EPÍLOGO
ALGERNON BLACKWOOD, VISIONARIO

Ese mundo, igual que su escritura legible, pertenecía a condiciones sumamente remotas para que la razón pudiese recuperar una sola pista inteligible sobre su reconstrucción.
“La regeneración de Lord Ernie”, A. B.

“UNA FUERTE EMOCIÓN, en especial si se experimenta por vez primera, deja un vívido recuerdo del lugar en el que ocurrió.” Con esta frase empieza Episodios antes de los treinta (Episodes Before Thirty, 1923), la autobiografía en la que Algernon Blackwood (1869-1951) refiere las primeras décadas de su vida y, señaladamente, los años que pasó en Estados Unidos.

El texto parece, primero, convencional: lo que sigue tras ese comienzo es la descripción de una casa de huéspedes en Nueva York, todavía alumbrada y calentada con gas (es el año 1892), en un verano muy caluroso. La dueña es la se­ñora Bernstein, una mujer judía emigrada de Alemania, de aspecto sucio pero talante generoso, cuyo esposo alcohólico “dirige su propia orquesta en un restaurante de la Segunda Avenida”. Es de noche; por las ventanas se ve y llega el sonido de un ruidoso salón de baile. Los tranvías claquetean sobre sus rieles. El cuarto es pequeño, agobiante. Todo ocurre en una atmósfera de desolación que es el reverso de la imagen resplandeciente de la “capital del mundo”: el mito esplendoroso de Nueva York hasta hoy.

Esta escena es mucho más clara en la memoria, continúa Blackwood, que una fiesta de postín a la que acaba de acudir en Londres y en la que una dama elegante lo con­fundió con otro escritor. El texto cambia de tono y, como en una historia cómica a la P. G. Wodehouse, no omite que el “otro” era Henry de Vere Stacpoole, un autor ya olvidado y de importancia, digamos, relativa en su propio tiempo. Con gran tacto y elegancia, Blackwood no dice quién es él en realidad y mantiene a la mujer “con la ilusión, tan prolongada como fue posible, de que había hecho amistad” con el talentoso creador de La laguna azul (un bestseller que ha sido fuente de al menos cinco adaptaciones cinematográficas, pero no tiene nada que ver con la obra de alguien como Blackwood).

El libro entero podría continuar así y alternar entre pasajes nostálgicos e irónicos. A la descripción del ambiente mísero en la casa de huéspedes de la señora Bernstein sigue una reflexión, breve y un poco formulaica, acerca de cómo un tiempo intolerable puede recordarse con afecto, simplemente porque ya no lo estamos viviendo. Hay incontables autobiografías y memorias que se las arreglan con menos recursos literarios.

Sin embargo, poco antes del final del primer apartado, Blackwood revela que la “fuerte emoción” a la que se refirió primero es, de hecho, más compleja y perturbadora de lo que parece: la detallada claridad del recuerdo, escribe, se debe “al hecho de que en aquel cuarto de Nueva York tuve mi primera experiencia de tres nuevas emociones, cada una de las cuales, separadamente, contenía el horror”. Más concretamente, “el horror de criaturas repugnantes corriendo sobre mi cuerpo noche tras noche, el horror del hambre, y el horror de vivir en estrecha proximidad con una mente criminal y degradada”.

Del primer horror no hay nada en esa parte del texto. Del segundo se dice mucho, y nuestro autor detalla incluso varias estratagemas para llenarse el estómago con muy poco y crearse la ilusión de saciedad. El tercer horror comienza con la revelación de que Blackwood no vivía solo en aquel cuarto neoyorquino, sino con otros dos compañeros, tan en la miseria como él, uno de los cuales —llamado Boyde en el texto— era un delincuente. Hay el recuerdo de cómo se alternaban los tres hombres en los espacios disponibles para dormir; el de la inquietud cuando el cuerpo de Boyde rozaba el suyo por la noche mientras ambos compartían la única cama; el de una confesión que Blackwood había forzado a escribir y firmar a Boyde, un documento que ahora pesaba sobre ambos como una amenaza…

Y después el texto nos dice que, para comprender mejor las circunstancias descritas, y cómo el joven Blackwood llegó a ellas, lo mejor es empezar a contar la historia desde el principio. Y, en efecto, el autor abandona la escena asfixiante y misteriosa que ha creado y se remonta al comienzo de su vida, en Inglaterra, para luego pasar a su travesía americana, durante la que llegó a la edad adulta (y se encontró, de paso, en aquel cuarto donde iba a descubrir, para siempre, tres terrores distintos).

