image

CARMELA, LA HIJA DEL CAPATAZ

image

CHARO VELA

CARMELA, LA HIJA DEL CAPATAZ

EXLIBRIC
ANTEQUERA 2021

CARMELA, LA HIJA DEL CAPATAZ

© Charo Vela

Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2021.

Editado por: ExLibric

c/ Cueva de Viera, 2, Local 3
Centro Negocios CADI
29200 Antequera (Málaga)

Teléfono: 952 70 60 04

Fax: 952 84 55 03

Correo electrónico: exlibric@exlibric.com
Internet: www.exlibric.com

Reservados todos los derechos de publicación en cualquier idioma.

Según el Código Penal vigente ninguna parte de este o
cualquier otro libro puede ser reproducida, grabada en alguno
de los sistemas de almacenamiento existentes o transmitida
por cualquier procedimiento, ya sea electrónico, mecánico,
reprográfico, magnético o cualquier otro, sin autorización
previa y por escrito de EXLIBRIC;
su contenido está protegido por la Ley vigente que establece
penas de prisión y/o multas a quienes intencionadamente
reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria,
artística o científica.

ISBN: 978-84-18470-89-9

Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.

CHARO VELA

CARMELA, LA HIJA DEL CAPATAZ

Índice

Prólogo

1. Dieciocho años antes

2. Sed de amor

3. La boca calla lo que el corazón grita

4. La cara y la cruz de la vida

5. Año de bodas y cambios

6. ¿Culpable o inocente?

7. Entre Córdoba y Sevilla

8. ¿Amigos para siempre?

9. Nueva señora en Parzuma

10. Encuentros y desencuentros

11. La confesión

12. La sobrina de la señora

13. Novios furtivos

14. Descubriendo el firmamento

15. La venganza se sirve fría

16. ¿Pesadilla o increíble realidad?

17. El castillo de naipes se derrumba

18. Todo se complica

19. La confesión de los señores

20. El tiempo va pasando

21. Su vida entre rejas

22. Cimentando el porvenir

23. Cimentando el porvenir (Tomás)

24. El destino juega sus cartas

25. El reencuentro

26. Donde hubo fuego…

27. Cara a cara con la verdad

28. La confesión de Carmela

29. Por fin la ansiada felicidad

Agradecimientos

Dedicado a todas las mujeres
que forman parte de mi vida,
con las que he compartido buenos momentos
y han dejado huellas en mis recuerdos.

Prólogo

Sevilla, octubre de 1975

El ruido del cerrojo al abrirse la maciza puerta de hierro rompió el silencio del lugar. En esos momentos la tensión e inquietud que sentía Carmela se palpaban en su rostro. Los latidos de su corazón, pensaba ella, podrían escucharse en toda la estancia. Parecía que de un instante a otro se le iba a salir del pecho. Había soñado con este momento cientos de veces; sin embargo, ahora mismo le temblaba todo el cuerpo, incluso sus piernas se negaban a caminar y enfrentarse a lo que le esperaba fuera.

Por fin la puerta se abrió ante ella, dando paso a un día soleado que la deslumbró unos segundos e hizo que tuviese que cerrar brevemente los ojos. Era mediodía. El guardia de seguridad le deseó buena suerte. Ella, con una sonrisa, le contestó: «Gracias. Bien sabe Dios que me lo merezco».

Salió a la calle con paso inestable, ilusionada pero a la vez nerviosa. Sentía una gran incertidumbre en su fuero interno. En la mano derecha llevaba un bolso de mano con sus objetos personales y en la otra, una pequeña maleta con toda su ropa, que en realidad era bastante escasa. Miró a su alrededor y se quedó parada en la acera unos segundos, contemplando todo lo que había en torno a ella. Una leve brisa acarició su cuerpo y ella se estremeció. Seguía temblando de emoción e incluso temor por cómo sería su vida de ahora en adelante. Llevaba ocho años soñando con este momento. Respiró hondo, pues notaba que le faltaba el aire, y su mirada se paseó por ambos lados de la calle. Todo le parecía una quimera.

Cruzando la calle, frente a ella, había un coche estacionado. Junto a él una pareja la esperaba. Les acompañaban un niño moreno de pelo rizado que andaba jugando cerca de ellos y una niña un poco mayor. El pequeño era Juan José, tenía siete años. La chica era Aurora, iba a cumplir los diez.

Carmela sintió como las lágrimas empezaban a rodar sin control por sus rosadas mejillas. Sacó fuerzas, se limpió el amago de llanto y con falsa seguridad comenzó a cruzar la calle. Caminó hacia ellos, que a su vez vinieron a su encuentro. Las mujeres se fundieron en un fuerte abrazo que colmó a Carmela de tranquilidad y sosiego. Esta no podía dejar de mirar al pequeño; era guapo y muy espigado para su edad. Tenía los ojos grises como su padre, se parecía mucho a él. El crío, al ver acercarse a Carmela, se escondió avergonzado detrás de la mujer.

—Hermana, ¡qué alegría de verte! ¡Estás guapísima! —Lola la rodeó entre sus brazos y la besó emocionada. Carmela se cobijó en ellos. Necesitaba el cariño de su familia—. ¿Cómo te encuentras?

—Nerviosa pero muy contenta. Me parece mentira estar aquí por fin. Lola, ¿cómo estás tú?

—Bien, trabajando mucho. Gracias a Dios me paso todo el día peinando, no paro. De ese modo ayudo a Luis con todos los gastos. Y ya me ves, más vieja.

—¡Anda ya, si estás hecha una buena moza, lozana y bonita! —Le sonrió con cariño—. Y, por lo que me cuentas, toda una profesional de la peluquería.

—Sí, eso es verdad. Bueno, mi niña, vamos a casa. Ya es hora de que vuelvas con tu familia —le anunció Lola. Se separó un poco de ella para que saludase a Luis y a los niños.

—Hola, cuñado. Gracias por venir a buscarme. ¡Os debo tanto…! —exclamó Carmela saludando al marido de su hermana, que la abrazó con cariño.

—No nos debes nada, cuñada. Para eso está la familia.

Lola era la única hermana que tenía Carmela. Era tres años mayor que ella. Carmela había cumplido los veintiséis en mayo; Lola, los veintinueve; y Luis, su cuñado, treinta y dos. Junto con sus padres, ellos eran toda la familia que Carmela poseía. La habían apoyado y ayudado siempre, en todo momento. Nunca podría pagarles todo lo que habían hecho por ella en estos largos ocho años.

