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La disputa del pasado

TURNER NOEMA

La disputa del pasado

España, México y la leyenda negra

Emilio Lamo de Espinosa (coord.)

Martín F. Ríos Saloma

Tomás Pérez Vejo

Luis Francisco Martínez Montes

José María Ortega sánchez

María Elvira Roca Barea

Guadalupe Jiménez Codinach

Título:

La disputa del pasado. España, México y la leyenda negra

Coordinador:

Emilio Lamo de Espinosa

Autores:

Martín F. Ríos Saloma

Tomás Pérez Vejo

Luis Francisco Martínez Montes

José María Ortega Sánchez

María Elvira Roca Barea

Guadalupe Jiménez Codinach

De esta edición:

© Turner Publicaciones SL, 2021

Diego de León, 30

28006 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: marzo de 2021

Diseño de la colección:

Enric Satué

Ilustración de cubierta:

Ortelius World Map Typvs Orbis Terrarvm, 1570. Dominio público

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

ISBN: 978-84-18428-43-2

eISBN: 978-84-17866-89-1

DL: M-3158-2021

Impreso en España

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

turner@turnerlibros.com

Dedicamos este texto a todos

aquellos de origen hispánico

tachados de “ilegales” por los

descendientes de aquellos que

en 1836 y 1848 los despojaron

de sus tierras.

Y al personal de la salud de

ambos hemisferios, por su

comportamiento que raya en

la heroicidad, no siempre

apreciado como merece.

índice

presentación. Tiempos de memoria, tiempos de olvido, tiempos de reconciliación

La realidad. De la Conquista al Virreinato y a América Latina

Conquista, ¿qué conquista?

Colonia, ¿qué colonia?

Una civilización propia, pero ¿cuál?

… y su representación. ¿una renacida leyenda negra?

Bárbaros, ¿qué bárbaros?

Mirada, ¿de quién?

Frontera, ¿con quién?

Navegación en mares procelosos. A modo de epílogo

Bibliografía

presentación

Tiempos de memoria, tiempos de olvido, tiempos de reconciliación

Emilio Lamo de Espinosa

La tarde del 21 de octubre de 1940 tuvo lugar en el Hotel Ritz de Madrid un homenaje a Heinrich Himmler, entonces director de la policía de Hitler. Era anfitrión el director de la policía franquista y posterior alcalde de Madrid, conde de Mayalde, quien en su discurso dijo:

Camaradas italianos y alemanes, si existe un pueblo de memoria histórica, es el español, por ello no podrá olvidar las afrentas de que ha sido objeto durante varios siglos de decadencia por ciertos odiados poderes del mundo.1

Sospecho que puede ser una de las primeras referencias a la “memoria histórica” de los pueblos, referencia que a Himmler seguro le sonó a conocido pues toda la ideología nazi se basaba en la venganza frente a la humillación sufrida por Alemania en el Pacto de Versalles y la “puñalada por la espalda” supuestamente asestada por la República de Weimar. El futuro como venganza de un pasado humillante.

Una anécdota reveladora de cuanto de confuso y turbio hay en la expresión memoria histórica, que hoy regresa, con frecuencia por el otro lado del espectro político, aunque siempre con la misma vocación totalitaria que entonces. La memoria confundida con la historia y como instrumento de propaganda. Pues memoria e historia no riman, salvo que se haga por un diktat del poder que impone una y otra.

Este libro nace en el contexto de numerosas reivindicaciones de supuestas “memorias históricas”, y lo hace a partir de alguna constatación y no pocas perplejidades. Por una parte, la constatación de que parece ser necesaria una reconciliación del mundo hispano consigo mismo y de algunos países con su propia historia (es el caso de España o de México), pero también de la dificultad de articular una historia común a un “nosotros” discutido y debatido. La perplejidad emerge al constatar que quizá esa reconciliación no es del todo necesaria, pues nunca se produjo la separación y ésta es producto de las estrategias políticas cortoplacistas más que de la verdadera memoria colectiva, otra más de las muchas “tradiciones inventadas” que las cambiantes historias nacionales van produciendo. ¿De verdad hay las fisuras que algunos perciben? ¿Acaso nuestras sociedades necesitan conciliarse, o son los políticos quienes nos invitan a la división, para luego imponer su reconciliación?

Y se trata de un libro pensado de modo coral, como una serie de voces, distintas, en lo que cuentan, pero también en los presupuestos de ese narrar, pero que confiamos en que puedan entonar una historia unitaria o al menos iniciar un camino que lleve a ello. No pretende ser –parafraseando a Churchill– el comienzo del fin sino, modestamente, el fin del comienzo. Por ello hemos buscado voces de ambos lados de las sensibilidades, pero también de ambos lados de la hispanidad. También, de generaciones distintas y de ambos géneros. Que ello acabe articulando una melodía o un griterío es el riesgo que hemos corrido quienes hemos animado esta aventura. Que va de memorias personales o colectivas, de historias rigurosas o maliciosas y, sobre todo, de olvidos y perdones.

de memorias y olvidos

Las sociedades, todas, del pasado o del presente, son memoria, que es el sustento de las tradiciones y herencias y, por lo tanto, la raíz de rutinas, hábitos, actitudes y creencias. Por ello el mejor predictor del futuro de cualquier país es su pasado. Los pueblos, al igual que los individuos, no pueden librarse de la mochila de su historia y de su linaje que, como todas las estructuras o los habitus (por decirlo en argot sociológico moderno) son al tiempo limitación y recurso, habilitan para ciertas cosas pero constriñen para otras; todo modo de ver es un modo de no ver. Es lo que nos enseñó Maurice Halbwachs en Les cadres sociaux de la mémoire (1925), donde ya consideraba al fenómeno de la memoria como una representación colectiva en el sentido de Emilio Durkheim, algo que existe más allá de las conciencias individuales, más allá de la subjetividad.

