12. La aventura de Shoscombe Old Place

Sherlock Holmes llevaba un buen rato inclinado sobre su microscopio de baja potencia. Entonces se enderezó y se volvió a mirarme triunfalmente.

—Es cola, Watson —dijo—. Indudablemente es cola. ¡Mire esos objetos dispersos en el campo de visión!

Me incliné hacia el ocular y lo enfoqué para mi vista.

—Esos pelos son hilos de una chaqueta de franela. Las masas grises irregulares son polvo. Hay escamas epiteliales a la izquierda. Esos bultos pardos del centro son indiscutiblemente cola.

—Bueno —dije, riendo—, estoy dispuesto a aceptar su palabra. ¿Hay algo que dependa de eso?

—Es una demostración muy bonita —respondió—. En el caso St. Pancras quizá recuerde que se encontró una gorra junto al policía muerto. El acusado niega que sea suya. Pero es un hombre que construye marcos y habitualmente maneja cola.

—¿Es uno de sus casos?

—No; mi amigo Merivale, de la Yard, me ha pedido que examine el caso. Desde que cacé a aquel falsificador de moneda por las virutas de zinc y cobre en la costura del puño, han empezado a darse cuenta de la importancia del microscopio. —Miró con impaciencia el reloj—. Viene a verme un nuevo cliente, pero lleva retraso. Por cierto, Watson, ¿sabe usted algo de carreras de caballos?

—Debería saber. Las pago con casi la mitad de mi pensión por heridas de guerra.

—Entonces le utilizaré como mi «Guía Fácil para el Hipódromo». ¿Qué hay de sir Robert Norberton? ¿Le dice algo ese nombre?

—Bueno, yo diría que sí. Vive en Shoscombe Old Place, y le conozco bien, porque en otro tiempo yo solía pasar allí el verano. Norberton una vez estuvo a punto de caer dentro de la jurisdicción de usted.

—¿Cómo fue eso?

—Fue cuando golpeó con el látigo a Sam Brewer, el famoso prestamista de Curzon Street, en Newmarket Heath. Casi lo mató.

—¡Ah!, ¡eso parece interesante! ¿Se permite muchas veces esas cosas?

—Bueno, tiene fama de ser hombre peligroso. Es seguramente el jinete más atrevido de Inglaterra, segundo en el Grand National de hace unos pocos años. Es uno de los hombres que ha perdurado más allá de su verdadera generación. Habría sido un modelo en la sociedad de los días de la regencia; boxeador, atleta, temerario en las carreras de caballos, cortejador de bellas damas y, por lo que dicen, tan metido por el camino de la extravagancia que a lo mejor nunca encuentra el camino de vuelta.

—Estupendo, Watson. Un esbozo en pocos rasgos. Me parece que conozco a ese hombre. Bueno, ¿puede darme una idea de Shoscombe Old Place?

—Sólo que está en el centro de Shoscombe Park, y que allí se encuentra la famosa caballeriza de Shoscombe y sus terrenos de entrenamiento.

—Y el principal entrenador —dijo Holmes— es John Mason. No tiene que sorprenderse de mis conocimientos, Watson, porque es una carta suya la que estoy desdoblando. Pero sepamos más de Shoscombe. Parece que he dado con un buen filón.

—Están los famosos perros de aguas Shoscombe —dije—. Oirá hablar de ellos en todas las exposiciones caninas. La raza más genuina de Inglaterra. Son el orgullo de la señora de Shoscombe Old Place.

—La mujer de Robert Norberton, imagino.

—Sir Robert no se ha casado. Más vale, considerando sus perspectivas. Vive con su hermana, viuda, lady Beatrice Falder.

—¿Quiere decir que ella vive con él?

—No. El hogar pertenecía a su difunto marido, sir James. Norberton no tiene ningún derecho al hogar. Es sólo un derecho vitalicio y revierte al hermano del marido. Entretanto ella cobra la renta todos los años.

—¿Y el hermano de Robert, supongo, se gasta esa renta?

—Es más o menos lo que pasa. Es un demonio de hombre y le hace llevar una vida muy incómoda. Pero he oído decir que ella le quiere mucho. Pero ¿qué ocurre de malo en Shoscombe?

—Ah, eso es precisamente lo que quiero saber. Y aquí espero, está el hombre que nos lo puede decir.

Se abrió la puerta y el joven sirviente hizo entrar a un hombre alto, completamente afeitado, con la expresión firme y austera que sólo se ve en los que tienen que dominar caballos o chicos. El señor Mason tenía muchos de ambas clases en su poder, y parecía a la altura de su tarea. Se inclinó con frío dominio de sí mismo y se sentó en la silla que le indicó Holmes.

—¿Recibió mi carta, señor Holmes?

—Sí, pero no explicaba nada.

—Es una cosa demasiado delicada para poner los detalles por escrito. Y demasiado complicada. Sólo podía hacerlo cara a cara.

—Bueno, estamos a su disposición.

—Ante todo, señor Holmes, creo que mi jefe, sir Robert, se ha vuelto loco.

Holmes levantó las cejas.

—Esto no es un hospital para alienados —dijo—. Pero ¿por qué lo dice?

—Bueno, señor Holmes, cuando un hombre hace una cosa rara, o dos cosas raras, puede que ello signifique algo, pero cuando todo lo que hace es raro, entonces uno empieza a hacerse preguntas. Creo que el «Príncipe» de Shoscombe y el Derby le han trastornado la cabeza.

—¿Es un potro que usted hace correr?

—El mejor de Inglaterra, señor Holmes. Si alguien lo sabe, tendría que ser yo. Bueno, les seré sincero, pues sé que ustedes son caballeros de honor y esto no saldrá de este cuarto. Sir Robert tiene que ganar este Derby. Está entrampado hasta el cuello, y es su última oportunidad. Todo lo que ha podido reunir o pedir prestado se invierte en el caballo, ¡con buenos puntos de ventaja, además! Ahora pueden conseguirlo a cuarenta, pero estaba cerca de cien cuando él empezó a apoyarlo.

—Pero ¿cómo es eso, si el caballo es tan bueno?

