Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Literatura Uruguaya.
Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.
Eduardo Acevedo Díaz (Villa de la Unión, 1851 - Buenos Aires, 1921). Novelista, historiador y cuentista uruguayo, inaugurador en su país de la novela histórica. Con Eduardo Acevedo Díaz surgió la novela en el Uruguay, pues aunque previamente hubo algunos autores románticos que cultivaron el género narrativo de una manera dispersa, ninguno logró materializar una obra de categoría. Quien más se aproximó fue Alejandro Magariños Cervantes, pero sus extensísimos escritos sólo tienen hoy un valor documental.
Horacio Silvestre Quiroga Forteza (Salto, Uruguay; 31 de diciembre de 1878-Buenos Aires, Argentina; 19 de febrero de 1937), fue un cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo. Fue uno de los maestros del cuento latinoamericano, de prosa vívida, naturalista y modernista. Sus relatos a menudo retratan a la naturaleza bajo rasgos temibles y horrorosos, como enemiga de las circunstancias del ser humano. Ha sido comparado con el escritor estadounidense Edgar Allan Poe.
José Enrique Camilo Rodó Piñeyro (Montevideo, Uruguay, 15 de julio de 1871 - Palermo, Italia, 1 de mayo de 1917) fue un escritor y político uruguayo. Creador del arielismo, corriente ideológica basada en un aprecio de la tradición grecolatina, sus obras expresaron el malestar finisecular hispanoamericano con un estilo refinado y poético, típico del modernismo.
Por Eduardo Acevedo Díaz
En la quebrada de una sierra, pequeño, hendido, deforme, á modo de nido de hornero que el viento ha cubierto de secas y descoloridas pajas bravas, se veía un rancho miserable que á lo lejos podía confundirse también con una gran covacha de viscachones ó de zorros por lo chato y negruzco, mal orientado y contrahecho.
De techo de totoras ya trabajadas por eternas lluvias, y paredes embostadas en las que el tiempo había abierto hondas grietas, este rancho, á pesar de su edad, sin duda provecta, más era la vivienda de una hora de gaucho pobre y vagabundo que asilo sedentario de familia humilde y laboriosa.
Y á fe que bien debiera inferirse esto por el aspecto, á ojo de pájaro; porque en rigor aunque habitado, este refugio antes se asemejaba á tapera que á casa, perdida entre las toscas y breñas de los estribaderos y como colgante sobre la profunda cuenca de un arroyo que en el bajo corría en serpentina orillado de árboles espinosos.
En este nido de ave de monte y en ese calvario fecundo en rosetas erizadas y víboras de la cruz, moraba solo desde algún tiempo Pablo Luna; mozo de pocas relaciones en el pago, sin oficio conocido, y por lo mismo un tanto misterioso en su género de vida.
Solo como un hongo de esos que crecen en un estero de chucas y abrojales, Pablo Luna, según era fama, tenía sin embargo, una compañera á quien hacía hablar un idioma de armonías, convirtiéndose en sus manos en zorzal por la variedad y el timbre singular de los sones que de ella arrancaba en las tardes silenciosas; y esa compañera era la «requintada» guitarra, «la mejor amiga de los tristes, cuyas mismas alegrías son siempre anuncios de algún pesar».
Cuando de él se hablaba en el pago, en los coloquios de la «yerra» ó después de la pesada faena de la «trasquila», decíase que era un hombre más alto que mediano, delgado, con cintura de mujer, una barba corta y rala tirando á pelinegro, el rostro moreno un poco encendido, los ojos azules como piedra de pizarra, larga y en rulos la cabellera abierta al medio, cejas de alas de golondrina, la oreja tan chica como el reborde de un caracol rosado y las manos un poco largas y velludas.
Añadíase una seña particular: la de un párpado algo caído, lo que daba á sus ojos una expresión vaga y somnolienta.
Este mozo no debía tener más de veinticinco años, á juzgar por la pinta. En los días festivos solía vérsele pasar de largo por las poblaciones, vestido de chiripá y botas nuevas, un sombrero de alas cortas negro y sin «barbijo», un ponchito terciado en el crucero, ceñida al tronco una camiseta de lanilla y á la cintura un «tirador» de piel de puma con botonadura de medias onzas españolas.
Llevaba la guitarra en la mano izquierda, apoyada por su base en el costado, á manera de tercerola; y una daga de mango de plata al dorso bajo el «tirador», al alcance de su diestra con solo volver el antebrazo, cual objeto que nunca deja de acariciarse aunque sea por entretenimiento.
Gastaba muy largas y siempre limpias aunque de un color del ámbar por el uso del cigarro, las uñas del anular y del meñique, y ensartado en éste un anillo de plata sencillo, grueso como aro de cabestro.
Habíase observado que el cuidado especial del cabello, no impedía que una guedeja le cayese de continuo sobre la mejilla y le envelase el ojo, como «una guía de sus pensamientos»; aun cuando no faltara quien diese por causa del desgreño en esa forma, al párpado en semipliegue. Ese rulo bien podía servir de celaje gracioso al desperfecto.