Y ello porque la memoria se plasma en hitos objetivos, se condensa en escenarios que tienen sus lugares (sus espacios), pero también sus tiempos (sus momentos), unos y otros colectivos, sociales. Espacios sagrados cargados de energía numinosa que llaman a la reverencia y el recogimiento, pero también tiempos, momentos, que marcan el ritmo de la vida social. Las onomásticas o los cumpleaños de las personas se doblan en conmemoraciones colectivas que pretenden sacarte de lo ordinario, de lo profano, para introducirte en el ámbito de lo intemporal y lo extraordinario. Como si la dimensión temporal de la existencia quedara cancelada al establecerse una conexión directa entre el pasado y el presente. Lieux de la mémoire, los llamaba Pierre Nora.

Y ya señalaba Nora lo que es quizá el tema central de este libro: que “la historia se escribe hoy bajo la presión de las memorias colectivas” que pretenden “compensar el desenraizamiento histórico de lo social y la angustia del futuro valorizando un pasado que hasta entonces no se había vivido así”. El conde de Mayalde no lo decía peor: la memoria, no como recuerdo del pasado, sino como modo de compensar las frustraciones del presente, tarea a la que (al parecer) no pocos historiadores y muchos políticos se prestan con generosidad siguiendo esa regla que fijó Nietzsche: las guerras hacen vengativo al vencedor y resentido al vencido. Y me temo que en esas seguimos a uno y otro lado del Atlántico: abusando la llamada memoria para lo uno y lo otro, haciendo mofa, no solo de la historia, de la verdad histórica, sino incluso de la verdadera memoria. Como decía la vicepresidenta del Gobierno español en la presentación de la Ley de Memoria Histórica (la segunda ley, la de la memoria “democrática”, pues la primera, de 2007, no fue suficiente), la ley “pretende aportar luz al pasado y construir el futuro”. Como en esas películas de ciencia ficción en la que el protagonista es proyectado al pasado para poder así, desde allí, cambiar el curso de la historia y arreglar los problemas del presente. Pero todo ello no es ciencia sino ficción, pues no es posible cambiar el pasado, de modo que, ¿hablamos del pasado o hablamos del futuro cuando invocamos la memoria? Es decir, ¿se trata de invocar la memoria existente o más bien de construir un futuro especifico, y no otros posibles?

Memoria e historia aparecen así contrapuestos, como los dos extremos de un continuo. La memoria es individual y personal, es subjetiva y particular, tiene un punto de vista particular, una mirada. Es también mi mirada contra la tuya y, en ese juego de espejos, ¿cuál es más creíble, más respetable? La historia es (o debe ser) lo contrario: objetiva, rigurosa, impersonal, universal. No mi historia, sino la historia. Memoria e historia se contraponen, así como lo subjetivo a lo objetivo. Pero también se entremezclan, pues la historia, o mejor, las historias, alimentan la memoria, y acabamos recordando lo que nunca vivimos. La propaganda reiterada tiene ese efecto, que el maestro Goebbels conocía perfectamente. Pero también al revés, la memoria colectiva –como decía Nora– dirige en buena medida la pesquisa histórica, de modo que acabamos sabiendo mucho de algunas cosas, pero ignorando y silenciando otras. Y como en una burbuja de las actuales redes sociales, se retroalimenta. “La historia –decía Hobsbawm y reitera Martín Ríos– contiene no la memoria colectiva sino los acontecimientos que han querido ser recordados por quienes tienen esa función”. Lo demás es olvido.

En todo caso, ni la memoria ni la historia pueden ser objeto de legislación o mandato en sociedades libres. Ni se puede mandatar lo que debo recordar (es un absurdo), ni menos aún legislar sobre lo que es verdadero o falso. Por ello bien harían los políticos, de uno u otro signo, en retirar sus manos de esas materias pues su intervención, siempre interesada, no hace sino enturbiarlo todo: la memoria, la historia y, a la postre, la convivencia.

el “encontronazo” y su lectura

Pero nosotros, los hispanos todos, confrontamos inevitablemente unos tiempos de memoria que, sospecho, deberían ser de historia. Y ese es el problema: que no podemos evitar las conmemoraciones, pero no sabemos bien cómo hacerlo. Nos ocurrió ya en 1992, al conmemo­rar/recordar el descubrimiento/encuentro de dos mundos, y ya la dificultad para nombrar lo que sin duda ocurrió (pues algo ocurrió, sin duda, e importante) muestra la paralela dificultad para alinear memorias colectivas. Vale la pena detenerse por un momento en este casus belli.

Las palabras no son neutras. Podemos decir que no se descubrió América en 1492, que fue un encuentro como señalaba, generosamente, Miguel León Portilla. Difícil argumento, como criticó brillantemente Edmundo O’Gorman.2 Desde luego se descubrió para los europeos, para los asiáticos y para los africanos que, hasta entonces, no tenían la más mínima idea de su existencia. ¿Se descubrió también para los americanos? No parece que los nativos precolombinos de ese gran continente tuvieran tampoco noticia de su entera existencia, más allá de lo que cada uno de ellos conocía de su territorio. De modo que ¿existía América antes de que alguien la cartografiara y la etiquetara, la “inventara”? Sí como realidad geográfica, como “cosa en sí”; pero, desde luego no como “cosa para nosotros” los humanos. Por hacer una comparación pro domo mea, ¿existía Hispania antes de que los romanos colonizaran y etiquetaran así la península ibérica? Y por ir al presente, ¿existía México antes de que ese territorio fuera unificado y etiquetado? Las naciones modernas tienen vocación de eternidad, pero nacieron en algún momento, al igual que desaparecerán en otro, aunque nos cuesta reconocer lo uno y lo otro.

