Edición en formato digital: abril de 2021
En cubierta: fotografía de Carmen Martín Gaite
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© Herederos de Carmen Martín Gaite
© Del prólogo, Manuel Longares
© Ediciones Siruela, S. A., 2021
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Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-18436-75-8
Conversión a formato digital: María Belloso
Prólogo de Manuel Longares
LA BÚSQUEDA DE INTERLOCUTOR
Prólogo a la primera edición
Prólogo a la segunda edición
Prólogo a la tercera edición
Los malos espejos
La búsqueda de interlocutor
Un aviso: ha muerto Ignacio Aldecoa
En el centenario de don Melchor de Macanaz (1670-1760)
Tres siglos de quejas de los españoles sobre los españoles
Las trampas de lo inefable
Recetas contra la prisa
Personalidad y libertad
La influencia de la publicidad en las mujeres
Las mujeres liberadas 1
De madame Bovary a Marilyn Monroe
La enfermedad del orden
Contagios de actualidad
Quejosos y quejicosos
Cuarto a espadas sobre las coplas de posguerra
Mi encuentro con Antoniorrobles
Conversaciones con Gustavo Fabra
Ponerse a leer
El otoño del patriarca
La semilla del diablo
Murallas musicales
Amistades y alianzas
«Otras voces, otros ámbitos»
Al acecho
La luz interior
Vivir como se puede
De Jane Eyre a Rebeca
Salamanca, la novia eterna
Palabras mayores
Charlar y dialogar
Carmen Martín Gaite atribuye a «la necesidad de espejo y de interlocución» ese deseo del escritor de compartir sus poemas o relatos con alguien de confianza, cuyas observaciones impulsen el proceso creativo desde que surge el hallazgo en la imaginación del artista y, rudimentariamente elaborado, se traslada al papel.
Carmen reivindicaba la misión de este aliado literario ante sus amigos de la generación de 1950 y los que, siendo más jóvenes, nos relacionábamos con ella en los años setenta del pasado siglo en las aulas madrileñas de la Facultad de Derecho o de Filosofía y Letras, en los pasillos del Ateneo de la calle del Prado, en la cafetería de la Biblioteca Nacional o en bares próximos a su domicilio, en la calle del Doctor Esquerdo.
Este discurso apenas fue atendido por la vociferación instalada en la sociedad española del momento sobre la caída del régimen político, un aquelarre que adensaba las frases y nos mantenía en ascuas, ávidos de fulminar esa instantánea que disolvería la dictadura como un azucarillo y nos montaría en una democracia sin intermediarios ni rodeos.
Carmen había obtenido importantes premios literarios —Café Gijón, Nadal— y era popular su rostro cuando compareció en el vestíbulo de aquel semanario que incorporó a su cabecera el número 16, ese portavoz de libertad ubicado al comienzo de la calle López de Hoyos, en el que algunos pretendíamos ganarnos la vida con el periodismo —ya que con la literatura no había modo—.
Carmen llegó a Cambio 16 una mañana de invierno, quizá del año 1974, no sé si para gestionar reportajes o ser entrevistada por su libro más reciente. Con soltura cruzó el salón y en uno de los ventanales se detuvo a contemplar el edificio de la calle Hermanos Bécquer que era propiedad de la familia del Generalísimo, al lado de la iglesia de los jesuitas de la calle Serrano donde, dos meses después de haber aparecido La búsqueda de interlocutor (1973), atentaron mortalmente contra el presidente del Gobierno.
Nadie en aquella redacción de omniscientes lo hubiera imaginado. Carmen dejó en la mesa central de la sala el bolso y quizá una carpeta, y enseguida los recuperó, apremiada por quienes corrieron a saludarla al enterarse de su visita y que, antes de negociar aquello para lo que la habían convocado, la acompañaron al tenebroso bar de enfrente a arriesgar su salud con un aperitivo.