Carmela no apartaba la mirada del pequeño. Su corazón latía a mil por hora. Se sentía entusiasmada y tensa al mismo tiempo. Aunque hacía un esfuerzo enorme por mantenerse firme, no lo consiguió del todo y dos lágrimas rebeldes se escaparon de sus ojos para rodar por sus pómulos. Con rapidez se las limpió con el dorso de su mano. Tenía que controlarse; no quería preocupar a los niños.

—Hola, guapo. ¿Me das un beso? —formuló acercándose a Juan José, que seguía agazapado detrás de Lola.

El pequeño, avergonzado, levantó la vista y miró a Carmela fijamente. Después de unos segundos, con cara de preocupación, preguntó a su tía con timidez y en voz baja:

—Tata Lola, esta mujer se parece mucho a la de la foto. ¿Es mi mamá?

Los cuatro quedaron sorprendidos por la agudeza del niño.

—Sí, cariño. Ella es Carmela, mi hermana y tu madre —le informó Lola.

Carmela se agachó hacia Juan José. Luchó por no romper a llorar delante de su hijo, pues una enorme alegría la embargó al tenerlo por fin a su lado. Lo miró con cariño, tragó saliva y con gran esfuerzo, pues un nudo en la garganta le impedía hablar, le explicó con dulzura:

—Hola, Juan José. Sí, cariño, yo soy tu mamá. He tenido que estar muchos años fuera. Cuando seas mayor te contaré toda mi historia con detalles.

—Señora, digooo… Mamá, ya soy mayor. He cumplido siete años y voy a la escuela —le contestó el niño a la vez que abría las palmas de las manos y le enseñaba los siete dedos.

—Sí, mi vida, ya veo que estás grandote y muy guapo. Cuando cumplas tres manos como esta serás todo un hombrecito. Entonces te contaré por qué no he podido estar a tu lado —le explicó Carmela con cariño.

—¿Por qué lloras? ¿Estás triste? —interrogó preocupado el crío al verle los ojos llorosos.

—No, mi niño, al contrario. En este instante soy la mujer más feliz de la tierra. ¿Me dejas que te abrace y te bese? —le consultó anhelante. Necesitaba estrechar a su hijo entre sus brazos después de tanto tiempo.

Juan José asintió con la cabeza. Carmela lo abrazó y besó decenas de veces. En estos momentos era muy dichosa. El corazón le palpitaba como un caballo salvaje al que habían tenido encerrado y ahora corría desbocado y sin control por una inmensa pradera. Luego se volvió y besó a su sobrina, que estaba preciosa.

—Aurora, estás hecha una mujercita, guapísima y tan alta como tu madre. —La abrazó con cariño. Aurora se sonrojó por los piropos de su tía.

—Gracias, tía. Usted también está muy guapa. Me alegro de que se venga a vivir con nosotros.

—Gracias a vosotros siempre. Háblame de tú, mi niña. —Se giró de nuevo hacia su hermana—. Lola, ¿cómo están nuestros padres?

—Bien. Querían venir a recogerte, pero no cabíamos todos. Y decidimos que lo primero que vieses al salir fuese a tu hijo. Nos están esperando en casa, ansiosos por verte.

—Señoritas, nos vamos ya. Todavía nos quedan más de dos horas de viaje y no quiero que nos coja la noche por el camino, que ya anochece antes y las carreteras están regular —manifestó Luis.

Carmela se montó en el coche. Iba sentada en el asiento de atrás, junto a su pequeño Juan José y su sobrina. Lo llevaba agarrado de la mano, necesitaba sentirlo cerca. Había soñado cada día y cada noche con tenerlo a su lado. Ahora tenía que disfrutar de él e intentar recuperar el tiempo perdido. No había podido gozar de su infancia, mas no se separaría ya de él ni un instante. El pequeño no dejaba de mirarla. Poco a poco, fue perdiendo la timidez y le apretaba la mano con cara de alegría.

—Prima, ha venido mi madre a verme, como tú me decías. ¿¡A que es guapa!?

—Sí, mucho. Ahora ella va a cuidar de ti y te llevará al colegio.

Juan José miró a su madre y sonrió contento. Carmela lo besó en la frente.

—¿Sí, mamá? ¿Ya vas a vivir siempre con nosotros?

—Sí, mi niño. De aquí en adelante estaré a tu lado.

De nuevo Carmela miró a su alrededor. Un oleaje de emociones se apoderó de ella. Las lágrimas se agolparon en sus pupilas luchando por salir, si bien se esforzó una vez más por retenerlas. Le parecía mentira estar de nuevo con su familia y que la borrasca tempestuosa que había cubierto el cielo de su vida durante los últimos ocho años, se hubiera despejado para dar paso a un sol radiante, que la acompañaría a partir de ahora en su día a día.

Observó por la ventana todo lo que veía y se sorprendió. Notó como en todo este tiempo había cambiado la forma de vestir de las mujeres. Las más jóvenes usaban faldas más cortas, incluso por encima de las rodillas, y muchas llevaban pantalones. Se fijó en los peinados; eran más cortos e incluso alborotados. Todo parecía haberse modernizado.

Carmela miró por última vez hacia la puerta que le había dado la libertad. En esos momentos un aluvión de pensamientos ocupó por completo su mente.

¡Cuánto había madurado en estos años desde que cruzó esa maldita puerta por primera vez! Entró siendo una inocente chica de pueblo, con dieciocho años y apenas sin estudios. En estos años se había esforzado al máximo por cumplir su sueño: estudiar Medicina. Al principio todo fue muy duro para ella, le costó mucho adaptarse. Se pasaba llorando día y noche e incluso deseó morirse en varias ocasiones. Sin embargo, el amor por su hijo, la rabia por vengarse de quienes la traicionaron y las ganas de forjarse un porvenir, la sacaron del pozo de tristeza en que se hallaba. Eso le dio fuerzas para luchar cada día y que a su niño nada le faltase. Debía aprovechar ese tiempo y sacar algo positivo. No podía ser un simple lapsus perdido en su vida.