Por supuesto que hubo encuentro, o más bien –para ser castizos– “encontronazo”. Para comenzar porque ninguno de los sujetos de ese encuentro esperaba encontrar la otra parte; fue una sorpresa mutua. Colón no buscaba “América” sino Asia, y encontró (afortunadamente) lo que no buscaba. Pero fueron unos los que buscaron a los otros, no al revés. Un encuentro puede ser, bien una cita preparada, bien una sorpresa fortuita entre conocidos, como decía O’Gorman. Pero nada de eso ocurrió. Al comienzo de su magnífico libro Armas, gérmenes y acero, Jared Diamond formula una de las grandes preguntas de la historia global, probablemente la pregunta, a cuya contestación dedica todo el libro. Y la pregunta es: ¿cómo llegó Pizarro a esa ciudad para capturarle, en vez de ser Atahualpa quien llegase a España para capturar al rey Carlos I? Pues es indudable que fue Pizarro quien llegó a Cajamarca y capturó a Atahualpa, y no éste quien llegó a Toledo. Diamond añade más adelante:

¿Por qué no fueron los incas los que inventaron las armas de fuego y las espadas de acero, los que montaron en animales tan temibles como los caballos, los que portaban enfermedades para las cuales los europeos careciesen de resistencia, los que desarrollaron buques capaces de cruzar los océanos y organizaciones políticas avanzadas, y los que fueron capaces de basarse en la experiencia de miles de años de historia escrita?3

No voy a responder a la pregunta; hay que leer el libro completo. Y vale la pena; solo adelanto que no tiene nada que ver con alguna superioridad biológica o racial. Lo importante ahora es que podría haber ocurrido al revés, podría haber sido Moctezuma quien llegara a la península ibérica para conquistar Medellín, Trujillo o Toledo y capturar a Cortés o a Carlos V. De hecho, casi ocurrió algo parecido, y sabemos, por ejemplo, que el Imperio chino llegó a África y pudo navegar hasta América a comienzos del siglo xv. Pudo hacerlo. Pero no lo hizo. Y sí lo hicieron Colón, Cortés o Pizarro. Esos son los datos. De modo que, ¿quién encontró a quién?

Y sin haber zanjado aún el encuentro/conquista de 1492, el presente nos conmina a continuar ese trabajo conmemorativo. Por una parte, la primera circunnavegación del globo en 1519-1522, la primera globalización física del mundo, en la gigantesca epopeya iniciada por Magallanes y culminada por Elcano, una hazaña que españoles y portugueses estamos celebrando conjuntamente estos años, al parecer en buena vecindad. Tras esta, la “conquista” de “México” por “Cortés”, una de las gestas que ha alimentado más vivamente la imaginación de los occidentales, con la fecha mítica del 13 de agosto de 1521 en la que cae la ciudad sagrada de Tenochtitlan. Y pongo comillas a los sustantivos más relevantes pues, como veremos, ninguno de ellos es tan rotundo como parece y son más bien conceptos difusos, fuzzy, como los llaman los lógicos.

Y sobre todo ello, sobre los quintos centenarios de la “conquista”, los segundos centenarios de las independencias (¿de las “reconquistas”?) de las nuevas republicas americanas, independencias que se consolidan en la década de 1820, singularmente el Acta de independencia del Imperio mexicano del 28 de septiembre de 1821. De modo que entre agosto y septiembre de 2021 vamos a asistir a todo tipo de recuerdos, historias, narraciones o relatos, míticos o no, nacionales o no, sagrados o profanos, que cubren todo el largo periodo del virreinato de Nueva España, trescientos años, cien años más de los que tiene la República Mexicana, que se prolongan en la historia de las mismas repúblicas.

Cronología que no es trivial; el territorio mexicano, incluido una gran parte de lo que hoy es Estados Unidos, fue parte de la Monarquía Hispánica más años (un tercio más) de los que ha vivido como territorio independiente. Y tres siglos es mucho tiempo. Pero es un dato que hay que leer también al contrario: si los primeros trescientos años pueden cargarse al pasivo/activo de España (que no de los españoles), los últimos doscientos años –y tampoco son pocos– son todos de su responsabilidad, para bien y para mal. Y en doscientos años se pueden hacer muchas cosas. Por ejemplo, se puede hacer Estados Unidos de América.

como funes el memorioso

Como muestra Martín F. Ríos Saloma, hoy sabemos que la “conquista” de “México” por “Cortés” no fue ni lo uno ni lo otro sino una larga guerra civil de la sociedad azteca-mexica de modo que, en buena medida, fueron los nativos quienes conquistaron a los nativos, y poco hubiera podido hacer Cortés y sus hombres sin la colaboración de guerreros tlaxcaltecas y de otros grupos. ¿Conquistaron “México”? Dudoso al menos. La palabra México, que deriva del náhuatl, originalmente se utilizaba para referirse al valle de México, y fue su castellanización la que nos otorga su sentido actual, de modo que México como país no tuvo ese nombre hasta su independencia en 1821. Así pues, ni el México actual es aquello que fue “invadido” o “conquistado”, ni hay conquista puntal que celebrar, ni fue Cortés el conquistador, sino un instrumento, un catalizador, de una guerra civil latente. La historia nos dice algo muy distinto a lo que se supone que es la memoria.

Por ello, que dirigentes e intelectuales mexicanos se consideren hoy herederos de Moctezuma, o que el presidente de ese gran país se presente como tlatoani, ¿es una resignificación, una superchería o una operación de marketing político que pretende –como decía Nora– compensar un presente bochornoso valorizando un pasado mítico? Tradiciones inventadas todas al servicio de leyendas de construcción nacional que vehiculizan movilizaciones electorales. En última instancia, ¿en qué medida el México del siglo xxi es heredero de los aztecas? Desde una rigurosa perspectiva histórica, podríamos afirmar que la conquista/invasión forma parte de la historia de España más que de la de México, al menos tres siglos frente a dos.