Componían esta primera edición de La búsqueda de interlocutor artículos y ensayos publicados en revistas por su autora sobre la muerte de Ignacio Aldecoa, la angustia del palaciego Macanaz, el continuo quejarse de los españoles, la influencia de la publicidad en la mujer y otros tantos temas, servidos como propuestas de un diálogo que aquel día me hubiera apetecido entablar con Carmen.
No volvió la ocasión hasta que mi entorno y el país entero vibraron al redoble de aquella conmoción —esa matraca— que de tanto hacerse de rogar parecía rehuirnos, ese trágala que una vez cerrado con siete llaves y confinado al sepulcro de la historia, suponíamos abierto a otras realidades. Y así fue porque, tras enterrar el acabose en Cuelgamuros, nuestra empresa sacó un periódico que lucía en su cabecera el mismo número 16 de su hermano mayor, el semanario.
En el modesto espacio que ese diario reservaba a la cultura firmaba Carmen una crítica semanal de libros. En diciembre de 1979 Jubi Bustamante, que dirigía la sección, le propuso ocuparse del que me había publicado Seix Barral. Carmen aceptó y el último día de aquel 1979 salió la reseña —que el profesor José Teruel recopilaría en 2006 en Tirando del hilo—.
Pasadas las fiestas navideñas se lo agradecí por teléfono y ella me invitó a su casa. Acudí repitiéndome las virtudes del interlocutor ideal, pero la portentosa naturalidad de mi anfitriona allanó inconvenientes. Hablamos de todo y ya a punto de retirarme, Carmen abandonó la habitación.
Atardecía en medio de un silencio extraño en aquella barriada del este madrileño. Carmen regresó con el cuaderno en el que había comenzado a escribir El castillo de las tres murallas (1981). Lo abrió y, con mi permiso, empezó a leer:
Los episodios vividos —opina Carmen en La búsqueda de interlocutor—, antes de ser guardados en el arca de la memoria, de la cual sabe Dios cuándo volverán a salir, son sometidos (no siempre, pero sí a veces, de igual manera que unos muertos se embalsaman y otros no) a un proceso de elaboración y recreación particular, donde, junto a lo ocurrido, raras veces se dejará de tener presente lo que estuvo a punto de ocurrir ni lo que se habría deseado que ocurriera.
Con esta salvedad, intento reconstruir la figura de la escritora en esas veladas vespertinas en que me pone al corriente de su trabajo literario. En varias sesiones leemos el manuscrito de El castillo de las tres murallas y el arranque de su nueva novela —que le absorbe un fin de semana y con una manzana por todo alimento—. Recuerdo también que abordamos temas incluidos en la reedición, ampliada en 1981, de La búsqueda de interlocutor, como las diferencias entre hablar y escribir y el folclore de posguerra. Y compruebo que cuando la voz de Carmen pierde el empaque de la lectura para tratar de esto y aquello con el desgaire de las noticias cotidianas, me cuesta desprenderme de la ensoñación encendida por el texto declamado.
Nuestros encuentros se interrumpen porque Carmen había programado descansar una temporada en los Estados Unidos. Desde allí, fiará su comunicación al correo. A su vuelta, algún dicho o latiguillo, rescatados de disertaciones anteriores, debieran despertar de su galbana al interlocutor. Pero no es lo mismo charlar que dialogar, puntualizará Carmen años más tarde. Y todavía me parece oírla en la Fundación Juan March, de la calle Castelló, donde al terminar su conferencia, unas espectadoras le piden un autógrafo en el margen blanco de un periódico y ella responde que en cualquier libro suyo, sí, pero ahí, no.
A principios de los noventa intensificamos los contactos con motivo de sus colaboraciones en los suplementos literarios de El Mundo y El Sol, de los que me encargo. Continúa recibiendo galardones —en 1994 suma el Nacional de las Letras al Príncipe de Asturias de 1988— y lo acusa con la sonrisa que le ha hecho tan famosa como su boina. Transportando carpetas con sus escritos en marcha, despliega su natural bonhomía en estos años finales del siglo XX que son también los últimos de su vida.