—El público no sabe lo bueno que es. Sir Robert ha sido demasiado listo para los pronosticadores. Saca al medio hermano de «Príncipe» para exhibirlo. No se les puede distinguir. Pero el uno aventaja al otro en dos cuerpos en un estadio cuando se trata del galope. El no piensa más que en el caballo y en la carrera. Ha dedicado toda su vida a ello. Hasta entonces, puede mantener a raya a los judíos. Si le falla «Príncipe» está listo.

—Parece una jugada más bien desesperada, pero ¿dónde entra la locura?

—Bueno, ante todo, no hay más que mirarle. Creo que no duerme por las noches. A todas horas baja a las cuadras. Tiene unos ojos de loco. Ha sido demasiado para sus nervios. Y luego, ¡ahí está su conducta con lady Beatrice!

—¡Ah! ¿Qué es eso?

—Siempre habían sido inmejorables amigos. Tenían ambos los mismos gustos, y a ella le gustaban los caballos tanto como a él. Todos los días a la misma hora, ella iba en coche a verlos; y, sobre todo, quería a «Príncipe». Este aguzaba las orejas cuando oía las ruedas por la grava y salía trotando todas las mañanas hasta el coche para recibir el terrón de azúcar. Pero ahora se acabó.

—¿Por qué?

—Bueno, parece que ella ha perdido todo interés por los caballos. Hace una semana que pasa de largo por delante de las cuadras sin decir ni buenos días.

—¿Cree que ha habido una riña?

—Y, además, agria, salvaje, rencorosa. ¿Por qué, si no, iba él a regalar el perro de aguas predilecto de ella, que lo quería como si fuera su hijo? Se lo dio hace unos pocos días al viejo Barnes, que lleva el «Dragón Verde», a tres millas, en Crendall.

—Ciertamente, fue algo raro.

—Claro, con su corazón débil y su hidropesía, no se podía esperar que ella fuera por ahí con él, pero él pasaba dos horas con ella todas las noches en su cuarto. Bien hacía en hacer todo lo que pudiera, pues ella se ha portado con él de un modo extraordinario. Pero eso también se acabó. Y ella lo toma muy en serio. Está cavilosa y malhumorada, y bebe, señor Holmes, bebe como un pez.

—¿Bebía antes de que se pelearan?

—Bueno, tomaba algún vasito, pero ahora muchas veces es una botella entera en una noche. Eso me dijo Stephens, el mayordomo. Todo ha cambiado, señor Holmes, y hay en eso algo condenadamente podrido. Pero, además, ¿qué hace el amo bajando por la noche a la cripta de la iglesia vieja? ¿Y quién es el hombre con el que se reúne allí?

Holmes se frotó las manos.

—Siga, señor Mason. Cada vez se pone más interesante.

—Fue el mayordomo quien lo vio ir. Las doce de la noche y lloviendo fuerte. Así que a la noche siguiente me presenté en la casa, y claro, el amo había vuelto a salir. Stephens y yo le seguimos, pero era un asunto difícil, pues habría sido un problema si nos hubiera visto. Es un hombre terrible con los puños una vez que se pone en marcha, y no respeta a nadie. Así que teníamos miedo de acercarnos demasiado; pero le seguimos la pista de todos modos. Era la cripta de los fantasmas lo que buscaba, y allí había un hombre esperándole.

—¿Qué es esa cripta de los fantasmas?

—Bueno, señor Holmes, hay una vieja capilla arruinada en el parque. Es tan vieja que nadie puede datar su fecha. Y debajo tiene una cripta con mala fama entre nosotros. De día, es un sitio oscuro, húmedo, solitario, pero son pocos en el condado los que se atreverían a acercarse de noche. Pero el amo no tiene miedo. Nunca ha tenido miedo en su vida. Pero ¿qué hace allí por la noche?

—¡Espere un poco! —dijo Holmes—. Dice usted que hay otro hombre allí. Debe ser uno de sus propios hombres de las cuadras, o alguien de la casa. Seguro que no tienen más que localizarle y preguntárselo.

—No es nadie que conozca yo.

—¿Cómo puede decirlo?

—Porque lo he visto, señor Holmes. Fue la segunda noche, Sir Robert se volvió y pasó de largo entre nosotros, Stephens y yo, temblando entre los matorrales como dos conejitos, pues había un poco de luna esa noche. Pero oímos al otro, que venía detrás. No tuvimos miedo de él. Así que pasó sir Robert, salimos fuera y fingimos que dábamos un paseo a la luz de la luna, de modo que salimos al encuentro, tan corrientes e inocentes como nos era posible. «¡Hola, compadre! ¿Quién puede ser usted?», digo yo. Me parece que no nos había oído venir, así que nos miró por encima del hombro con una cara como si hubiera visto al mismo diablo saliendo del infierno. Lanzó un aullido y se marchó tan deprisa como pudo en la oscuridad. ¡Sí que corría! Se lo aseguro. En un momento se perdió de vista y dejamos de oírle, y no averiguamos quién era ni qué era.

—Pero ¿le vieron claramente a la luz de la luna?

—Sí, juraría por su cara amarilla, un mal bicho, diría yo. ¿Qué podía tener en común con sir Robert?

Holmes se quedó un rato perdido en cavilaciones.

—¿Quién acompaña a lady Beatrice Falder? —preguntó por fin.

—Está su doncella, Carrie Evans. Lleva cinco años con ella.

—Y la quiere, sin duda.

El señor Mason se revolvió incómodo.

—Está muy enamorada —respondió por fin—. Pero no diré de quién.

—¡Ah! —dijo Holmes.

—No puedo contar chismes.

—Le entiendo, señor Mason. Por supuesto, la situación está bastante clara. Por la descripción de sir Robert dada por el doctor Watson, me doy cuenta de que no hay mujer que se salve de él. ¿No cree que la riña entre hermano y hermana puede radicar en eso?

—Bueno, hace mucho tiempo que el escándalo está bastante claro.