Y la pregunta es, como señala Martín F. Ríos Saloma, ¿por qué una persona que vive en el siglo xxi aún se siente agraviada por lo que ocurrió hace quinientos años? ¿Por qué unos recuerdan lo que otros olvidan? Pondré un contraejemplo que menciona María Elvira Roca Barea: en Madrid (y en otras ciudades españolas) hay estatuas y monumentos (por cierto, bastante hermosos los de Madrid) dedicados a Bolívar y a San Martín, e incluso uno dedicado a José Martí, ofrenda de Fidel Castro. Y también, por supuesto, uno dedicado a Hidalgo, también en el parque del Oeste, y ello, a pesar de que (como Bolívar) Hidalgo declaró el exterminio de peninsulares. ¿Tendría sentido que los derribáramos por el dolor causado a España o los españoles? No solo no se derriban, sino que son objeto de ofrendas oficiales en fechas conmemorativas de la independencia. Esa herida se ha cerrado hace tiempo y, bien se ha olvidado, o se asienta en la memoria colectiva como una suerte de guerra civil española (en buena medida así fue) ya cancelada. ¿Por qué unos olvidan lo que otros recuerdan? ¿No es más sano y positivo denunciar la obsesión latinoamericana con el pasado y decir ¡basta de historias! como hace Andrés Oppenheimer?4

Por supuesto no es solo México (o Venezuela, Bolivia, Perú o Chile) quien anda a la gresca con su historia, pues también España lo hace, y doblemente. Lo hace por lo que se refiere a su historia americana, y no son pocos los españoles que se niegan a celebrar el 12 de octubre aceptando el relato genocida. Pero también por lo que hace a su historia reciente, e incluso recientísima, pues no hemos acabado de asimilar el olvido de la Guerra Civil y el franquismo (y ahí están las citadas leyes de la llamada “memoria democrática”) cuando pretendemos acelerar el olvido de los más recientes crímenes de la banda terrorista ETA. Hay quien se horroriza ante lo que ocurrió en el siglo xv o a mediados del pasado siglo, pero blanquea a los asesinos de hace menos de una década, cuyas víctimas todavía viven.

Podríamos pensar que estamos aquí ante otra singularidad hispánica, una más de las muchas excepciones que historiadores (más pasados que presentes) han denunciado en nuestro devenir colectivo. Pero, para asombro de Oppenheimer, no somos solo los hispanos quienes no sabemos salir del pantano del pasado y nos hemos embarcado en una gigantesca mistificación histórica al servicio de la política partidista; al fin y al cabo los hispanos tenemos la justificación de las fechas y sus inevitables conmemoraciones, difíciles de evitar. Pues se diría que todo el occidente ha sido infectado de la pasión de la “pureza de sangre” que llevó a muchos castellanos a depurar su linaje de excrecencias malignas, y se ha lanzado a recomponer el pasado con una pasión que bien haría en orientar al futuro. Así, si unos tratan de recuperar la “verdadera” América o la verdadera Inglaterra (o Francia, o Alemania, o Polonia o Finlandia), de las garras de extranjeros que polucionan la pureza de sangre de los autóctonos, los bad hombres de uno u otro color; otros pretenden lo contrario, expulsar y cancelar de la historia lo que pueda quedar de injusticia centenarias, ya sean racistas, o misóginas, o coloniales, o xenófobas, o homófobas, expulsar la maldad del “hombre blanco” en una gigantesca damnatio memoriae similar a la que practicaba Stalin en sus purgas.

Casi podía decirse que Occidente, que ha perdido la ilusión del progreso y del futuro, en el que no ve potencia que arrastre e ilusione, se ha volcado sobre el pasado y, más que preparar el futuro para nuestros hijos y nietos, pretendemos solucionar las querellas de nuestros abuelos. No cabe mayor tradicionalismo, menor progresismo, ni mayor historicismo y dependencia de senda, que este quedar atrapado por el pasado, en el que le mort saisit le vif. Una verdadera colonización del pasado, que se piensa como si no hubiera pasado, como si fuera presente. Hay un profundo derrotismo sobre el porvenir detrás de esa fascinación enfermiza con el pasado.

La hermosa metáfora borgiana de Funes el memorioso nos recuerda la necesidad de olvidar, de “echar al olvido”, para ser más precisos (como decía Santos Juliá), para escapar de la trampa del pasado. Pero hay pueblos que, como Funes, parecen atrapados en la eterna contemplación de un instante mítico, primordial, casi siempre inventado, y su historia se centra en la eterna visión de esa llama zigzagueante. “El año próximo en Jerusalén”, repetido año tras año, siglo tras siglo.

Pero el progreso consiste en romper con el pasado, liberarse de la mochila de las tradiciones, rutinas y habitus, para enfocar el futuro libre del peso de la historia. “Del pasado hay que hacer añicos”, cantaba La Internacional. Cierto, quien no conoce la historia está obligado a repetirla. Pero quien se obsesiona con ella no sale del pasado, y mala es la política que se diseña mirando por el espejo retrovisor. Es en el futuro donde todos podemos encontrarnos, solo él es un juego de suma positiva: todos podemos ganar o perder, está abierto y deberemos construirlo juntos. El pasado es un juego agónico donde si unos ganan otros pierden, como recordaba Nietzsche. Está cerrado, por mucho que tratemos de resignificarlo. Somos esclavos del pasado, pero libres del futuro, y si hay esperanzas de reconciliación –y debe haberlas– éstas solo podremos encontrarlas en el futuro a construir ¡Basta de historias!

leyendas rosas o negras y abusos de la historia

El problema no es solo cognitivo sino sobre todo moral. Deconstruir conceptos como descubrimiento, conquista, México o España tiene consecuencias normativas evidentes. Si Tenochtitlan es México y AMLO su tlatoani entonces el rey Felipe VI debe responder por las brutalidades de Cortés y sus hombres. Pero ¿también de las brutalidades de los tlaxcaltecas contra los aztecas?

Es interesante analizar las relecturas actuales de los sucesos de 1519. Lo vemos, por ejemplo, en el inmensamente documentado, bellamente editado y ampliamente elogiado libro de Matthew Restall Cuando Moctezuma conoció a Cortés.5 Restall se plantea un objetivo meritorio: deconstruyamos la historia recibida, en buena medida escrita por los vencedores. Escuchemos la otra parte, al “otro”, y atendamos otros testimonios. Utiliza para ello el instrumento de la etnohistoria, una rama mixta de antropología e historia que acude a otros “archivos” distintos: códices, escritura jeroglífica, cartas de relación, relatos orales, etcétera. La conclusión es ambiciosa e interesante y la hemos recogido antes. No hubo conquista puntual, sino una guerra prolongada varias décadas; no hubo pues rendición o entrega sino resistencia; no fue obra de los españoles sino de los propios nativos en alianza variadas; Cortés era un hombre bastante vulgar y ordinario, aunque lo suficientemente astuto y ambicioso como para conquistar (ahora sí) la gloria y el prestigio. No soy historiador y no puedo opinar, pero todo parece bastante acreditado.