Se conocía más á Pablo Luna por su afición á la guitarra que por los hechos ordinarios de la vida de campo. Había empezado él por calarse por el oído á favor de su habilidad para tañer y cantar, antes que por actos de valentía y de fuerza.
No por esto se crea que Luna se prodigaba ó hiciese partícipes á los demás de sus gustos y deleites cuasi artísticos; muy al contrario, era tal vez un fiel remedo de ese pájaro cantor de nuestros bosques que alza sus ecos en lo más intrincado cuando otras aves guardan silencio y no interrumpen aleteos y rumores importunos el solemne paisaje de las soledades.
Con todo, en ocasiones diversas y á ciertas horas, al pasar por el valle junto á los estribos de la sierra, muchos eran los que habían sentido los acordes de una guitarra, templada de tal manera que ora sus ecos parecían voces sonoras de una campana de vidrio fino con lengua de acero, ora silbos bajos y plañideros de calandria que se aduerme, ó ya ruidosos acordes de prima y de bordona con acompañamiento de roncos golpes en la caja como en una serenata de brujas.
Otras veces, era un canto dulce y melancólico el que se oía; sonidos suaves y vibrantes de corcho que roza los rebordes de un cristal, como se afirma que son los de la avispa solitaria, la cantora de los bosques.
Estas misteriosas melodías, herían el silencio en las noches apacibles, cuando solo estridulaban élitros en el fondo del valle y embalsamaba los bajos el nativo aroma del arrayán y el chirimoyo.
Bastaban estas notas de música escuchada á lo lejos, al cruzar por lo hondo del llano al romper el alba ó al cerrar la noche, para que los que la gozaran deteniendo el paso á sus caballos llevasen en sus oídos una impresión grata y durable, que luego no acertaban ellos á definir sino con muestras de singular sorpresa y viva curiosidad.
El «gaucho-trova», como le llamaban al referirse á su persona, debía sin duda haberse criado pulsando instrumentos y aprendiendo en la espesura el modular de los pájaros, porque á veces seguía el rimo con el canto ó el silbido de modo que no se supiera distinguir entre los sones y los ecos, si era guitarra ó era flauta la que gemía, si era un hombre el que lanzaba trinos ó era un «boyero» el que confundía sus armónicos concentos con el vibrar de las cuerdas.
A parte de esto, su cualidad sobresaliente entre las pocas que se le conocían ó se le atribuían con razón ó sin ella, comentábanse con frecuencia dos episodios —acaso los únicos en que Pablo Luna había figurado de paso, y por accidente, al regresar á su escondrijo tras algunos días de vida errante.
Narrábase así, el primero:
En una noche oscura se buscaba en el llano por gente que venía con hambre de muchas horas, una res de peso y gordura arriba que bastase al destacamento; y entre tinieblas como fantasmas, los ginetes iban y volvían al tanteo sin acertar con el vacuno, hasta que el «gaucho-trova» que enderezaba casualmente á su madriguera, conocedor del intento por su olfato fino y su vista de lechuza, avanzó al tranco por mitad del valle, hizo levantar una punta que dormía entre las hierbas, puso el oído al rumor de las reses y costaleando á una con palmada suave, gritó firme á un soldado:
—Corte el garrón á esa, que no ha de apagar el fuego.
En seguida se perdió en las sombras.
Así que rayó la mañana mataron la res, y resultó la mejor.
En cuanto al segundo episodio, contábase de este modo:
El peonaje de la estancia traía una tarde acosado á un «matrero», quien ya rendido su caballo, se apeó junto al monte para guarecerse en la espesura; pero, con mala suerte, porque enredado en las malezas con las espuelas, vínose de boca quedando á merced de los perseguidores.
Hacía esfuerzos por desatarse aquellos grillos, teniendo tan cerca el escondite y con él la salvación; y ya el cuchillo de un mozo diestro para desnucarlo de á caballo de un solo tajo de revés iba á caer sobre su cuello, cuando apareciendo de súbito en el matorral cercano Pablo Luna sacudió en el aire por encima de la cabeza la guitarra que traía en la diestra, y gritó tan fuerte como un alarido:
—Deje amigo que viva otro invierno, que el hombre no es menos que la lumbriz!
El mozo detuvo el brazo sorprendido, con el cuchillo en alto.
Las espuelas del «matrero» zafaron en tanto llevándose dos manojos de hierbas, y éste se escurrió por entre las breñas á modo de lagarto acosado por las avispas. Al propio tiempo que él, el «gaucho-trova» desapareció.
Si bien retraído y arisco, solía vérsele á Pablo Luna en determinadas horas, del día ó de la noche, junto al barranco de la Bruja, que se encontraba en las proximidades de la estancia llamada de Montiel.
En ese sitio casi selvático, echaba pie á tierra y se paseaba silbando un aire triste.
Coincidiendo con su venida al pago había ocurrido en aquellos parajes un suceso dramático, en que el mozo se interesó luego que lo supo de una manera extraña y pertinaz.
