PRÓLOGO

 

El cristianismo nace con la predicación de Jesús a sus discípulos, un pequeño grupo que irá extendiéndose poco a poco, con dificultades y persecuciones, en los primeros siglos y que irá imponiéndose a partir del siglo IV en diversos países. La vida fraterna fue modulándose y adquiriendo matices propios de sociedades más numerosas y menos armonizadas. No era lo mismo, obviamente, ser perseguidos y martirizados que dominar, gobernar e influir en la cultura y en la sociedad, de forma que el poder y la autoridad en las comunidades cristianas fue expresándose con talantes más impositivos y personales, a pesar de que el mandato de Jesús de «amar a los demás como queremos ser amados» no admite excepciones. Desde los primeros momentos, el tema de la tolerancia y del integrismo tiene mucho que ver con la coherencia, el respeto por el otro, el mandamiento del amor y el lavatorio de los pies.

El pluralismo sociocultural existente en la sociedad y sus métodos de presencia influyen necesariamente sobre la identidad unitaria o el pluralismo en el cristianismo y en la Iglesia. En una sociedad homogénea, como en los largos siglos de la época de cristiandad, resultaba más fácil enseñar, formar, influir, determinar, imponer. Más complicado se hace enseñar, actuar, gobernar y convivir en una sociedad tan plural. ¿Cómo reacciona la Iglesia ante una sociedad plural, libre, no sometida a sus mandatos, y ante una comunidad creyente más autónoma y más consciente de la libertad de conciencia y de sus derechos dentro de la Iglesia? ¿Cómo debe actuar sin renunciar a sus aspiraciones de universalidad?

En realidad, la gran cuestión presente tradicionalmente en la Iglesia, sobre todo a partir de la época de la Ilustración y de la Revolución francesa, es la de articular, según el Evangelio y los signos de los tiempos, el pluralismo teológico y la comunión, la aceptación personal de la fe y el Evangelio y la tradición.

Una sociedad religiosa como la nuestra puede convertirse en una misión imposible o en una aventura dolorosa para quien intente vivir su vida dentro de unas normas, pero, al mismo tiempo, con una cierta libertad personal que tenga en cuenta la función de la conciencia propia. Nada sucede si te mantienes dentro de las pautas establecidas, si sigues imperturbable dentro de las rayas rojas que marcan los límites, si obedeces y sigues las normas. Solo que, en este caso, habría historia, pero no progreso, apenas innovación y, tal vez, dolorosas crisis de conciencia.

Sin embargo, no cabe duda de que la historia de la Iglesia es una historia de progreso, de cambios, de adaptación continua, de creatividad… y, naturalmente, de conflictos, personales e institucionales, siempre con la aspiración de permanecer coherentes con sus ideales.

En el desarrollo, motivaciones y peculiaridades de estos conflictos encontramos el modo de concebir la unidad eclesial, las relaciones intraeclesiales, los fermentos de intolerancia dominantes, los miedos existentes allí donde debería dominar la libertad de espíritu. «La fuerza está en la unión», se repite con frecuencia, pero ¿a costa de qué?, ¿en qué consiste esa unión deseable?, ¿cuál es la fuerza a la que conviene aspirar en una asamblea como la nuestra, en la que el amor mutuo es la argamasa que nos une? A veces hay más preguntas que respuestas, pero conviene pensar que las respuestas nunca deben darse antes de que las preguntas hayan sido formuladas y suficientemente contrastadas.

En este contexto, queremos reflexionar sobre los integristas y sobre los reformadores. Estos últimos, los adelantados a su tiempo, incluso muchos santos, fueron libres y tuvieron personalidades atrevidas y conflictivas, aunque se mantuvieron siempre dentro de la ortodoxia y de la comunidad eclesial. El decano de Blangermont expone ante el cura del pueblo de la novela de Bernanos Bajo el sol de Satán: «Dios nos libre de los reformadores». En la novela, el diálogo continúa: «Señor decano, muchos santos lo fueron». «Dios nos libre también de los santos». No cabe duda, en efecto, de que la Iglesia ha promovido y venerado a sus santos, pero es verdad que esto se ha dado, generalmente, después de muertos. Durante su vida fueron considerados, con frecuencia, molestos e incómodos por su enorme libertad de espíritu, y, por consiguiente, fueron marginados y, a veces, silenciados. Historia repetida en una sociedad en la que prima la obediencia, pero que, al mismo tiempo, proclama la primacía de la conciencia.

