Jean Grondin

La belleza
de la metafísica

ENSAYO SOBRE SUS PILARES
HERMENÉUTICOS

Traducción de
MARIA PONS IRAZAZÁBAL

Herder

Título original: La beauté de la métaphysique

Traducción: Maria Pons Irazazábal

Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes

Edición digital: Agustina Luengo

© 2019, Les Éditions du Cerf, París

© 2021, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN digital: 978-84-254-4615-3

1.ª edición digital, 2021

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Índice

Introducción. Metafísica y premetafísica

I. Los pilares del pensamiento metafísico

II. La belleza, base de la metafísica

III. La metafísica como raíz de la filosofía

IV. ¿Y el mal?

V. De la contemplación de la belleza de las cosas

VI. La posible herencia de la metafísica leibniziana en la hermenéutica

VII. ¿Cómo es posible la metafísica después del historicismo?

Conclusión. La solidaridad de la metafísica y de la hermenéutica

Notas

Índice onomástico

Información adicional

No pienso en la miseria que hay, sino en la belleza que aún queda.

ANA FRANK

A Markus y Sophie

Introducción

Metafísica y premetafísica

Hay metafísica en todo lo que hacemos. Y es así porque existe una comprensión fundamental del mundo en nuestra relación con los demás, con el medio ambiente, con nosotros mismos y con el más allá o su silencio. Alimenta nuestras convicciones básicas, nuestros valores y nuestras esperanzas, y raramente es reflexiva o consciente de sí misma, ya que es la manera en que nos aproximamos a las cosas y nos dejamos interpelar por ellas. Esta metafísica puede ser elaborada por sí misma, y se convierte entonces en una metafísica de pleno derecho. Todos los filósofos importantes, tanto en Occidente como en Oriente, han desarrollado una metafísica de estas características. Para distinguir los dos tipos de metafísica, la metafísica «de pleno derecho» y la metafísica silenciosa de que se reviste nuestra sensibilidad a las cosas, podemos llamar a esta última premetafísica, esto es, una metafísica que todavía no se ha desarrollado o que la presupone, sin ser necesariamente consciente de ello. Podemos reservar el término metafísica para el esfuerzo, sobre todo teórico, que consiste en elaborar un pensamiento metafísico coherente y racional. Se trata de una orientación teórica de la que la metafísica no debe avergonzarse, aunque el utilitarismo imperante y ensordecedor querría que así fuese, porque los fundamentos de la dignidad humana, de la ciencia y de la educación dependen de esta consideración teórica de las cosas.

Existen sin duda muchos tipos de metafísica, en el sentido de que la metafísica de Aristóteles no es la de Descartes, y la de Avicena no es la de Nietzsche. De ahí que se haya dicho que no hay una metafísica sino metafísicas. No obstante, si el término metafísica ha de tener un sentido y si puede resumir el esfuerzo fundamental de nuestra tradición filosófica, es importante salvaguardar la idea de metafísica en singular y recordar sus pilares fundacionales, sobre cuya base se han edificado las distintas metafísicas. Y este es el objetivo al que se consagra el presente ensayo.

Preguntarse si la premetafísica presupone una metafísica (de pleno derecho) o si la precede es una cuestión interesante en sí misma, aunque difícil de resolver. Formulada de otro modo: ¿qué es lo primero, la premetafísica o la metafísica «desarrollada por sí misma»? No estoy seguro de que exista una respuesta clara y definida a esta pregunta, ya que los propios filósofos mantienen opiniones diferentes sobre esta cuestión. Hegel parece sugerir que primero hay una premetafísica, que después se convierte en metafísica, cuando en el prefacio a sus Principios de la filosofía del derecho escribe que «la filosofía es su tiempo aprehendido en el pensamiento». Heidegger, por su parte, cree que los grandes pensadores primero han formulado una «tesis sobre el ser», que después se ha convertido en determinante para la época que con ella han iniciado: así es como Platón con su tesis sobre el ser como eidos hizo posible el pensamiento que contempla el ser a partir de la mirada dominante que a él se dirige, o como Descartes con su cogito inauguró la modernidad.