—Pero a lo mejor ella no lo había visto antes. Supongamos que lo ha descubierto de repente. Quiere quitarse de encima a esa mujer. Su hermano no lo permite. La inválida, con su corazón enfermo y su incapacidad para andar por ahí, no puede hacer cumplir su voluntad. La odiada doncella sigue atada a ella. La señora rehúsa hablar, se pone de mal humor, se da a la bebida. Sir Robert, en su cólera, le quita su perro de aguas predilecto. ¿No es lógico todo eso?

—Bueno, podría serlo... hasta ese punto.

—¡Exactamente! Hasta ese punto. ¿Cómo concordaría todo eso con las visitas nocturnas a la vieja cripta? No podemos encajar eso en nuestro plan.

—No, señor, y hay algo más que no puede encajar. ¿Por qué sir Robert iba a querer desenterrar un cadáver?

Holmes se incorporó bruscamente.

—Lo descubrimos ayer mismo, después de que le escribí a usted. Ayer sir Robert se había ido a Londres, de modo que Stephens y yo bajamos a la cripta. Estaba todo en orden, señor Holmes, salvo que en un rincón había un esqueleto humano.

—Informó usted a la policía, supongo.

Nuestro visitante sonrió sombríamente.

—Bueno, señor Holmes, creo que apenas les interesaría. Eran sólo la cabeza y unos pocos huesos de una momia. Podía tener mil años. Pero no estaba antes; lo juraría yo y también Stephens. La habían echado a un lado en un rincón, tapándola con una tabla, pero ese rincón siempre había estado vacío.

—¿Qué hizo usted con ello?

—Bueno, lo dejamos allí.

—Muy sensato. Dice que sir Robert se marchó ayer. ¿Ha vuelto?

—Le esperamos hoy.

—¿Cuándo regaló sir Robert el perro de su hermana?

—Hoy hace una semana. El animal aullaba detrás del viejo cobertizo del pozo, y sir Robert estaba esa mañana en uno de sus accesos de mal humor. Lo cogió y creí que lo iba a matar. Luego se lo dio a Sandy Bain, el jockey, y le dijo que se lo llevara al viejo Barnes en el «Dragón Verde», pues no quería volverlo a ver.

Holmes se quedó un rato callado meditando. Había encendido la más vieja y sucia de sus pipas.

—Todavía no acabo de entender qué quiere usted que haga yo en este asunto, señor Mason —dijo por fin—. ¿No puede explicármelo mejor?

—Quizá esto lo aclarará, señor Holmes —dijo nuestro visitante.

Sacó un papel del bolsillo, y desdoblándolo con cuidado, mostró un trozo de hueso chamuscado.

Holmes lo examinó con interés.

—¿De dónde lo ha sacado?

—Hay una caldera de calefacción central en el sótano debajo del cuarto de lady Beatrice. Lleva algún tiempo sin utilizarse, pero sir Robert se quejó del frío y la hizo poner en marcha de nuevo. La lleva Harvey; es uno de mis mozos. Esta mañana vino a verme con esto, lo había encontrado removiendo las cenizas. No le gustó su aspecto.

—Tampoco a mí me gusta —dijo Holmes—. ¿Qué le parece, Watson?

Estaba quemado hasta reducirse a un tizón negro, pero no había duda de su significado anatómico.

—Es el cóndilo superior de un fémur humano —dije.

—¡Exactamente! —Holmes se había puesto muy serio—. ¿Cuándo se ocupa ese muchacho de la caldera?

—La pone en marcha todas las mañanas y luego la deja.

—Entonces, ¿cualquiera podría visitarla por la noche?

—Sí, señor.

—¿Se puede entrar desde fuera?

—Hay una puerta exterior. Hay otra que conduce arriba por una escalera hasta el pasillo que lleva hasta el cuarto de lady Beatrice.

—Aquí hay aguas profundas, señor Watson: profundas y más bien sucias. ¿Dice usted que sir Robert no estuvo en casa anoche?

—No, señor.

—Entonces, fuera quien fuese el que quemó los huesos, no fue él.

—Es cierto, señor Holmes.

—¿Cómo se llama la posada de que hablaba?

—El «Dragón Verde».

—¿Hay buena pesca por esa parte de Berkshire?

El honrado entrenador nos dio a entender con su cara que estaba convencido de que otro loco se había metido en su apurada vida.

—Bueno, señor Holmes, he oído decir que hay truchas en la corriente del molino y lucios en el lago de Hall.

—Eso basta. Watson y yo somos unos pescadores famosos, ¿verdad, Watson? En lo sucesivo, puede ir a buscarnos al «Dragón Verde». Deberíamos llegar esta noche. No necesito decir que no es que no queramos verle, señor Mason, pero una carta nos basta, y, sin duda, yo le podría encontrar si le necesito. Cuando hayamos avanzado un poco más en el asunto le haré saber mi meditada opinión.

Así fue como un claro atardecer de mayo Holmes y yo nos encontrábamos solos en un vagón de primera, en dirección a la pequeña «parada a petición» de Shoscombe. La redecilla del departamento estaba llena de un temible arsenal de cañas, sedales y cestos. Al llegar a nuestro destino, un pequeño trayecto en coche nos llevó a una posada a la antigua, donde un jovial hotelero, Josiah Barnes, se hizo cargo ávidamente de nuestros planes para la extinción de los peces de la comarca.

—¿Y qué hay del lago Hall y la posibilidad de lucios? —dijo Holmes.

El rostro del hotelero se nubló.

—No serviría, señor. El lago se encuentra cerca de los terrenos de sir Robert y en la actualidad, él está terriblemente celoso de los pronosticadores de carreras. Si ustedes dos, siendo forasteros, se encontraran tan cerca de sus terrenos de entrenamiento, les perseguirían, tan seguro como la muerte. Sir Robert no quiere correr riesgos de ningún tipo.

—He oído decir que tiene un caballo inscrito para el Derby.

—Sí, y muy bueno, además. Se lleva todo nuestro dinero a la carrera, y todo el de sir Robert, por añadidura. Por cierto —nos miró con los ojos pensativos—, supongo que ustedes no estarán también en las carreras.

—No, desde luego. Nada más que dos fatigados londinenses muy necesitados del aire saludable de Berkshire.

—Bueno, están en el sitio apropiado para ello. Hay mucho que ver por ahí. Pero no olviden lo que he dicho de sir Robert. Es de los que pegan primero y hablan después. No se acerquen al parque.

