Edith Hamilton (1868-1963) nació en Dresden, Alemania, en el seno de una familia norte­americana, y creció en Indiana. Dirigió la Bryn Mawr School de Baltimore de 1896 a 1922. Al retirarse, comenzó a escribir sobre las civili­zaciones del mundo antiguo y pronto recibió reconocimiento internacional como helenista. Entre sus obras más vendidas se encuentran Mitología, El camino de los griegos, El camino de los romanos y El eco de Grecia. En 1957, el rey Pablo I le concedió la Cruz de Oro de la Orden de la Gracia, la más alta recompensa de Grecia.

Contraportada
Portada

ÍNDICE

Página de título

Página de créditos

Prólogo

Introducción a la mitología clásica

La mitología de los griegos

Los escritores griegos y romanos de la mitología

PRIMERA PARTE: LOS DIOSES, LA CREACIÓN Y LOS PRIMEROS HÉROES

I. LOS DIOSES

Los titanes y los doce grandes del Olimpo

Los dioses menores del Olimpo

Los dioses de las aguas

El inframundo

Los dioses menores de la tierra

Los dioses romanos

II. LOS DOS GRANDES DIOSES DE LA TIERRA

Deméter (Ceres)

Dioniso (Baco)

III. LA CREACIÓN DEL MUNDO Y DE LA HUMANIDAD

IV. LOS PRIMEROS HÉROES

Prometeo e Io

Europa

El cíclope Polifemo

Mitos florales: Narciso, Jacinto y Adonis

SEGUNDA PARTE: RELATOS DE AMOR Y AVENTURAS

I. CUPIDO Y PSIQUE

II. OCHO BREVES RELATOS DE ENAMORADOS

Píramo y Tisbe

Orfeo y Eurídice

Ceice y Alcíone

Pigmalión y Galatea

Baucis y Filemón

Endimión

Dafne

Alfeo y Aretusa

III. LA BÚSQUEDA DEL VELLOCINO DE ORO

IV. CUATRO GRANDES AVENTURAS

Faetón

Pegaso y Belerofontes

Oto y Efialtes

Dédalo

TERCERA PARTE: LOS GRANDES HÉROES ANTERIORES A LA GUERRA DE TROYA

I. PERSEO

II. TESEO

III. HÉRCULES

IV. ATALANTA

CUARTA PARTE: LOS HÉROES DE LA GUERRA DE TROYA

I. LA GUERRA DE TROYA

El juicio de Paris

II. LA CAÍDA DE TROYA

III. LAS AVENTURAS DE ULISES

IV. LAS AVENTURAS DE ENEAS

De Troya a Italia

El descenso al inframundo

La guerra en Italia

QUINTA PARTE: LAS GRANDES FAMILIAS DE LA MITOLOGÍA

I. LA CASA DE ATREO

Tántalo y Níobe

Agamenón y sus hijos

Ifigenia entre los tauros

II. LA CASA REAL DE TEBAS

Cadmo y sus hijas

Edipo

Antígona

Los siete contra Tebas

III. LA CASA REAL DE ATENAS

Cécrope

Procne y Filomela

Procris y Céfalo

Oritía y Bóreas

Creúsa e Ión

SEXTA PARTE: LOS MITOS MENORES

I. MIDAS (ENTRE OTROS)

Midas

Esculapio

Las danaides

Glauco y Escila

Erisictón

Pomona y Vertumno

II. MITOS BREVES

SÉPTIMA PARTE: LA MITOLOGÍA NÓRDICA

INTRODUCCIÓN A LA MITOLOGÍA NÓRDICA

I. LAS LEYENDAS DE SIGNY Y SIGURD

II. LOS DIOSES NÓRDICOS

La creación

La sabiduría nórdica

Cuadros genealógicos

Acerca de la autora

Acerca de este libro

Mitología

Título original: Mythology

D. R. © 2008, Carmen Aranda, por la traducción.

Ilustración de portada: Gabriel Pacheco

Primera edición: marzo de 2021

D. R. © 2020, de la presente edición en castellano para América Latina y Estados Unidos:

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

ISBN: 9786079889845

Papel 100% procedente de bosques gestionados de acuerdo con criterios de sostenibilidad.

