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BOSTON

SONATA PARA VIOLÍN SIN CUERDAS

TODD McEWEN

TRADUCCIÓN DEL INGLÉS Y NOTAS
DE ENRIQUE MALDONADO ROLDÁN

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TÍTULO ORIGINAL: Fisher’s Hornpipe

Publicado por
AUTOMÁTICA
Automática Editorial S.L.U.
Avda. Mediterráneo 24, Esc B, 1º A - 28007 Madrid

info@automaticaeditorial.com
www.automaticaeditorial.com

Copyright © Todd McEwen, 1983, 2021
© de la traducción, Enrique Maldonado Roldán, 2013
© de la nota final, Todd McEwen, 2013
© de la presente edición, Automática Editorial S.L.U, 2013, 2021
© de la ilustración de cubierta, Jon Juárez, 2013

Derechos exclusivos de traducción en lengua española:
Automática Editorial S.L.U.

ISBN: 978-84-15509-12-7
eISBN 978-84-15509-69-1
DEPÓSITO LEGAL: M-1245-2013

Diseño editorial: Álvaro Pérez d’Ors
Composición: Automática Editorial
Corrección ortotipográfica: Automática Editorial
Impresión y encuadernación: Romanyà Valls

Primera edición en Automática: Febrero de 2013
Primera reimpresión: Marzo 2021

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización de los propietarios del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluyendo la reprografía y los medios informáticos.

INDICACIONES DE LOS EDITORES

image ADVERTENCIA:

Lea las indicaciones detenidamente ya que pueden contener información importante para usted.

1. La lectura de Boston. Sonata para violín sin cuerdas puede resultar (dependiendo del lector) una experiencia turbadora por la conjunción de los siguientes elementos:

a. Su temática: una sátira inmisericorde de la sociedad contemporánea.

b. Su ácido humor, que se revuelve contra todo (modas, costumbres, élites, marginados, subversivos, etc.).

c. La absoluta falta de consideración hacia lo políticamente correcto.

c. La deliberada deformación de las palabras que realiza el autor para enfatizar la oralidad del texto.

d. El particular empleo de la puntuación y la concatenación del discurso directo, ideados para imprimir ritmo narrativo e introducir al lector en la maltrecha cabeza del protagonista, William Fisher.

2. Tengan especial cuidado con Boston. Sonata para violín sin cuerdas aquellas personas que:

a. Por cualquier razón no soporten o toleren la hilaridad.

b. Tiendan, por su naturaleza, a deshacerse de sus posesiones o a padecer estados neuróticos nocturnos (el libro podría agravarlos).

c. Sientan un especial afecto por las comunas agrarias utópicas.

d. Hayan recibido al menos un fuerte golpe en la cabeza que haya afectado a su comportamiento.

3. La dosis diaria recomendada de Boston. Sonata para violín sin cuerdas varía en función del lector y suele oscilar entre las 15 y las 50 páginas, que pueden leerse en una o varias sesiones al día (generalmente durante trayectos interurbanos y antes de acostarse).

No se han estudiado en profundidad las consecuencias que pueden resultar de la lectura del libro entero en un solo día.

4. Posibles efectos adversos (muy raros: afectan a 1 de cada 10000 lectores): La lectura de Boston. Sonata para violín sin cuerdas puede causar una muerte irremediable, aunque esta se producirá en un número indeterminado de años y por una causa aparente completamente distinta.

No se conocen otros efectos secundarios.

5. Para la conservación de Boston. Sonata para violín sin cuerdas se recomienda una balda en una estantería, a una temperatura no superior a 232,78 grados centígrados.

Por todo ello, Automática Editorial no se responsabiliza de los posibles efectos perversos, reversibles o no, que este libro pueda provocar en el lector.

LOS EDITORES

Para I. Schenkler

Que no es empresa de tomar a juego
de todo el orbe describir el fondo.

DANTE, Divina Comedia

Tenía tres piezas de piedra caliza en mi escritorio, pero me aterró descubrir que había de quitarles el polvo a diario, cuando el mobiliario de mi mente aún no estaba limpio, y las tiré por la ventana con disgusto.

HENRY DAVID THOREAU, Walden

CONTENIDO

I. Walden

II. Divagaciones del protagonista

III. El lamento del bar

IV. Fruitlands

V. Frank de Oregón

VI. Crosbee

VII. Cómo se acabaron los jadeos

VIII. He ahí Miss Mapes

IX. Los carrillos de Jowls

X. Mucho ruido y poca espuma

XI. En el hormiguero

XII. Enredo

XIII. Temeraria huida en barco

XIV. Refugio

XV. Fui un fugitivo de una granja de tofu

XVI. Windmere

XVII. Un mosaico de la vida en la costa

Breve Nota Del Autor Para La Presente Edición

I. WALDEN;

O mi accidente en los bosques1

Pero cuando levantas la cabeza, cuando ves los árboles en pie, ahí, como siempre han estado, cuando ves un ganso en el cielo y sientes el aire helado endureciendo el interior de tus orificios nasales, eres consciente de que el ganso, que pareciera flotar frente a una nube, está volando, esforzándose de hecho en volar en ese preciso instante. Si en una fría y vertiginosa ráfaga de aire y miedo fueras repentinamente elevado para situarte junto al ganso, si de pronto TU VISIÓN DE LA REALIDAD fuese la del OJO PRIMITIVO del ave y sintieras el aire helado envolviéndoos a los dos y abajo estuvieran los campos, blancos y pequeños y aterradores, escucharías al ganso resoplar, jadear, un sonido que es imperceptible desde la laguna. Es muy duro volar, el ganso emplea en ello toda su energía, estás justo a su lado, está asustado pero volando, espirando suavemente con cada batida de sus grandes alas.

Estábamos en mitad del hielo en el más deprimentemente helado día de invierno. Era un día soleado pero los rayos de sol eran los del planeta muerto que supuestamente heredaremos en un millón de años. En esos momentos ruegas que sople viento, que llueva, cualquier movimiento molecular que pueda disipar esa luz cruda que perfila todo de manera insoportable y graba terriblemente a través de los ojos el inaguantable frío en todo el cuerpo. El grueso hielo cristalino de la laguna resonaba y chirriaba, asentándose y reasentándose sobre la vida bajo él. Los peces, pequeños, nadando, fríos, bajo el hielo, posiblemente se engañaban al ver la luz que nos rodeaba, deseando poder calentarse en ella. Los patinadores habían rallado la clara superficie formando montículos de hielo en polvo. Cruzamos un extremo de la laguna, el hielo crujía pero sin ceder nunca. No puede ceder, dijo Donald. Un tipo de Harvard. Yo permanecía temblando y abstraído como es habitual, mi mente se desplazaba desde mi viaje a las nubes junto al ganso hasta vagos pensamientos estúpidos e históricamente inexactos sobre Concord, Lexington y Thoreau.2 Me apuesto cualquier cosa a que sigue por aquí pensé ignorando como de costumbre las lecciones de la historia o incluso aquellas de la tanatología.