Ahora era la doctora Carmela Galián. Había perdido ocho años de su vida, de su juventud, de la infancia de su pequeño. No obstante, con mucho esfuerzo había conseguido una titulación. Solo le quedaba hacer las prácticas y coger la especialidad. Hoy por hoy, era alguien respetable en la sociedad, que después de todos estos años seguía igual de clasista e injusta. Más moderna en sus ropas y peinados, si bien lo mismo de anticuada y retrógrada en sus pensamientos. Pronto empezaría a trabajar en lo que a ella tanto le gustaba: curar a los enfermos.

Años atrás había sido acusada de un grave delito, por el cual la condenaron a diez años de cárcel. Por buen comportamiento le rebajaron la pena a ocho años. Había pagado con creces su condena. Una condena injusta, excesiva e inmerecida.

Cuando la culparon se defendió con uñas y dientes, pero la parte contraria era pudiente y de apellido ilustre. ¿Quién iba a creerla a ella, una pobre chica humilde y sin recursos? ¿Cómo podía sin dinero defenderse de las injurias de los señores? El juez era amigo de la familia que la denunciaba y se obcecó con ella en demasía. La trató y juzgó como a una peligrosa criminal.

Mil veces se había preguntado a lo largo de estos años por qué le hicieron esto y siempre llegó a la conclusión de que le tendieron una trampa y Carmela, ingenua, cayó en ella. Por alguna razón, estorbaba en ese preciso momento y supieron quitarla de en medio de forma vil y malvada. Ella había cumplido su pena como una vulgar delincuente. Había estado presa durante ocho eternos años por algo que jamás cometió.

Ahora, por fin, estaba libre. Tenía solo veintiséis años y toda la vida por delante para criar a su hijo y poder desquitarse de los que le robaron esos años de su vida, pues la venganza se había instalado en ella como su fiel compañera. Se había incrustado en su alma, alimentando el odio que sentía hacia la familia De Robles. Era como una gran tela de araña que había cubierto su corazón, creando una entramada red de rencor y desprecio hacia ellos. Ya no era una jovencita inocente que no tenía dónde caerse muerta; ahora era una mujer madura que había cumplido el sueño de ser doctora y con fuerzas para enfrentarse a quien quisiese hacerles daño a ella o a los suyos.

Tenía claro que algún día se vengaría y les haría pagar todo el horror por el que había pasado. Esa idea había rondado su mente durante todo su encierro, dándole fuerzas para luchar día a día. Debía hacer justicia y que el apellido de su pobre padre quedase inmune.

El coche seguía circulando en dirección al pueblo donde su hermana vivía. Cerró los ojos y su mente rememoró años atrás, volviendo a su infancia, cuando todo comenzó…

1. Dieciocho años antes

Sevilla, septiembre de 1957

La temporada de la recolección aceitunera estaba en pleno auge en la Hacienda Parzuma. Dicha hacienda estaba anclada en Mairena, un pueblo del Aljarafe sevillano. Unos quince kilómetros la separaban de la capital hispalense.

Todos los jornaleros fijos de la finca, más los contratados eventuales, trabajaban con afán los olivares en esa fecha. Gregorio, el capataz, llegaba cada noche rendido a su hogar. Vivía en una casita pequeña, adjunta al patio central de la entrada a la hacienda. Este controlaba todo lo concerniente a los cultivos, la recolecta, las almazaras, el molino y el personal masculino. Cada día, además del capataz, trabajaban tres hombres más fijos en la hacienda. Uno se encargaba de los caballos y la cuadra; otro, de la bodega, de la pisada de la uva, de la elaboración del vino y del aceite; y, por último, el chófer del señor, que en sus ratos libres se ocupaba de cuidar los patios, el huerto y los jardines que cercaban la casona.

En el periodo de la recogida de la aceituna o de las vides, Gregorio dirigía a diario a más de veinte trabajadores. Estos provenían del mismo Mairena y de los pueblos colindantes.

Irene, su mujer, trabajaba en la cocina de la hacienda. En la casona faenaban dos mujeres junto a ella:Anita, que se encargaba de ayudar en la cocina, llevar la limpieza de la casa y servir a los señores; e Inés, la niñera de los señoritos, que además, entre semana, cuando los niños estaban en el colegio, ayudaba a Anita en la colada y a limpiar las zonas comunes. Al caer la noche todas volvían a sus casas hasta el amanecer. No querían servicio interno, salvo la nodriza algunos fines de semana, cuando los señores debían acudir a algún evento o salían de viaje por negocios.

Gregorio vivía en la casita del capataz junto con Irene y sus dos hijas: Lola, de doce años; y Carmela, de nueve. Eran una familia humilde y trabajadora. Llevaban casi catorce años trabajando en la finca.

Ellos eran de un pueblo de Badajoz. Allí tras la guerra civil el trabajo escaseaba. Al poco de estar casados, a través de un comerciante, llegó a sus oídos que en un pueblo de Sevilla necesitaban capataz para la hacienda. Viajaron a hablar con los señores y los contrataron. Una semana más tarde se trasladaron a vivir a la finca. Irene empezó como ayudante en la cocina. No obstante, hacía ya varios años que la mujer que cocinaba cayó enferma y desde entonces Irene era la cocinera de la hacienda. En estos años, aparte de tener dos hijas preciosas, habían logrado la confianza de los señores.

Se habían casado en plena posguerra, con una fuerte dictadura, pasando penurias y mucha hambruna, pero con el corazón lleno de amor e ilusión. A los pocos meses de la boda se mudaron a Parzuma, donde trabajaban muchas horas. Ganaban para comer caliente cada día y tenían un techo donde guarecerse, lo que en la posguerra no era poco. No podían quejarse; vivían bien dentro de sus posibilidades y eran felices a su manera. La casita era pequeña y humilde, pero Irene la adornó con flores y jarrones de barro. Era acogedora y ellos formaban una familia unida y dichosa.

Lola era una muchachita de pelo castaño, largo y lacio, de estatura media, cariñosa y más bien callada. Con sus doce años ya se le estaba formando su cuerpo de mujer. Era diligente para el trabajo, siempre queriendo ayudar a su madre, así como algo tímida e inocente.

Carmela en el físico era más bien lo contrario que su hermana. Tenía el pelo claro, media melena rizada, era alta y delgada. Sus pupilas eran del color de la miel. Era preguntona y protestaba si algo no le gustaba. Simpática, pizpireta y risueña, le gustaba aprender cosas nuevas y siempre andaba investigando. Como era la pequeña de la casa, pues había cumplido los nueve años, era la niña mimada.

Ellas eran felices en la finca. Se sentían afortunadas de vivir allí y tener tanto terreno para jugar.