Conversión eBook:

Portada

Edith Hamilton
Mitología
Relatos atemporales de dioses y héroes griegos, latinos y nórdicos

Traducción de Carmen Aranda

El gran clásico que ha cautivado y deleitado a millones de lectores alrededor del mundo con sus relatos atemporales de los dioses y los héroes que nos han inspirado desde el origen de los tiempos.

Publicada por primera vez en 1942, la Mitología de Edith Hamilton se convirtió rápidamente en una obra de referencia sobre los grandes relatos mitológicos. Conocido por sus continuas reediciones en inglés y en sus múltiples traducciones, este compendio de los mitos griegos, latinos y nórdicos constituye uno de esos libros imprescindibles en toda biblioteca.

«La clara intención de Hamilton es despojar al campo olímpico y sus manifestaciones de grandilocuencia pero no de grandiosidad. No hay aquí hinchazones ni tampoco simplificaciones. Hay, por el contrario, una sabiduría que se apasiona por sus temas y que se nos desea transmitir con rigor y levedad, con viveza y suspicacia, y también con la libertad que generan la ironía y el humor. Y, sobre todo, esa sabiduría está habitada por el feliz propósito de dar cauce a un relato continuado, fluido, casi infinito. Las voces que retumban en el libro son las voces de las fuentes originales (Homero, Lucio, Ovidio, Apolonio, Virgilio, las sagas y las Eddas nórdicas) que se reordenan y se transforman al encadenarse a una secuencia elocuente que les impone una nobleza alta, un ritmo que no desmaya, un embrujo palpitante.»

Letras Libres

PRÓLOGO

Un libro sobre mitología debe nutrirse de fuentes muy distintas. Mil doscientos años separan a los primeros de los últimos escritores que nos han hecho llegar los mitos, historias tan distintas entre sí como La Cenicienta y El rey Lear. Reunirlas todas en un solo volumen es, en cierta forma, como si recopiláramos las historias de la literatura inglesa desde Chaucer hasta las baladas, pasando por Shakespeare y Marlowe, Swift y Defoe, Dryden y Pope, y así sucesiva­mente, para terminar, digamos, con Tennyson y Browning, o incluso, si queremos que la comparación sea más auténtica, con Kipling y Galsworthy. La colección inglesa sería mayor, pero los materiales que contendría no serían mucho más distintos entre sí. En realidad, Chaucer es más pare­cido a Galsworthy, y las baladas a Kipling, que Homero a Lucio o Esquilo a Ovidio.

Ante este problema, descarté desde el principio cualquier intención de unificar los relatos. Eso habría significado rebajar, por así decirlo, El rey Lear al nivel de La Cenicienta —el proceso inverso, obviamente, no es posible—, o narrar a mi modo unas historias que no eran en absoluto mías, y que los grandes escritores habían contado de la manera que más se adecuaba a su tema. No quiero decir, por supuesto, que el estilo de un gran escritor pueda reproducirse, ni que yo deba soñar con semejante hazaña. Mi única ambición es que el lector distinga entre los escritores tan diversos de los que recibimos nuestro conocimiento de los dioses. Por ejemplo, Hesíodo es un escritor notablemente sencillo y piadoso; es inocente, incluso infantil, algunas veces tosco, y siempre compasivo. En este libro hay muchas historias que sólo ha contado él y, junto a ellas, otras que sólo contó Ovidio: sutil, refinado, afectado, tímido y completamente escéptico. Me he esforzado en hacer ver al lector alguna diferencia entre estos escritores tan distintos. Después de todo, si uno abre un libro como éste, no es para ver si el autor ha vuelto a contar las historias de una forma más divertida, sino para acercarse todo lo posible al original.

Mi esperanza es que aquellos que no conocen los clásicos adquieran de esta forma no sólo un conocimiento de los mitos, sino una pequeña idea de cómo eran los escritores que los narraron y que han demostrado ser, al menos du­rante dos mil años, inmortales.

INTRODUCCIÓN A LA MITOLOGÍA CLÁSICA

De antiguo se distinguió la raza helénica de los bárbaros como más aguda y menos insensata.