Algernon Blackwood sabe perfectamente que, a pesar de defraudarnos retardando la conclusión de su relato, ya nos tiene en sus manos: ha creado una expectativa fascinante, y no vamos a parar de leer sus aventuras hasta que volvamos al sitio remoto y extraño que así puso a prueba su inocencia y entusiasmo juveniles. Su seguridad como narrador maduro, su estupenda puntería para elegir qué decir y qué callar, cuándo empezar a contar y cuándo retirarse, es la marca de un escritor de cepa, con enorme pericia en el uso del lenguaje y las estructuras narrativas.

Y por debajo, en el recuerdo, nos sigue esperando el horror, y en especial aquel que parece indecible, intolerable: ese algo más que se introduce en el mundo cotidiano, aunque no queramos, aunque no podamos describirlo siquiera.

La capacidad de crear la expectativa de eso otro, que nos atrae y nos repele a la vez, es la marca de un gran artista de la imaginación fantástica.

* * *

Hay escritores absolutamente mercenarios, para quienes el lenguaje no tiene relación alguna con sus vidas más allá de ser una herramienta: un medio para ganar dinero o influencia. Pero no son tantos como podría parecer. La escritura no es una carrera tan bien pagada, y menos todavía si es literaria: un mercenario que pueda optar por cualquier otra fuente de ingresos lo hará de inmediato. Es más común el fenómeno opuesto: muchas personas descubren la escritura —la relación más estrecha posible con el lenguaje, la comunicación telepática con uno mismo— y nunca más pueden abandonarla. Incluso si no quieren dedicarse a ello profesionalmente, si lo intentan y fracasan, si carecen de talento o son incapaces de trabajar con rigor, siempre estarán con ella. Y ella les hará compañía: las palabras, que son huella del pensamiento, se enlazan inevitablemente con las experiencias de la vida y las vuelven más hondas, más intensas.

En la obra de autores como Algernon Blackwood, la siguiente parte del fenómeno es bien visible. Cuando la vida, intensificada por la escritura, vuelve a reflejarse en ésta, se intensifica también para quienes leen lo escrito. “Salta” de la página, dicen algunos. Son más claros sus roces con el mundo, más intrigantes sus misterios. Y cuando esos misterios están más allá de la comprensión de la misma persona que los enuncia, se puede abrir la puerta a la experiencia visionaria de lo fantástico: aquello que está más allá de lo que definimos como “real”. Aun si no creemos en lo sobre­natural, si lo entendemos como parte de un mero artificio artístico, lo contado representa parte de una realidad invisible, interior, que de otra forma no hubiera podido manifestarse. Y resuena, hace eco, en nuestras propias profundidades.

La reputación de Blackwood parece estar en un campo peculiar de la imaginación fantástica por el que su país es muy conocido: se le tiene por maestro de la ghost story, la narración de miedo que se volvió un subgénero popularísimo en el siglo XIXy que tuvo en sus filas a autores y autoras enormes. Sin embargo —y además de que muchas de sus historias no incluyen fantasmas—,1 Blackwood mismo dijo siempre que la intención de sus ficciones centrales no era meramente producir “miedo”. Incluso las más celebres, como “Los sauces” o las narraciones de John Silence, el primer investigador de lo paranormal,2 tenían un objetivo más preciso: representar la sensación de temor reverencial que en inglés se llama awe. Una impresión que lleva al miedo, sí, pero desde el reconocimiento de la propia pequeñez —de la insignificancia general de lo humano— cuando algo delante o dentro de nosotros nos obliga a enfrentarla. El comienzo de Episodios antes de los treinta3 tiene poco de esta emoción particular, evidentemente, pero hay mucho, en cambio, en la narrativa más famosa de Blackwood, de la que este libro es una muestra. Y ello se debe a que la propia vida del escritor le dio muchas oportunidades de conocerla.

Tomemos de ejemplo el primero de los cuentos. La existencia sosegada, reglamentada, solitaria de Simon Parnacute, profesor retirado de Economía Política, es transformada irrevocablemente por su acto inocente de liberar a un pájaro enjaulado: un encuentro con la naturaleza que, aunque cautiva y reducida en esplendor por el mundo de lo humano, lo lleva de manera figurada (extática, alucinada) a la comprensión de que esa vida suya también es un encierro. Algo similar le ocurrió al propio Blackwood, todavía atorado en Estados Unidos, a comienzos del siglo XX. Ya no era un jovencito, y su padre había muerto en Inglaterra, por lo que la relación conflictiva que los había separado no era más un impulso para sus acciones.4 Pero, sobre todo, Blackwood se dio cuenta de que estaba harto de la prisa y la frialdad estadounidenses, de la “carrera furiosa” que aquella sociedad exigía de todos con el señuelo de la fama o la riqueza. Siempre sería un alma inquieta, deseosa de conocer y recorrer nuevas tierras, pero no de aquella forma. Como a Parnacute, sus padeceres y viajes le habían traído “un extraño aire de cielos abiertos, espacio y viento: los vientos del mundo…”, pero ese mundo no era un entorno humano, mezquino, como el que habitaba.