Era esa lúgubre historia la siguiente:
A la estancia de don Manduca Pintos, situada de allí seis leguas, llegóse un día una mujer vieja pidiendo conchavo y la aceptaron para las tareas de cocina.
Era una pobre paisana de cerebro encallecido que en sus ratos de ocio hacía de «medica» administrando yerbas milagrosas, poniendo los trapitos á la luna ó conjurando duendes benignos.
Decíase que curaba á los reumáticos haciéndoles «cambiar la pisada», ó sea volver el pie sobre las huellas; y á los enfermos de la vista, no con yenda de lagarto, sino echándoles «tierritas».
Servía también de veterinaria. A los animales yeguares que «se agusanaban», les volvía la salud atándoles una guasca de cuero fresco al pescuezo. A los que padecían de mal de oídos, tanto cuadrúpedos como bípedos, aplicábales el pellejo de la víbora.
Esta infeliz vieja de nombre Rudecinda, hablaba siempre de no haber tenido más que un solo hijo, el cual ya mozo, habíase visto en el caso de irse de su rancho acosado por la miseria y por las persecuciones injustas de la autoridad.
De ese hijo nunca supo desde el día de su fuga. Era un mocetón un tanto mimoso, guitarrero, cantor, de buena alma, sin otro vicio que el de no tomarse mucha pena por el trabajo. Acaso había muerto.
Rudecinda la bruja, como la apellidaban, llevaba algunos meses de residencia en la estancia de Pintos; pero en cierta época sus manías llegaron á acentuarse y la despidieron al fin sin lástimas, como á ente dañino.
La vieja se alejó del que había sido su refugio, mísera, loca y errante. Por algún tiempo vagó en las cercanías, alimentándose de raíces y despojos. Después, como le arrojasen los mastines para desalojarla de su guarida en los matorrales, Rudecinda se fué de allí.
A los pocos días hizo sentir su presencia en el campo de don Brígido Montiel, camarada de don Manduca.
Se albergaba en el monte, quién sabe en qué oscura madriguera en sociedad con las alimañas.
Durante las tardes nubladas ó en las noches de luna, se le vio más de una vez atravesar el vallecito con un atado de restos ó piltrafas; ó salir del fondo del barranco con grandes puñados de yerbas y flores salvajes.
Al percibirla andrajosa, desgreñada, con los ojos fuera de las órbitas, oprimiendo entre sus manos contra el pecho cosas misteriosas, los paisanos se alejaban mirando para atrás y diciendo entre medrosos y burlones: ¡cruz diablo!
Una tarde don Manduca Pintos que venia al galope en dirección á las casas, la vio alzarse fatídica del barranco á modo de un espectro.
Ella hizo un gesto de máscara y le arrojó por delante un gran puñado de yerbas extrañas.
El caballo dio una espantada, y el ginete dijo colérico:
—¡Afora mandinga!
La vieja lanzó una ronca carcajada y volvió á esconderse entre las breñas.
Algunos días después, al comenzar de una noche de luna, aquella pobre mujer envuelta á medias en sus harapos, lodosa, derrengada, sueltas las greñas y desnuda la planta, más que andando arrastrándose, se había puesto á disputar junto al barranco la carne de una oveja destrozada á una banda de perros cimarrones.
Se atrevió á golpearlos con los puños dando gritos espantosos. Entonces los perros enfurecidos en defensa de sus despojos la mordieron, la arrastraron triturándola con sus colmillos, saltaron sobre ella en tumulto é hiciéronla girones precipitando al fin su cuerpo miserable al fondo del barranco.
Alguno que en los contornos vagaba, alcanzó á percibir los aullidos de la bruja confundidos con los de sus verdugos, y vínose al rumor de la pelea.
El que avanzaba al trote, como venteando una presa, ó guiado por el instinto de gaucho errante, era Pablo Luna.
Algunos perros continuaban su festín. Habían reducido casi á esqueleto la oveja; pero aún quedaban los cuartos que todos á una querían devorar formando estrecho círculo con sus hocicos ensangrentados. En sus ansias famélicas no prestaron atención al jinete.
El gaucho-trova que desde lejos venía observando atento el cuadro, dirigió una mirada súbitamente al barranco ante una sacudida brusca de su caballo; y pudo ver sobre las breñas, casi colgante, el cuerpo de una mujer larga, escuálida, llena de guiñapos sobre la que derramaba la luna su blanca claridad.
Pablo no tuvo miedo, y desmontó veloz.
Acercóse al sitio é inclinóse de modo que su rostro quedase casi rozando el de aquel cuerpo que yacía rígido con los ojos abiertos y el seno desgarrado.
Y contemplándolo estuvo algunos segundos. De pronto todo él se estremeció y sacudió como un junco, y de su garganta escapó un sollozo intenso, indefinible, hondamente desolado.
Los cimarrones gruñeron. Dos de ellos se aproximaron al paraje á grandes saltos, aún no satisfechos al parecer con las terribles dentelladas con que cribaran el cuerpo de la bruja.