Escuché entonces un rápido repiqueteo bajo el hielo. Era Thoreau. Tenía la barba llena de peces muertos. La piel gris, sus grandes ojos lastimeros permanecían enrojecidos y preocupados. Golpeaba la base del hielo con una vara y me miraba. Le hice un gesto de asentimiento: ¡Sí, te veo! Me indicó que me acercara y caminé unos metros hasta situarme sobre él. No llevaba ropa. No sé cómo era capaz de respirar. Thoreau alcanzó un tronco hueco que había bajo el agua y sacó un cartel empapado que decía en grandes letras rojas: ¡AVISA AL SEÑOR EMERSON!3 Señaló agitadamente en dirección a Concord con una hilera de burbujas escapando de su boca. Asentí y sonreí mientras le indicaba con la mano que comprendía lo que estaba pidiendo. No pensé que fuera algo extraordinario. Necesitaba ayuda. Comencé a caminar de espaldas mientras sonreía Sí, la ayuda está en camino. ¡Bravo! Sus grandes ojos se entrecerraron con recelo. No confiaba en que fuera realmente a buscar ayuda. Consideraba que yo era como todos los demás que asentían y sonreían y se volvían en coche a Boston, parando a comer un buen pedazo de carne en cualquier sitio y olvidando al empapado genio estadounidense en la laguna. Pero no, yo lo ayudaría. Lo haría. Camino hacia atrás sonriendo y agitando el brazo No se preocupe, gesticulando ¿Ve como sí? Pero de repente ¡mi pie tropieza con un bloque de hielo abandonado por un pescador y resbalo! ¡Veo mis pies, elevados cómicamente en el aire frente a mí! ¡Aleteo con los brazos! Mi cabeza golpea con gran fuerza el hielo, se me cierran los ojos un segundo después. Estoy inconsciente.

Por lo visto, rezo en situaciones como esta. Abrí los ojos pronunciando una pequeña e involuntaria oración al ver a Donald inclinarse hacia mí. Dos pescadores también acercaron sus rostros norteños. Miré a Donald y quise decirle algo en la fracción de segundo anterior a que él me planteara una pregunta, pero no pude. ¿Me escuchas? dijo. Sí. Me sentía licuado. Como si estuviera hecho de caldo, mis rasgos y percepciones flotando como vegetales sobre mi superficie. ¿Puedes levantarte? Moví las piernas. Una de ellas estaba bajo la otra. Elevé lentamente los hombros impulsándome con los brazos. Sentí sangre corriendo cuello abajo. Donald y los pescadores me ayudaron a levantarme. Donald se asomaba sobre mi cabeza. Tienes un corte anunció ¿Puedes llegar hasta el coche?

Me ayudaron a recorrer el camino. Qué diferentes parecen las cosas tras un accidente que no las ha afectado. Tenía miedo. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? Quizá he perdido realmente las piernas. Siento todo como anestesiado. Podría haber planteado estas dudas, parecía posible hablar. Pero todo era tan raro. Probablemente todo es una alucinación. Pronto un médico con espéculo y bata blanca comenzará a analizarme y me llamará por un nombre desconocido. Bueno pues señor MacGillivray. No, es Fisher. Figuras en camisones blancos susurran al fondo ¡Piensa que se llama Fisher! Donald sosteniéndose la cabeza con las manos en la sala de espera. Una pesadilla propia de Hitchcock de la que no escaparé hasta que me líe con una rubia y trepemos a algún monumento famoso. Estas ideas se enmarañaron repulsivamente en los manojos de pelo atrapados en el gran tajo de mi cabeza. Qué terrible pensé presionando un trapo contra mi cabeza en el coche. Me repugnaba la idea de que mi CABEZA estuviera ABIERTA.

Pero me encontraba bien. Pude caminar hasta la sala de urgencias y contarles lo que había sucedido. Aunque omití mencionar, al menos por entonces, a Thoreau. Me tumbaron en una camilla y me introdujeron en un nicho forrado en tela. Luego el cosido. La aguja entrando y saliendo (por Dios) de mi cuero cabelludo. Aproximándose y alejándose de las confusas ideas sobre lo que acababa de suceder. Mis desesperadas oraciones no por descartar un verdadero daño cerebral ¡sino por una nueva forma de ser! Levantarme de la camilla y ver mi camino con claridad. Convertirme en alguien con habilidades en el uso de herramientas manuales de alta calidad, algo relacionado con las bellas artes. Convertirme en alguien puro, fascinante. Maravilloso. Pero mi suerte no es ese tipo de suerte.

¿Qué quieres hacer? preguntó Donald ¿Te llevo a casa? Vale asintió Fisher. Permanecían ambos en el aparcamiento del hospital, Donald con las manos en los bolsillos, la cabeza de Fisher enrollada en metros de gasa. Al ser domingo, Fisher no se había afeitado. Llevaba una mínima barba atractiva, nada fuera de lo normal puesto que casi siempre permanecía sin apurar. Su barba era infernal. En cuanto se afeitaba, crecía de nuevo. Si hubiera sido capaz de lograr un rasurado perfecto, nadie lo habría reconocido. ¿Tienes hambre? soltó de pronto Donald. Sí podría comer respondió Fisher. ¡Al Bonanza! exclamó Donald. ¡El Bonanza! repitió Fisher. Se dirigieron hacia el coche pero tuvieron que dar un salto hacia atrás aterrorizados cuando un enorme y maltrecho vehículo les pasó rozando con un ¡PIIII! Es curioso pensar que puedes sobrevivir a una herida de gravedad en la cabeza dijo Fisher Solo para ser atropellado en el aparcamiento del hospital. Había leído una vez la historia de un hombre que sobrevivió a una caída desde una altura de noventa metros en una cantera y terminó muriendo frente al televisor veinte años más tarde cuando un camión perdió el control y se estrelló contra su casa.