HERÓDOTO I: 60

En general, se cree que las mitologías griega y roma­na nos muestran cómo pensaba y sentía la raza hu­ma­na en tiempos inmemoriales. A través de ellas, según este punto de vista, podemos desandar el camino desde el hombre civilizado que vive lejos de la naturaleza hasta aquel que vivía en comunidad y en estrecho contacto con lo natural; el verdadero interés de los mitos es que nos guían hasta un tiempo en que el mundo era más nuevo y la gente se sentía conec­tada con la tierra, con los árboles y los mares, con las flores y los montes, de una forma muy distinta a como nos podemos sentir en la actualidad. Mientras las historias iban cobrando forma, se nos da a entender, to­davía no estaba claramente delimitado qué era lo real y qué lo irreal. La imaginación se hallaba vivamente despierta, sin los condicionantes de la razón, así que cualquiera podía ver en un bosque, entre los árboles, una ninfa volando, o el rostro de una náyade en las profundidades del estanque cristalino sobre el que se había inclinado para beber.

La perspectiva de retroceder hasta este delicioso estado se extiende a casi cualquier escritor que trate la mitología clásica, sobre todo a los poetas. En ese tiempo infinitamente remoto, el hombre primitivo podía

Observar a Proteo surgiendo de los mares

o al viejo Tritón soplando su cuerno enguirnaldado.

Y por un momento podemos captar, a través de los mitos que construyó, un destello de la extraña y maravillosa ani­mación de aquel mundo.

Pero basta un muy breve repaso a las costumbres de los pueblos bárbaros de todas partes en todas las épocas para hacer estallar esa romántica burbuja. No hay duda alguna de que el hombre primitivo, ya sea en la Nueva Guinea de hoy o hace una eternidad en las tierras vírgenes prehistóricas, no es ni ha sido un ser que pueble su mundo con fantasías brillantes y visiones encantadoras. En los bosques primitivos acechaban los monstruos, no las ninfas ni las náyades. Ahí vivía el terror con su íntima colaboradora, la magia, y su arma más habitual, el sacrificio humano. Para escapar a la cólera de cualquier divinidad que anduviera por el otro mundo, los humanos ponían toda su esperanza en algún rito mágico, absurdo pero impactante, o en presentar una ofrenda que les resultara penosa y difícil.

LA MITOLOGÍA DE LOS GRIEGOS

Esta imagen sombría está en las antípodas de las historias de la mitología clásica. El estudio de cómo contemplaba su entorno el primer hombre no se apoya mucho en los griegos: de hecho, resulta sorprendente lo poco que los antropólo­gos tratan los mitos griegos.

Por supuesto que los griegos también tenían sus raíces en el cieno primigenio. Por supuesto que también vivie­ron en alguna época una vida salvaje, terrible y brutal. Pero de lo que los mitos sí dan fe es de cuánto se habían elevado sobre la ferocidad y la mugre de antaño hacia la época en que empezamos a saber de ellos. En estas historias, apenas queda huella de aquellos tiempos.

No sabemos cuándo se contaron estas historias por primera vez bajo la forma actual; pero, sea cuando fuere, hacía mucho que la vida primitiva se había dejado atrás. Los mitos, como los conocemos, son la creación de grandes poetas. El primer testimonio escrito de Grecia es la Ilíada. La mitología griega comienza con Homero, que se cree que vivió unos mil años antes de Cristo. La Ilíada es, o contiene, la literatura griega más antigua; está escrita en un estilo rico y sutil, con un lenguaje precioso tras el que se adivinan siglos de esfuerzo humano por expresarse con claridad y belleza, lo que es prueba indiscutible de civilización. Las historias de la mitología griega no arrojan una luz clara sobre cómo era la primera raza humana, pero sí sobre cómo eran los primeros griegos, una cuestión que se diría de la mayor importancia para nosotros, que somos sus descendientes intelectual, artística y hasta políticamente; nada de lo que aprendamos de ellos nos puede ser ajeno.

La gente habla a menudo del “milagro griego”, tratan­do de expresar con esta frase el nuevo nacimiento del mundo con el despertar de Grecia. “Pasó lo viejo, todo es nuevo.” Algo parecido ocurrió en Grecia. No tenemos la más remota idea de por qué ocurrió ni de cuándo fue; sólo sabemos que en los primeros poetas griegos surgió un nuevo punto de vista, que el mundo no había soñado antes, pero que jamás abandonaría después. Con el avance de Grecia, la humanidad se convirtió en el centro del universo, en lo más importante. Fue una revolución del pensamiento: hasta entonces, los seres humanos habían contado poco. En Grecia, el hombre se dio cuenta por vez primera de lo que era la humanidad.