En realidad, en la Iglesia, las novedades siempre han resultado inquietantes, por doctrina y por comodidad, por temor a tocar la tradición y por miedo a romper la rutina y las tradiciones, a menudo muy recientes, pero ya asimiladas y, por consiguiente, cómodas. Durante los tres últimos siglos se han rechazado y condenado muchas novedades que, al final, tuvieron que ser reconocidas, tras gastar demasiado tiempo con argumentos absurdos en abominar de ellas. El ejemplo de la libertad religiosa, dignificada en su valor por el Vaticano II, constituye un caso paradigmático de cuánto le ha costado a la Iglesia aceptar una nueva actitud, más acorde con la mentalidad dominante y, sobre todo, con la comprensión del Evangelio.

El integrismo, cuando no ha sido controlado, ha sido y sigue siendo una actitud bastante espontánea en la sociedad creyente, pero que puede resultar inquietante y deletérea para la vida comunitaria, empobrecedora, disgregadora de la comunión eclesiástica. No pocos obispos, sacerdotes y laicos integristas, en estos últimos dos siglos, han debilitado la convivencia gravemente. Históricamente, la mayoría de los cismas eclesiales se deben a los integristas y, aunque parezca lo contrario, no tanto a los progresistas. Aunque no cabe duda de que la intolerancia puede darse con la misma intensidad en un lado y en otro, como hoy es evidente en España.

Leer los signos de los tiempos quiere decir también comprender los límites y los peligros del espíritu de defensa. Es natural que la Iglesia, en períodos de graves trastornos, tienda a defenderse. Y en los tiempos modernos esta tendencia nació en Trento. Pero ese espíritu de defensa no debe nunca obnubilar la capacidad de la Iglesia de defender lo bueno existente en todo momento junto con lo menos bueno y lo malo. Sin tal discernimiento se cae en la pura condena y se corre el riesgo de no ver todo lo positivo presente en cada época. Probablemente, el Syllabus constituye el ejemplo más manifiesto de esta actitud. A lo largo del siglo XIX se mantuvo un talante jeremíaco que gastó demasiada pólvora en llorar sobre la leche derramada y en lamentar males reales y ficticios, en añorar tiempos pasados, en lugar de dedicarse a crear, construir y mostrar todos los talentos siempre presentes en nuestra comunidad y necesarios en todo modelo de sociedad.

En estas páginas he pretendido presentar históricamente cómo se ha vivido en la vida eclesial el pluralismo sin dañar la comunión, poniendo el acento en la importancia que en esta historia han tenido la intolerancia y la mentalidad integrista. En este planteamiento dedico especial espacio y atención al integrismo clásico español, que tan importante ha resultado en la segunda parte del XIX, en los primeros decenios del XX, en el franquismo y en estos últimos años. En cada uno de estos períodos tiene condicionamientos propios, pero la base y los talantes son los mismos. Han condicionado fuertemente la recepción del Concilio en nuestro país y han adquirido especial virulencia con el pontificado del papa Francisco.

La secularización y el pluralismo han marcado de manera relevante la situación religiosa actual, y este reto afecta también a la identidad cristiana y a la convivencia dentro de la Iglesia. Unos pretenden con sinceridad volver al Evangelio sin glosa y otros están convencidos de que hay que mantener y conservar inalterable todo lo recibido, con el fin de que la identidad no se adultere, y achacan la importancia otorgada por el pensamiento cristiano actual al «signo de los tiempos» a la confusión y debilidad actual de la Iglesia, sin ser conscientes de que el signo de los tiempos significa amor, compasión, misericordia y acogida. Están tan seguros de su integridad que pecan decididamente contra el amor y la fraternidad para mantenerla.

Estudiar y reflexionar sobre el integrismo ayuda a comprender mejor el ayer, el posconcilio y la situación actual. Lo que definen los integristas como compromiso les resulta intolerable e innegociable, porque lo juzgan un cambalache inicuo entre posturas contradictorias, y, sin conocer la existencia de Sardá y Salvany, consideran, como él, que todos los intentos actuales de la teología y la pastoral son pecado y decadencia.

En realidad, una vez más, está en juego la recepción del Concilio. Para los integristas, la historia de los concilios acabó con el Vaticano I, mientras que el último concilio ha sido simplemente una equivocación.

Resulta urgente para nosotros reflexionar sobre la situación actual y compararla con la que se vivía y pensaba hace cuarenta y sesenta años. ¿Ha progresado la recepción conciliar o, de alguna manera, se ha congelado lo que fue y representaba el Concilio? No es posible volver atrás sin más, pero ¿se afrontan las necesidades y las preguntas adecuadamente? Mientras tanto, debemos evitar la tentación de una Iglesia abstraída en sí misma, sin tener en cuenta debidamente su espíritu misionero y profético. Debe subrayar la vigencia de las dos grandes Constituciones (Lumen gentium y Gaudium et spes) y mantener la identidad de una Iglesia que no se preocupe tanto de encontrarse compacta prescindiendo del mundo real cuanto de reconocer la riqueza del pluralismo de culturas y de las mociones del Espíritu, el único origen y autor de un mensaje que las interpela.