El profundo sollozo de Pablo los impulsó al ensañamiento. Era acaso un jemido del enemigo derribado en la lúgubre pelea.
El gaucho-trova, que se había reincorporado desencajado y siniestro, dio un brinco enorme seguido de un grito gutural, y descargando su brazo con ímpetu rabioso partió á uno de los perros el corazón de una puñalada.
Verdaderas fieras, los cimarrones cayeron sobre él como una avalancha.
Pero la daga terrible entraba y salía rápida en sus cuerpos que se desplomaban de lomos, entre estertores: con el vichará enrollado al brazo izquierdo, Luna provocaba furibundo los hocicos, en tanto su diestra repartía golpes de muerte.
La lucha, sin embargo, fué de cortos instantes. Lucha rabiosa, sin cuartel.
Los perros cimarrones optaron por la fuga y traspasaron á escape el barranco rompiendo las malezas, y dejando tendidos tres de la banda.
Pablo siempre ceñudo observó que dos de éstos se revolvían en el suelo, y abalanzándose implacable, sentóles por turno su bota de potro en la paleta, y fuéles degollando con infernal deleite.
Al ver soltar á chorros la sangre de los cuellos, caliente, humeante, empapando los pastos, sus manos y sus botas, pareció sentir un consuelo.
Limpió el acero en los pelajes de los perros, y luego en los tréboles hasta volverle el lustre. Resolló con fuerza y pasóse la manga por los ojos.
Su caballo asustado se habia alejado de allí un trecho.
El lo trajo y lo acarició.
En seguida se apoyó en el borde del barranco, cogió el cuerpo de la bruja en sus dos brazos y cargó con él. Antes de cruzarlo en el recado, miró otra vez el semblante de la muerta, y lo besó sin ruido.
Alzóse en seguida con su carga, que atravesó en el caballo con cuidado, y saltando él en la parte libre de los lomos, volvió grupas, dirigiéndose á la orilla del monte.
Era aquella una noche de profusos resplandores. La loma, el valle, las copas de los árboles aparecían bañados de una luz blanca y pura.
Junto al monte se dibujaba una linea sombría. El gaucho-trova la siguió largos momentos como abismado. El caballo solía detenerse no sintiendo el rigor de la rienda; hasta que al grito de algún buho quieto en las ramas el jinete acercaba á los ijares las espuelas, continuando su marcha silenciosa.
Por fin entróse á un potril oscuro.
Desmontó, y bajó el cuerpo mutilado.
En ese sitio la tierra estaba blanda por la humedad del ribazo. El arroyo corría por un cauce estrecho bordado por retorcidos troncos y espesos canceles de viváceas profusas. Un rayo de luna como larga flecha de plata hendía la espesura y formaba en las aguas mansas un ojo de luz.
Pablo acomodó el cadáver junto á un árbol.
Aquella mujer más envejecida acaso por el duro y constante sufrimiento que por los años, aniquilada, escuálida, con los ojos fuera de las órbitas y la piel sobre los huesos, ahora rígida, muerta á colmillo por los perros, bañada en sangre, revolcada por el polvo y el barro, apenas cubierta con desechos de tela incolora, era para él un objeto de muda y dolorosa contemplación.
En el semblante desencajado del gaucho había como un surco de pena intensa.
De vez en cuando cogía la mano flaca y rugosa de la muerta, la miraba fijamente, la acercaba á sus labios temblorosos y la dejaba caer de súbito apenas sentía su frialdad horrible. Algo como una voz solemne que venía del fondo de su alma sin vuelos, á modo de eco lejano de apagadas memorias, parecía decirle que él era carne de su carne, que en aquel pecho mísero y enjuto él había mamado y que aquella mano seca y hoyosa que exhibía crispados los dedos y rotas las uñas, le había dirigido y preservádole de los peligros en la edad en que el hombre se arrastra y grita sin poder ponerse de pie como los demás animales del campo. Debía ser sí, sangre de su sangre, porque al mirar la vieja, andrajosa y destrozada sentía hincársele en el pecho, dura y punzadora una espina de la cruz, que solo á la pobre bruja hubiese sido dado arrancar de la herida que no sangraba, pero que hacía gemir la entraña con inaudita violencia.
A intervalos exhalaba una nota ronca sin lágrimas ni contracciones, breve, espontánea, asustadora en el silencio y la soledad del sitio, muy semejante al resoplido sordo de un toro enfermo.
Daba vueltas despacio, observando el sangriento despojo atentamente, de hito en hito; y luego se quedaba pensativo con la vista en el ramaje oscuro largos momentos.
Volvíase de pronto, cogía entre sus dos manos puesto en cuclillas la desmelenada cabeza de la bruja, é insistía en observarla en todos sus detalles como fascinado tétricamente por el horror de aquella máscara de endriago. Una vez llegó á arrastrarla inconsciente hasta un cuadro de luz plateada, que la alumbró de lleno.