Fisher y Donald atravesaron Boston. Salieron por la Interestatal 93. Rumbo a un gran restaurante de carretera especializado en carne que Fisher siempre había temido. ¡Bistec! pensó Fisher Bistec y patatas y un batido y una ensalada y una cerveza. Sí. No. Eh… Posiblemente. Fisher, soy William Fisher. Boston. A mi izquierda, mi amigo Donald. Mis extremidades se mueven, sienten y siguen mis órdenes. Ay golpetazo en la cabeza, no es poca cosa. ¿Seguro que estás bien? insistió Donald. Me siento pensó Fisher Como un auditorio. Pero eso no tiene sentido. Decirlo así solo conseguirá asustarlo. No sé contestó finalmente.

Un tipo gordo en un traje granate cargando menús de plástico a manos llenas. Grandes menús. Miró la cabeza de Fisher y luego a Donald. ¿Dos? preguntó. Sí asintió Donald. El gordo los condujo a través del estruendoso Bonanza hasta un apartado tapizado en naranja y decorado con motivos navideños. Les entregó los menús con gran orgullo. Miró la venda de Fisher de nuevo y se marchó. Podría partirte la cabeza pensó Fisher Con este pesado cenicero de cristal y entonces tú tendrías que llevar también un vendaje.

¿Que quieres? preguntó Donald. ¡Bistec! gritó Fisher. Varios clientes se giraron hacia ellos. No subas la voz, van a pensar que estás loco. Bisteeeeeec susurró Fisher escondiéndose tímidamente tras su menú. Menuda oferta exclamó examinando las fotografías en color de los platos Tienen aquí para los que prefieren pedir a gruñidos y apuntando con el dedo. Le dio un codazo a Donald y señaló la fotografía de un filete. ¡Ngoo! exclamó. Sí sí vale dijo Donald. Fisher dio un brinco cuando el herrumbroso portaaviones que era la camarera atracó en su mesa. ¿Sí? Hamburguesa especial por favor pidió Donald. Ella escribía en la libreta. ¿Él qué quiere? preguntó a Donald tras mirar la venda. ¡Esto es indignante! bramó Fisher ¡Puedo pedir yo solo! Muy bien guapo concedió la camarera. ¿Por qué no tienes algo de educación pensó Fisher En lugar de esconderte en la cocina para comer helado de vainilla francés por litros e insultar a la gente llena de rabia por tu cuerpo de zepelín? ¿William qué quieres? irrumpió Donald con un codazo. Chuletón poco hecho y una ensalada con queso azul. ¡Y una cerveza! Ella miró su venda de nuevo garabateó algo y se fue. ¿Qué pasa? se interesó Donald Estás raro. Oh contestó Fisher Todos piensan que estoy loco o enfermo o algo solo porque grité Bistec. Lo sé asintió Donald. Pero yo siempre grito. Lo sé. Piensa en toda la gente enferma que no lleva vendas continuó Fisher elevando la voz. Lo sé repitió por tercera vez Donald ¡Pero no grites! ¡Relájate! Lo siento respondió Fisher. Me sentía bien cuando salimos del hospital pensó Pero ahora estoy incomodando a la gente. Son ellos. Tienen miedo de mi vendaje.

La inmensa camarera les llevó la comida. Fisher comenzó a masticar haciendo mucho ruido. Su ensalada estaba hecha con los más duros corazones de lechuga y tallos viejos y secos. Dio un largo trago a su cerveza. Ten cuidado le pidió Donald. ¡Ten cuidado tú! le espetó Fisher. Ya claro, bueno es normal que me preocupe, soy médico. Pues menos mal porque me pones enfermo. Comieron en silencio. El vodevil se había terminado.

Qué comida tan perfecta para hambrientos y heridos pensó Fisher Aunque mañana habré olvidado su textura. Tienen una textura estandarizada este tipo de filetes. Una textura como la de la deslumbrante fotografía en color del menú. ¡Oh señor Bistec es usted igualito que en las fotos! Y las patatas fritas… no puedo comerme esta mierda. Esto es lo que todo el mundo está comiendo aquí. Dios, lo que me gustaría estar en casa con mi violín. Comiendo cereales fríos, picoteando del cuenco, anhelando la comida caliente que siempre soy demasiado vago para preparar. Llevo tan atrasados los ensayos. Es terrible. No debería intentar tocar el violín. Tendría simplemente que ser fusilado y pateado y enterrado en una tumba sin nombre. Dejó de masticar y se quedó mirando al vacío. En ese momento fue consciente de que no recordaba con claridad la posición adecuada de los dedos en el violín. Oh Dios pensó Está sucediendo. Las terribles consecuencias del accidente. Tomó el último pedazo de su chuletón y sintió la preocupación en color rosa eléctrico ascendiendo por su cuello para florecer en las orejas. Dio el último trago a su cerveza. Nada mal dijo.

No, nada mal contestó Donald ¿Vamos? Sí. Vámonos. Donald llamó con la mano a la camarera, que estaba comiendo una porción gigante de esponjoso pastel tras una pared. La dejó y salió a toda máquina hacia ellos. ¿Podría traernos la cuenta, por favor? pidió Donald. Hizo la suma con la lengua asomándose ligeramente a la comisura de la boca. Trata de escapar de su cárcel de sacarina pensó Fisher Pobre diablo. La camarera dejó la cuenta sobre la mesa. Gracias pronunció roncamente. Y se marchó: un crucero de lujo avanzado cansinamente hacia el mar. Bon voyage soltó Fisher.