¿Quién tiene razón? Si la respuesta es difícil es porque la primera solución, la que considera la metafísica como la síntesis de la premetafísica de su tiempo, tiende a subestimar la filosofía reduciéndola a la expresión de una época, mientras que la segunda tiende a sobreestimarla, como si la filosofía, y solo ella, determinara nuestra relación con el ser. Philippe Capelle-Dumont acierta al decir que no hay que subestimar, ni sobreestimar la filosofía.1 Si se interpretan en términos absolutos, ambas tesis son inverosímiles: por una parte, es difícil concebir un pensador que no esté imbuido del espíritu y la premetafísica de su época, incluso si se opone a ella; por otra parte, es justo decir que los filósofos casi siempre son pensadores innovadores, cuya mirada se extiende más allá de su tiempo, descubriendo horizontes inéditos que más tarde serán determinantes para la propia filosofía, para la ciencia y la «premetafísica» del común de los mortales.

En todo caso, no vemos cómo el homo sapiens, el ser cuya existencia se basa en una apreciación reflexiva de las cosas, podría prescindir de una premetafísica, ya que toda su percepción de las cosas depende de ella. Esta premetafísica halla idealmente su expresión teórica en la metafísica. Partiendo de esta idea, Hegel apuntó que «un pueblo culto sin metafísica es como un templo sin sanctasanctórum [ohne Allerheiligstes]».2

¿En qué consiste, pues, la premetafísica de nuestro tiempo? La respuesta fácil sería decir que las épocas futuras lo sabrán mejor que nosotros. Es cierto, ya que tendrán una idea más cabal de lo que no sabemos y de lo que no hemos visto venir. En este sentido, Paul Ricœur habló de la opacidad del presente: ningún pensador de la Edad Media sospechó nunca que era «medieval» y Descartes probablemente no sabía que inauguraba una cierta modernidad al escribir sus Meditaciones metafísicas. No obstante, puede decirse que la premetafísica de nuestro tiempo es bastante «nominalista», retomando aquí un término de la escolástica. Solamente se quiere decir con ello que la expectativa «por defecto» del hombre común es que el mundo se agote en un conjunto de realidades «materiales» regidas tan solo por leyes estrictamente físicas, las que estudia la ciencia. Estas leyes generales no gozarían de un estatus metafísico especial, porque no existirían por sí mismas. No serían más que formas de conceptualizar las regularidades que la observación nos permite identificar. De modo que esas leyes o esos universales no serían más que nombres, abstractos, a los que no corresponderían seres distintos de las realidades individuales y físicas que esos nombres permiten pensar. De ahí la idea sustancial del nominalismo: solo existen realidades individuales, ya que todas las otras que se autodenominan realidades no son más que nombres (nomina) o maneras de ver, y todas sus configuraciones habrían surgido por azar, siguiendo regularidades físicas. La inteligencia nominalista del mundo todavía tenía una raíz teológica en la Edad Media: la omnisciencia divina parecía inconciliable con un orden fijo de esencias o de leyes que limitarían la voluntad de Dios.

El nominalismo más radical de nuestro tiempo afecta también a las realidades consideradas espirituales, las que estarían «más allá» de lo físico y las concernientes a la inteligencia. Tratándose de realidades transfísicas, el nominalismo de la premetafísica dominante está bastante convencido de que no existe tal cosa, y considera que la carga de la prueba corresponde a quienes sostienen que sí existe (el círculo vicioso consiste en que la noción de existencia es definida por defecto por esta premetafísica como una realidad susceptible de ser observada o medida en el espacio-tiempo). Los que las admiten lo hacen en virtud de algún tipo de creencia irracional, pero que ninguna ciencia seria puede confirmar. En cuanto a las realidades del espíritu, en este caso el nuestro, la tendencia dominante de nuestra premetafísica es relacionarlas con alguna actividad atribuible a nuestro cerebro. Toda realidad espiritual ha de ser una cuestión de neuronas. De ahí la superioridad de que gozan hoy las ciencias cognitivas y que hace que los escáneres de nuestro cerebro causen una impresión casi más fuerte que las ideas que de él salen.3 Esas ciencias presuponen una premetafísica, la del nominalismo.