Recién se le ocurrió á Pablo cerrarle los ojos y la boca. Bajóle con los dedos los párpados, pero éstos no se plegaron ya helados y endurecidos. Tentó cerrarle la boca, y las mandíbulas volvieron á caerse. Entonces Luna ajustólas con una tira en forma de barboquejo, cuyos extremos ciñó en el cráneo. En seguida le arregló el cabello, echándoselo sobre el seno, estiróle los fragmentos de ropas á lo largo del cuerpo que rodeó con tiras para sujetarlos, y por último se sentó á su lado poniéndose á picar tabaco con suma lentitud, cabizbajo, aplomado por el peso de sus violentas tribulaciones.
Pasada media hora se levantó del sitio.
Allí cerca del ribazo había un grupo de regulares guayabos muy próximos unos de otros, con grandes ahorcaduras.
Pablo arrastró del monte dos troncos gruesos ya secos, cortóles las ramitas duras y los retaceó con golpes de daga. Luego envolvió bien el cadáver en dos jergones que sacó de su recado, atándolos con una guasca peluda de las que llevaba colgadas á grupas; puso en seguida á la muerta sobre los dos troncos, y ciñólo todo fuertemente con otras tiras de cuero sin sobar, en forma de lío. La bruja no pesaba más que una momia.
Concluida la fúnebre tarea, Luna cargó con el bulto y encaminóse á la isleta de guayabos.
Apoyó el lío en uno de los troncos, y descalzóse las espuelas.
En seguida trepóse con pies y rodillas al árbol, montóse á una rama gruesa que cedió en parte á su peso, cogió por el extremo superior aquel extraño ataúd, lo levantó con algún esfuerzo hasta descansarlo en una horqueta de modo que se mantuviese en equilibrio; y por último, descendiendo de la rama, empujó desde el suelo con su cabeza y manos el lío hasta encajar la extremidad inferior en otra ahorcadura del árbol más cercano. Como complemento de su triste labor, aseguró también con recias lazadas las cabeceras á los árboles, á fin de que el viento no derribara el armazón.
Después, recogiendo sus espuelas de hierro, volvióse lentamente al potril, tiróse al suelo y se puso á llorar.
Pasado ese momento de dolor, murmuró boca abajo:
—¡Quien juera brujo de á deveras por mi madre!
Sintió un leve aleteo como de alas de felpa entre el ramaje.
Levantó entonces la cabeza, y miró.
Dos ojos fosforescentes le observaban fijos, inmóviles, desde el fondo de la isleta, y á poco un chillido estridente turbó la soledad.
Era un ñacurutú que se había posado junto al cadáver, muy recogido en sí mismo, tiesas sus grandes orejas de plumas; sombría, misteriosa imagen de la vida errabunda, tétrico compañero de las horas sin paz ni luz.
En el valle, y distante del rancho de Pablo Luna una milla, se encontraba la población principal ó tronco de la estancia de don Brígido Montiel.
Era éste un hombre rudo, bajo de cuerpo, cara ancha, espaldas cuadradas y manos enormes.
Asemejábanse sus ralas patillas en semicírculo de uno á otro maxilar inferior, á los pelos desiguales y cerdosos que cubren las mandíbulas del tigre; la parte carnuda de la oreja, gruesa y salida hacia afuera; las cejas muy pobladas y revueltas; la boca grande, con buena dentadura, la barba corta y un cuello de toro, completaban los rasgos más notables de este cimarrón, amo de ganados y señor de «lazo» y cuchillo de la comarca.
Su genio díscolo le había enajenado toda simpatía. Aun encariñando, cosa que ocurría rara vez, lastimaba, pareciéndose en esto al gato. Si bien los hombres que lo servían eran como él montaraces, pocos lo igualaban en crudeza de instintos y en maneras cerriles. Siempre pecaba por exceso para mandar ó malquerer. Se le servía por la paga, en que era estricto, y por Sólita que era un encanto; pero desgraciado del peón que incurriera en sus enojos ó animosidades! Ese no tenía allí trabajo, ni hospitalidad. Decía Montiel con frecuencia, que el gaucho era hijo del rigor, y que por lo mismo una cara de perro le hacía mejor efecto que una buena conseja.
Graciosa y provocativa era su hija Soledad, tipo de hermosura criolla escondido entre aquellas breñas; y á quien destinaba don Brígido para mujer de un brasileño rico que tenía su campo y ganados á pocas leguas de allí.
Soledad, de diez y ocho años, de un moreno sonrosado, ojos grandes y negros, formas llanas y redondas y unas trenzas tan enormes que le pasaban de la cintura, constituía el punto de mira y de atracción de todos los mozos del pago.
Fruta incitante, sazonada á la sombra de los «ceibos», ó flor de carne que los mismos «ceibos» envidiaran para su copa altiva, el prestigio fascinador de esta mujer había encelado todos los sensualismos y como incrustado su imagen en cada corazón selvático; de modo que por el sitio rondaban y á él volvían los más soberbios y rebeldes al yugo de Montiel, callándolo todo, hasta el instinto vengativo, en obsequio á la esperanza de merecer la gracia femenina.