Una mañana de primavera, anunciándose en carteles la Feria del Libro del Retiro, la sorprendo con la guardia baja en un trozo de la calle de Alcalá por el que nos gustaba pasear, el correspondiente a la acera derecha, en dirección a Cibeles, entre el Círculo de Bellas Artes y el Banco de España.
Ante su voz desgastada y sin su sonrisa habitual, me pregunto si esta novia eterna de Salamanca, como ella se proclamó, vivaz y andariega, tendrá arrestos para subir la rampa de la calle de Alcalá hasta la Puerta del mismo nombre y continuar por O’Donnell atravesando el ajetreo de Narváez hacia su refugio de Doctor Esquerdo. Por si le fallan las fuerzas llamo a un taxi y cuando el coche parte tengo la certeza de que no volveré a escucharla.
La edición definitiva de La búsqueda de interlocutor —en la que se basa esta de Siruela— se fecha en el año 2000, que es el de la muerte de su autora. La edición, que prácticamente duplica el número de ensayos ofrecidos en la primera, contiene semblanzas de Antoniorrobles, Fernando Quiñones, Medardo Fraile y del malogrado Gustavo Fabra.
«¡Oh, mi inexistente, decimonónico, irreemplazable amigo!», dice Carmen de él. Nunca dejará nuestra autora de demandar un interlocutor, «esos ojos que nos miren, pregunten o escuchen», mientras recita en una habitación de su casa de Doctor Esquerdo fragmentos de su obra escritos a mano y con buena letra. Mas ya advierte, desengañada de los tiempos actuales, que «ese afán por buscar interlocutor se ha acrecentado de tal manera que casi se ha convertido en utopía».
De aquella voz de Carmen Martín Gaite al difundir sus textos, retengo su apariencia profesoral; voz pulcra, esmerada en dejarlo todo muy claro; sentenciosa al manifestarse reposada, nunca engreída ni jactanciosa pero sí inequívoca; sin debilidades ni quejas y algo más alta de lo corriente, es decir soprano; y dispuesta a rebajarse si la índole del coloquio se lo aconseja, aunque siempre neta y deslumbrante para no restar entereza a su parlamento ni color a su tarareo de las coplas de Rafael de León, con las que se desahoga.
Cuenta Carmen que, revolviendo legajos en el Archivo de Simancas para documentar su libro El proceso de Macanaz (1969), descubrió una carta de su biografiado a la corte de Madrid. En ella insistía en denunciar los males de la patria —una cantinela con la que aburría tanto a sus corresponsales que se había quedado sin ellos—, cuando de improviso experimentó, en un relámpago de lucidez que le condujo a frenar su retahíla, el miedo de estar hablando en el vacío. Y Carmen, que era probablemente el único ser humano en asomarse a su correo, le escuchó decir, encerrado en sus propios renglones, «que acaso aquello que venía escribiendo con tanta urgencia no lo iba a recoger nunca nadie», que aquellas líneas suyas no tendrían destinatario. Revelación suficiente para que Carmen se juramentara a no dejarle tirado y secundar su causa hasta el final.
Estoy seguro de que las investigaciones de Carmen habrán complacido a este caballero, uno más del nutrido grupo de beneficiados por las muestras de señorío y largueza que Carmen derrochó a lo largo de su vida. Dudo por el contrario que esa mujer tan generosa se haya sentido satisfecha de la reacción despertada entre profesionales y amigos por su insistencia de comunicación.