—¡Por supuesto, señor Barnes! Así lo haremos. Por cierto, qué bonito perro de aguas el que ladraba en el vestíbulo.

—Sí que lo es. Esa es la verdadera raza Shoscombe. No la hay mejor en Inglaterra.

—A mí también me gustan los perros —dijo Holmes—. Bueno, si se puede preguntar, ¿cuánto costaría un perro así?

—Más de lo que yo podría pagar, señor. Fue el mismo sir Robert quien me lo dio. Por eso tengo que tenerlo atado. Se marcharía a la mansión en un momento si lo soltara.

—Vamos teniendo algunas cartas en la mano, Watson —dijo Holmes, cuando nos dejó nuestro patrono—. No es fácil jugar, pero quizá dentro de un día o dos veremos cuál es nuestro camino. Por cierto, sir Robert sigue en Londres, he oído decir. Quizá podríamos entrar en el sagrado dominio sin miedo a un ataque personal. Hay un punto o dos en los que querría estar seguro.

—¿Tiene alguna teoría, Holmes?

—Sólo esto, Watson: que hace cerca de una semana ocurrió algo que afectó profundamente a la vida de la casa Shoscombe. ¿Qué fue eso? Sólo podemos suponerlo por sus efectos. Parecen de carácter curiosamente heterogéneo. Pero eso sin duda nos ayudaría. Sólo los casos sin color ni sucesos son los desesperados. Vamos a considerar nuestros datos. El hermano deja de visitar a la hermana inválida. Regala el perro favorito de ella. ¡Su perro, Watson! ¿No le sugiere nada?

—Nada más que el rencor del hermano.

—Bueno, podría ser así. O no..., bueno, hay una alternativa. Ahora sigamos nuestro repaso de la situación desde el momento en que se produjo esa riña, si hubo una riña. La señora se queda en su cuarto, cambia de costumbres, no se la ve cuando sale en coche con su doncella, rehúsa detenerse en las cuadras para saludar a su caballo favorito, y al parecer se da a la bebida. Con eso está listo el caso, ¿no?

—Salvo por el asunto de la cripta.

—Esta es otra línea de pensamiento. Hay dos, y le ruego que no las confunda. La línea A, que se refiere a lady Beatrice, tiene un sabor vagamente siniestro, ¿verdad?

—No puedo sacar nada de ella.

—Bueno, entonces, tomemos la línea B, que se refiere a sir Robert. Está empeñado como un loco en ganar el Derby. Está en manos de los judíos y en cualquier momento le pueden poner en venta, pasando sus cuadras a poder de sus acreedores. Es un hombre atrevido y desesperado. Obtiene sus ingresos de su hermana. La doncella de su hermana es su instrumento dócil. Hasta ahí parece que estamos en terreno seguro, ¿no?

—Pero ¿y la cripta?

—¡Ah, sí, la cripta! Supongamos, Watson —es sólo una suposición escandalosa, una hipótesis presentada sólo para discutir— que sir Robert haya liquidado a su hermana.

—Mi querido Holmes, eso ni se plantea.

—Muy posiblemente, Watson. Sir Robert es de familia honorable. Pero de vez en cuando se encuentra un cuervo entre las águilas. Discutamos un momento sobre ese supuesto. No podría huir del país mientras no hubiera logrado su fortuna y esa fortuna sólo se puede conseguir logrando el golpe con el «Príncipe» de Shoscombe. Por tanto, tiene que seguir en su terreno. Para eso tendría que encontrar a alguien que la sustituyera imitándola. Con la doncella como confidente, eso no sería imposible. El cadáver de la mujer podría llevarse a la cripta, que es un lugar raramente visitado, y podría destruirse secretamente por la noche en la caldera, dejando detrás algún indicio como el que ya hemos visto, ¿Qué le dice esto, Watson?

—Bueno, todo es posible si se admite la monstruosa suposición original.

—Creo que hay un pequeño experimento que debemos hacer mañana, Watson, para arrojar algo de luz sobre el asunto. Mientras, si queremos mantener nuestra caracterización, sugiero que convidemos a nuestro anfitrión a un vaso de su vino y entremos en una elevada conversación sobre anguilas y albures, que parece el camino directo para lograr ese afecto. Quizá podríamos encontrar algún cotilleo local útil durante el proceso.

Por la mañana Holmes descubrió que habíamos llegado sin cucharillas de cebo para los lucios, lo que nos excusó de pescar durante ese día. Hacia las once fuimos a dar un paseo, y obtuve permiso para sacar el perro de aguas negro con nosotros.

—Ese es el sitio —dijo, cuando llegamos ante dos altas verjas del parque, con unos grifones heráldicos destacándose encima—. Hacia el mediodía, me informa el señor Barnes, la vieja señora sale a pasear en coche, y el carruaje debe esperar mientras se abren las verjas. Cuando pase y antes de que tome velocidad, quiero que usted, Watson, detenga al cochero con alguna pregunta. No se ocupe de mí. Yo me esconderé detrás de esa mata de acebo y veré lo que pueda.

No fue una vigilancia muy prolongada. Al cabo de un cuarto de hora, vimos el gran barouche abierto, amarillo, bajando por la larga avenida, tirado por dos espléndidos caballos grises de gran alzada. Holmes se acurrucó detrás de su mata con el perro. Un guarda salió corriendo y abrió las verjas de par en par.

El carruaje se habría refrenado hasta ir al paso y pude mirar a sus ocupantes. Una joven muy colorada, de pelo lindo y ojos desvergonzados, iba sentada a la izquierda. A su derecha iba una persona anciana de espalda redondeada y un montón de chales en torno a la cara y los hombros, que proclamaban que era una inválida. Cuando los caballos estaban a punto de llegar a la carretera, levanté la mano con gesto autoritario y, cuando el cochero frenó, pregunté si estaba sir Robert en Shoscombe Old Place.

En ese momento salió Holmes y soltó el perro. Este, con un grito alegre, se lanzó hacia el coche y subió al estribo. Luego, sólo un momento después, su ansioso saludo se mudó en furia y lanzó un mordisco a la falda negra que tenía encima.