Quien creía haber obtenido de ella una frase halagadora; quien una sonrisa expresiva; quien un gesto de interés; el más «ladino», un saludo de aprecio; el menos conversador, una mirada á escondidas; el mejor cantor, un suspiro; el ginete más guapo, un aplauso; el guitarrista de más gusto, una atención profunda; el mayor «quiebra», una gran risa; hasta el matarife de diario soñaba en que su habilidad para degollar ovejas predisponía á su favor la moza.
Todo el fervor varonil del pago se concentraba en ella. Donde quiera se agitase su «pollera» corta, los pastos echaban flores; planta que ella tocase, alcanzaba virtud de milagro; rosa de cerco que se pusiera en el pecho, creaba aroma; caballo que montase, se ponía piafador y querendón.
El hecho es que Soledad no parecía preocuparse ni mucho ni poco de todo lo que la rodeaba; y que su mismo compromiso con don Manduca Pintos, el brasileño hacendado, no le quitaba el sueño.
Dejaba hacer y decir sin importársele las consecuencias, á juzgar por su aire displicente, tranquilo, de mujer sin penas ni devaneos.
Hacía su gusto con libertad; galopaba en buenos «pingos»; bailaba algunas veces; la faena doméstica no la absorbía mucho; de costura había aprendido poco; de instrucción moral ni el «padre nuestro»; no sabía qué era oficio; pero en cambio era diestra en hallar nidadas de avestruz ó de gallina, en echar cluecas, escoger «choclos» granados, bajar higos «chumbos», y hacer el puchero.
Y no era solo el puchero. Don Brigido solía decir que nadie como ella condimentaba guisos de ternera, y especialmente ciertas partes glandulosas del toro, á cuyo manjar la joven se había aficionado desde niña, y que á la vez era de la predilección de don Manduca.
Cierta tarde Soledad caminaba por las cercanías de la huerta, cuando acertó á pasar por allí, montado en su alazán y al trote corto, Pablo Luna. Ella no lo conocía más que de nombre; y de su habilidad para el canto y la guitarra, había también oído muchos elogios. Eso, unido á la sombra de misterio que rodeaba su vida errante, aumentó su curiosidad en momento inesperado, viéndolo cruzar á pocos pasos de ella. Este mismo pasaje de Pablo Luna era un suceso raro, pues casi nunca se le veía tan próximo á las «casas». Soledad lo observó con la cabeza baja y las pupilas fijas, un poco de soslayo, torcida, inmóvil; él la miró con aire melancólico, de una manera vaga y fría.
Llevaba la guitarra apoyada en la cadera, el sombrero hacia atrás, flotantes al dorso los rizos negros, muy pálido el rostro, pero lleno de una expresión resignada.
Balbuceó al pasar las «buenas tardes» y llevó la mano al ala del sombrero.
Soledad apenas movió la cabeza; y cuando él se hubo alejado, púsose á mirarlo sin disimulo por detrás, con un gesto de suspensión y de extrañeza.
Y mirándolo siguió, hasta que Pablo llegó á ocultarse en un gran matorral cercano al monte.
Tuvo en cuenta que no había vuelto ni una vez la vista, siendo así que eran muchos los que se hacían todo ojos por ella.
¡Qué mozo idioso! …
¡Pero qué linda estampa! Pocos se le parecían.
Ocurriósele recién entonces pensar que don Manduca, su prometido, era un hombre barrigón con las piernas «cambadas», el semblante verdi-negro, la barba de chivo y el cabello ya canoso.
Su comparación con el «gaucho-trova» la dejó un poco inquieta; fué un paralelo á vuelo de pájaro, con esa vivacidad propia de una mujer joven de sangre rica y generosa en quien un incidente cualquiera hiere el instinto oculto y lo pone en acción inmediata.
Ante aquel hombre apuesto y bizarro, aquellos bucles airosos, aquella juventud atrevida que se confiaba en la vida errante á sus propias fuerzas, y aquel ceño de cantor triste, aquel modo de ser resignado que se transparentaba en sus ojos, por fuerza tuvo ella que comparar…
En presencia de muchos otros hombres, no se le habia ocurrido, sin embargo, someter á don Manduca á la prueba de comparación.
Ahora se le ocurría, como si despertaran de súbito y por primera vez sus sentidos y experimentase una impresión ruda y singular.
¿Por qué ella no había puesto antes en línea á Pintos con los otros, y lo ponía en ese momento junto á Pablo Luna para deducir una diferencia?
No se ocupó de averiguar la causa.
De lo que sabía darse razón, era que don Manduca se pasaba de maduro, y el otro de guapo y tentador.
¡Pero este Pablo Luna tan desdeñoso y huraño! …
Y pensando así, Soledad torció el labio con aire irónico.
Después hizo un mohín de altanería, sacudió el vestido en una voltereta brusca, y mirando por última vez al sitio en que desapareciera el «gaucho-trova», se fué á paso lento hacia las «casas».
De vez en cuando observábase á ella misma por delante y por detrás, volviendo cuanto podía la cabeza con ciertos barruntos de amor propio herido.