Los griegos crearon a los dioses a su imagen y semejanza, algo que nunca había concebido la mente humana. Hasta entonces, los dioses no habían sido un reflejo de la realidad, sino algo totalmente distinto a cualquier ser vivo. En Egipto, un dios era un imponente coloso, inmóvil, al que resultaba inconcebible dotar de movimiento, tan anclado a la tierra como las tremendas columnas del templo: una represen­tación humana deliberadamente hecha inhumana. O una figura rígida, una mujer con cabeza de gato que sugiere una crueldad inhumana e inflexible. O una monstruosa y misteriosa esfinge, ajena a todo lo que vive. En Mesopotamia, bajorrelieves de formas bestiales que no se parecen a ningún animal conocido, hombres con cabeza de pájaro y leones con cabeza de toro y ambos con alas de águila, eran creaciones de artistas que se afanaban en producir algo nunca visto excepto en sus propias mentes, la consumación misma de la irrealidad.

Estos seres y otros semejantes eran los que adoraban los pueblos anteriores a los helenos. Sólo tenemos que pensar en cualquier estatua griega de un dios, tan normal y natural, con toda su belleza, para darnos cuenta de que al mundo había llegado una nueva forma de pensar, con la que el universo se volvía un lugar racional.

San Pablo dijo que lo invisible debe entenderse por lo visible: esta no era una idea hebrea, sino griega. Sólo en Grecia, en la antigüedad, se preocupaba la gente por lo visible, y encontraba la satisfacción de sus deseos en lo que era realmente el mundo que lo rodeaba. El escultor observaba a los atletas compitiendo en los Juegos y sentía que él no podría imaginar nada que fuera tan hermoso como esos cuerpos jóvenes y fuertes, así que creó su estatua de Apolo. El narrador descubrió a Hermes entre la gente a la que se encontraba por la calle. Vio al dios como “un joven príncipe a quien le apunta el bozo y que tiene todo el encanto de la mocedad”, como dice Homero. Los artistas y los poetas griegos se dieron cuenta de lo espléndido que podía ser el hombre: recto, rápido y fuerte, y de que era la realización misma de la belleza que buscaban. Por eso no tuvieron el deseo de crear una fantasía puramente mental: todo el arte y todo el pensamiento de Grecia se centraban en los seres humanos.

Con estos dioses humanos, el cielo se convirtió en un lugar agradable y familiar: los griegos se sentían ahí como en su casa. Sabían exactamente lo que hacían ahí sus habi­tantes, qué comían y qué bebían, dónde celebraban sus banquetes y cómo se divertían. Por supuesto, había que temerles: tenían poder y podían ser peligrosos cuando se enfadaban. Sin embargo, quien supiera tener cuidado podía sentirse a gusto en su compañía; podía, incluso, darse el lujo de reírse de ellos. El principal objeto de burla era Zeus, siempre tratando de esconder a su esposa sus aventurillas, que acababan invariablemente por saberse: los griegos se divertían mucho con él, y gozaba de muchas simpatías gracias a eso. Hera resultaba un típico personaje de comedia, el de la arquetípica mujer celosa, y los ingeniosos trucos con los que trataba de poner a su marido en un brete y castigar a su rival divertían a los griegos como hoy nos divierten las modernas Heras. Con tales historias, se vivía en un ambiente relajado: reírse resultaba inconcebible ante una esfinge egipcia o una figura asiria de bestia con cabeza de pájaro, pero era de lo más natural en el Olimpo, y de ahí que sus dioses fueran tan cercanos. Incluso en la tierra, las deidades re­sulta­ban enorme y humanamente atractivas. Con forma de doncellas jóvenes y encantadoras, poblaban los bosques, los ríos y los mares, en armonía con la hermosa tierra y las aguas cristalinas.