—¡Siga, cochero, siga! —chillo una voz áspera. El cochero dio un latigazo a los caballos y nos quedamos plantados en la carretera.

—Bueno, Watson, ya está —dijo Holmes, sujetando la correa del excitado perro de aguas—. Creyó que era su ama y vio que era una desconocida. Los perros no se equivocan.

—Pero ¡era la voz de un hombre! —grité.

—¡Exactamente! Hemos añadido otra carta a nuestro juego, Watson, pero hay que jugar con cuidado, de todos modos.

Mi compañero no parecía tener más planes para el día y usamos por fin nuestros aparejos de pesca en la corriente del molino, con el resultado de que comimos truchas en la cena. Sólo después de cenar mostró Holmes señales de renovada actividad. Una vez más nos encontramos en el mismo camino que por la mañana, que nos llevó a la verja del parque. Una figura alta y oscura nos esperaba allí, y resultó ser nuestro conocido de Londres, el señor John Mason, el entrenador.

—Buenas noches, caballeros —dijo—. Recibí su nota, señor Holmes. Sir Robert no ha vuelto todavía, pero he oído decir que se le espera esta noche.

—¿Qué tan lejos está la cripta de la casa? —preguntó Holmes.

—A un buen cuarto de milla.

—Entonces creo que podemos prescindir de él por completo.

—Yo no me puedo permitir tal cosa, señor Holmes. En el momento que llegue querrá verme para saber las últimas noticias del «Príncipe» de Shoscombe.

—¡Ya veo! En ese caso debemos trabajar sin usted, señor Mason. Puede enseñarnos la cripta y dejarnos luego.

Estaba completamente oscuro y sin luna, pero Mason nos llevó por terrenos con hierba hasta que una masa oscura se destacó frente a nosotros, resultando ser la vieja capilla. Entramos por la brecha abierta que había sido el pórtico, y nuestro guía, tropezando entre montones de mampostería suelta, halló su camino hasta la esquina del edificio, donde una abrupta escalera bajaba a la cripta. Encendiendo una cerilla, iluminó el melancólico lugar, funesto y maloliente, con viejas paredes de piedra toscamente tallada y derrumbándose, y montones de ataúdes, unos de plomo y otros de piedra, extendiéndose por un lado hasta el techo abovedado en forma de ingle, que se perdía en las sombras de nuestras cabezas. Holmes había encendido su linterna, que proyectaba un delgado túnel de viva luz amarilla sobre el fúnebre escenario. Sus rayos se reflejaban en las placas de los ataúdes, muchas de ellas adornadas con el grifón y la corona de esa vieja familia que llevaba sus honores hasta las puertas de la Muerte.

—Hablaba usted de unos huesos, señor Mason. ¿Podría enseñármelos antes de marcharse?

—Están ahí, en el rincón. —El entrenador cruzó al otro lado y luego se quedó parado, mientras nuestra luz se dirigía a aquel lugar—. Han desaparecido —dijo.

—Lo esperaba —dijo Holmes, con una risita—. Supongo que sus cenizas podrían encontrarse ahora mismo en ese horno que ya ha consumido una parte.

—Pero ¿por qué querría alguien quemar los huesos de un hombre que lleva mil años muerto? —preguntó John Mason.

—Estamos aquí para averiguarlo —dijo Holmes—. Puede representar una larga búsqueda y no tenemos que entretenerle. Me imagino que tendremos nuestra solución antes de la mañana.

Cuando nos dejó John Mason, Holmes se puso a trabajar haciendo un cuidadoso examen de las tumbas, empezando por una muy antigua, que parecía sajona, en el medio, a través de una larga fila de Hugos y Odos normandos, hasta que llegamos a sir William y sir Denis Falder, del siglo XVIII. Al cabo de una hora o más, Holmes llegó a un ataúd de plomo que estaba puesto de pie a la entrada de la cripta. Oí su pequeño grito de satisfacción, y me di cuenta, por sus movimientos apresurados pero con un objetivo, de que había alcanzado una meta. Entonces sacó del bolsillo una corta palanqueta, que metió en una rendija, hasta levantar toda la parte de delante, que parecía estar sujeta sólo por un par de cierres. Hubo un ruido desgarrador y de rotura al ceder, pero apenas tenía goznes y mostró parcialmente su contenido antes de que tuviéramos una interrupción intempestiva.

Alguien andaba por la capilla de arriba. Era el paso firme y rápido de quien venía con un propósito definido y conocía muy bien el suelo que pisaba. Una luz bajó por las escaleras y, un momento después, el hombre que la llevaba quedó enmarcado en el arco gótico. Era una terrible figura, de estatura enorme y feroz aspecto. Una gran linterna cuadrada que sostenía delante de él iluminaba hacia arriba una fuerte cara de grandes bigotes y ojos coléricos, que fulguraron en torno suyo por todos los rincones de la cripta, deteniéndose al fin con mortal fijeza en mi compañero y yo.

—¿Quiénes diablos son ustedes? —atronó—. ¿Y qué hacen en mis propiedades?

Luego, como Holmes no respondiera, avanzó unos pasos hacia él y levantó el pesado bastón que llevaba.

—¿Me oye? —gritó—. ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen aquí?

Su estaca vibraba en el aire.

Pero en vez de encogerse, Holmes avanzó a su encuentro.

—Yo también tengo una pregunta que hacerle, sir Robert —dijo con tono más que severo—. ¿Quién es éste? ¿Y qué hace aquí?

Se volvió y, de un tirón, arrancó la tapa del ataúd que tenía detrás. Al fulgor de la linterna, vi un cadáver envuelto todo de pies a cabeza en una sábana, con terribles rasgos de bruja, nariz y barbilla salientes por un extremo, con los ojos muertos y helados mirando desde una cara descolorida que se desmigajaba.

El baronet retrocedió tambaleándose con un grito y se apoyó en un sarcófago de piedra.

—¿Cómo ha podido saberlo? —gritó. Y luego, recuperando sus maneras amenazadoras—. ¿A usted qué le importa eso?