La superficie de un cuento como “La excentricidad de Simon Parnacute” podría parecer sentimental; la de su conclusión, incluso, cursi. Hay que leer más allá de la superficie. Blackwood no se limita a anticipar el cliché de nuestro tiempo del misántropo que redescubre la dulzura.5 Por el contrario, está describiendo una versión muy peculiar, muy inglesa, del viaje iniciático, presente en muchas culturas antiguas. Blackwood pudo haberlo descubierto en las tradiciones celtas o anglosajonas que son las raíces de la literatura de su país. Pero su propia versión está nutrida también de sus investigaciones en el budismo y el esoterismo, que emprendió desde temprana edad y que lo llevaron, ya adulto, a ser miembro de diversas asociaciones dedicadas a las ciencias ocultas.6 Aunque Blackwood no acostumbraba discutir abiertamente estas cuestiones (en su autobiografía admite que tampoco deseaba tratarlas por escrito) y no contó ninguna experiencia esotérica de sus primeras décadas de vida, los sistemas míticos del espiritismo, la teosofía y demás escuelas son hoy tan conocidos y están tan asimilados en la cultura popular que no es difícil entreverlos en el cuento.

Ahora bien, la innovación de Blackwood en este terreno, la cual lo separa de escritores-adeptos como el Honoré de Balzac de Serafita (o de los amateurs conspiranoicos que Umberto Eco satiriza ferozmente en El péndulo de Foucault), es doble. Su primer aspecto, y el que debe resaltarse más, es que aquello a lo que sus personajes ganan acceso es, simplemente, la naturaleza. O, mejor todavía, la Naturaleza: la plenitud de lo real, más allá de la estatura y la comprensión humanas, que para él era fuente de temor reverencial pero también de alegría, de éxtasis. Aquí está la más fuerte de las raíces de su pensamiento, así como la fuente primordial de la que provienen sus experiencias más relevantes y más íntimas, las que producen la parte más visionaria de su escritura. Se debe tomar en cuenta que, además de ser un enamorado de los bosques y las montañas ingleses, Black­wood fue escalador, practicante de remo y senderismo, y en sus viajes llegó hasta los Alpes, el norte canadiense, el Cáucaso y Egipto, que le atraía, desde luego, como un sitio exótico del mundo y como asiento de las primeras tradiciones herméticas, pero al que él evoca —igual que Simon Parnacute— como un nombre asociado al desierto remoto, despoblado, alejado de toda influencia humana.7 Todos los escenarios naturales de sus grandes relatos están descritos a partir de la observación directa y con un vocabulario rico y preciso.

El segundo aspecto innovador de la obra de Blackwood es que su visión de lo sobrenatural nunca es convertida en mitología. El mundo que está más allá de la experiencia cotidiana nunca se explica cabalmente ni, mucho menos, se reglamenta, como en muchas obras de fantasía más convencional, para que sus lectores lo puedan entender como una ampliación del mundo real, sujeta a las mismas leyes esenciales y limitada a suplir algunas más. Aunque tengan semejanzas con personajes de narraciones de sustrato más racionalizado, jamás sabremos quiénes o qué son exactamente los agentes de lo sobrenatural —como el bondadoso policía mundial que visita a Parnacute— que abren las puertas del más allá a unos pocos personajes bendecidos o desventurados; nunca entenderemos del todo cómo Elspeth, la muchacha ordinaria y hasta retrasada que protagoniza “El toque de Pan”, es al mismo tiempo una de ellos, ni el motivo de las transformaciones y las desapariciones que ¿gracias a ella? siguen en ese cuento. Tampoco sabremos cuál es el “mecanismo” por el que, en “El valle perdido”, a veces es posible entrar, y a veces no, en la región extraña que le da título, animada por espíritus que no siempre pueden percibirse. Las experiencias de los personajes están ceñidas a sus puntos de vista, en general limitados, y filtradas hacia la experiencia de sus lectores, que quedamos aún más remotos y más desconcertados. Lo que presenciamos no está hecho para interpretarse ni para resolverse: debe ser aceptado (o no) como origen de perturbaciones, de dudas y de maravillas.