Se acercaron a la caja. El gordo era todo sonrisas. Gracias caballero se inclinó tomando la grasienta cuenta de manos de Donald Seis ochenta y cinco caballero, gracias canturreó al compás de las campanitas navideñas de su voraz registradora. Donald le entregó tres dólares. Esto es lo mío. Muchas gracias caballero Feliz Navidad caballero. Fisher palpaba su bolsillo trasero. Oh no, pensó Ha encogido. No, ¡no está aquí! Tanteó el otro bolsillo trasero. Pero cualquiera sabe tras comprobar los bolsillos traseros que la cartera nunca aparecerá. Las manos recorrieron rápidas sus nueve bolsillos en un revoloteo de ballet. El gordo miraba el vendaje y su hurgar de bolsillos con la sonrisa amarilla de restaurador disipándose gradualmente. Fisher se giró hacia Donald. No tengo la cartera anunció. Estoy tranquilo, tan tranquilo pensó. He perdido la cartera Donald he debido de perderla en el hospital siguió Fisher sin mirar al gordo. Oh no ¡no! respondió Donald. Tampoco lo exageres dijo Fisher. Esos tres dólares eran todo lo que tenía continuó Donald comenzando a reírse. ¿¡Qué!? ¿No tenéis dinero? saltó el gordo. Al contemplar los carnosos puños del cajero, Donald paró de reírse y metió las manos en los bolsillos. Colorado de vergüenza, se giró hacia Fisher. ¿Estás seguro de que no tienes nada William? preguntó con aire paternal. Sí lo siento estoy seguro. El gordo se estaba poniendo del color de su traje granate. ¿Vosotros qué sois un par de mendigos? soltó amargamente ¡Joputas venís aquí sin dinero mendigos de mierda! ¡Esos lo queres un puto mendigo loco! escupió a Fisher. Este se giró para analizar su aspecto en un espejo ahumado con motas doradas. Quizá tienes razón pensó. El vendaje mostraba restos de sangre de la herida cosida. No se había dado cuenta antes pero el accidente había embarrado su ropa y le había rasgado la chaqueta. Una ramita asomaba por un pequeño agujero de la camisa. No se había afeitado esa mañana y tenía la piel sucia. ¿Qué me distingue pensó De esos tipos altos que merodean Harvard Square4 por la noche vestidos con abrigos del Ejército, pelo enmarañado, barba de una semana y agrios y sorprendidos ojos enrojecidos por el alcohol, a los que desdeñábamos con tanto entusiasmo durante los años de universidad? Tienes razón lamentable cerdo pensó Soy un mendigo. ¡Pero no! exclamó girándose hacia el rostro efervescente Yo no soy un vagabundo. Me llamo William Fisher y soy administrador en el Instituto de Ciencias y toco el violín. Los ojos del gordo se salieron de las órbitas al acercarse al punto de ebullición. Y este señaló Fisher Es mi amigo, que pronto será médico. Así que no soy un mendigo. ¡Puto mendigo! gritó el hombre ¡Si se tocurre volver por aquí te vas anterar! Fisher se giró y vio a Donald retroceder hacia la puerta. Al gordo le llevó un momento bajar laboriosamente de su taburete alto y se lanzó hacia Donald. ¿Qué problema tienes? le soltó Donald riendo de nuevo ¡Yo he pagado! La cuentas seis ochenticinco ¡y mas dado tres pavos! ¡Tu amigo el vagabundo de la venda no tiene dinero! ¡Tendría que llamar a la policía! Mira es que acaba de tener un accidente trató de calmarlo Donald. Fisher apareció detrás del gordo y lo circunvaló hábilmente, empujando la puerta para que su amigo pudiera salir. El gordo embistió contra ellos, cual elefante, en el vestíbulo. ¡Me cagon Dios! barritó. No, no, aún no Sahib advirtió Fisher a Donald Espere hasta que esté a plena vista, Sahib, así es como lo hace el Rajá. ¿¡Qué?! respondió Donald. Fisher abrió de un empellón la puerta del aparcamiento y ambos corrieron hacia el coche. El gordo tropezó y salió dando tumbos por la puerta hacia la acera. ¡Joputas! gritó. Donald se metió en el coche y abrió la puerta del copiloto. Venga bufó. ¡Esa camarera gorda te va a arruinar! ¡Se lo come todo! le espetó Fisher al inflado anfitrión ¡No la dejes sola, vuelve! ¡Rápido! Saltó al interior del coche. La hostia dijo Donald arrancando el motor. ¡Eh! ¡Esas mi mujer! chilló el gordo ¡Vagabundos de mierda, nos atreváis hablar de mi mujer! ¡Hastaquimos llegado! Corrió a bandazos hacia el coche. Donald salió marcha atrás de la plaza de aparcamiento en el momento en el que el gordo la alcanzó. Mientras dirigía lentamente su coche hacia la autopista, el gordo la emprendió a puñetazos con el maletero. ¡Salidel puto coche! ¡A mí nadie mabla desa forma! ¡Volved aquí! Parecía que le llevaría un tiempo apaciguarse.

Fisher se giró para mirar al hombre que se convertía poco a poco en una pequeña mota saltarina mientras avanzaban por la Interestatal 93. ¿Dónde coño tienes el dinero? gruñó Donald. No lo sé, el hospital o la laguna. Ostras, como hayas perdido la cartera… Fisher dejó de reír y trató de sentirse preocupado. La cartera ¡mi cartera! pensó Aunque tampoco tenía dinero. Solo la tarjeta pero me habían anulado prudentemente cualquier crédito si es que alguna vez me lo concedieron así que flaco favor le va a hacer a nadie. ¿Y de cualquier modo qué sabe Henry David Thoreau de utilizar una tarjeta de crédito? Posiblemente ni siquiera crea en ellas. El viejo cascarrabias. No te preocupes ya lo solucionaré le dijo a Donald.

Cruzaron el río Charles y Fisher se sintió alicaído y débil al atravesar de camino a su casa las calles de Back Bay,5 atestadas de gente y decoraciones navideñas. Fisher vivía en la calle Newbury entre Exeter y Gloucester. Evitaremos indicar la dirección exacta para proteger los intereses de terceros. Si el lector no conoce Boston mejor para él. Newbury estaba atestado de compradores muertos de cansancio de mirar boutiques. Donald detuvo el coche. Fisher se bajó. Donald lo miró con atención. ¿Estás bien William? Fisher se giró. Con ojos desorbitados. Sí estoy bien Donald. Gracias por llevarme al hospital. Siento lo que ha pasado. No pasa nada pero llama a la policía por lo de tu cartera. ¡La policía! pensó Fisher. Pero Donald parecía nervioso. ¡Un tipo de Harvard nervioso! Está bien asintió. Cerró la puerta del coche y se despidió con la mano. Comenzó a cruzar pero tuvo que lanzarse de nuevo hacia el coche cuando un cupé gigante zigzagueó calle abajo a escasos centímetros de su cuerpo. Fisher blandió al aire un puño amenazante. ¡Nos vemos! le gritó a Donald atravesando la calzada. Cuando Donald volvió a sumirse en el tráfico de la ciudad estaba preocupado por Fisher. Era capaz de preocuparse y conducir al mismo tiempo por su condición de estudiante de Harvard.