Y ese es el milagro de la mitología griega: un mundo humanizado que liberó a los hombres del miedo paralizante a algo omnipotente y desconocido. Lo misterioso y aterrador a lo que se rendía culto en otros lugares, aquellos espíritus terribles que plagaban tierra, mar y aire, fue erradicado de Grecia. Puede resultar extraño decir que a los hombres que crearon los mitos no les gustaba lo irracional y amaban lo concreto, pero es cierto, por muy salvajemente fantásticas que sean algunas historias. Cualquiera que las lea con atención descubrirá que incluso lo más absurdo sucede en un mundo en esencia racional y práctico. De Hércules, cuya vida fue un largo combate contra increíbles monstruos, se dice que había tenido su hogar en la ciudad de Tebas. El lugar preciso donde Afrodita nació de la espuma podía visitarlo cualquier turista de la antigüedad: se encontraba exactamente en la costa de la isla de Citera. El alado corcel Pegaso, después de pasarse el día surcando el cielo, volvía cada noche a su confortable establo de Corinto. Ese tipo de moradas conocidas y familiares otorgaban realismo a los seres míticos. Si la mezcla parece infantil, piénsese en lo tranquilizador y sensato que resulta un entorno estable en comparación con ese genio que viene de no se sabe dónde cuando Aladino frota la lámpara y, una vez completada su tarea, vuelve a no se sabe dónde.

En la mitología clásica no tiene cabida lo terroríficamente irracional. La magia, tan poderosa en el mundo antes y después de Grecia, aquí es casi inexistente. No hay ningún hombre, y sólo dos mujeres, con poderes terribles y sobrenaturales: los hechiceros demoniacos y las brujas viejas y espantosas que rondaban Europa, y América también, hasta hace relativamente poco no representan papel alguno en estas historias. Las únicas brujas, Circe y Medea, son jóvenes y de una belleza sin par: deliciosa, no horrible. La astrología, que ha florecido desde los días de la antigua Babilonia hasta hoy, se halla completamente ausente en la Grecia clásica. Existen muchas historias sobre las estrellas, pero ni rastro de la idea de que influyan en la vida de los hombres; cuando la mente griega se aplicó a las estrellas, lo que produjo fue la astronomía. Tampoco hay un solo relato con algún sacerdote terrible al que deba temerse porque conoce formas de ganarse a los dioses o de provocarlos; el sacerdote aparece rara vez y nunca es importante. En la Odisea, cuando un sacerdote y un poeta caen de rodillas ante Odiseo, rogán­dole que les perdone la vida, el héroe mata al sacerdote sin pensárselo, pero salva al poeta. Homero dice que siente pavor de matar a un hombre cuyo arte divino le fue otorgado por los dioses. No era el sacerdote, sino el poeta, el que tenía influencia en el cielo, y nadie ha tenido miedo jamás de un poeta. Tampoco los fantasmas, que han representado un importante y muy temible papel en otros lugares, aparecen nunca sobre la tierra en una historia griega. Los griegos no tenían miedo a los muertos, “los piadosos muertos”, como se les llama en la Odisea.

El mundo de la mitología griega no era un lugar de terror para el espíritu humano. Es cierto que los dioses resultaban impredecibles y desconcertantes; uno nunca podía adivinar dónde iba a golpear el rayo de Zeus. Sin embargo, toda la asamblea divina, con muy pocas y en su mayor parte poco importantes excepciones, era maravillosamente hermosa, de una belleza humana, y ninguna belleza humana es realmente aterradora. Los primeros mitólogos griegos transformaron un mundo lleno de miedo en un mundo lleno de belleza.

Esta prometedora estampa tiene sus puntos negros. El cambio se produjo lentamente y nunca se completó del todo. Durante mucho tiempo, esos dioses humanizados fueron tan sólo un poco mejores que sus fieles; sin duda, tenían más encanto y más poder, y además eran inmortales, pero a menudo se comportaban como jamás lo haría un hombre o una mujer de bien. En la Ilíada, Héctor es de lejos más noble que cualquier criatura celestial, y se prefiere a Andrómaco mil veces más que a Atenea o a Afrodita. Hera es una diosa muy poco humana de principio a fin, y casi todas las radiantes divinidades pueden actuar de forma cruel o desdeñosa. En el cielo de Homero prevalece un límite difuso entre lo bueno y lo malo, que aún duraría mucho tiempo.

También destacan otros puntos negros. Hay vestigios de una época en la que existían dioses-bestia. Los sátiros eran hombres cabra y los centauros mitad hombre y mitad caballo. A menudo, a Hera se le llama “cara de vaca”, como si el epíteto se le hubiera quedado pegado en el curso de todos sus cambios, desde vaca sagrada hasta la mismísima forma humana de reina del cielo. También hay historias que apuntan claramente a tiempos en que se celebraban sacrificios humanos, aunque lo sorprendente no es que hayan permanecido esos fragmentos dispersos de creencias salvajes, sino que sean tan pocos.