Y tal vez no sea llamativa ni aparatosa, pero esa interlocución persiste. El grafómano Macanaz no podía anticipar que, dentro de dos o tres siglos, se interesaría en sus hazañas esa investigadora de Simancas que se pasó la vida reclamando para sí la atención que ella prestaba a su personaje. La existencia de interlocutor escolta y atestigua el traspaso de las fuentes clásicas a las generaciones modernas. En menos tiempo del que invirtió Carmen en la biografía de su empapelado, una estudiante abarca hoy entre los visillos familiares un mundo novelesco que hace historia al andar, tan desconocido y sugerente como el del Macanaz de Carmen. La heredera de este universo de fantasía en el que sus antepasados echaron raíces recoge de sus contemporáneos sugerencias de todo tipo, incluso desdenes. Pero también iluminaciones de quienes, tratados en su día como aprendices y aprovechándose de las lecciones de sus maestros, predican ahora como expertos y, en calidad de interlocutores de la autora desaparecida, toman la voz cantante en el proceso tantas veces abanderado por Carmen Martin Gaite en el cuarto de atrás de su piso de Doctor Esquerdo, cuando, bajo el cielo pintado del atardecer y en actitud receptiva, se situaba frente a su escucha y, con todo el tiempo del mundo a su disposición, le interpelaba con el estimulante: «hablemos».
MANUEL LONGARES
Febrero de 2020
Se recogen en este volumen una serie de artículos que he venido publicando en diversas revistas a lo largo de diez años. La selección creo que tiene cierta unidad; en todos ellos se roza profunda o lateralmente un asunto al que he comprobado que, más tarde o más temprano, acaba remitiendo cualquier posible reflexión sobre los conflictos humanos: el de la necesidad de espejo y de interlocución, se sepan o no buscar. Necesidad enmascarada por un cúmulo de circunstancias adversas y de interpretaciones falaces, pocas veces confesada y menos satisfecha, pero que nunca, aun cuando se reniegue agresivamente de ella, deja de condicionar, como último móvil, nuestros actos y nuestras omisiones.
Hay un artículo que podría parecer extraño al conjunto: el que escribí en noviembre de 1969, recién muerto mi amigo Ignacio Aldecoa, con quien en los últimos años había hablado muy poco. Pero el hecho de escribirlo respondía a una necesidad concreta y personal de interlocución con el amigo muerto, era como un desagravio desesperado a aquellas conversaciones diferidas, a aquellos recuerdos que siempre pensaba que habría tiempo para revisar placenteramente en común frente a un vaso de vino. Fue escrito bajo la penosa constatación —evidencia brutal que solamente la muerte aporta— de la ruptura inexorable de nuestras relaciones pasadas y posibles. Por eso, aunque no se hagan en él menciones explícitas a las dificultades e inercias que el mundo opone a la comunicación con los demás, lo he querido incluir; porque la cuestión operaba en mí de fondo.
La selección se cierra con un cuento que escribí en 1970. El quiebro que introduce este cambio de género, aunque algunos lo puedan tener por anacrónico, a mí no me parece obstaculizar la armonía del conjunto, sino que, por el contrario, lo veo como un remate muy adecuado a las consideraciones acerca de la desazón femenina que sirven de tema a los escritos que le preceden.
Como se verá, los artículos no están agrupados por orden cronológico; me he limitado a poner al pie de cada uno la fecha de su publicación y el nombre de la revista en la cual aparecieron. El libro lleva el título de uno de ellos, que es también el más ilustrativo de cuanto vengo diciendo: toda búsqueda de aprecio, de identidad, de afirmación o de confrontación con el mundo se reduce, en definitiva, a una búsqueda de interlocutor.
Madrid, diciembre de 1972
En la presente edición la autora ha suprimido el cuento «Tarde de tedio», que ahora figura en sus Cuentos completos de Alianza Editorial. Y ha añadido, en cambio, siete artículos más, que son: «La enfermedad del orden», «Contagios de actualidad», «Quejosos y quejicosos», «Cuarto a espadas sobre las coplas de posguerra», «Mi encuentro con Antoniorrobles», «Conversaciones con Gustavo Fabra» y «Ponerse a leer».
Algunos de ellos, como «La enfermedad del orden», «Ponerse a leer» y «Cuarto a espadas», encierran opiniones y sentimientos que la autora ha elaborado posteriormente en su novela El cuarto de atrás. El tema de las diferencias entre hablar y escribir, base de Retahílas, se apunta en «La búsqueda de interlocutor» y se recoge en «Conversaciones con Gustavo Fabra».