Vuelvo a alcanzar este lado de la calle con vida pensó Fisher Aunque ¿para qué en realidad? Vivía en esa acera de la calle Newbury por mera casualidad. Ese lado era igual al otro. Las mismas tiendas, los mismos peatones, la misma confusión reinante. De hecho sabía que había un hombre que se parecía mucho a él y que vivía en el que habría sido su apartamento en el edificio del otro lado de la calle. Fisher había pensado muchas veces en hablar con él pero finalmente decidió que solo lo haría para tumbarlo de un puñetazo y salir corriendo. Al ascender las escaleras de su edificio una ventana del tercer piso se abrió y la chirriante voz de su casera cayó sobre él como la muerte. Eh ¿qué ta pasadon la cabeza? saludó la casera. ¡La guerra! gritó Fisher escondiéndose rápidamente en el portal y buscando a toda prisa las llaves. ¿Qué? volvió la sorda pregunta. Abrió el acceso a la escalera, cerró apresuradamente y corrió hacia su apartamento. Mientras trataba a tientas de encontrar la llave escuchó a la casera asomarse al rellano del tercer piso. ¡Qué cansadicastoy de decirte que no des portazos! ¡Al carajo! respondió Fisher cerrando con un fuerte golpe su propia puerta, en la que apoyó la espalda jadeando. ¡A salvo! Fue a trompicones hacia la cama y se tiró en ella.

Se quitó los zapatos y se metió en la cama con la ropa puesta, una sensación que encontró tan estimulante como descorazonadora. Apoyó la cabeza cansado en la almohada pero se volvió a incorporar con un alarido: se había recostado directamente sobre la herida fresca que ya comenzaba a picar. Refunfuñó y dio vuelta tras vuelta sobre el colchón. Era un desastre, Fisher era incapaz de hacer una cama. Excepto durante su adolescencia cuando sufría una forma peculiar de sonambulismo con la que a menudo se despertaba sentado sobre la cama que había hecho a la perfección mientras dormía profundamente. Mejor hecha que las de los mejores moteles. Pero no debería tumbarme ahora pensó Tendría que preparar una tetera tan fuerte que me haga ladrar y coger el violín para practicar. Eran las dos de la tarde y Fisher temía despertar hecho polvo. Las siestas le jugaban esas malas pasadas. Fuera las baldosas de las aceras y los ladrillos de los edificios de apartamentos de la calle Newbury y de hecho todos los ladrillos y baldosas de Boston comenzaban a congelarse por efecto de la fría brisa que recorría la ciudad. Una hora más tarde el sol comenzó a ocultarse mientras Fisher daba una cabezada tras otra. El sol pensó No debería siquiera molestarse en salir en Boston puesto que jamás conseguirá calentar la maldita ciudad. Arde a 6 000 grados pero es incapaz de calentar Boston entre octubre y agosto. ¡Puto fracasado! le espetó al sol consciente de la distancia que los separaba.

Se despertó horas después en plena noche helada de Boston y comenzó a enfadarse según los acontecimientos del día se le abalanzaban antes de que estuviera preparado. Especialmente el recuerdo del accidente. Pues claro que me ha sucedido esto pronunció en voz alta Hoy es domingo y los domingos son terriblemente ineludibles estés donde estés. El DOMINGO es siempre el mismo pero cada semana vas siendo menos y menos. El domingo es un gigantesco Reloj del Aniquilamiento que mide con sangre la lenta muerte de grandes y pequeños igual en el campo que en la ciudad. Clavándonos a todos al sucio felpudo de la vida bajo su incalculable peso, el domingo te machaca las entrañas con mecánico júbilo y el imperceptible movimiento de su despiadado minutero. El domingo es el matón gordo del colegio, MacGillivray, sentado sobre tu pecho y riendo estúpidamente mientras te baña la cara con su repelente aliento de imbécil para terminar por romperte el brazo y el esternón. Odio los domingos. Dando vueltas en la cama que era ya un desastre sin remedio sus ojos se iluminaron al ver una caja de cerillas. Y este era un ejemplo excelente, la caja de cerillas, de las Reglas del Domingo. No puedes disfrutarlas, no puedes usar tus interesantes cerillas nuevas de madera en domingo si no has utilizado todas las cerillas viejas, cuya caja te aburre hasta las lágrimas. En domingo no te mereces ni una pizca de placer. ¡Mi bella, fascinante y poco conocida nueva marca de cerillas de madera! soltó Fisher en la semioscuridad. Si las utilizara antes de que se acaben las viejas sería una atroz violación de las Reglas del Domingo, lo que desembocaría en una ventisca o en encontrar en la radio solo música barroca ¡o incluso una llamada de teléfono de mi tío! Se estremeció y se retorció entre las sábanas que comenzaban a momificarlo. Pero una parte de las Reglas del Domingo son las cosas que tienes que hacer, esas torturadoras acciones individuales. Tienes que ir al baño y descubrir que estás sin papel. Tienes que intentar hacer una tortilla y verla arder como el carbón en la sartén. Tienes que salir al porche tiritando en ropa de andar por casa para coger el New York Times y encontrarlo mordisqueado y cagado por el perro con pedigrí del vecino. ¡Y la cocina! El altar del domingo. Tienes que ir a la cocina e insultarte con sus vejaciones. Atravesar húmedos restos de basura. Hay algo erótico y extraño en los domingos. Una fuerza inevitable te arrastra hacia la cocina tal y como el primer medio pez medio mamífero se arrastró hasta la playa en Atlantic City o dondequiera que sucediera.

¡Mierda! gritó golpeándose un dedo del pie con una silla de la cocina, lo que lo hizo caer con las costillas sobre el viejo y sucio fregadero de loza. Había escarcha en la cocina. El apartamento estaba congelándose poco a poco. Se obligó a realizar un reconocimiento de los armarios que estaban vacíos excepto de húmedo polvo y en un ataque de rabia se lanzó de nuevo a la cama donde volvió a recostarse y a temblar. Fisher había resuelto hacer pasar el domingo a base de sueño, con la idea de que una vez que llegara el lunes los desastrosos acontecimientos del día podrían darse la vuelta. Con la llegada de la hora mágica, la medianoche, su cabeza quizá se curara de forma milagrosa. Pero incluso si no era así al menos sería lunes y podría ir a su cálida oficina y presumir de vendaje. Tras luchar con su cabeza y la ropa y la colcha en una serie de pequeños ejercicios convulsivos de encaje cayó de nuevo dormido. Pero no paraba de dar vueltas en la cama y se despertaba refunfuñando de cuando en cuando. Cada vez que salía del sueño quedaba abatido: los ojos parecían siempre abrirse con la vista puesta en algún objeto de la habitación que le disgustaba. Maldita sea gruñía arrojándose con amargura hacia la almohada.