Por supuesto que el monstruo mítico se halla presente con todo tipo de formas —“hórridas hidras, gorgonas y quimeras”—, pero están ahí sólo para proporcionar al héroe la recompensa de la gloria. ¿Qué iba a hacer en un mundo sin ellas? Siempre las vence. El gran héroe de la mitología, Hércules, podría ser una alegoría de la propia Grecia: luchó contra los monstruos y liberó a la tierra de ellos igual que Grecia liberó a la tierra de la idea monstruosa de la supremacía inhumana sobre la humana. La mitología griega se compone en gran parte de historias sobre dioses y diosas, pero no debe leerse como una especie de biblia griega, ni como un compendio de la religión griega. Según la idea más moderna, un auténtico mito no tiene nada que ver con la religión. Es una explicación de algo de la naturaleza, por ejemplo, cómo llegó a existir cada uno de los elementos del universo: los hombres, los animales, éste o aquel árbol o flor, el sol, la luna, las estrellas, las tormentas, las erupciones y los terremotos…, todo lo que es y todo lo que ocurre. Los relámpagos y los truenos surgen cuando Zeus lanza sus rayos. Un volcán entra en erupción porque dentro de esa montaña está presa una terrible criatura que de tanto en tanto intenta libe­rarse. El Cazo, la constelación también llamada Osa Mayor, no baja nunca del horizonte porque una vez una diosa se enfadó con ella y decretó que nunca pudiera sumergirse en el mar. Los mitos son la primera ciencia, el resultado del primer intento humano de explicar aquello que los hombres veían alrededor. Pero hay muchos pretendidos mitos que no explican nada en absoluto: relatos que son puro entretenimiento, el tipo de cosas que la gente se cuenta en una larga noche de invierno. La historia de Pigmalión y Galatea es un ejemplo: no tiene ninguna conexión explicable con evento alguno de la naturaleza, como tampoco la búsqueda del vello­cino de oro, ni Orfeo y Eurídice, ni muchas otras. Este hecho se acepta de forma generalizada hoy día, y no tenemos que tratar de encontrar en cada heroína la luna o el amanecer, ni en la vida de cada héroe el mito del sol. Estas historias son la primera literatura igual que son la primera ciencia.

Pero la religión está ahí también. Por supuesto, como telón de fondo, pero evidente, no obstante. Desde Homero, pasando por los escritores de tragedias e incluso después, se da un entendimiento cada vez más profundo de lo que necesitan los seres humanos y de lo que deben encontrar en sus dioses.

Zeus, el señor del rayo, al parecer fue alguna vez el dios de la lluvia, y era entonces un ser supremo, más incluso que el sol, porque Grecia es un país pedregoso que necesita más lluvia que rayos de sol. Así, el dios de los dioses era el que podía dar a sus fieles la preciada agua de la vida. Pero el Zeus de Homero no es una creación de la naturaleza: es una persona que vive en un mundo donde ya ha aparecido la civilización y, por supuesto, tiene su medida de lo correcto y lo incorrecto —aunque no es muy elevada, ciertamente, y al parecer la aplica a los otros más que a sí mismo. Sin embargo, castiga a los hombres que mienten y rompen sus juramentos; se enfada ante cualquier ofensa a los muertos, y se apiada del anciano Príamo y lo ayuda cuando éste acude suplicante a Aquiles. En la Odisea, hace gala de una moralidad aun mayor. El porquero dice aquí que el necesitado y el extranjero son de Zeus y que aquel que falla a la hora de ayudarlos peca contra el mismísimo señor del rayo. No mucho después de la Odisea, puede que incluso al mismo tiempo, Hesíodo dice de un hombre que hace el mal al suplicante y al extraño, o de quien es injusto con un niño huérfano, que “con ese hombre se enfada Zeus”.

Entonces la justicia se convirtió en compañera de Zeus, y esto era una idea nueva. Los capitanes aventureros de la Ilíada no querían justicia: querían poder apropiarse de todo lo que se les antojara porque eran fuertes y querían un dios que estuviera del lado de los fuertes. Pero Hesíodo, un campesino que vivía en un mundo de pobres, sabía que éstos deben tener un dios justo. Escribió: “Los peces, las bestias y las aves se devoran los unos a los otros. Pero Zeus le ha dado al hombre justicia. Junto al trono de Zeus, la justicia tiene su asiento”. Estos pasajes muestran que las grandes y amargas necesidades de los indefensos tenían eco en el cielo y estaban cambiando al dios de los fuertes por el dios protector de los débiles.