Madrid, diciembre de 1981
Ya hace más de un año largo que La búsqueda de interlocutor, el título más mencionado en las tesis y estudios sobre mi obra (hasta el punto de haber llegado a funcionar como una especie de comodín), se ha convertido también en un libro fantasma y buscado inútilmente. Porque no existe.
La primera edición de 1973 es una rareza inencontrable, como casi todos los libros de Nostromo. La segunda, publicada en Destinolibro en 1982, tuvo muy mala suerte y apenas se vio por ningún lado. En esta tercera tentativa, además de los siete artículos nuevos aparecidos en la edición de Destinolibro, he seleccionado otros doce que me parecen tener —unos más explícitamente que otros— relación con aquel primer ensayo mío de mediados de los sesenta, que da título al libro. Después de cuarenta años, ese afán por buscar interlocutor, unos ojos que nos miren, pregunten o escuchen, se ha acrecentado de tal manera que casi se ha convertido en una utopía. Nunca como en este mundo de hoy donde se multiplican vertiginosamente los aparatos, inventos y engendros por los que navega el hombre convertido en máquina, se había pronunciado tanto la palabra «comunicación», en proporción inversa al empobrecimiento e inconsistencia de aquello que los hombres se dicen y cuentan unos a otros. Aun a riesgo de que este afán por escaparse de las garras del imperio virtual parezca a algunos una antigualla sin el menor futuro, el libro que hoy entrego a Anagrama lleva aún engastada en sus entrañas el ansia por hallar un hueco y salir a flote. Se lo traspaso como un objeto frágil y amenazado posiblemente de rotura, a quien conoce y valora mis esfuerzos por recoger el material delicado y a la intemperie.
Madrid, 2000
Cuando yo era niña, recuerdo haberme sentido muy fascinada por un recurso literario común a varias de las historias de amor primeras que leí, bien procedentes del campo de la novela rosa (aquella colección en rústica desde cuya portada solía mirarnos, por una cincuenta, cierta extraña mujer de boquita pequeña, ojos perdidos en la lejanía y sombrero calado hasta las cejas), bien de unos folletines decimonónicos con olor a humedad que habían alimentado también sueños juveniles de mi madre y se guardaban en los armarios de una casa donde veraneábamos, en Galicia.
Este recurso literario, inadvertido entonces para mí como tal artificio, consistía en el despliegue de ciertos elementos constantes y más o menos análogos, encaminados a rodear de un clima de excepcionalidad el encuentro de los protagonistas, es decir, el momento en que pasaban de ser desconocidos a conocerse aquel hombre y aquella mujer que el autor, mediante una amañada y anterior atención a sus ademanes y rasgos, ya nos había venido señalando tácitamente como destinados a amarse contra viento y marea a través del hojaldre de vicisitudes y malentendidos que habían de disolverse en el capítulo final. El hecho de que, al cabo de los años, la urdimbre de todas aquellas historias, devoradas en siestas veraniegas y en noches invernales, forme un conglomerado irrelevante del que solamente consiguen destacarse con sorprendente nitidez muchas de estas escenas iniciales del encuentro, no puedo atribuirlo a mayor maestría literaria por parte del autor en el tratamiento de estos fragmentos salvados del olvido, ya que, si bien se piensa, no eran menos convencionales que el resto del argumento, sino más bien al contrario. A solas, casi siempre de noche o al atardecer y mediante irrupción inesperada o violenta, cuya justificación no siempre era satisfactoria, el autor colocaba frente a frente por vez primera a aquellos jóvenes desconocidos en el seno de un decorado natural cuyas tintas de grandiosidad solían cargarse recurriendo a una gama de imágenes tópicas que tocaban a veces lo grotesco. Y, sin embargo, hoy pienso que aquel ritual tenía cierto sentido: el de enmarcar el encuentro, acentuándolo como acontecimiento en sí y, por supuesto, el primordial de toda la novela. Comprendo, en suma, que con aquellas solemnidades descriptivas se estaba festejando el nacimiento de una esperanza tan arraigada en el alma humana que su renovación, por pobremente que se encienda, una y mil veces ha de hallar eco en todas las conciencias: la de que un ser pueda ser conocido y abarcado por otro con quien se enfrenta por vez primera. (Esperanza tergiversada, defraudada e incumplida en general de modo irremediable a lo largo de tiempos y de historias, pero resurgida perennemente al más tenue calor que la propicie). Y esta esperanza resplandecía allí, nimbando la escena inicial del encuentro, aunque sus posibilidades se perdieran después enterradas en el discurrir de la anodina historia donde nadie llegaba a conocer a nadie, desorientados los propios protagonistas de su búsqueda inicial bajo la pulverización de aquella anestesia sonrosada, uniforme y empalagosa con que los rociaba el autor a través de páginas y páginas hasta apagar en cada uno de ellos cualquier conato de curiosidad por el otro, hasta marearlos y entontecerlos.