Lo cierto es que a Fisher le disgustaban todos los objetos. Había tratado durante los últimos meses de deshacerse de cuantos pudiera. No obstante esto lo había llevado únicamente a una plétora de sistemas neuróticos que lo perseguían a cada minuto, despierto o dormido. Aquella noche el dormitorio de Fisher contenía su cama, una silla, una radio barata, un escritorio hecho con dos ficheros en proceso de oxidación y una puerta robada del sótano, un atril y, en el rincón, su violín: don Chirridos. No es que Fisher no tuviera talento musical, era aún peor. Pero odiaba su trabajo y un odio profundamente asentado suele generar desatadas fabulaciones. Creía realmente que era un violinista aficionado con habilidades. Pero era lamentable. Un terrible arañaviolines capaz solamente de desafinar un puñado de sencillas melodías tradicionales aprendidas de oído y acompañado por un grupo de gruñones entusiastas de la comida ecológica. Este era el grupo de cámara de Fisher, cuyas habilidades alababa ante cualquiera que le preguntara cuando portaba a don Chirridos.

¡Otra vez despierto! exclamó Aunque he eliminado todo objeto posible de este apartamento, los que permanecen han tomado las características de sus hermanos fenecidos y me mantienen en vela. Podría vivir sin ese escritorio soltó de repente sentándose en la cama y mirando a su alrededor en la habitación. Entonces se planteó si sería capaz de dormir sin cama. Así pensó Seríamos solo yo y mi violín y mi atril y mi papel pentagramado y los Tres Bolígrafos Esenciales y mis libros de música. ¡Eso sí que sería una buena forma de vida! gritó. Consideró brevemente dormir cada noche en nueve o diez tiras de papel de cocina. ¡A quién pretendo engañar! aulló ¡Tengo diez mantas en la cama y me estoy congelando! Se apoyó de nuevo sobre el vendaje. ¡Aaaahh! chilló. Se apoyó sobre los hombros. Es sádico el amor que os tengo dijo a sus posesiones. Lo único que quiero en esta vida es mi violín. Y los Tres Bolígrafos Esenciales. ¡Te quiero en pelotas! gritó al apartamento. El nuevo credo. Minimalismo vital. Por supuesto que me gustan las cosas, nacemos para querer y atesorar cosas. Pero las prefiero cuando arden y se despedazan. Mira esa silla horrorosa. ¡No te necesito! le gritó Si me deshago de ti mañana habré logrado algo. Podría aprender a tocar montones de piezas, montones de pasajes difíciles, si tirara la silla y quizá también el escritorio. Bien esto es una idea, ¡el valor toma la palabra! Fisher se zambulló de nuevo en el intranquilo mar de sábanas aporreando el colchón con frustración. Permanezco despierto por culpa de cosas ¡de cosas! Pero repentinamente arrepentido pensó ¿Quién soy yo para quejarme?

Fisher había conocido a un hombre que dependía por completo de un objeto para dormir. Una máquina del sueño que una vez enchufada emitía un ronroneo y una seductora luz rosa. Este artilugio se fabricaba en Liechtenstein o Mónaco o cualquier otro lugar remoto y cuando una noche dejó de funcionar y tuvo que ser deportado a su país de origen el hombre comenzó a deshacerse. Cada día llegaba al trabajo con un aspecto más demacrado que el anterior. Comenzó a tomar seis o siete cócteles con la comida, con un temblor continuo y gritando sin parar a sus compañeros. Aparentemente la Schlafensmechanik se perdió en el Luftpost puesto que nunca regresó. Pero bastante antes de que debiera haber sido devuelta su dueño fue arrestado desgañitándose sin consuelo tras tratar de asesinar a un investigador del sueño. Este inoportuno le había dicho al pobre hombre que «no hay necesidad física de sueño» y le mostró evidencias científicas: algunos babuinos han sido obligados a jugar al baloncesto durante novecientas horas seguidas y posteriormente se han lanzado a procrear con absoluta normalidad.

Fisher siempre se retorcía de la risa con esta historia y al retorcerse se apoyó sobre el vendaje y ¡Aayyyyy! se incorporó sintiendo un latigazo en la herida. Observó la habitación. Finalmente cuando sin ser consciente el domingo se hizo lunes, cayó en la cama y se sumió en un sueño sin descanso y lleno de recelo.

1 El título del capítulo hace referencia a la misma obra que la cita inicial, Walden, de Henry David Thoreau. En numerosas ediciones, parece ser que en contra de los deseos del propio Thoreau, se subtituló «o mi vida en los bosques». La traducción de la cita corresponde a la edición de Javier Alcoriza y Antonio Lastra en la editorial Cátedra (2005).

2 La laguna Walden, en la que Thoreau vivió entre 1845 y 1847, pertenece a la localidad de Concord, vecina de Lexington, ambas en el estado de Massachusetts y consideradas parte del área metropolitana de Boston, de la que se encuentran a unos 30 kilómetros. La Batalla de Concord-Lexington da inicio a la Guerra de Independencia de los Estados Unidos en abril de 1775.

3 El poeta y ensayista Ralph Waldo Emerson lideró el movimiento del transcendentalismo, desarrollado fundamentalmente en la costa este estadounidense. Amigo y mentor de Thoreau, fue en un terreno de bosque de su propiedad en el que Thoreau construyó la cabaña junto a la laguna Walden en la que pasó dos años.

4 Harvard Square se sitúa en pleno centro de Cambridge, junto al histórico campus de la universidad. Centro comercial y de transporte, los residentes la conocen sencillamente como «la Plaza».

5 Barrio de Boston situado al sur del río Charles. Es una zona comercial de alto nivel caracterizada por albergar edificios clásicos victorianos, así como algunos de los edificios más altos de la ciudad, lo que la convierte en uno de los barrios más caros de Boston.

II. Divagaciones del protagonista

Afortunadamente el accidente de Bill Fisher en Walden no lo ha mantenido alejado del trabajo ¡y además es más fácil verlo por los pasillos con ese enorme vendaje! ¡Esperamos que te recuperes pronto, Bill!

Nota aparecida en el boletín del instituto.