—Me llamo Sherlock Holmes —dijo mi compañero—. Quizá conozca mi nombre. En todo caso, me importa lo que le importa a cualquier buen ciudadano: defender la justicia. Me parece que tiene usted mucho que responder.

Sir Robert lanzó durante un momento una mirada fulgurante, pero la tranquila voz de Holmes y sus maneras frías y seguras tuvieron su efecto.

—Delante de Dios, señor Holmes, todo está bien —dijo—. Las apariencias están en contra mía, lo reconozco, pero no pude actuar de otro modo.

—Me gustaría creerlo, pero me temo que sus explicaciones debe darlas ante la policía.

Sir Robert encogió sus anchos hombros.

—Bueno, si tiene que ser, tiene que ser. Suban a la casa y podrán juzgar por sí mismos cómo está el asunto.

Un cuarto de hora después nos encontramos en lo que me pareció, por la fila de pulidos cañones tras capas de cristal, que era el cuarto de armas de la vieja casa. Estaba cómodamente amueblado, y allí nos dejó unos momentos sir Robert. Al volver, traía dos acompañantes consigo: uno, la florida joven que ya habíamos visto en el coche; el otro, un hombrecillo con cara de rata y modales desagradablemente furtivos. Los dos tenían un aire de absoluto desconcierto, revelador de que el baronet no había tenido tiempo todavía de explicarles el giro que habían tomado los acontecimientos.

—Aquí tiene —dijo sir Robert, haciendo un gesto con la mano—. El señor y la señora Norlett. La señora Norlett, bajo su nombre de soltera Evans, ha sido la doncella de confianza de mi hermana durante varios años. Les he traído aquí porque me parece que lo mejor que puedo hacer es explicarles la verdadera situación, y ellos son dos personas que pueden confirmar lo que diga.

—¿Es necesario, sir Robert? ¿Ha pensado lo que hace? —exclamó la mujer.

—En cuanto a mí, rehúso toda responsabilidad —dijo su marido.

Sir Robert le lanzó una mirada de desprecio.

—Yo asumiré toda la responsabilidad —dijo—. Ahora, señor Holmes, escuche una sencilla explicación de los hechos. Está claro que usted se ha metido a fondo en mis asuntos, pues si no, no le habría encontrado donde le encontré. Por tanto, con toda probabilidad, ya sabe que voy a hacer correr un caballo poco conocido en el Derby y que todo depende de mi éxito. Si gano, todo será fácil. Si pierdo..., bueno, ¡no me atrevo a pensarlo!

—Comprendo su situación —dijo Holmes.

—Dependo para todo de mi hermana, lady Beatrice. Pero es bien sabido que su usufructo de estas propiedades vale sólo durante su vida. En cuanto a mí, estoy atrapado en manos de los judíos. Siempre he sabido que si muriera mi hermana, mis acreedores caerían sobre mis propiedades como una bandada de cuervos. Se apoderarían de todo: mis cuadras, mis caballos, todo. Bueno, señor Holmes, mi hermana, en efecto, murió hace una semana.

—¡Y usted no se lo dijo a nadie!

—¿Qué podía hacer? Me amenazaba la ruina absoluta. Si pudiera aplazar las cosas durante tres semanas, todo iría bien. El marido de su doncella, este hombre, es actor. Se nos ocurrió, se me ocurrió, que él podía representar el papel de mi hermana durante un breve período. Se trataba sólo de aparecer todos los días en el coche, pues no hacía falta que entrara en su cuarto nadie más que su doncella. No fue difícil de arreglar. Mi hermana murió de la hidropesía que padecía desde hacía tiempo.

—Eso lo decidirá el forense.

—Su médico certificará que hacía meses que sus síntomas presagiaban ese final.

—Bueno, ¿qué hizo usted?

—El cadáver no podía seguir aquí. La primera noche, Norlett y yo lo llevamos fuera, a la vieja casa del pozo, que ahora no se usa nunca. Sin embargo, nos seguía su perro de aguas preferido, que ladraba continuamente a la muerta, de modo que pensé que hacía falta un lugar más seguro. Me desembaracé del perro y llevamos el cadáver a la cripta de la iglesia. No hubo indignidad ni irreverencia, señor Holmes. No creo que haya injuriado a una muerta.

—Su conducta me parece inexcusable.

El baronet sacudió la cabeza con impaciencia.

—Es fácil predicar —dijo—. Quizá le habría parecido otra cosa si hubiera estado en mi situación. Uno no puede ver todas sus esperanzas y sus planes destrozados en el último momento sin hacer un esfuerzo para salvarlos. Me pareció que no sería un lugar indigno de ella si la poníamos por el momento en uno de los ataúdes de los antepasados de su marido, yaciendo en una tierra que sigue siendo sagrada. Abrimos uno de esos ataúdes, sacamos el contenido y la pusimos como ya ha visto. En cuanto a las viejas reliquias que sacamos, no podíamos dejarlas en el suelo de la cripta. Norlett y yo las quitamos de allí y él bajo por la noche y las quemó en el horno central. Esta es mi historia, señor Holmes, aunque no comprendo cómo usted me ha obligado a contársela.

Holmes se quedó un rato cavilando.

—Hay un defecto en su narración —dijo por fin—. Sus apuestas en la carrera, y por tanto sus esperanzas en el futuro, seguirían valiendo aunque sus acreedores se apoderaran de sus propiedades.

—El caballo sería parte de las propiedades. ¿Qué me importan a mí mis apuestas? Probablemente, ellos no le dejarían correr. Mi principal acreedor es, por desgracia, un tipo desvergonzado, Sam Brewer, a quien una vez me vi obligado a darle de latigazos. ¿Supone usted que él trataría de salvarme?

—Bueno, sir Robert —dijo Holmes, levantándose—, este asunto, desde luego, debe comunicarse a la policía. Mi deber era sacar a la luz los hechos y ahí tengo que dejarlo. En cuanto a la moralidad o a la decencia de su conducta, no me toca expresar mi opinión. Es casi medianoche, Watson, y creo que podemos volver a nuestra humilde residencia.