La Hacienda Parzuma estaba anclada en un paraje rústico a unos dos kilómetros del pueblo de Mairena. Era de arquitectura rural. Al cruzar el pórtico de entrada se encontraba un patio y al frente, la casa del capataz. A continuación, tras la casa, nos encontrábamos el molino aceitero con la torre de contrapeso, sus almenillas y su cruz de Lorena, que le daban a la hacienda un empaque romano. En dicho molino producían aceite de oliva de gran calidad que vendían por la comarca. Anexas al molino estaban las caballerizas; allí había cuatro caballos y dos yeguas, además de tres vacas que daban leche para el sustento de la familia. Tras la cuadra se encontraba una inmensa extensión de olivos y vides de varias hectáreas.

A la derecha del pórtico se hallaba la bodega y adjunta a ella, una nave para la selección de la uva y su posterior pisada. La familia se dedicaba a la elaboración y venta de sus vinos, como también del aceite de oliva que se recolectaba de sus olivares.

Al fondo, rodeada de jardines, se hallaba la casona con sus dos plantas, toda blanca y señorial. La zona que la rodeaba estaba adornada por naranjos, limoneros, almendros e higueras, con varios senderos que llevaban a los cultivos y al arroyo. En un lateral se encontraban el huerto y el gallinero.

En la casona, tras su portón de entrada, se hallaba un vestíbulo por el cual se accedía al salón principal, a dos salas más pequeñas, al despacho, al aseo y a la cocina. También se encontraba la escalera que ascendía al primer piso, donde estaban ubicados cuatro dormitorios y un baño.

Los señores De Robles eran una familia distinguida y de clase. El señor Andrés y la señora Teresa llevaban quince años felizmente casados. Al principio su matrimonio fue pactado, ya que las dos familias, que eran pudientes, así lo decidieron años antes. No obstante, para sorpresa de muchos, cuando los jóvenes se conocieron se enamoraron con rapidez y eran una pareja estable.

Tenían tres hijos: Alberto, de catorce años; Luisa, de trece; y Tomás, que había cumplido los once. Los niños acudían a colegios importantes. Los dos varones estudiaban en el colegio de los jesuitas de Portaceli, en la capital, y Luisa asistía al colegio femenino de Santa Teresa de Jesús, en un pueblo vecino. Era de monjas y solo para señoritas distinguidas. Estaban internos de lunes a viernes. El fin de semana lo pasaban en la finca con sus padres y la niñera.

Alberto era ya todo un hombrecito. No era muy alto, pero sí musculoso, moreno y con porte de señorito. Tenía el pelo corto y castaño oscuro. Se le notaba su carácter serio y a veces presuntuoso. Ya se acicalaba para gustar a las damiselas.

Luisa tenía la estatura normal para su edad. De cara redondeada y nariz respingona, el pelo castaño claro le llegaba por los hombros. Era cordial y alegre, se parecía mucho a su madre. Era toda una mujercita, adorable y muy educada.

Tomás, el pequeño de la familia, era muy espabilado para su edad. Espigado y de complexión fuerte, sus ojos grises y su pelo negro anillado, un poco largo, le daban apariencia de travieso, aunque era de talante noble e ingenioso. Era bastante estudioso y le gustaban mucho los caballos.

Crecieron jugando y compartiendo muchas horas con las hijas de Gregorio, el capataz. Eran niños de carácter bondadoso. Tenían una institutriz que cuidaba de ellos cuando estaban en el cortijo y les instruía en las regias normas de su estatus social. No obstante, su madre, la señora Teresa, los educaba personalmente con cariño y disciplina.

Alberto solía pasar ya menos tiempo con sus hermanos, pues se veía mayor para jugar con críos. Había crecido y ya no lo entretenían los juegos de niños. Empezaba a pensar en las chicas. Aprovechaba sus días en la finca para montar a caballo o aprender viticultura en la bodega. A veces su padre se lo llevaba de montería o a inspeccionar los cultivos.

Luisa y Tomás eran casi de la misma edad de Lola y Carmela, así que pasaban muchas horas juntos. Jugaban al tejo, al escondite, al coger o a la comba y se divertían bastante. Incluso iban al arroyo a cazar ranas y renacuajos. Los señoritos tenían triciclos y los compartían con ellas; algunas veces se pasaban toda la tarde pedaleando. Los días de invierno en los que la incesante lluvia no dejaba ni un resquicio para jugar al aire libre, en cuanto la borrasca daba un respiro los niños salían ansiosos, hambrientos de oler ese aire puro de tierra mojada al que estaban acostumbrados, y chapoteando en los charcos tras la lluvia se divertían de lo lindo durante horas. Gregorio, con una cuerda que ató a un árbol, les hizo un columpio en el que también se distraían jugando.

Ellos se entretenían y disfrutaban con cualquier cosa. Se deleitaban con esas pequeñas grandes cosas que la vida les ofrecía cada día. Presenciar cómo ordeñaban a las vacas o ver poner los huevos a las gallinas era para ellos todo un espectáculo.

A Tomás le gustaba subirse a los árboles; ya se había caído en más de una ocasión de ellos. De pequeño tuvieron que entablillarle una pierna un par de meses tras darse un buen batacazo por querer coger naranjas del árbol.

Los fines de semana los señoritos aprovechaban para enseñar a Lola y a Carmela a leer, a escribir y algo de matemáticas. Luego, por las noches, ellas enseñaban a su vez a Irene, su madre. La escuela les quedaba lejos; tenían que ir andando por el campo hasta Mairena y en invierno era complicado asistir, pues con las lluvias los caminos estaban embarrados y eran casi intransitables. Los días de tormenta que Gregorio no las podía llevar en coche no podían acudir. Ellas ya sabían algo de escritura, si bien gracias a la ayuda de los señoritos estaban aprendiendo bastante más.

Los señores viajaban mucho por negocios. También acudían a eventos y reuniones sociales en la capital. En esas situaciones los niños se quedaban con Inés, la nodriza, que los vigilaba de cerca.

En el verano, de vez en cuando, la niñera los acompañaba al arroyo. Los dejaba darse un baño en el borde del riachuelo para refrescarse del intenso calor. Tenían asimismo una pequeña alberca, donde se bañaban casi a diario. También paseaban por la hacienda, jugaban al esconder o se sentaban bajo la sombra de la extensa y variada vegetación a inventar alguna que otra historia.