Pero cuando llega la hora de los juicios morales la etnohistoria resulta ser tan parcial como lo era la historia, solo que ahora del otro lado. Los sacrificios humanos de los aztecas, las razias para conseguir víctimas, el canibalismo…, sí, cierto, pero se ha exagerado mucho, no hay pruebas concluyentes, hay que entenderlo en el contexto y, ¿cómo podemos los hombres del siglo xx criticar la violencia? Restall se resiste con razón (aunque quizá de modo exagerado) a aplicar criterios morales del siglo xxi a las brutales prácticas de los aztecas. Criterio que sin embargo no sigue cuando analiza minuciosa y detalladamente las brutalidades de “los españoles”. Ahora sus aliados nativos han desa­parecido y el sujeto son “los españoles”. Y el criterio moral que se usa es el del siglo xxi, no el de la etnohistoria. Si, por ejemplo, los harenes de Moctezuma con cientos de mujeres no levantan sospecha moral alguna (al parecer es lo que se lleva), los “harenes” de los españoles son “explotación”, “esclavitud sexual” y otras lindezas. Pero si las nativas eran pura mercancía ¿cómo entender entonces los frecuentes matrimonios mixtos y la continuidad de la aristocracia azteca, uno de los hechos más singulares del “encuentro”, el mejor encuentro, que inaugura el mestizaje, comenzando por el mismo Cortés?

Y qué decir de la violencia… Restall se atreve a comparar la matanza de Cholollan o Cholula con las de My Lai vietnamita, un hecho del siglo xvi con otro del xx, comparación carente por completo de mesura pero que no le hace temblar el pulso. Por supuesto aplica la normativa moral moderna a la guerra de Vietnam, pero ningún historiador come­tería el desmán de proyectar criterios morales retrospectivamente. Restall aplica la etnohistoria (cognitiva y moral) a los nativos, pero se olvida de que los españoles también son nativos y también son “otros” para un intelectual del siglo xxi. Y puestos a buscar elementos de comparación, más próxima y acertada hubiera sido la de la “invasión” americana de los territorios indios, como hace María Elvira Roca Barea, un hecho hasta hace bien poco celebrado por el cine de Hollywood y por todos nosotros con él (¿para cuándo una petición de perdón?). O la invasión o conquista por los Ejércitos de las nuevas Repúblicas americanas sometiendo a sangre y fuego a las poblaciones nativas, los “malones”. No hace quinientos años, sino menos de cien.

Por supuesto, la pregunta no podía dejar de aparecer: ¿hubo genocidio? Ahora no hay deconstrucción etnográfica alguna y el concepto emerge con toda su brutal actualidad. Por supuesto que sí lo hubo, afirma Restall. Aunque inmediatamente le asalta el pudor histórico y se ve obligado a matizar: hubo genocidio en su “efecto”, pero no en la “intención”. No en la intención, por supuesto, pues nadie lo pretendió, más bien al contrario, aunque Restall olvida los reiterados intentos de la Corona española para proteger a los indios como súbditos prohibiendo su esclavización (y así, Restall cita a Hugo Grotio pero olvida a Vitoria). Pero afirmar que no en la intención aunque sí en su efecto es tanto como negar la mayor, pues sin dolo, sin intención, no puede haber acusación. Si no hubo intención no hubo genocidio, así de simple. Como ha escrito recientemente Jesús Hernández Jaimes:

Todo genocidio es exterminio de personas, pero no todo exterminio de personas es genocidio. La diferencia no es la cantidad de daño infringido [sic], sino las razones subyacentes. La llegada de los españoles tuvo como consecuencia el exterminio de millones de indígenas. No genocidio.6

Restall practica una etnohistoria bizca que hace ejercicios de weberiana verstehen comprensiva sobre unos, a veces incluso forzados, pero se lo niega a los otros. Cree en el testimonio de unos para descreer de los otros.

Por supuesto Restall no es el único ni el primero en proceder de ese modo. Tiene detrás una larga tradición de historiadores y escritores que transformaron la leyenda rosa de la épica conquista cortesiana en leyenda negra de violencia y brutalidad (por ejemplo, muy recientemen­te en el exitoso Sapiens [2011] de Yuval Harari).

Y así, cuando AMLO les exige al rey de España o al papa que pidan perdón por los horrores de la Conquista (y por cierto, no le escribió al expresidente de Estados Unidos, perfecto ejemplo del débil que muestra coraje allí donde sabe que no hay peligro) está dando todo por supuesto. Da por supuesto (cognitivamente), que es el heredero de aquellos primitivos protomexicanos tres siglos antes de que existiera México. Da por supuesto que la situación actual de pobreza de los nativos, bochornosa por cualquier criterio, es herencia de la Conquista cuando, como sabemos, fueron las jóvenes republicas las que durante doscientos años fueron incapaces de hacer justicia e incluso los persiguieron (ahora con “intención”), de modo que, como decía Vargas Llosa: “para cualquier latinoamericano la crítica a la conquista de las Indias tiene la obligación moral de ser una autocrítica”.7 Y finalmente da por supuesto (ahora normativamente) que los horrores deben ser juzgados con criterios morales del siglo xxi.