Todo el mundo sabe ahora que este singular episodio acabó de un modo más feliz de lo que merecían las acciones de sir Robert. El «Príncipe» de Shoscombe ganó el Derby, el propietario se embolsó ochenta mil libras en apuestas y los acreedores permanecieron tranquilos hasta que se terminó la carrera, y entonces se les pagó por completo, quedando lo sufriente para restablecer a sir Robert en una decente posición en la vida. Tanto la policía como el forense vieron con benevolencia lo ocurrido y, salvo por una leve censura por la tardanza en registrar el fallecimiento de la señora, el feliz propietario salió sin tacha de ese extraño incidente en una carrera que ahora ha sobrevivido a sus sombras y promete acabar en una vejez honorable.

Esta recopilación, que reune la colección completa de Sherlock Holmes, está dedicada a todos los seguidores del detective

 

Sherlock Holmes, personaje ficticio creado en 1887 por Sir Arthur Conan Doyle, es un «detective asesor» en el Londres de finales del siglo XIX, que destaca por su inteligencia y hábil uso de la observación y el razonamiento deductivo para resolver casos difíciles. Es protagonista de una serie de 4 novelas y 56 relatos de ficción, que componen el «canon holmesiano», publicados en su mayoría por "The Strand Magazine".


Arthur Conan Doyle

Sherlock Holmes

La colección completa


Primera parte (Reimpresión de las memorias de John H. Watson, doctor en medicina y oficial retirado del Cuerpo de Sanidad)

1. Mr. Sherlock Holmes

En el año 1878 obtuve el título de doctor en medicina por la Universidad de Londres, asistiendo después en Netley a los cursos que son de rigor antes de ingresar como médico en el ejército. Concluidos allí mis estudios, fui puntualmente destinado en el 5º de Fusileros de Northumberland en calidad de médico ayudante. El regimiento se hallaba por entonces estacionado en la India, y antes de que pudiera unirme a él, estalló la segunda guerra de Afganistán. Al desembarcar en Bombay me llegó la noticia de que las tropas a las que estaba agregado habían traspuesto la línea montañosa, muy dentro ya de territorio enemigo. Seguí, sin embargo, camino con muchos otros oficiales en parecida situación a la mía, hasta Candahar, donde sano y salvo, y en compañía por fin del regimiento, me incorporé sin más dilación a mi nuevo servicio.

La campaña trajo a muchos honores, pero a mí sólo desgracias y calamidades. Fui separado de mi brigada e incorporado a las tropas de Berkshire, con las que estuve de servicio durante el desastre de Maiwand. En la susodicha batalla una bala de Jezail me hirió el hombro, haciéndose añicos el hueso y sufriendo algún daño la arteria subclavia. Hubiera caído en manos de los despiadados ghazis a no ser por el valor y lealtad de Murray, mi asistente, quien, tras ponerme de través sobre una caballería, logró alcanzar felizmente las líneas británicas.

Agotado por el dolor, y en un estado de gran debilidad a causa de las muchas fatigas sufridas, fui trasladado, junto a un nutrido convoy de maltrechos compañeros de infortunio, al hospital de la base de Peshawar. Allí me rehice, y estaba ya lo bastante sano para dar alguna que otra vuelta por las salas, y orearme de tiempo en tiempo en la terraza, cuando caí víctima del tifus, el azote de nuestras posesiones indias. Durante meses no se dio un ardite por mi vida, y una vez vuelto al conocimiento de las cosas, e iniciada la convalecencia, me sentí tan extenuado, y con tan pocas fuerzas, que el consejo médico determinó sin más mi inmediato retorno a Inglaterra. Despachado en el transporte militar Orontes, al mes de travesía toqué tierra en Portsmouth, con la salud malparada para siempre y nueve meses de plazo, sufragados por un gobierno paternal, para probar a remediarla.

No tenía en Inglaterra parientes ni amigos, y era, por tanto, libre como una alondra —es decir, todo lo libre que cabe ser con un ingreso diario de once chelines y medio—. Hallándome en semejante coyuntura gravité naturalmente hacia Londres, sumidero enorme donde van a dar de manera fatal cuantos desocupados y haraganes contiene el imperio. Permanecí durante algún tiempo en un hotel del Strand, viviendo antes mal que bien, sin ningún proyecto a la vista, y gastando lo poco que tenía, con mayor liberalidad, desde luego, de la que mi posición recomendaba. Tan alarmante se hizo el estado de mis finanzas que pronto caí en la cuenta de que no me quedaban otras alternativas que decir adiós a la metrópoli y emboscarme en el campo, o imprimir un radical cambio a mi modo de vida. Elegido el segundo camino, principié por hacerme a la idea de dejar el hotel, y sentar mis reales en un lugar menos caro y pretencioso.

No había pasado un día desde semejante decisión, cuando, hallándome en el Criterion Bar, alguien me puso la mano en el hombro, mano que al dar media vuelta reconocí como perteneciente al joven Stamford, el antiguo practicante a mis órdenes en el Barts. La vista de una cara amiga en la jungla londinense resulta en verdad de gran consuelo al hombre solitario. En los viejos tiempos no habíamos sido Stamford y yo lo que se dice uña y carne, pero ahora lo acogí con entusiasmo, y él, por su parte, pareció contento de verme. En ese arrebato de alegría lo invité a que almorzara conmigo en el Holborn, y juntos subimos a un coche de caballos.

—Pero ¿qué ha sido de usted, Watson? —me preguntó sin embozar su sorpresa mientras el traqueteante vehículo se abría camino por las pobladas calles de Londres—. Está delgado como un arenque y más negro que una nuez.

Le hice un breve resumen de mis aventuras, y apenas si había concluido cuando llegamos a destino.

—¡Pobre de usted! —dijo en tono conmiserativo al escuchar mis penalidades—. ¿Y qué proyectos tiene?

—Busco alojamiento —repuse—. Quiero ver si me las arreglo para vivir a un precio razonable.

—Cosa extraña —comentó mi compañero—, es usted la segunda persona que ha empleado esas palabras en el día de hoy.

—¿Y quién fue la primera? —pregunté.

—Un tipo que está trabajando en el laboratorio de química, en el hospital. Andaba quejándose esta mañana de no tener a nadie con quien compartir ciertas habitaciones que ha encontrado, bonitas a lo que parece, si bien de precio demasiado abultado para su bolsillo.