Por esta razón podemos decir que el nominalismo se ha convertido en el horizonte metafísico insuperable de nuestro tiempo. Pero ¿es realmente insuperable? Es natural que nuestra premetafísica lo crea así, ya que toda premetafísica está convencida de que su manera de considerar las cosas es la única defendible. De ser cierta esta creencia, no habría habido más que una única metafísica a lo largo de toda la historia. Sin embargo, la historia de esa disciplina nos enseña que hay otras maneras de considerar el ser que no son la del nominalismo. El propio nominalismo nació en oposición a otra metafísica, la del platonismo, que consideraba que las realidades individuales solo tenían ser y consistencia porque participaban de ideas y de regularidades más generales. Era otra manera de decir que las realidades individuales tenían un «sentido»: procedían de algún lugar y obedecían a alguna finalidad. De ahí que pudieran hallarse rastros del espíritu y de la inteligencia en la propia naturaleza. Platón convirtió esta premetafísica en metafísica cuando mostró que la realidad estaba llena de ideas, regidas a su vez por la idea del Bien.

Si queremos evitar el término nominalismo, que no es habitual ni se pretende que lo sea, podemos decir y se dice con frecuencia que la premetafísica de nuestro tiempo es «materialista». En efecto, la materia es considerada a menudo por la premetafísica imperante como una realidad irreductible, evidente, hasta exclusiva, ya que toda existencia se reduciría a ella. Es olvidar que el término materia presupone por sí mismo una metafísica de la idea. Son pocos los que saben que la noción de materia evoca la idea, latina y griega, de maternidad (mater en latín, mētēr en griego). Los pensadores latinos como Cicerón intentaron traducir con el término materia la idea griega de hylē, que Aristóteles había introducido para designar esa especie de pasta, de «madera» o ese «algo» de que están hechas las cosas, pero que nunca se ha presentado como tal en estado puro, es decir, sin forma, de ahí la dificultad de este concepto para los griegos. Esta «realidad» difícil de nombrar es para los metafísicos griegos la que recibe la impronta de las ideas. Esta hylē, que es como el molde o la matriz de las cosas sensibles, nunca se ha presentado como tal, porque todas las cosas que se presentan poseen una configuración especial que hace que esas cosas, que utilizamos y que vemos, representen una realidad determinada, a través de una forma, y no la «materia indeterminada» que pretenden nombrar la hylē y la materia. Lo que nosotros conocemos son naranjas, gansos o entidades matemáticas y nunca la hylē de que están hechos. Esas cosas no son la hylē, sino realidades determinadas por un universal del que la hylē no es más que el sustrato o el receptáculo.

Platón utilizaba otro término para designar no esta «realidad», sino esta condición «trascendental» de la realidad, la noción de khōra, el receptáculo de las ideas. La khōra tampoco encarna una realidad distinta, ni siquiera identificable propiamente hablando, porque jamás se ha presentado en estado bruto. En el Timeo (50d-51a), Platón decía que esa khōra era la «madre del devenir». Aristóteles recuerda esta expresión del Timeo cuando compara la hylē con una madre.4 Los romanos tuvieron la genialidad de forjar el término materia y de pensar la esencia del mundo físico a partir de la idea de maternidad (el término hylē remitía al mundo forestal y a la «madera» de que están hechas las cosas, incluso las que no crecen en los bosques). Esta premetafísica, que presupone aquí una metafísica, la del platonismo, entiende la matriz de la realidad, la materia (las palabras «matriz» y «materia» comparten obviamente la misma etimología), como el sustrato cuya determinación procede de algo distinto, es decir, de la idea o de la forma. Por consiguiente, la «materia» es todo salvo una realidad última y autosuficiente. Decir que nuestra premetafísica es «materialista» sería confirmar el platonismo y su idealismo.

Nuestra premetafísica moderna ha olvidado esta metafísica. Tanto si la llamamos materialista como nominalista, la premetafísica de nuestro tiempo tiene la arrogancia moderna de pensar que es la única defendible. Su imperio —y no hay duda de que lo es— va acompañado de patologías, cuyo síntoma más llamativo es la carencia de sentido. Una realidad compuesta de realidades individuales puntuales y puramente contingentes no tiene literalmente ningún sentido, ni ninguna esperanza. De modo que nada parece más urgente, en el orden del pensamiento, que recordar que no se trata de la única metafísica posible. A partir de esta idea nuestro esfuerzo se centrará a continuación en recordar cuáles son los grandes pilares hermenéuticos del pensamiento metafísico y qué es lo que nos permiten esperar.