Yo siempre cerraba aquellos libros, a los que tan ávidamente me había asomado, con la certeza de que, a despecho de las caricias de aquellos jóvenes, algo les había impedido ser ellos mismos, relacionarse de un modo autónomo y original, y pensaba que si yo no había logrado conocerlos —es decir, diferenciar en algo a aquella María Victoria y a aquel Raúl de la Esmeralda y el Jorge de otra novela— era porque ni uno ni otro habían sabido darse nada de lo que prometían y pedían sus miradas primeras, o, dicho con otras palabras, porque tampoco ellos se habían conocido en absoluto, por mucho velo blanco y flor de azahar que cerrara el relato. Y, al revivir ahora el repetido rastro de decepción que me dejaron aquellas novelas, tan lejano que se trata posiblemente de mis primeras decepciones, me parece percibir en su sabor, entonces inexplicable, una analogía con la amargura derivada después en tantas ocasiones del trato con personas a quienes defraudé o me defraudaron con referencia a las esperanzas concebidas para aquella amistad cuando se inició, o sea, en el momento del encuentro. Así que, a este respecto, se trataba de una retórica significativa (y a eso atribuyo su huella en mi recuerdo), la que se desplegaba en las novelas a que me vengo refiriendo para escenificar el encuentro de los protagonistas. La eficacia de aquellos relámpagos, bosques, huracanes, cumbres, playas solitarias, parques, barrancos o pueblecitos perdidos que servían de decorado no estaba tanto en el acierto de su evocación como en su misión simbólica de subrayar y enfatizar las posibilidades del encuentro como tal; las mismas —desaprovechadas o no— que siguen y seguirán latiendo en la raíz de todo nuevo conocimiento, de por sí excepcional e irrepetible. Tanto aquellos rumores, perfiles y luces del entorno como la irrupción insólita en escena de alguno de los personajes —constante casi nunca fallida— eran estímulos que predisponían al lector a justificar la inmediata y fulminante curiosidad surgida entre aquellos dos seres que no sabían nada uno de otro y que —bien se mirasen simplemente o bien se hablasen ya— no habían de desear desde aquel punto y hora en adelante otra cosa, sino volver a verse.
Existía, por otra parte, aunque con menor frecuencia, un elemento más que me interesa destacar entre los ingredientes de aquellas historias, otro recurso, común este a la literatura de todos los tiempos. Me refiero al cambio de apariencia, gradual o brusco, que solía sufrir alguno de los protagonistas en el curso de escenas posteriores, mediante cuya transformación se descubría que en el primer encuentro había fingido, por razones diversas que el texto iba explicando, una personalidad extraña a la suya habitual. Pero todas aquellas razones aparentemente diferentes venían a resumirse a la postre en una sola, en la misma de siempre, a la cual el lector, además, que estaba en el secreto, se había adherido de antemano con una benevolente solidaridad no exenta de envidia. Y la razón era esta: aquellas personas que se fingían otras querían liberarse de la servidumbre de su propia biografía, de perder aquel peso por un día, por diez o para siempre; deseaban, en definitiva, ser otros y no podían serlo si alguien no les miraba como a seres en blanco, a descubrir exclusivamente guiándose por los datos y signos que la nueva relación que se gestaba fuera posibilitando. O, para decirlo con frase que más tarde o más temprano acababa apareciendo en boca de aquellos ingenuos farsantes, lo que les había empujado a la ficción era el anhelo de «ser queridos por sí mismos».