Pues la clave de este embrollo es que no se puede juzgar el pasado con los criterios del presente salvo, claro está, si lo que se pretende es poner de manifiesto cuánto ha cambiado y cómo hemos progresado. Lo contrario es, al final, un ejercicio de propaganda política que “comprende” –y así silencia– los horrores de los unos, para magnificar los de los otros. Pura propaganda. No es un español imperial, sino los zapatistas, quienes se oponen a la petición de perdón. Los españoles “no nos conquistaron” pues “seguimos en resistencia y rebeldía”, y no contra España. Para añadir con amarga ironía

¿De qué nos va a pedir perdón España? ¿De haber parido a Cervantes? ¿A José Espronceda? ¿A León Felipe? ¿A Federico García Lorca? ¿A Manuel Vázquez Montalbán? ¿A Miguel Hernández? ¿A Pedro Salinas? ¿A Antonio Machado? ¿A Lope de Vega? ¿A Bécquer? ¿A Almudena Grandes? ¿A Panchito Varona, Ana Belén, Sabina, Serrat, Ibáñez, Llach, Amparanoia, Miguel Ríos, Paco de Lucía, Víctor Manuel, Aute? ¿A Buñuel, Almodóvar y Agrado, Saura, Fernán Gómez, Fernando León, Bardem? ¿A Dalí, Miró, Goya, Picasso, el Greco y Velázquez? ¿A algo de lo mejor del pensamiento crítico mundial, con el sello de la ‘A’ libertaria? ¿A la república? ¿Al exilio? ¿Al hermano maya Gonzalo Guerrero?

¿De qué nos va a pedir perdón la Iglesia Católica? ¿Del paso de Bartolomé de las Casas? ¿De quienes arriesgan su libertad y vida por defender los derechos humanos?

Por fortuna la vida de las sociedades, al igual que la de las personas, no reposa solo en la memoria, sino también en el olvido, como comprobó Funes. Y puede que no sea casualidad que sean miembros de un pueblo que jamás ha olvidado –el “pueblo de la memoria”, como lo denomina Nora– quienes mejor la han estudiado. Ya he mencionado a dos, Maurice Halbwachs y Pierre Nora. Habría que añadir a su mentor, Emile Durkheim, hijo y nieto de rabinos. Y ahora debo mencionar a Guy Beiner quien, estudiando otro pueblo marcado por la memoria (Irlanda), nos propone en Forgetful Remembrance (2018) que, junto a los lieux de la mémoire deberíamos estudiar los lieux de l’oublie, investigar el “olvido social”. Pues, sin olvidar, la vida es imposible. Como decía, en eso consiste justamente el progreso, en reprogramar los softwares culturales heredados, que nos controlan desde el pasado, para sustituirlos por otros nuevos. Deshacerse de la mochila de la historia que pesa como una losa sobre los hombros de los vivos.

la realidad y su representación

Un simple ejercicio de deconstrucción semántica (de desvelamiento) permite resignificar muchas de estas conmemoraciones para eliminar las “comillas”. Es lo que pretende la primera parte de este libro: recons­truir, con la información de que hoy disponemos, la realidad de la “conquista” primero (Martín F. Ríos Saloma), de la “colonia” después (Tomás Pérez Vejo), o de su resultado actual: esa parte del mundo que llamamos “América Latina” (que abordo yo mismo).

Fue a finales del Virreinato cuando se empieza a ver la “conquista” y a Cortés de forma negativa y se empieza a interpretar como una imposición de España sobre América, una “conquista” que Martín F. Ríos Saloma deconstruye, y que ya hemos comentado anteriormente. Como afirma, fueron los indígenas quienes utilizaron a Cortés para sus propios fines, tanto como al contrario.

Más tarde, ya durante la guerra civil de independencia –como reco­ge Tomás Pérez Vejo–, empieza a utilizarse la idea de que América era colonia de España, idea que será básica en la formación de los relatos nacionales. Una vez más, subsumir realidades del siglo xvi o xvii bajo conceptos del xix o del xx –como el de co­lonia– resulta un lecho de Procusto. Si nadie se preguntaba si eran colonias el reino de León o el señorío de Vizcaya, ¿por qué preguntárselo respecto al reino de Chile o el señorío de Tlaxcala? Y una vez más, ¿quién era colonia de quién, cuando México era más bien el centro del Imperio, sin duda una ciudad mucho más cosmopolita, abierta, comercial y “global” que Madrid o Toledo? Parece que los conceptos, tan caros a la sociología, de “centro” y “periferia” los tenemos cambiados. “Si hay una capital imperial en la Monarquía Católica en el siglo xviii, desde el punto de vista arquitectónico-urbanístico, ésta es México y no Madrid”, afirma Pérez Vejo.

Finalmente, el resultado de todo ello es que hoy es moneda común considerar que América Latina está formada por torn countries (Huntington), países partidos (¿mestizos?) que no forma parte de Occidente, como trato de mostrar yo mismo. La politóloga colombiana Marcela Prieto relata cómo un profesor colombiano –uno de los países más alejados del indigenismo– pregunta todos los años a sus estudiantes (que lo son de geopolítica) si América Latina es parte de Occidente.8 Pues bien, la mayoría, año tras año, responde que no, ellos son América Latina, no Occidente, una respuesta que habría encantado al mismo Trump. El resultado es una América Latina que casi flota en el espacio sideral, rota la conexión con sus dos raíces, la ibérica y la indígena, rechazada en el norte por indígena, rechazo que se acepta e interioriza en el sur; rechazada en el sur por ibérica, rechazo que se acepta e interioriza en el norte. Una América incapaz de hacer las paces consigo misma. Países rotos, efectivamente, pero solo para una mirada incapaz de entender que es esa misma mirada la que rompe lo que es una unidad rica y variada que se ha ido construyendo durante cinco siglos.

Pero con todo ello hemos saltado, inevitablemente, desde la realidad a su representación. Y si la primera parte es un intento de cartografiar la realidad objetiva, se contrasta con la segunda parte que expone, no la realidad, sino su representación, el “relato” como se dice ahora. El relato whig de la historia del mundo (Luis F. Martínez Montes), el relato norteamericano de la historia de América en su conjunto (José María Ortega Sánchez), o el relato de la misma historia de Estados Unidos (María Elvira Roca Barea).