Gregorio les construyó una cabaña en un árbol grueso. Allí se subían y Luisa, que era la mayor, leía cuentos e incluso relatos de miedo mientras los otros tres la escuchaban embobados. Un día, jugando al escondite, le tocaba a Tomás encontrarlas. Divisó a Carmela cobijada entre unos matorrales.

—Te encontré, estoy salvado. Ahora te la tienes que quedar tú —le dijo Tomás mientras la agarraba del brazo y la sacaba de su escondrijo.

—Eso no vale. Como soy la más pequeña siempre me encontráis la primera —contestó Carmela enfadada, parada ante él con los brazos cruzados y el semblante enfurruñado—. ¡Ya no me la quedo más!

—Bueno, si eres mi novia te suelto y sigo buscando a las otras.

—¡Estás loco! No puedo, todavía soy una niña. Además, tú eres el señorito.

—Anda, tonta, ¿y eso qué importa? Nadie se va a enterar. ¿Vas a ser mi novia o no?

—¡Nooo! ¡Yo no quiero novio!

—Bueno, la verdad es que tampoco me gusta una novia tan enclenque como tú —le confesó altivo al sentirse rechazado.

—¡Ya no juego contigo más nunca! ¡Me voy a mi casa! —le gritó enfadada. Estaba molesta y con el orgullo herido. Dio media vuelta y se encaminó corriendo hacia su casa.

Al día siguiente volvieron a jugar como si esa conversación nunca hubiese existido.

Llegó la Navidad y cantaron villancicos en la cabaña del árbol. Los Reyes Magos le trajeron a Carmela una muñeca de cartón muy bonita. Estuvieron todo el día jugando. Por la tarde, la muñeca estaba manchada de tierra y Tomás le aconsejó:

—Deberías lavarle la cara. Tiene muchos churretes y está fea.

Acto seguido y sin pensarlo dos veces, Carmela la metió en un barreño de agua donde su madre lavaba la ropa. Al instante el cartón empezó a mojarse y comenzó a deshacerse. En unos segundos de la muñeca solo quedó la tela que la cubría.

—¡Tomás, te odio! —gritó Carmela, llorando sin consuelo—. Por tu culpa mi muñeca se ha muerto. ¡Nunca más voy a ser tu amiga!

Tomás se sintió mal por aquello. Él no fue consciente de lo que podía ocurrirle a la muñeca y, aunque se enfadaban muy a menudo, siempre estaban juntos.

—No llores. No pensé que la ibas a mojar entera, solo te dije que le limpiaras la cara. —Afligido, Tomás intentó consolarla. No quería que ella lo odiase—. Te prometo que cuando sea mayor te voy a comprar la muñeca más bonita de toda Sevilla.

—¿Me lo juras por lo más sagrado? —Él asintió con cara de arrepentimiento y ella, aunque triste, lo perdonó—. Vale, ya no te voy a odiar, pero no se te olvide que me debes una muñeca.

Una tarde Gregorio les regaló a sus hijas una perrita. En la finca había un par de perros machos que siempre andaban por los cultivos y las caballerizas. El chófer del señor tenía una perra que había parido hacía poco y le regaló una cría al capataz.

—¡Ohhh! ¡Padre, es muy bonita! ¿Cómo se llama? —preguntó Carmela ilusionada.

—Le tenéis que poner vosotros el nombre y la debéis cuidar.

—Es blanquita y redondita. Hermana, ¿la llamamos Luna? —preguntó Lola.

—Sí, me gusta. Luna, ven. Voy enseñarte tu casa. —Carmela la llamaba y la trataba como si fuese un muñeco y la perra la seguía como si entendiese lo que le decía.

Cuando los señoritos conocieron a Luna le cogieron cariño y se pasaban muchas horas jugando con ella. La perra los seguía encantada.

Un año más tarde Tomás se enfermó de sarampión, con fiebres muy altas, picores y ojos irritados. Pasó algunos días sin poder ir a clases ni salir al patio. Casi todo el tiempo lo pasaba en solitario, pues temían que contagiase a los demás niños. Sin embargo, Carmela sentía pena de que estuviese tan solo y algunas tardes, con la excusa de ir a la casona a ver a su madre, a escondidas buscaba a Tomás y lo acompañaba un rato. Anita, la asistenta, hacía como que no la veía y no decía nada, pues le daba pena de ver al señorito enfermo, solo y aburrido.

Pocos días después Carmela se empezó a sentir mal. Tenía fiebre, picores y mal cuerpo. Había cogido el sarampión. Debía quedarse en casa reservada, sin que le diese mucho el aire. Una tarde estaba sentada en la mesa camilla haciendo los deberes. Su familia aún no había llegado de trabajar. Escuchó que llamaban a la puerta y al abrir se sorprendió.

—Hola, Tomás. ¿Qué haces aquí? Aún no estás curado del todo.

—Ya estoy casi bien. Mira, ya tengo muy secas las pupas —le contó mientras ella lo invitaba a entrar y a sentarse al calor de la lumbre—. Quería verte un rato. Sé lo sola que estás y es muy aburrido. Menos mal que tú me visitabas. Sin poder salir las horas se me hacían muy largas.

—Es verdad, desespera estar encerrada, pero si salgo mi madre me riñe y debo ser obediente por mi bien. No quiero que se me queden las marcas.

—Creo que te has enfermado por mi culpa. Seguro que te lo he contagiado cuando venías a verme. —Tomás sentía pena por ella al verla enferma y sola. Sus padres, aunque trabajaban cerca, estaban muchas horas fuera del hogar—. Así que quería hacerte la visita y estar un rato contigo.

—No creo que sea tu culpa, pero me alegra mucho que hayas venido. ¿Jugamos a algo?

En el suelo de cemento de la sala de estar dibujaron un tejo con un trozo de carbón, cogieron una piedra y estuvieron jugando y riéndose un buen rato. Carmela lo invitó a merendar pan con una onza de chocolate. Cuando Tomás se iba a marchar se acercó y le dio un beso en la mejilla. Ella se sonrojó y bajó la mirada. Tomás la observó, sonrió satisfecho y se encaminó hacia la casona. Besarla le había gustado y verla con las mejillas teñidas por la vergüenza, aún más.