En verdad iba un poco encrespada, sin atinar en la causa de su enfado repentino.
¿Acaso sabía lo que era querer?
Nunca había sentido afecto por ningún hombre, fuera del que á su padre tenía, á pesar de la grosera manera con que éste manifestaba siempre su cariño aun tratándose de su hija.
Encontrábase pues, hermosa, lozana, robusta, llena de anhelos y de fuerzas juveniles, en condiciones de experimentar á la menor ocasión un cambio violento en su vida monótona.
Hasta ese instante había sido ella el imán de muchas voluntades, el punto céntrico en que coincidían todas las ansiedades secretas de los que se movían á su lado.
A su vez ¿no le tocaría el turno de ser subyugada?
O por lo menos ¿no encadenaría con sus encantos á otros de existencia vagabunda como aquel que acababa de pasar por delante de sus ojos, indiferente, como aburrido de un mundo que parecía reducirse para él á la soledad del valle y de los cerros, sin más dichas y consuelos que el canto de los pájaros salvajes, la sombra de los bosques, la luz del sol esplendoroso, los tañidos plañideros de la guitarra, y acaso las memorias de la primera mocedad desgraciada?
Preocupóse del «gaucho-trova». No era igual á los otros …
¿Porqué no se habría vuelto á mirarla antes de esconderse arisco en las quebradas?
¿Sería que ella no tenía interés alguno para él; que las gracias con que los demás la adornaban, no las veía Pablo; ni su caro era tan linda como decían; ni sus ojos valían lo que dos «linternas» de las que vuelan por la noche alumbrándose el camino?
Es verdad que los de él eran muy simpáticos, azules como la flor del cardo recién abierta, aunque uno parecía algo «guiñador» con sus crespas pestañas temblonas.
El viejo Montiel, su padre, decía que ese era «ojo de taimado», de «matrero» que «bichea» desde que el sol nace hasta que se pone. Pero á ella no le parecía así; don Brígido le tenía mucha inquina á Pablo, porque según él, vivía de sus ovejas y de sus vaquillonas, sin que nunca hubiese podido sorprenderlo en una carneada.
Esa mala voluntad de su padre era la causa de que el pobre andariego no hallara allí trabajo y pasase de largo por delante de la población las raras veces que escogía ese camino.
Don Brígido lo había maltratado de palabra en distintas ocasiones al encontrarse con él en el campo ó en la «ramada», á donde Luna acudiera cierto día en busca de alguna ocupación á jornal. Esa vez lo echó con amenazas terribles. Pablo se había ido callado como un muerto.
Se acordaba ella ahora de todo esto, que había oído contar á los peones de la estancia.
Y al acordarse de pronto, como suele uno hacerlo sobre un hecho á que en su oportunidad no dio importancia alguna, empezó á creer que acaso aquella animosidad no fuese justa, dado que el «gaucho-trova» parecía de buena laya, manso y humilde. ¿No lo eran ciertos pumas aunque se comieran las ovejas?
Por lo demás, había oído de Pablo algunas cosas que lo hacían aparecer guapo y generoso, aunque lleno siempre de misterios.
Algunos decían que en lo intrincado de la sierra escondida entre inmensos peñascos y espesuras había una gruta donde el «gaucho-trova» echaba sus siestas tranquilas, mientras en las cumbres de los cerros solitarios prorrumpían en gritos las águilas, y en los valles hondos roncaba el tigre. Que en esa cueva desconocida, se estaba las horas, y que al bajar el sol salía al paso de su caballo para hundirse en la maraña.
Siempre con la guitarra á la espalda ó en su diestra, no la pulsaba para los hombres, y allá en la soledad la hacía trinar para jolgorio de los seres montaraces.
Añadíase que á sus sones bajaban los pájaros de rama en rama apiñándose en la pradera; y que una vez una bandada de cuervos de cabeza calva, también por oírle, se estuvo quieta en las piedras de un barranco á pocos pasos del tañedor.
Cuando él acabó de tocar y de cantar, los cuervos se alzaron como una nube negra y se cernieron bajo, sobre su cabeza, lanzando en coro sus fúnebres graznidos.
Otras cosas se añadían que sólo había visto un matrero por casualidad, escondido en los juncales cercanos al arroyo. Eran episodios dramáticos de un colorido intenso y bravio.
Pero entre ellos, resaltaba uno que hablaba con elocuencia al sentimiento y denunciaba una energía poco común en el esfuerzo.
El arroyo había salido de cauce por el exceso de las lluvias, gruesas corrientes habían bajado de los cerros abultando el caudal, y las aguas rebasando el borde de las barrancas se habían extendido por el monte hasta inundar en parte el llano.
Los troncos de los árboles, de poca elevación en su conjunto, aparecían sumergidos en más de un tercio, de modo que las ramas tocaban por sus extremos la superficie. Una serie de copas verdes formaba festón al abismo, caracoleando y perdiéndose á trechos en los recodos de la sierra. Esta cueva extensa de vejetación indígena, monótona y uniforme, era interrumpida acá y acullá por palmeras solitarias que se alzaban sobre la muchedumbre de especies, airosas y esbeltas como sombrillas de lanceolados flecos.