Martínez Montes desarrolla el “canon whig” de la modernidad, desde Hugo Grocio a Oliver Cromwell, a Huntington, a Reagan, a Walter Russell Mead en su libro Dios y oro: Gran Bretaña, América y los orígenes del Mundo Moderno (2007). Un canon que fue aceptado por los mismos españoles (singularmente el mismo Ortega y Gasset), que excluye por completo el mundo latino, y leyendo a Martínez Montes he recordado al gran sociólogo italiano Luciano Pellicani, recientemente fallecido (gran orteguiano, por cierto), cuyo libro La génesis del capitalismo y los orígenes de la modernidad (1994) es una magnifica defensa de su origen mediterráneo. Frente a ello, Martínez Montes nos interpela con un caso llamativo:

Intentemos encontrar un mestizo de indio algonquino y colono inglés educado en Jamestown a principios del siglo xvii, conocedor, además de sus lenguas materna y paterna, del latín y el italiano, capaz de traducir a un autor neoplatónico judío al inglés isabelino y de escribir una historia de América del Norte que respetara, conciliándolos, el punto de vista amerindio y el de los europeos. No lo conseguiremos. Sencillamente, no existe un equivalente del Inca Garcilaso en toda la historia de la anglo-América colonial.

¿Fue esto conquista, colonización, mestizaje? De nuevo las palabras no nos ayudan.

Y para el triunfo del canon whig fue básico asumir la “mirada”, que analiza José María Ortega Sánchez, quien se centra en el análisis de textos contemporáneos. En Bolívar: American Liberator (2013) o en Silver, Sword and Stone (2019), ambos de Marie Arana, o en las series Blood and Gold: The Making of Spain (2015) producida por la BBC, y Civilisations (2018) por la BBC y PBS, en los que España y la Monarquía Católica aparecen en el “lado incorrecto de la historia”. Productos repletos de prejuicios y que se deslizan inconscientemente hasta el racismo, que aflora en la defensa de la “epigenética” para explicar el carácter indolente y violento de los latinos, como hace Arana.

Aceptar esta “mirada” implica muchas consecuencias, señala Ortega Sánchez: que el ethos español es ominoso, y por tanto, una conflictiva relación con lo español en general; demonizar la historia española, y en especial la Monarquía Católica, lo que genera en América Latina un conflicto con uno mismo y con el propio pasado; y finalmente la consecuencia, la necesidad de “desespañolizar” la nación, “copiando” a otras supuestamente superiores, o bien regresando a un pasado imaginado (“descolonización”).

Finalmente, María Elvira Roca Barea analiza la “frontera” con el mundo anglo, porque hasta 1848 la frontera entre México y Estados Unidos casi no existía. Lo que existía era un imperio casi desconocido que dominaba los grandes territorios entre uno y otro –el imperio comanche, del que habla Pekka Hämäläinen–,9 y es a partir de su formación cuando se separan ambos mundos de tal forma que a un lado quedan los civilizados y a otro, los bárbaros. Roca Barea denuncia la damnatio memoriae que está sufriendo todo el pasado hispano de Estados Unidos, muy especialmente en territorio californiano. Y nos recuerda que cuando Donald Trump se refiere con rotundidad a la necesidad de expulsar a los bad hombres, no está pensando en España precisamente, de modo que la iconoclasia desatada en ese país afecta a lo hispano en todas sus manifestaciones, ya sea novohispano, mexicano, iberoamericano o español.

Así pues, la realidad y su representación, de eso va este libro que, abordando eventos de alcance histórico-universal (como los habría denominado Max Weber) y de inmenso poder evocador, eventos que han alimentado la imaginación, la literatura y las novelas, la música y las óperas, la plástica y la muralística, tanto que se hace difícil (si no imposible) ir a las cosas mismas –como quería Ortega y Gasset– traspa­sando el velo de las ideologías, los prejuicios, las mistificaciones o los fetichismos. Pero manda quien pone nombre a las cosas, y de eso se trata: de mandar.

Y por ello, con su maestría usual, y desde una muy larga experiencia como historiadora de México y de sus relaciones con España, Guadalupe Jiménez Codinach cierra el volumen animando a una tarea rigurosa de desvelamiento para saltar más allá de prejuicios y estereotipos a la enorme riqueza y complejidad de la realidad. Pues de mitos y sueños, pero también de realidades va este libro.

conclusión

No podemos cambiar la historia, que es frecuentemente una historia de enfrentamientos, aunque sí podemos reevaluarla; lo hacen los historiadores constantemente, y nosotros con ellos. Y podemos aprender de ella para evitar en el futuro esos enfrentamientos. Por ello es bueno dejar el pasado a los historiadores para centrar la política en el futuro, que es el espacio donde sí podemos encontrarnos de nuevo.

Pero no es posible juzgar el pasado con los criterios morales del presente. Si lo hiciéramos liquidaríamos todo y todos, acusados de racistas, de machistas o de homófobos. El presentismo, la carencia casi total de conocimiento histórico, es muy dañino. Desde Julio César a Alejandro Magno a Napoleón, por no citar a Aristóteles, nadie se libra. ¿Vamos a renombrar el teorema de Arquímedes si descubrimos que era machista, tenía esclavos o era homófobo? ¿Qué hacemos con Washington o Jefferson, que eran propietarios de esclavos (y otras cosas)? ¿Vamos a renombrar Colombia o Washington? Si lo hiciéramos seríamos injustos con ellos y cancelaríamos la realidad del progreso moral de la humanidad. ¿Cómo nos juzgaran a nosotros en el futuro, con qué estándares morales?

Por lo demás, los hombres somos muchas cosas. Hay artistas o científicos magníficos que son personas despreciables, y no por eso dejan de ser grandes artistas o grandes científicos. Se les valora por aquello en lo que destacaron y se les critica por el resto que, por lo demás, lo compartían con la mayoría de sus contemporáneos. Al pobre Colón no se le puede juzgar con criterios morales de universitario de la Ivy League.

Y si vamos a hacerlo, habrá que hacerlo con todos. No solo los “hombres blancos” han practicado el racismo, la esclavitud, el machismo o la homofobia. Creer que los negros son naturalmente agresivos es racismo, pero creer que los blancos son naturalmente racistas o naturalmente machistas es también racismo. No se puede criticar el racismo practicándolo.