Esta pretensión, aun cuando enunciada en un lenguaje sentimental que confunde y hace discutible su sentido, no deja de albergar, con todo, una sed de autenticidad cuyas raíces son tan antiguas y universales que su rastreo nos llevaría nada menos que a estudiar el sentido del disfraz en la literatura, en los juegos y en la vida. Recuérdese, por ejemplo, que Felipe V, cuando fue a Cataluña para recibir a su prometida María Luisa de Saboya, a quien no conocía, la acompañó durante un trecho del camino de incógnito, como un servidor más de los que, a caballo, daban escolta a su litera. Sin duda, el joven Rey, a quien ya empezaban a pesar demasiado los agobios y responsabilidades derivados de un papel con el que nunca se identificó del todo, deseaba dejar de asumirlo durante unas horas y sentirse espejado en los ojos de aquella niña como simple jinete apuesto, recibir la simpatía exenta de ganga que tal figura pudiera despertar en ella; dejarse mirar, en suma, a biografía depuesta, ser apreciado «por sí mismo».
Ahora bien, si tanto a este Rey disfrazado de escolta como a las misteriosas aristócratas centroeuropeas que en la novela rosa se hacían pasar por institutrices les hubiera preguntado alguien por esa identidad, por ese «lo que soy», cuya esencia parecían tener en tanto, no la hubieran sabido definir ni aproximadamente. Precisamente la buscaban en los ojos de otro, pedían un buen espejo que se la hiciera conocer. A eso es a lo que voy: lo que querían era conocerla.
Hoy día, que no nos solemos disfrazar de nada, ni tenemos de ordinario la ocasión de encontrarnos al anochecer con un desconocido misterioso junto a un solitario acantilado, perdura, sin embargo, en nosotros esa sed de ser reflejados de una manera inédita por los demás, la sed de espejo.
A todos, ya lo creo, nos gustaría encontrar ese buen espejo donde no se reflejaran más imágenes que las que se fueran produciendo al ponernos nosotros frente a él, por fragmentarias, incoherentes o indescifrables que fueran. Un espejo que no nos amenazara con estar albergando en el fondo de su azogue previas versiones de nuestro ser, ni siquiera aun cuando fueran más armoniosas y halagüeñas que las que ese momento promueve y estimula. Lo que uno querría, en efecto, a cada momento, es que le mirasen y tuviesen en cuenta por ese momento, que le dejasen ensayarse en libertad, que no le interpretasen por la falsilla de datos anteriores a los gestos que está haciendo o a las palabras que está diciendo. ¿A quién no le ha agobiado alguna vez su propia biografía, quién no ha sentido el deseo de arriar el personaje que la vida le impele a encarnar y con cuyo espantajo irreversible le acorralan los malos espejos, esos ojos que no saben mirar ni leer más que lo ya mirado o leído por otros?
He llegado a pensar que, si se profundizase con tesón y buena fe en los conflictos psicológicos que zarandean y esclavizan a la mayoría de las personas de nuestro entorno, se descubriría que por debajo de los dispares argumentos enhebrados con mayor o menor lucidez o sinceridad para explicar el propio malestar, late (desvinculado de esas historias que el paciente petrifica, al contarlas, condenándose a su yugo) un último motivo unánime de infelicidad: esa sed de que alguien se haga cargo de la propia imagen y la acoja sin someterla a interpretaciones, un terreno virgen para dejar caer muerta la propia imagen, y que reviva en esa persona.
