treinta y siete años, sigue siendo fuerte y ancho de espaldas. Sus cabellos son dorados y su barba, espesa. Viste una túnica manicata, con mangas, de intenso color rojo, ceñida con un lujoso cíngulo de cuero y plata del que pende su espada. Sobre los hombros lleva un gran manto de seda negra forrado de piel y cuajado de bordados de oro y perlas que sujeta con una gran fíbula de oro y esmeraldas, que aletea en torno suyo y a su gran caballo. Está serio. Tenso, en realidad, a causa de la seriedad hostil de la gente que los recibe, y junto a él cierran filas sus gardingos, que perciben también la tensión. Aquello no es la bienvenida a un rey esperado, sino un duelo de voluntades y poder. Él viene para reinar. Él les enseñará cómo recibir a un rey.

De repente ve a la reina Gosvinta. Seda y oro, ojos verdes y una sonrisa desafiante y a la par seductora.

La mujer clava sus ojos en Leovigildo. No le disgusta. Mejor así, será más fácil y más grato someterlo a su voluntad, piensa.

Valtario, junto a la reina, observa al nuevo rey, un hombre en el esplendor de su fuerza. Sabe que la reina juega con él y que jugará también con el rey. Pero él es Valtario, y arrojará sus propios dados en aquel juego cuando llegue el momento. Ella es una leona..., o eso cree, pero a veces las presas fingen estar vencidas para al poco recobrar fuerzas y escapar. Él, Valtario, no es el juguete de nadie y, cuando llegue el momento, se lo recordará a la reina.

En esos momentos ella sólo presta atención al caballero vestido de rojo y negro que se le aproxima. Un comes scanciarum, siguiendo un viejo ritual, recibe de un servidor una copa de oro repleta de vino oscuro y se la ofrece a la reina, quien la toma entre sus pequeñas manos y se adelanta hacia el rey alzando la copa junto a su sonrisa.

–Bienvenido, Leovigildo, rey de los godos. Te saluda Gosvinta, reina gloriosa.

Leovigildo no toca la copa. En un gesto galante que sorprende a Gosvinta y atrae la aprobación de quienes los observan, salta del caballo, se aproxima a la reina, inclina la cabeza en señal de saludo y entonces, al fin, toma la copa de bienvenida y, alzándola en honor de todos los presentes, se la acerca a los labios y bebe.

–¡Yo, Leovigildo, te saludo, reina Gosvinta, y os saludo a todos, domini regni y hombres libres de Hispania!

Valtario sonríe. Leovigildo no es el rudo y torpe guerrero que esperaba Gosvinta. Sabe lo que se hace y, con un simple gesto, ha transformado la hostilidad inicial de los presentes en aprobación y simpatía. Gosvinta mantiene la sonrisa. No debe infravalorar a ese hombre fuerte y astuto que tiene ante sí. No volverá a cometer el mismo error. Ahora tiene que ganarse su confianza.

–Todo está dispuesto, gloriosus rex. Celebraremos un festín, y mañana nuestra boda.

Leovigildo es consciente de que la reina no esperaba tal giro de la situación. No se permite sonreír, tampoco que un gesto de satisfacción aflore en su rostro. La mujer es tan bella como le habían dicho y quizá más astuta aún de lo que le advirtieron.

Gloriosa regina, celebremos el festín, pero no pospongamos la boda. Supongo que habrá obispo de nuestra iglesia en esta ciudad, y la espera es tesoro de la imprudencia.

Gosvinta vuelve a verse pillada por sorpresa. Vacila, y entonces Leovigildo sí se permite una leve sonrisa.

–Yo...