—¡Demonio! —exclamé—, si realmente está dispuesto a dividir el gasto y las habitaciones, soy el hombre que necesita. Prefiero tener un compañero antes que vivir solo.

El joven Stamford, el vaso en la mano, me miró de forma un tanto extraña.

—No conoce todavía a Sherlock Holmes —dijo—, podría llegar a la conclusión de que no es exactamente el tipo de persona que a uno le gustaría tener siempre por vecino.

—¿Sí? ¿Qué habla en contra suya?

—Oh, en ningún momento he sostenido que haya nada contra él. Se trata de un hombre de ideas un tanto peculiares..., un entusiasta de algunas ramas de la ciencia. Hasta donde se me alcanza, no es mala persona.

—Naturalmente sigue la carrera médica —inquirí.

—No... Nada sé de sus proyectos. Creo que anda versado en anatomía, y es un químico de primera clase; pero según mis informes, no ha asistido sistemáticamente a ningún curso de medicina. Persigue en el estudio rutas extremadamente dispares y excéntricas, si bien ha hecho acopio de una cantidad tal y tan desusada de conocimientos, que quedarían atónitos no pocos de sus profesores.

—¿Le ha preguntado alguna vez qué se trae entre manos?

—No; no es hombre que se deje llevar fácilmente a confidencias, aunque puede resultar comunicativo cuando está en vena.

—Me gustaría conocerle —dije—. Si he de partir la vivienda con alguien, prefiero que sea persona tranquila y consagrada al estudio. No me siento aún lo bastante fuerte para sufrir mucho alboroto o una excesiva agitación. Afganistán me ha dispensado ambas cosas en grado suficiente para lo que me resta de vida. ¿Cómo podría entrar en contacto con este amigo de usted?

—Ha de hallarse con seguridad en el laboratorio —repuso mi compañero—. O se ausenta de él durante semanas, o entra por la mañana para no dejarlo hasta la noche. Si usted quiere, podemos llegarnos allí después del almuerzo.

—Desde luego —contesté, y la conversación tiró por otros derroteros.

Una vez fuera de Holborn y rumbo ya al laboratorio, Stamford añadió algunos detalles sobre el caballero que llevaba trazas de convertirse en mi futuro coinquilino.

—Sepa exculparme si no llega a un acuerdo con él —dijo—, nuestro trato se reduce a unos cuantos y ocasionales encuentros en el laboratorio. Ha sido usted quien ha propuesto este arreglo, de modo que quedo exento de toda responsabilidad.

—Si no congeniamos bastará que cada cual siga su camino —repuse—. Me da la sensación, Stamford —añadí mirando fijamente a mi compañero—, de que tiene usted razones para querer lavarse las manos en este negocio. ¿Tan formidable es la destemplanza de nuestro hombre? Hable sin reparos.

—No es cosa sencilla expresar lo inexpresable —repuso riendo—. Holmes posee un carácter demasiado científico para mi gusto..., un carácter que raya en la frigidez. Me lo figuro ofreciendo a un amigo un pellizco del último alcaloide vegetal, no con malicia, entiéndame, sino por la pura curiosidad de investigar a la menuda sus efectos. Y si he de hacerle justicia, añadiré que en mi opinión lo engulliría él mismo con igual tranquilidad. Se diría que habita en su persona la pasión por el conocimiento detallado y preciso.

—Encomiable actitud.

—Y a veces extremosa... Cuando le induce a aporrear con un bastón los cadáveres, en la sala de disección, se pregunta uno si no está revistiendo acaso una forma en exceso peculiar.

—¡Aporrear los cadáveres!

—Sí, a fin de ver hasta qué punto pueden producirse magulladuras en un cuerpo muerto. Lo he contemplado con mis propios ojos.

—¿Y dice usted que no estudia medicina?

—No. Sabe Dios cuál será el objeto de tales investigaciones... Pero ya hemos llegado, y podrá usted formar una opinión sobre el personaje.

Cuando esto decía enfilamos una callejuela, y a través de una pequeña puerta lateral fuimos a dar a una de las alas del gran hospital. Siéndome el terreno familiar, no precisé guía para seguir mi itinerario por la lúgubre escalera de piedra y a través luego del largo pasillo de paredes encaladas y puertas color castaño. Casi al otro extremo, un corredor abovedado y de poca altura torcía hacia uno de los lados, conduciendo al laboratorio de química.

Era éste una habitación de elevado techo, llena toda de frascos que se alineaban a lo largo de las paredes o yacían desperdigados por el suelo. Aquí y allá aparecían unas mesas bajas y anchas erizadas de retortas, tubos de ensayo y pequeñas lámparas Bunsen con su azul y ondulante lengua de fuego. En la habitación hacía guardia un solitario estudiante que, absorto en su trabajo, se inclinaba sobre una mesa apartada. Al escuchar nuestros pasos volvió la cabeza, y saltando en pie dejó oír una exclamación de júbilo.

—¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! —gritó a mi acompañante mientras corría hacia nosotros con un tubo de ensayo en la mano—. He hallado un reactivo que precipita con la hemoglobina y solamente con ella.

El descubrimiento de una mina de oro no habría encendido placer más intenso en aquel rostro.

—Doctor Watson, el señor Sherlock Holmes —anunció Stamford a modo de presentación.

—Encantado —dijo cordialmente mientras me estrechaba la mano con una fuerza que su aspecto casi desmentía—. Por lo que veo, ha estado usted en tierras afganas.

—¿Cómo diablos ha podido adivinarlo? —pregunté, lleno de asombro.

—No tiene importancia —repuso él riendo por lo bajo—. Volvamos a la hemoglobina. ¿Sin duda percibe usted el alcance de mi descubrimiento?

—Interesante desde un punto de vista químico —contesté—, pero, en cuanto a su aplicación práctica...

—Por Dios, se trata del más útil hallazgo que en el campo de la Medina Legal haya tenido lugar durante los últimos años. Fíjese: nos proporciona una prueba infalible para descubrir las manchas de sangre. ¡Venga usted a verlo!