El tiempo fue transcurriendo sin grandes cambios en sus vidas. Los fines de semana se volvían a reunir. Eran la alegría de la hacienda. Los jóvenes paseaban, charlaban y jugaban por los jardines. En verano, cuando el calor apretaba, algún día bajaban al arroyo a darse un baño. Por seguridad, la institutriz los dejaba meterse por la parte que tenía poco caudal. Las niñas se bañaban con sus largas enaguas, que les cubrían todo el cuerpo hasta las pantorrillas, y Tomás, con una camiseta de tirantes y calzones largos hasta las rodillas.

En verano, al ser las tardes más largas y el anochecer más tardío, el señor le pidió al asistente que se encargaba de los caballos que enseñase a montar a sus hijos. Tomás se entendió bien con su caballo y en un par de días galopaba por la finca como un jinete experimentado. A Luisa le costó algo más aprender. Gregorio, al ver a sus hijas con cara de tristeza, le pidió permiso al señor para enseñarlas también a montar. Este autorizó al capataz a que montasen a una yegua mansa que tenían. Así, en pocos días los cuatros jóvenes aprendieron. Claro que Tomás les llevaba una enorme ventaja.

Una calurosa tarde estaban todos tendidos sobre la hierba fresca al borde del arroyuelo, a la sombra de un alcornoque. Corría una leve y agradable brisa. Estaban con los ojos cerrados, medio adormilados, escuchando el cantar de los pájaros y el silbar del viento. Carmela tenía calor y decidió bañarse en el arroyo. No quiso despertarlos. Sin hacer ruido y sin avisar a nadie, se metió sola en el riachuelo.

Ya dentro, pisó una piedra, resbaló y perdió el equilibrio. Su cuerpo cayó a la parte central, que era más profunda y donde la corriente del agua era más fuerte. Al no lograr tocar con los pies el fondo y sentir que el agua la arrastraba, el miedo se apoderó de ella y comenzó a gritar asustada. Luna al escucharla empezó a ladrar con fuerza. Todos se levantaron sobresaltados. Con rapidez acudieron hacia el lugar de donde provenían las voces y la miraron aterrados, pues el agua se la llevaba sin control.

La nodriza iba a tirarse cuando vio que Tomás le había cogido la delantera. Se había metido y estaba nadando para llegar hasta Carmela. La agarró como pudo y con esfuerzo intentó sacarla. Ella forcejeaba y luchaba por no hundirse, lo cual le dificultaba a él poder llevarla al borde. La corriente parecía poseída, pues chocaba con rabia contra ellos y los deslizaba. Él seguía braceando, pero no conseguía llegar a la orilla. Tomás se sentía ya sin fuerzas, mas ni loco la soltaría.

—¡Tomás, por el amor de Dios, sujétala fuerte, no la sueltes! —le gritó la institutriz mientras le acercaba una rama gruesa y larga que habían encontrado cerca—. ¡Agárrate a la rama!

Este se aferró a la punta con fuerza. Al otro lado todos tiraban con rabia, hasta que consiguieron acercarlos al borde. Al subirlos, Carmela, por la tensión sufrida, el esfuerzo y los nervios, perdió el conocimiento unos segundos, desplomándose en la hierba. Al cabo de unos minutos su pulso y la palidez de su rostro volvieron a la normalidad. Tomás estaba arrodillado en el suelo, respiraba con dificultad, se encontraba agotado. Le temblaba todo el cuerpo, había hecho un sobreesfuerzo por no soltarla. Descansó un momento, intentando recobrarse.

—¿¡Sabéis que os habéis jugado la vida!? ¡Ni se os ocurra volver a bañaros sin estar yo con vosotros! —La niñera les reñía a puro grito; estaba bastante enfadada—. ¡Estáis castigados todo lo que queda del verano sin bañaros más aquí! ¡Virgen santa, qué miedo he pasado! Me habéis tenido el corazón en un puño.

—¿Cómo se te ocurre meterte sola si no sabes nadar? ¡Eres una insensata! —le riñó Tomás casi sin aliento por el esfuerzo y alterado por el mal rato que había pasado.

—Lo siento. Todo ha sido culpa mía por atrevida e inconsciente —comentó arrepentida Carmela con los ojos llenos de lágrimas—. Perdonadme, por favor. Tomás, gracias. Sin tu ayuda no sé qué hubiese pasado. Gracias a Dios que estabas cerca.

—Ha sido un momento complicado, pero por suerte estamos bien. —Tomás respiró algo más tranquilo y al verla llorar necesitó serenar el momento—. Para algo soy el hombre del grupo, para salvaros de las dificultades. —Sonrió e intentó que las chicas se relajaran del susto. En el fondo él sabía que la situación había sido complicada, pero le apenaba verla triste; no obstante, le sentenció—: ¡Pero no vuelvas a meterte sola o quien te ahoga soy yo!

Ninguno comentó lo sucedido a los mayores. Temían una represalia e incluso que despidieran a la institutriz, a la cual le tenían mucho cariño. De este modo, todos hicieron un pacto de silencio.

El tiempo iba pasando y seguían viéndose con la asiduidad de siempre. La señora Teresa, pese a ser muy disciplinada, nunca prohibió a sus hijos jugar con las hijas del capataz. El señor Andrés tampoco los privaba de que se divirtieran juntos pese a ser de distinta clase social. Allí, en la hacienda, no los veía nadie de su posición que pudiese juzgarlos. Además, aún eran pequeños. Los señores iban mucho a la capital mientras los niños se quedaban en la finca con la nodriza. Como en el cortijo había poca diversión, al menos jugando con las niñas de Gregorio andaban entretenidos.

Los años, sin prisa pero sin pausa, iban transcurriendo y los niños fueron creciendo. Las niñas se habían convertido en unas lindas mujercitas. Eran espigadas y tenían ya las curvas bien marcadas. Pese a ser la más pequeña, Carmela estaba igual de alta y formada que las demás y era muy agraciada, con su melena de pelo ondulado. Tomás era un guapo joven de ojos grises, alto y de buen porte. El pelo le caía sobre los hombros y le favorecía bastante.

La verdad era que él ya se aburría cuando las chicas empezaban a hablar de bordados y vestidos o cuando Lola las peinaba como si fuesen princesas, así que ensillaba su caballo y se iba a galopar por la finca. «Sentir la brisa fresca en la cara cuando cabalgo y embriagarme de este olor de olivares es una sensación muy placentera que me gusta y me relaja», murmuraba Tomás a lomos de su corcel.