Sí, afortunadamente abrirme la cabeza en el hielo no me ha mantenido alejado del trabajo pensó Fisher Mi trabajo aquí en este gran instituto. Dios no lo quiera. ¿Y quién dice que fue un accidente? se lamentó encorvándose en su escritorio como un zepelín mutilado. A solas en el centro de estudios Fisher no tenía nada en lo que pensar. Aunque para compensarlo a su alrededor se pensaba frenéticamente. Estaba rodeado en su misma planta de personas con titulaciones intermedias; en el piso superior, con diplomas menores; y sobre ellos dos capas de gente con títulos superiores, pipas, chaquetas de tweed y fregaderos individuales en sus oficinas para los utensilios del café. Todos soñaban. Al menos estaban todos sentados con la cabeza entre las manos igual que Fisher. Aunque pensaban en algo distinto a sentarse con la cabeza entre las manos. O eso se suponía al menos. Fisher imaginaba el instituto como un gran «Pastel de Ciencia» con sabor a levadura. Un baklava de ideas. Su oficina era pequeña y gris y ni siquiera la tenía para él solo. Tras un rudimentario panel de partición de la década de los cincuenta se sentaba un hombre con una titulación mediocre que le gritaba periódicamente. Fisher y el hombre (un tal profesor Smith)6 se comportaban como si tuvieran oficinas separadas pero no era más que una ilusión. Si Fisher quería fumar tenía que ir a la «sala de fumadores» que había sido creada por el presidente del grupo antitabaco («anti-» precisamente) del instituto. Un banco, un cubo. Fotografías de pulmones. Era absurdo. Tengo hambre, tengo sed pensó Fisher. Me pregunto si sonará el teléfono.

Sonará sin duda si cojo mi violín y me escapo a hurtadillas escaleras abajo hacia las máquinas expendedoras. ¡Las máquinas expendedoras! Ahí es donde se vive de verdad. Abajo en el gran sótano del instituto. Bajo las cálidas y hojaldradas capas de profesores soñadores. La masa humeante de tristes nostálgicos que sin duda planean en este momento toscas sorpresas de ingeniería genética para todos nosotros. O casi todos. No para ellos, desde luego. Pero es debajo donde está el auténtico meollo del instituto, el violento mundo del sótano.

El sótano es muy cálido en invierno. Entrar en él supone caer redondo por el poderoso olor amoniacal de las magníficas imprentas del instituto. Amplias avenidas canalizan carretillas elevadoras e incluso pequeños camiones eléctricos cargados de bebidas frías para los habitantes de las tripas. ¡El rugir de motores! Y desde los grandes bulevares del sótano se pueden ver los camiones alejarse en la distancia. A veces el sótano es como una mina. Inexpresivos y demacrados hombres conducen vagones, llevan a sus compañeros hacia las entrañas donde se realizan numerosos servicios propios de superhombres para los esponjosos soñadores de las cálidas capas superiores. Los hombres son mugrientos ahí abajo. Fisher se preguntó si habrían subido alguna vez a las plantas superiores los tipos sucios que permanecían en torno a las máquinas expendedoras depositando sus escasos centavos en ellas. A veces los entretenía con su violín (¡o eso pensaba él!): hombres con monos de trabajo bailando tarantelas y extrañas polcas en las infrecuentes áreas iluminadas de los oscuros túneles del sótano. Tengo que acordarme de ensayar pensó. A veces se podían escuchar los cantos fúnebres de un entierro en el sótano. Se supone que nadie debe verlos pero en susurros contenidos hay quien asegura haberlo hecho. Porteadores vestidos con monos negros cargan al fallecido hacia las entrañas en una de las carretillas eléctricas. Entonan sus cantos fúnebres al ritmo que un lúgubre percusionista marca sobre un bidón. Cuando Fisher decidía que el teléfono no sonaría y los soñadores de su planta parecían tan entumecidos por su propia esponjosa calidez que no requerirían nada de él, siempre se dirigía al sótano. Para una animada visita a los corpulentos hombres que lidian con verdaderos problemas. No los estúpidos enigmas concebidos cada hora e inmediatamente patentados en la masa dulce de las capas superiores.

Pero la capacidad de respuesta e incluso la determinación de Fisher se habían visto embotadas por el accidente y no tuvo la iniciativa de bajar al sótano. Permaneció sentado con la mirada fija y borrosa en su calendario. Normalmente se excedía trabajando. Habitualmente se estremecía ante la previsión de su próxima tarea. Era conocido por sus respuestas inmediatas ¡ME PONGO AHORA MISMO A ELLO! ¡SIN PROBLEMA! ¡DÉJALO EN MIS MANOS! Pero ahora estos pelmazos ven a otra persona pensó Cuando hacen pasar su brujería por mi escritorio. Les mantenía la mirada en blanco no por desafiarlos sino por mero adormilamiento. ¡Lerdo, estoy completamente lerdo y atontado para siempre por haberme golpeado la cabeza! pensó. ¿Dónde está tu informe? ¡Normalmente escribes un informe de veinte páginas! No podía recordar cómo responder a las quejas ¿? si es que había habido quejas. Mis únicos pensamientos claros se dijo Son sobre mi violín. Pero esto tampoco era cierto. Las sencillas melodías cortas que había aprendido antes del sábado quedaron desmembradas por el accidente el domingo. ¡Domingo! se lamentó ¿Cuándo volverán a ser normales mis reacciones? ¡Cállate! saltó Smith al otro lado de la partición.