La historia de los descubrimientos, de la conquista y de la colonización de unos pueblos por otros ha sido siempre una historia llena de ruido y violencia. Lo fue la conquista romana de la península ibérica, y lo fue también lo que España, Portugal y otras muchas naciones hicieron en los siglos xvi en adelante, llenas todas de relatos de grandeza y heroísmo, pero también de violencia y de maldad. Lo ha sido la historia toda de Europa, y por eso hicimos la Unión Europea, para superar ese terrible pasado de guerras civiles europeas. Pues el “hombre blanco” no solo ha masacrado al “otro”; antes de nada, se ha masacrado a sí mismo. En eso al menos tampoco se diferencia del “no blanco”.

España, no los españoles (y menos los actuales) fue sujeto histórico y responsable de horrores, pero también de aciertos. Las primeras universidades, los primeros hospitales, las primeras imprentas y los primeros libros impresos, los primeros matrimonios mixtos y el mestizaje, las primeras gramáticas de lenguas nativas, todo eso, figura en el activo. Como es también cierta la importante aportación que aquellos pueblos hicieron a la cultura y la economía de España y de Europa. A comienzos del siglo xviii, antes de las independencias, México era una gran ciudad cuando Boston o Filadelfia eran pequeños poblachos. Hoy sabemos que el relato del atraso y pobreza de la “colonia” es falso y que la decadencia de América Latina (relativa, por cierto) no precedió a su independencia.

Pero la destrucción de pueblos y etnias, bien por la violencia o por las enfermedades, la explotación, la esclavitud, figura en el pasivo, y no podemos ni negarlo ni olvidarlo. España no puede sino lamentar y pedir perdón por cuanta maldad y dolor pudo causar en aquellos pueblos, sin quererlo, como asegura Restall casi a regañadientes. Y lo hace con dolor y el máximo respeto a ellos y a sus herederos actuales.

Pero pide al tiempo una mirada objetiva para que todo sea valorado conjuntamente. Pues si América hoy forma parte del concierto de los pueblos occidentales, ello se debe también a aquellos eventos.

No se arregla el pasado cancelándolo sino, al contrario, conociéndolo y teniéndolo presente para que no vuelva a ocurrir. Las batallas del presente no deben desviarse al pasado, deben ganarse en el futuro.

Y termino plagiando una de las ideas de estas mismas páginas. En los albores de la segunda década del siglo xxi y en plena reconfiguración del orden mundial, es necesario que América Latina conozca su propia historia, se libere de prejuicios, deje de cargar el pasado y se reconozca en esa historia compartida de matriz hispana. Pero es igualmen­te necesario que España mire a América Latina en condiciones de igualdad, reconozca su herencia americana y asuma que la conquista fue también la destrucción de otras culturas que existían previamente e, incluso, de muchas de las poblaciones locales. Miguel León Portilla terminaba en 1985 su bella introducción a La visión de los vencidos invocando “formas más humanas de encuentroy recordando a “todos cuantos están así emparentadosque nos “interesa esta historia que es, a la vez, de México y de España”.10 Es “nuestra” historia, no la de los “hunos” contra los “otros” como hubiera escrito Miguel de Unamuno.

Tendría que dar las gracias a mucha gente, pero me voy a limitar a pocos pero esenciales. En primer lugar, a José María Ortega Sánchez, pues este libro es más suyo que mío. Nació de una conversación en mi despacho, que provoqué tras interesarme por un trabajo suyo. Y nació espontáneamente, casi sin darnos cuenta de que brotaba. Serendipia, creo que se llama cuando no buscas pero encuentras. Y sin buscar, encontré libro, y colaborador. No sería posible sin su ayuda, apoyo y dirección. A Turner, por supuesto, y a Santiago Fernández de Caleya, que nos animó desde el primer momento. Mi agradecimiento sincero a la gran historiadora Guadalupe Jiménez Codinach, que aceptó el reto de colaborar en una empresa complicada como ésta. Y por supuesto a todos los restantes autores que aceptaron sin dudar participar en este proyecto. A todos, mi sincero agradecimiento.

Emilio Lamo de Espinosa

En un extraño Madrid nevado, enero de 2021

1 Diario ABC, jueves 24 de octubre de 1940.

2 O’GORMAN, Edmundo (2003): “La falacia histórica de Miguel León Portilla sobre el ‘Encuentro del Viejo y Nuevo Mundo’”. Disponible en https://www.academia.edu/12179644/la_Falacia_hist%C3%B3rica_de_Miguel_Leon_Portilla_por_Edmundo_O_gorman [consultado el 05/02/21].

3 DIAMOND, Jared (2006): Armas, gérmenes y acero, Barcelona, Debate, 2006, p. 54.

4 OPPENHEIMER, Andrés (2010): ¡Basta de historias! la obsesión latinoamericana con el pasado y las 12 claves del futuro, Barcelona, Debate.

5 Restall, 2019.

6 Twitter, 14 de octubre de 2020.

7 VARGAS LLOSA, Mario (2018): “Hispanidad ¿mala palabra?”, El País, 28 de octubre. Disponible en https://elpais.com/elpais/2018/10/25/opinion/1540480036_431820.html#:~:text=No%20hay%20raz%C3%B3n%20alguna%20para,paso%2C%20ahora%20rima%20con%20libertad [consultado el 05/02/21].

8 PRIETO, M. (2015): “¿Es América Latina parte de Occidente?”, Semana, 23 de noviembre. Disponible en https://www.semana.com/opinion/articulo/es-america-latina-parte-de-occidente-opinion-de-marcela-prieto/450946-3/ [consultado el 05/02/21].

9 HÄMÄLÄINEN, Pekka (2008): The Comanche Empire, New Haven, Yale University Press.

10 León Portilla, 1987. Disponible en https://web.archive.org/web/20090221062­351/­http://www.artehistoria.jcyl.es/cronicas/contextos/10383.htm [consultado el 05/02/21].

LA REALIDAD.

DE la Conquista al Virreinato

y a América Latina