2. Sed de amor

Cuando el señorito Alberto cumplió los diecinueve años se comprometió con una ilustre señorita de Sevilla. Él estaba estudiando Agricultura en la capital para seguir los pasos de su padre. Ahora, entre los estudios y visitar a su enamorada, apenas paraba por la hacienda. Últimamente se había alejado totalmente de Lola y Carmela, pues su prometida no entendía cómo Luisa y Tomás tenían tanta confianza con la gente del servicio. Ella respetaba mucho su estatus y las diferencias entre las clases sociales. De esta forma, Alberto fue marcando distancia entre ellos. En cambio, sus hermanos seguían actuando igual que siempre con las hijas del capataz.

Luisa iba a cumplir los dieciocho años. Era una chica muy bonita, de estatura media, de piel blanca, pelo claro liso y larga melena. Era una chica cariñosa y educada. Seguía acudiendo al colegio religioso y se dedicaba a bordar. Estaba preparada para ser una gran señora como su madre. En sus ratos libres escribía cuentos. Esa era su gran pasión.

Tomás tenía dieciséis, estudiaba en un internado de Sevilla y quería matricularse en Derecho. Se había convertido en un joven apuesto, con ojos grises y pelo oscuro rizado, de carácter amable e inteligente, ya pensando en el amor y en seducir a las mujercitas. Como era el pequeño de la casa, su hermana Luisa tenía predilección por él.

Lola iba camino de los diecisiete. Había empezado a trabajar en una cooperativa aceitunera en Mairena escogiendo la aceituna, aliñándola y envasándola para la venta. No era muy alta, pero sí buena moza, agraciada y simpática.

Carmela tenía ya catorce y era toda una linda damisela. Alta, de ojos marrones claros como la miel, tenía un cuerpo modulado por las curvas, que la hacían muy atractiva. Parecía mayor de la edad que tenía. Era muy dicharachera y alegre. Se encargaba de las faenas de la casa donde vivían. Lavaba, limpiaba y hacía la comida para su familia. En los ratos libres bordaba, como la había enseñado Luisa.

Los fines de semana los jóvenes los pasaban juntos. Una tarde Irene les preparó un pícnic y se sentaron a la sombra de una encina a merendar. Mientras comían hablaban de sus sueños y aspiraciones, siempre acompañados por la perrita Luna.

—Yo quiero estudiar Derecho para defender al débil —confesó Tomás a su hermana y a sus amigas un sábado por la tarde.

—Tomás, ¿cuando dices débil te refieres a los jornaleros o a los señoritos con problemas? —le cuestionó Carmela, dudosa de a quién realmente iba a defender.

—Pues, la verdad, no creo que el jornalero pueda pagar mis honorarios.

—¿Entonces los pobres no tenemos derecho a que nos defiendan? —le interrogó Carmela de nuevo, molesta por el comentario de él. Tomás, tras pensarlo un instante, le contestó con seguridad.

—Claro que sí, pero el dinero es lo que mueve todo, no lo olvides. Y yo tendré que comer, vivir y mantener mi cortijo. Y eso solo lo pueden pagar los señoritos.

Carmela no le contestó. Se sentía incómoda con lo que Tomás había expuesto. Él estaba en lo cierto, ella lo sabía. Así era la sociedad en la que vivían, pero le molestó escuchar cómo marcaba la diferencia de clases. Le daba rabia pensar que su amigo se volviese tan estirado como su hermano Alberto, que ya ni las saludaba. Estuvo un rato seria, callada y cabizbaja. Él no dejó de observarla y tras meditar un poco le explicó:

—Pensándolo bien —exclamó de pronto Tomás, mirando a Carmela—, aunque defienda al pudiente para poder vivir con soltura, también lo haré con el jornalero y no le cobraré apenas nada. —Los ojos de Carmela brillaron y lo miró con agradecimiento. Esta teoría le gustaba más. Él sonrió satisfecho al verla más conforme—. Carmela, ¿y tú qué quieres ser de mayor?

—A mí me gustaría ser médica para curar a los enfermos, me da igual si son pobres o adinerados. Es mi sueño. Claro que con total seguridad en eso se quedará, pues no soy pudiente para estudiar en la capital —sentenció Carmela algo triste por ser, aparte de la más pequeña del grupo, la que menos posibilidades tenía de hacer sus deseos realidad—. Al final terminaré trabajando en alguna hacienda cercana. Mi padre me ha dicho que va a hablar en el almacén de aceitunas para que yo trabaje allí con mi hermana. Así gano un sueldecito y ayudo en casa.

—Claro, además conoces gente. En la cooperativa trabajan más de cuarenta personas, entre hombres y mujeres. Yo allí estoy contenta, pero a mí me gustaría ser peluquera. Me encanta hacer lindos peinados —confesó Lola. Últimamente también ayudaba a su madre algunas tardes en la cocina de la casona—. Mas, por ahora, me conformo con conseguir ser una buena cocinera como mi madre y seguir trabajando en la cooperativa. Luisa, ¿y a ti qué te gustaría?

—A mí me ilusiona ser maestra, enseñar a los demás y leerles mis cuentos. No obstante, primero debo prepararme para ser una buena esposa. Las monjas me educan y me enseñan todo cuanto debo saber para ser una ilustre señora como mi madre —afirmó Luisa, conforme con el papel que sus padres le habían impuesto en la vida—. Como pronto voy a cumplir los dieciocho, en unos meses mis padres me presentarán en sociedad y me pretenderán los señoritos solteros.

—Luisa, tú sigue escribiendo esos cuentos tan bonitos y el día de mañana se los lees a tus hijos —le aconsejó Lola y ella asintió contenta—. Yo sé que todo cuanto me estás enseñando de bordados me va a venir muy bien.

—Así lo haré. Y tú sigue practicando con nuestro pelo para que cuando me presenten en sociedad me peines y mi recogido sea la envidia de todos los asistentes. —Todos rieron por la ocurrencia de Luisa, pues Lola siempre andaba jugando con sus melenas.

A principio de ese verano vino de visita la hermana del señor Andrés con sus dos hijos. Ellos vivían en un pueblo de Cádiz. Pasarían unos días en el cortijo. Tenía un hijo, Gustavo, un año mayor que Tomás y una niña, Juana, de ocho años. Todos jugaban en los jardines con Lola y Carmela. Gustavo se quedó engatusado de Carmela y solo quería estar cerca de ella. Tomás se molestaba, pues se sentía desplazado. Ya no era el hombrecito de la pandilla, el único machote que cuidaba de su manada. Su primo le estaba quitando el sitio y eso le daba rabia.