Por tanto, detrás de las historias de un Zeus apasionado, un Zeus cobarde o un Zeus ridículo, podemos vislumbrar a otro Zeus que empieza a surgir, mientras los hombres se vuelven cada vez más conscientes de lo que les exige la vida y de lo que necesitan de los dioses a los que veneran. Progresivamente, este Zeus desplaza a los otros, hasta que ocupa toda la escena; se convierte al cabo, en palabras de Dion Crisóstomo, que escribió durante el siglo II d. C., en “nuestro Zeus, el dador de todos los buenos dones, el padre común, salvador y guardián de la humanidad”.

La Odisea habla de “lo divino por lo que todos los hombres suspiran”; cientos de años más tarde escribe Aristóteles: “La excelencia, que la raza de los mortales se toma tanto trabajo en aprender”. Los griegos, desde los primeros mi­tologistas en adelante, tuvieron una percepción de lo divino y lo excelente. Su anhelo era lo bastante grande como para que nunca cejaran en su empeño de verlo con claridad, hasta que al final los truenos y los rayos se transformaron en el padre universal.

LOS ESCRITORES GRIEGOS Y ROMANOS DE LA MITOLOGÍA

La mayor parte de los libros sobre relatos de la mitología clásica depende principalmente del poeta latino Ovidio, que escribió en tiempos del emperador Augusto. Ovidio es un compendio de mitología: ningún escritor antiguo puede compararse con él en este aspecto. Contó casi todas las historias y las contó profusamente. Hay muchos relatos de la literatura o el arte que nos resultan familiares, pero que han llegado hasta nosotros sólo a través de sus páginas. En este libro he evitado usarlo en la medida de lo posible; sin duda era buen poeta y narrador, capaz de apreciar los mitos lo suficiente como para darse cuenta del excelente material que le ofrecían, pero se encontraba aún más lejos de ellos en su punto de vista de lo que nos encontramos nosotros hoy. Para él eran un puro sinsentido. Escribió:

Yo digo que las monstruosas mentiras de los antiguos poetas

jamás han sido vistas, ni ahora ni entonces, por ojos humanos.

Dice en efecto a su lector: “No importa lo estúpidos que sean. Les vestiré con tal elegancia para ustedes que les gustarán”. Y así lo hace: a menudo, con demasiada elegancia incluso, pero en sus manos las historias que eran verdades objetivas y solemnes para los primeros poetas griegos Hesíodo y Píndaro, y vehículos de una profunda verdad religiosa para los trágicos griegos, se convirtieron en relatos huecos, algunas veces ingeniosos y divertidos, a menudo sentimentales y de retórica confusa. Los mitólogos griegos no son retóricos y además carecen notablemente de sentimentalismos.

La lista de los principales escritores a través de los cuales nos han llegado los mitos es larga. La encabeza Homero, por supuesto: la Ilíada y la Odisea son, o mejor dicho, contienen, los escritos griegos más antiguos de los que disponemos. No hay forma de fechar con exactitud parte alguna de ellos; los estudiosos difieren mucho entre sí y no parece que vayan a ponerse de acuerdo pronto. Una fecha tan incuestionable como cualquier otra es el año 1000 a. C., al menos para la Ilíada, el más antiguo de los dos poemas.

En todo lo que sigue, aquí y en el resto del libro, se entiende que las fechas se refieren a antes de Cristo, a menos que se indique lo contrario.

Al segundo escritor de la lista se le sitúa en ocasiones en el siglo noveno, otras en el octavo. Hesíodo fue un pobre granjero que llevó una vida dura y amarga. No puede haber un contraste mayor que el que se da entre su poema Los trabajos y los días, donde intenta mostrar a los hombres cómo vivir una buena vida en un mundo hostil, y el elegante esplendor de la Ilíada y la Odisea. Sin embargo, Hesíodo tiene mucho que decir de los dioses, y hay otro poema que se le atribuye, la Teogonía, que trata sobre todo de mitología. Si lo escribió Hesíodo, un humilde campesino que vivía en una granja solitaria lejos de la ciudad, fue el primer griego en preguntarse cómo había ocurrido todo: el mundo, el cielo, los dioses, la humanidad, y en idear una explicación; Homero nunca se cuestionó nada de esto. La Teogonía es un compendio de la creación del universo y de las generaciones de dioses, un texto básico en la mitología. A continuación, vienen los Himnos homéricos, una serie de poemas escritos en honor de varios dioses. No pueden fecharse con seguridad, pero los primeros de estos himnos se consideran, por parte de la mayoría de los estudiosos, como de finales del siglo octavo o principios del séptimo. El último en importancia (hay treinta y tres en total) pertenece a la Atenas del siglo quinto o posiblemente del cuarto.