En este sentido, es importante notar un rasgo técnico muy peculiar y reconocible en muchas narraciones de Black­wood: el modo en que el momento culminante de la acción llega varios párrafos o incluso páginas antes del final, de modo que el desenlace se prolonga y la conclusión pierde “contundencia” —entendida según la preceptiva clásica—, pero gana tiempo para explorar las consecuencias de lo que sucede a los personajes. Éstas siguen siendo enigmáticas, pues se derivan de la misma comunión con lo extraño que marca el resto de cada historia; sin embargo, el hecho de que se exploren de manera explícita, en lugar de quedar asignadas a la imaginación de quienes leen los textos, hace pensar que el interés de su autor no es única, ni principalmente, asombrar. Los enigmas no cesan y no se dejan reducir a explicaciones racionales: lo que dejan vislumbrar no se reduce para nuestro beneficio, y sigue siendo un surtidor inagotable de preguntas. Es “el misterioso asombro que tienta al corazón para alejarlo de la dulzura conocida y familiar, y llevarlo a una tierra salvaje de magia indescifrable”, como se dice —otra vez en “El toque de Pan”— cuando la deidad sin forma, o con todas las formas, se manifiesta.

Algernon Blackwood murió el 10 de diciembre de 1951, a la edad de 82 años, en Bishopsteignton, Kent. Hombre alegre y optimista según todos los testimonios, fue también un solitario: nunca se casó ni tuvo otra descendencia que sus personajes. Pero ya había dado a la humanidad aquello tan enorme, o tan diminuto, que pueden darle quienes dedican su existencia a la escritura: un atisbo de una parte de su experiencia, fijado en una lengua que alcanza a sobrevivir al menos un tiempo. Una serie de imágenes provisionales, pero memorables, de la plenitud, para que nos acompañen en la ruta de la vida.

Y a él le fue dado que esas imágenes, en su gran mayoría, fueran mágicas: partes de nuestro propio interior, de lo que nos llena y luego se desborda, más allá de nosotros.

ALBERTO CHIMAL
México, noviembre de 2020


1 En este libro, “Max Hensig” demuestra la maestría de Blackwood en una variedad de relato de horror totalmente distinta del cuerpo principal de su obra: una narración de entorno urbano y apoyada en sus experiencias como periodista en Nueva York.

2 La tradición de los investigadores de lo paranormal incluye a personajes tan variados como el Randolph Carter de H. P. Lovecraft; el agente del FBI Dale Cooper, de la serie televisiva Twin Peaks, de David Lynch; otros dos agentes, Mulder y Scully, estrellas de otra serie crucial: Los expedientes secretos X de Chris Carter; Hellboy, estrella tanto de los cómics de Mike Mignola como de las películas de Guillermo del Toro, y más de un buscador de maravillas en la literatura de América Latina y del resto del mundo. Ésta es una estirpe que sigue viva. Por ejemplo, mientras escribo este epílogo, Del Toro lanza —en colaboración con el escritor de thrillers Chuck Hogan— una serie de novelas de horror y suspenso con el título general de Las cintas de Blackwood. El nombre es el de su personaje central: un inglés trasladado a Estados Unidos, inmortal y conocedor de las fuerzas sobrenaturales, y es de manera explícita un homenaje a don Algernon.

3 Por si alguien quiere leer el resto de los sórdidos detalles con los que Blackwood nos tentó en ese comienzo, baste decir aquí que las “criaturas repugnantes” eran insectos y otras alimañas que también habitaban el departamento de la señora Bernstein: estando Blackwood enfermo y confinado a la cama, no tenían miedo de llegar y subirse a su cuerpo.

4 Como se puede leer en el prólogo de S. T. Joshi a este mismo volumen, Blackwood abandonó a su familia para probar suerte en Estados Unidos y, de paso, desafiar las expectativas, las creencias religiosas y la rígida moral de su padre, sir Stevenson Arthur Blackwood. El título de sir del padre es, por supuesto, uno de los rangos de la Orden del Imperio Británico, y uno de los más altos honores que concede la Corona de aquel país. Cuando en 1949, por sus logros como literato, Algernon Blackwood fue admitido en la Orden del Imperio Británico con el grado de comendador, de algún modo se cerró el círculo que había quedado abierto por su rebelión adolescente.

5 De hecho, sus raíces son inglesas, pero de otra tradición, anterior a Blackwood: la de Canción de Navidad de Charles Dickens.