Ojalá estuviera en casa pensó Fisher Me encanta estar en casa. Allí era donde se imaginaba que tocaba tan dulcemente a don Chirridos. Puedo hacer cualquier cosa que me apetezca en casa, no solo tocar con abandono emocional sino también escribir incisivos comentarios sociales y comprender a Locke y a Pollock pensó. Cuando Fisher estaba trabajando solo deseaba estar en casa. Pero cuando de hecho llegaba a casa comenzaba inmediatamente a inquietarse por el trabajo. Por el presupuesto y el informe sobre el uranio. En una noche cualquiera, se sentaba, se levantaba, se sentaba, se levantaba, danzaba alrededor de la casa, se sentaba, miraba desconsoladamente su violín, se levantaba, preparaba té, se sentaba, trataba de dibujar, arrugaba el dibujo, se levantaba, golpeaba los radiadores tratando de obtener calor, se sentaba, escribía pensamientos sobre un tipo que odia su trabajo en un cuaderno, le gustaba, lo odiaba, lo estrujaba chillando ¡Tengo demasiado papel en blanco!, se levantaba, buscaba en su apartamento objetos que tirar a la basura, se sentaba, miraba con el ceño fruncido sus muebles. Dos negros que se habían operado para convertirse en mujeres y ejercían de prostitutas y se amaban, vivían sobre Fisher y a menudo se enconaban la una con la otra por la noche. Y sobre ellos vivía la casera, un tiburón martillo. Odio estar en casa se lamentó. Al menos todo en la oficina pertenece a otro y no puedo más que vivir con ello, ¡ni hablar de minimalismo vital en el trabajo! No obstante Fisher había arrojado silenciosamente dos viejas sillas por la ventana de la escalera una tranquila mañana de primavera y nadie se quejó. Excepto la policía y la ventana del compañero que golpearon. Y se está calentito aquí dijo en voz alta. En casa temblaba sin parar en el frío infinito. El único ejercicio que practicaba era caminar hasta los bares y golpear el radiador. Sacaba el violín y tocaba algunas notas en el gélido aire y entonces, temblando, decidía dejarlo por hoy, fuera cual fuera ese hoy, y embestir hacia la cocina donde picaba algo y se encogía temeroso. Fisher le tenía pavor al abandono nocturno: el rescate de la televisión de su escondite en un armario y la alimentación ganadera a base de galletas y cerveza. Gimoteaba suavemente. Pero no está tan mal mi casa pensó Pronto me habré librado de todo lo que no necesito. No tendré nada más que mi violín, los Tres Bolígrafos Esenciales, libros de música y papel pentagramado. Y mi atril. Compraba bolígrafos y nuevos tipos de papel cada semana. Estoy enfermo pensó Quiero un bolígrafo nuevo ahora mismo, mi accidente no me ha ayudado, de eso soy consciente. Los fetiches te limitarán y te destruirán. Pero tienes que mantener tus manías dentro de límites razonables. Pero ¿por qué no se dan cuenta se preguntaba De que soy violinista?, ¿que no pertenezco a todo esto? ¿Cómo es que no lo ven claro y evidente? ¿Por qué no me he transformado? ¡Quizá sería más sencillo si pudiera librarme de este letargo postraumático y cuando entrasen con su puto presupuesto, lo cogiera y saltara sobre el escritorio y me colgara de la lámpara uh uh uh uh como los monos! ¡Y lo hiciera trizas y me lo comiera! Encorvado sobre el escritorio con los ojos brillantes y hambrientos de los monos del zoo. Fisher se desplomó sobre la mesa. Ruido de pasos en el pasillo. Así no arreglamos nada se lamentó. El presupuesto. Ya. Ahora, tiene que ser ahora cuando hay trabajo que hacer. Y no me he tomado ni un dulce. Y no me he escapado al sótano para estar solo al menos unos cuantos minutos de mierda. Sonó el teléfono. Fisher se balanceó con las manos sobre las orejas: Laughton7 en su torre. ¡Ohhh las campanas!

Alargó la mano para coger el teléfono y se pinchó con la punta de un lápiz que sobresalía de una caja de té situada sobre la mesa. ¡Au! dijo al auricular. ¿William? respondió una voz de mujer. Fisher se ilusionó un instante hasta que fue consciente de que era la voz de su amante, Jillian Hardy. La relación con Jillian era tensa. Tensa por culturales miramientos, atrapada en clínicos tocamientos. Ya lo verán. Ninguno de los dos estaba cómodo. ¿Jillian? Sí ¿qué tal? No muy bien la verdad, me di un golpe en la cabeza. ¿Eh?, ¿con qué? Con la laguna Walden. ¡¿Cómo?! Fui ayer con Donald y me resbalé en el hielo y me golpeé la cabeza. Me dieron diez puntos. ¡Puntos! Dios Santo William los exámenes. Mis exámenes están a la vuelta de la esquina dijo ella. ¿Y qué tiene esto que ver? preguntó Fisher que conocía muy bien la respuesta. Pero ¿por qué me haces estas cosas? se quejó Jillian. No te lo hice a ti, me lo hice a mí contestó Fisher con enfado. Si te lo hubiera hecho a ti jamás me permitirías olvidarlo pensó Además no lo hice yo, sucedió. En serio William ahora supongo que tendré que cuidarte. ¡No te molestes! Oye no me gusta el tono este que me pones ahora todo el tiempo. Mientras escuchaba con resentimiento a Jillian, una nube gaseosa comenzó a formarse en los intestinos de Fisher. ¡Tengo que cambiar de asiento! quiso gritar. No sé a qué tono te refieres respondió en un leve chirrido. Sí que lo sabes. Tengo que… ¡hiiii! gritó Fisher que empezaba a sudar con profusión. ¿William? ¿Estás… dolorido? Ooooh gimió Fisher Hablamos luego. ¡Muy bien! ¡Solo trataba de ser comprensiva! Esta noche hablamos concluyó Fisher. ¡No estés tan seguro! Se colgaron mutuamente. Fisher corrió hacia la puerta y aceleró pasillo adelante. Perdió el equilibrio un momento —¡Yaaaa!— al resbalar en un charquito en el que chapoteaba perezosamente un conserje. Se enderezó y alcanzó el baño, aliviándose sonoramente en la fresca caverna. Fisher podía tener otros atributos pero desde luego no el de la discreción. ¡Dios! exclamó una voz quejumbrosa en un cubículo cerrado.

PLANETARIO DE BOSTON

El Boston que describe este texto se asienta en el fondo de un gran cuenco. ¿Quizá un cuenco natural fruto de la geología como el gran cráter en el que se encuentra Los Ángeles? ¡Pueden pensar eso si lo prefieren! Pero, querido lector, lo cierto es que Boston se sitúa en el fondo de un gran inodoro. Una auténtica letrina.

Año tras año de agosto a julio toma asiento sobre este inodoro un Ser tan imponente, tan enorme que nadie nunca lo ha visto o le ha puesto nombre. No podría ser Dios puesto que Dios es misericordioso. Pero desde su asiento el Ser tiene una visión de conjunto de la costa este, hacia el oeste los Apalaches, Ohio, quizá Pikes Peak8 en un día claro. Ya se hacen ustedes una idea (si, digamos, el inodoro estuviera a 30 kilómetros de altura y el Ser tuviera proporciones humanas sus ojos se elevarían a 150 kilómetros y podría quizá ser capaz de ver Hawái. Por supuesto ojos de tal tamaño captarían más luz… podría entre otras cosas ver a gran profundidad bajo el agua). ¡Suficiente! La cuestión es que todo lo conocido por medios meteorológicos, astronómicos y metafísicos en Boston son las paredes de esta gigantesca letrina (en cuyo lado oeste se encuentra el fresco de los Berkshires)9