A lo que más apego se tiene es a uno mismo, pero los esforzados y solitarios buceos por el interior de ese habitáculo, mitad orden mitad caos, que constituye el propio ser acaban resultando insuficientes, por mucha querencia que nos vincule a tal recinto. Incluso para la gente —cada día más escasa, por cierto— capaz de aguantarse a sí misma y de resistir a pie quieto en la morada personal, los pasillos y recodos miles de veces explorados, palpados y recorridos a solas se convierten al cabo en laberinto. Y el propio yo viene a verse como una especie de telón despintado y engañoso que solamente una mirada ajena podría hacer creíble y reivindicar.
Pero las miradas ajenas sobre el propio recinto resultan peligrosas; una y mil veces hemos comprobado que introducen elementos de difícil injerto y acomodo, que añaden confusión, y nos hemos sentido agobiados por el peso de la decepción que se derivaba de esa comprobación cuanto más reincidente más abrumadora, nos hemos preguntado: «pero ¿por qué siempre lo mismo?; pero ¿por qué?». Creo, recogiendo el hilo de lo que antes venía diciendo, que existe una razón fundamental, la que invoco en el título mismo de estas reflexiones: la de que los espejos son malos, traen resabio. Las miradas que se asoman a nuestro recinto se empeñan en ordenar desde fuera, con arreglo a normas previas y postizas, se aplican a rectificar lo que ven, a colocarlo e inventariarlo de modo definitivo apenas se dibuja el más tímido escorzo que pudiera animar a la exploración o a la contemplación. Hacen eso: se asoman desde lo más fuera posible, justamente desde la rendija que basta para poder meter un poco las narices más que los ojos y pegar una nueva etiqueta expeditiva, «ya está, a ese ya lo he entendido, ya puedo hablar de él, larguémonos con la música a otra parte, a otra rendija, este ya está archivado, paranoico, invertido, reprimido, lo que sea, cuestión zanjada». Son miradas que se asoman, que no se aventuran a internarse, que no permiten desahogo a los objetos amontonados en aquel interior para que se revelen en una sucesión lenta y autónoma de imágenes fieles a su propia confusión, a su propio desorden: son miradas que abominan lo intrincado.
Esta tendencia a la interpretación expedita se ve favorecida y aumentada por el alud de datos banales, apresurados y siempre de segunda mano que hoy en día cada persona se dedica a poner en circulación con un empeño ardiente y compulsivo acerca de todas las demás personas no ya que conoce, sino que ha visto arriba de dos veces o de las que ha oído simplemente hablar, posiblemente a otros que tampoco habían aplicado demasiado rigor al conocimiento de esas almas cuya interpretación ventilan. Con lo cual viene a crearse una especie de remolino de datos equivocados sobre datos equivocados, un cerco mareante y maldito estrechándose sobre cada individuo, acorralándole de modo cada día más irreversible.
En el fondo de esta cuestión anida, en definitiva, un último y profundo quid común a otras muchas que padece el hombre de nuestros días. El secreto está en que ya nadie se aventura a solas a nada, cada día da más miedo. Ni a conocer a una persona, ni a leer un libro, ni a hacer un viaje. Para todo se acude a las guías, a los informes, a los resúmenes. Nadie quiere arriesgarse porque ir a solas entraña siempre riesgo, de eso qué duda cabe; pero es, por otra parte, la única forma de inventar o de descubrir algo inédito. Ni de un libro se puede tener idea leyendo la solapa o mirando sus páginas al son de un tocadiscos, ni un paisaje nos lo puede explicar un cicerone, ni alguien de quien se han pedido informes nos dirá nunca nada. Tanto los lugares como las personas, como los libros, aun a riesgo de perderse por ellos, hay que atreverse a leerlos uno mismo. Simplemente dejándolos ser.
Y solamente aquellos ojos que se aventuraran a mirarnos partiendo de cero, sin leernos por el resumen de nuestro anecdotario personal, nos podrían inventar y recompensar a cada instante, nos librarían de la cadena de la representación habitual, nos otorgarían esa posibilidad de ser por la que suspiramos.
Triunfo, julio de 1972