6 De la más famosa, la Orden Hermética de la Aurora Dorada, se cuenta que tuvo entre sus miembros a figuras literarias como Arthur Machen, W. B. Yeats y Aleister Crowley, además del propio Blackwood. Fue una asociación que operó durante un tiempo relativamente corto, antes de diluirse en medio de diversos conflictos internos, pero fue enormemente influyente en la difusión de las “ciencias ocultas” y el pensamiento mágico durante el siglo XX.

7 Muchas veces se le ha aplicado a Blackwood el adjetivo de panteísta, es decir, creyente de que la realidad, y todas las cosas que la componen, es en sí misma la divinidad, total, eterna. Pero sus narraciones jamás dicen estas palabras, y en cambio prefieren entregar a quienes las leen la experiencia desnuda del descubrimiento, para que el awe sea transmitido sin estorbos y repetido una y otra vez.

Algernon Henry Blackwood nació en 1869 en Shooter’s Hill, Kent. Para contrarrestar la estricta educación religiosa de sus primeros años, empezó a leer tratados budistas: ese interés por el misticismo oriental, la teosofía y el ocultismo lo mantuvo durante toda su vida. Viajes a Canadá y Suiza nutrieron una devoción permanente por la naturaleza. En 1890, dejó Inglaterra para buscar fortuna en Canadá. En 1892 se fue a Nueva York y trabajó como reportero para varios periódicos, incluyendo el Sun y el Times; para 1899 estaba de vuelta en Inglaterra. El primer libro de cuentos de Blackwood, La casa vacía, se publicó en 1906. El éxito popular de John Silence: médico extraordinario (1908) le permitió instalarse en Suiza y dedicarse de tiempo completo a la escritura. En los siguientes cinco años produjo un notable cuerpo de obras de ficción de horror y fantasía, incluyendo las colecciones de cuentos El jardín de Pan (1912) y Aventuras increíbles (1914), así como la novela El centauro (1911). En las décadas de 1930 y 1940 fue una presencia permanente en la radio de la BBC, y también hizo varias apariciones en televisión. Algernon Blackwood murió en Londres en 1951.

Contraportada
Portada

ÍNDICE

Página de título

Página de créditos

Prólogo, por S. T. Joshi

La excentricidad de Simon Parnacute

Los malditos

La regeneración de lord Ernie

El toque de Pan

Max Hensig

El valle perdido

La mosca dorada

El sacrificio

El terror de los gemelos

El señuelo

Epílogo. Algernon Blackwood, visionario, por Alberto Chimal

Acerca del autor

Acerca de este libro

El valle perdido y otros relatos alucinantes

D. R. © Susan Reeves-Jones

D. R. © 2002, S. T. Joshi, por el prólogo.

Ilustración de portada: Isidro R. Esquivel

Primera edición: marzo de 2021

D. R. © 2020, de la presente edición en castellano para todo el mundo:

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

ISBN: 9786079889906

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Portada

Algernon Blackwood
El valle perdido y otros relatos alucinantes

Prólogo de S. T. Joshi
Epílogo de Alberto Chimal
Traducción de Francisco Torres Olivier, Juan Elías Tovar y Ricardo Vinós

Al evocar las misteriosas fuerzas espirituales de la naturaleza, los escritos de Algernon Blackwood habitan la nebulosa frontera entre la fantasía, el asombro, la maravilla y el terror. Del autor de Los sauces y El Wendigo, he aquí una exquisita antología donde figuran relatos monumentales, muchos de los cuales habían permanecido —inexplicablemente— inéditos en español.

«Blackwood es el absoluto e incuestionable maestro de la atmósfera fantástica… Su genio es indiscutible, pues nadie se ha aproximado a la destreza, seriedad y minuciosa fidelidad con las que él registra los tonos de ex­trañeza en ámbitos y experiencias ordinarias, o la notable perspicacia con la que construye detalle por detalle todas las percepciones que llevan de la realidad hacia una visión sobrenatural… Sus obras alcanzan un nivel genuinamente clásico, y evocan como ninguna otra cosa en literatura un sobrecogedor y convincente sentido de la inmanencia de extrañas entidades y esferas espirituales.»

H. P. Lovecraft

«Blackwood es, sin lugar a dudas, la figura central de la literatura británica sobrenatural del siglo XX

The New York Review of Books

«Seguimos lo bastante cerca de los días primitivos con su terror a la oscuridad para que la razón pueda abdicar sin resistirse con demasiada violencia… Estos relatos vieron su nacimiento acompañado de un delicioso estremecimiento.»

Algernon Blackwood