Píndaro, el poeta lírico más importante de Grecia, empe­zó a escribir hacia el final del siglo sexto. Compuso sus Odas en honor a los vencedores en los juegos de los grandes festivales nacionales de Grecia, y en cada uno de sus poemas se cuentan los mitos o se alude a ellos; para la mitología, es un escritor tan importante como Hesíodo.

De los tres poetas trágicos, Esquilo, el mayor, era contemporáneo de Píndaro, y los otros dos, Sófocles y Eurípides, un poco más jóvenes; este último murió a finales del siglo quinto. Salvo Los persas de Esquilo, escrita para celebrar la victoria de los griegos sobre los persas en Salamina, todas sus obras tratan de temas mitológicos y, junto a Homero, son la fuente más importante para nuestro conocimiento de los mitos.

El gran escritor de comedia Aristófanes, que vivió en la última parte del siglo quinto y principios del cuarto, se re­fiere a menudo a los mitos, como también lo hacen dos magníficos prosistas: Heródoto, el primer historiador de Europa, contemporáneo de Eurípides, y Platón, el filósofo, que vivió menos de una generación después.

Los poetas alejandrinos vivieron en torno al año 250 a. C. Se les llamaba así porque, en su época, el centro de la literatura griega ya se había trasladado desde Grecia hasta Alejandría, en Egipto. Apolonio de Rodas contó con detalle la búsqueda del vellocino de oro y, en relación con esta historia, un buen número de mitos. Él y otros tres alejandrinos que también escribían sobre mitología, los poetas pastoriles Teócrito, Bión y Mosco, habían perdido la simplicidad de la creencia en los dioses de Hesíodo y Píndaro, y se apartan bastante de la profundidad y seriedad de la visión de la religión en los poetas trágicos, pero no son frívolos como Ovidio.

También es significativa la contribución de dos autores de la última época: Apuleyo, un latino, y Lucio, un griego, ambos del siglo II de nuestra era. La famosa historia de Cupido y Psique la narró únicamente Apuleyo, que escribe de forma similar a la de Ovidio. Sin embargo, el estilo de Lucio no se parece al de nadie: satiriza a los dioses, que en sus tiempos ya se habían convertido en objeto de burlas y, sin embargo, al mismo tiempo da mucha información sobre ellos.

El también griego Apolodoro es, junto con Ovidio, el escritor antiguo más prolijo sobre mitología, pero a diferencia de éste resulta muy prosaico y aburrido. Sus fechas se sitúan en distintos momentos entre los siglos I a. C. y IX d. C. El erudito inglés sir J. G. Frazer cree que probablemente escribió en el siglo primero o segundo de nuestra era.

El griego Pausanias, viajero infatigable, autor de la primera guía de viajes escrita, tiene mucho que decir sobre los acontecimientos mitológicos que ocurrieron, al parecer, en los lugares que él visitó. Pausanias vivió ya muy tarde, en el siglo II d. C., pero no cuestiona ninguna de las historias, sino que escribe sobre ellas con absoluta seriedad.

Entre los escritores romanos, Virgilio destaca con gran ventaja. No creía en los mitos más que Ovidio, contemporáneo suyo, pero vio en ellos la naturaleza humana y recreó los personajes de la mitología mejor que nadie desde los trágicos griegos. Otros poetas romanos siguieron su estela: Catulo contó varias de las historias, y también Horacio alude a menudo a ellas, pero ninguna de sus versiones es importante para la mitología. Para los romanos, los relatos re­sultaban infinitamente remotos, como meras sombras. Los mejores guías para conocer la mitología griega son los escritores griegos, que creían en lo que escribían.

Primera parte

LOS DIOSES, LA CREACIÓN Y LOS PRIMEROS HÉROES