Toda huella de vado habíase borrado para un ojo poco experto.
Allí donde en realidad estaba, el agua aparecía como un remanso de peligrosa hondura. ¿Quién podía atreverse á pasarlo cuando venía con su mayor fuerza la corriente?
Los más altos duraznillos de la orilla habían desaparecido bajo las aguas. También las espadañas y cortaderas que únicamente elevaban las puntas de sus blancos penachos cónicos una pulgada del nivel de la creciente.
Dando gritos extraños, el capivara se deslizaba nadando por sitios que antes fueron tierra firme, y numerosas bandadas de grandes patos y cisnes cubrían las abras del monte que pocos días atrás eran feraces praderas. El agua en masa enorme rodaba silenciosa haciendo en ciertos puntos pequeños remolinos, y levantando en otras burbujas y espumas en círculos concéntricos. Por el medio de la canal viajaban dando volteretas pedazos de troncos y gajos ramosos que precipitaban su marcha al acercarse á una pendiente, y luego, como tren veloz, al revolverse en un bajo sembrado de grandes piedras, que constituían un salto en época normal, y que ahora hacían girar vertiginosas en cinco ó seis remolinos las aguas, sin descubrir una sola de sus cúspides agudas.
Algún fragmento de cuero seco, de lana con abrojos, de juncos y de totoras arrancados con parte del terrón de las orillas, hacían compañía á la broza, siguiendo el derrotero á manera de tropa en dispersión á quien el pánico empuja y precipita. En una como abierta tenaza que formaba el vado, los manojos de raíces y las ramas destrozadas se habían aglomerado junto á los árboles, de cuyas horcaduras caían largos mechones verdes de parásitas allí depositadas por la creciente. Aquel manto de desechos parecía de lejos dura costra, pues allí el agua estaba quieta. Más atrás veíanse los peñascos de la sierra.
Según narró el matrero, en estas circunstancias y siendo medio día, cayó al vado un ginete que se detuvo á observar el sitio con algún recelo.
Este hombre era de su pelaje, según coligió. Apenas traía una jerga su caballo, y lazo al pescuezo. El ginete un pañuelo atado en forma de vincha en la frente, «boleadoras» y daga á la cintura.
Como viese que vacilaba, hubo de advertirle que la corriente tragaba hombres y que no se echase al vado; pero, la presencia de otro ginete que á poco surgió del llano, lo obligó á permanecer oculto y en silencio.
Este nuevo vagabundo que caía al vado, era Pablo Luna, con su aire uraño y sombrío, y su guitarra á los «tientos».
El matrero de la vincha se azotó al agua cogido de las crines con su derecha, y nadando con el brazo libre á la par de su bayo.
Hasta el centro del arroyo convertido en ancho río, flotaron bien; pero ya en la canal correntosa fueron insensiblemente arrastrados lejos del paso á pesar de obluctar hombre y bestia vigorosamente.
Los esfuerzos eran impotentes. No se cortaba en dos empujes el curso violento.
Comprendiendo esto el matrero, se sentó en los lomos intentando gobernar y desviarse. El bayo, aunque fuerte, levantóse dos veces de manos golpeando las aguas, sin ceder á rienda.
El descenso seguía y el salto estaba próximo; sentíase sordo el ruido del borbollón. El caballo bufaba azorado con el pescuezo tendido; el ginete se iba poniendo pálido.
De pronto dio cara á las grupas y se arrojó al arroyo de un salto, procurando eludir la corriente. Pero allí había un remolino que lo hizo bailar como un trompo, y lo volvió luego suavemente tendido de costado al medio de la canal.
Nadador de gran aliento, pugnó todavía por cruzar el abismo.
El bayo dando vueltas y sacudiendo sus remos delanteros, se había alejado algunas brazas y no había ya que contar con él.
Por dos ó tres veces asomó el lomo á la superficie, lleno de brío, en posición de arrancar al través y salvar el obstáculo, aquella fuerza misteriosa que entre tibios vahos lo empujaba aguas abajo de un modo incontrastable.
Después se hundió, reapareció, resopló lúgubremente, giró veloz en el recodo, y á poco saltó á los aires una manga de agua y espuma.
Había caído y rebotado en las piedras sumergidas.
No se vio más.
Su dueño iba en pos. Había tomado la horizontal y dejábase arrastrar á manera de corcho ó inflada vejiga, con el rostro de fuera, cual si luchase por hacer entrar todo el aire en los pulmones. Sin duda estaban casi agotadas sus fuerzas.
Descendía por grados.
Sus manos crispadas solían aparecer en la superficie, para cogerse locas de la broza que escapábase entre sus dedos.
De repente, asomó una cabeza entre los árboles casi anegados, por donde tenía su entrada una «picada» estrechísima del monte.
Aquella cabeza era la del «gaucho-trova».
Había visto sin duda todo, y conocedor del terreno, avanzólo por la «picada» pasando de rama en rama hasta enfrentar la canal.