—Primo, Carmela me gusta mucho. Quiero que sea mi amante —le confesó Gustavo una tarde a Tomás.

—¡No puedes, solo tienes diecisiete años! Además, ella no accederá —le contestó molesto, sin saber bien por qué—. Es la hija del capataz y tus padres no te dejarán.

—Yo he escuchado hablar a mi padre con sus amigos y hablan de sus queridas. Carmela no podrá ser mi novia, pero en un par de años sí puede ser mi concubina.

—¡No digas tonterías, primo! Ella es amiga nuestra. La conozco y no lo va a consentir. —Deseó darle un puñetazo a Gustavo para que desistiera de esa estúpida idea. No le gustaba imaginar que ningún hombre se aprovechaba de ella.

—Bueno, ya mañana nos vamos, pero cuando sea mayor algún día vendré y si sigue soltera se lo voy a proponer. Verás como acepta. A estas chicas humildes las agasajas con regalos y se meten en tu cama sin dudarlo, que me lo ha dicho mi padre.

—Eso será las que tú conoces. Ellas no son así. Déjalas tranquilas.

—No entiendo por qué la defiendes tanto. Deberías estar de acuerdo conmigo. Es más, tú tienes más derecho que yo a proponérselo, ya que vive en tu hacienda. Piénsalo bien, ¿no te gustaría que fuese tu amante? Ya sabes, si cuando vuelva no la has hecho tuya, lo intento yo. Luego no me digas que no te he avisado.

—¡Cállate ya! ¡Eres un cretino desvergonzado! —Se fue de su lado, dando por terminada la conversación, que le estaba retorciendo las tripas.

Aunque estaba enfadado, su primo despertó en él inquietudes nuevas con respecto a Carmela, que antes no se había imaginado ni se había percatado de ellas, pues solo la veía como una buena amiga. En su mente ahora navegaba un pensamiento: si iba a ser la querida de alguien, él era quien más la conocía. Y vivía en su finca; por consiguiente, él tenía ese privilegio. Movió la cabeza, negando y culpándose por esa absurda reflexión.

Al día siguiente su primo se marchó a Cádiz y Tomás se sintió aliviado. Gustavo, pese a ser casi de su misma edad, era muy descarado e insolente. Él no iba a consentir que nadie se aprovechase de sus amigas. Sin embargo, la idea de que Carmela pudiese tener una relación con él no dejó de darle vueltas en la cabeza. La miró y descubrió que tenía un bonito cuerpo y que era muy atractiva. Era la mujer que cualquier hombre desearía en su cama. Él intentó olvidar el tema, si bien volvía a su mente una y otra vez. Esa noche soñó con ella y se despertó muy excitado e inquieto, algo que ni una ducha fría calmó.

Unos meses más tarde, la temporada de la recogida de la aceituna trajo a muchos jornaleros jóvenes a trabajar en la hacienda, como en años anteriores.

Lola y Carmela trabajaban en el almacén de aceitunas desde las ocho de la mañana hasta las dos de la tarde. Se venían andando por los caminos y sobre las dos y media llegaban a la finca para comer. A esa hora los trabajadores paraban una hora para almorzar. Lola se encargaba de llenar los búcaros con agua fresca para que ellos bebiesen. Un día un joven se acercó a ella con uno de esos botijos en la mano y le dijo:

—Señorita, ¿le importaría rellenarlo? Hace calor, está vacío y la sed me está matando.

—Claro, ahora mismo lo lleno. No quiero que nadie muera de sed por mi culpa. Pero le aclaro que yo no soy la señorita. Me llamo Lola y soy la hija del capataz —le explicó mientras agarraba el búcaro para llenarlo de nuevo.

—Pues Lola, para mí sí eres una señorita. ¡Y bien bonita, por cierto! —Notó cómo ella se sonrojaba y avergonzada miraba hacia otro lado—. Lola, soy Luis. —Adelantó su mano en forma de saludo, ella se la estrechó con timidez. No estaba acostumbrada a hablar con hombres y este era guapo y buen mozo. Al sentir su mano apretando la suya notó un hormigueo en todo el cuerpo. Miró a los ojos a Luis y algo dentro de ella se despertó.

Fue el comienzo de muchos encuentros «casuales» a la hora del almuerzo. Ambos se buscaban con la mirada. Luis siempre aprovechaba para acercarse a ella sin que los demás sospecharan, pues tendría que soportar las bromas de sus compañeros, o quizás si el capataz lo descubría acercándose a su hija lo despidiese al instante y entonces ¿cómo iba a poder verla cada día? Así pasaron más de un mes, solo con miradas y algunas palabras sueltas. Sin embargo, ellos sentían que sus corazones ardían cuando sus ojos se encontraban. Un viernes Luis se acercó y le preguntó:

—¿Vas a ir el domingo al pueblo, a la procesión de la Virgen?

—Sí, todos los años voy con mi madre y mi hermana. De todas maneras, los domingos siempre vamos a escuchar misa.

—Mañana por la tarde hay carreras de cintas a caballo y guateque en la caseta. Me gustaría verte por allí e invitarte a bailar si tu madre me lo permite —le confesó Luis ilusionado.

—Se lo comentaré a ver si me puede acompañar, pues aunque vaya con mi hermana no nos va a dejar ir. Ahora anochece pronto y luego está todo muy oscuro para volver las dos solas por los caminos.

—Bueno, te esperaré por si me das la alegría de ir. Si no puedes, pues nos vemos el domingo en la puerta de la iglesia.

Esa tarde Lola y Carmela le insistieron a su madre para ir a ver las carreras de caballos. Tomás corría en ellas y querían verlo. Claro que Lola no le insinuó nada del joven por el que su corazón palpitaba y que iba a estar allí esperándola, sino simplemente que deseaban acudir a las fiestas. Irene terminó en la casona al atardecer y se encontraba rendida, así que no pudo acompañar a sus hijas y, claro está, no las iba a dejar ir solas.

—Hijas, lo siento mucho. Es muy tarde ya para ir. Nos va a coger la noche por los caminos y tu padre no puede acompañarnos ni recogernos. Además, estoy muy cansada. Os prometo que mañana vamos a ver a la Virgen. Salimos al mediodía y damos un paseo por la verbena.