El derecho contra el capital. Reflexiones desde la izquierda contemporánea
(Ensayo)
Primera edición electrónica, 2016
© Gerardo Ambriz Arévalo, © Ricardo Bernal Lugo
© Contraste Editorial, S. A. de C. V.
I. Ramírez 4, Chilpancingo, Guerrero, 39000
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Diseño de portada: © Arq. Juan Carlos Rendón Alarcón
Imagen de la portada: © Contrate Editorial S. A. de C. V.
eISBN 9786079612085
(ISBN de la edición impresa: 9786079612061)
Reservados todos los derechos conforme a la ley
Hecho en México
En las batallas intelectuales de la izquierda más tradicional es habitual escuchar que el Estado no es más que un instrumento de la clase dominante para perpetuar su poder. Una aseveración hermana de aquella que descalifica al derecho moderno por su presunto carácter burgués. Aunque, en más de una ocasión, la evidencia empírica parece otorgar sustento a estas posturas, la complejidad de las instituciones edificadas alrededor de nuestras sociedades difícilmente podría agotarse mediante una caracterización semejante. Sin duda, la historia de las últimas décadas está llena de ejemplos en los cuales la defensa del Estado de derecho ha sido la fachada perfecta para beneficiar intereses particulares, sin embargo, la crítica de su incapacidad para resolver los problemas esenciales de nuestro mundo, suele venir acompañada de un nostálgico elogio por formas de organización pre-modernas o por el retorno a una idílica situación de bondad originaria.
Así, mientras los sectores liberales diseñan complejos entramados institucionales para garantizar el equilibrio de poderes,1 buena parte de la izquierda contemporánea se ha empeñado en defender la capacidad espontánea de autoorganización de los pueblos o el regreso a formas tradicionales de convivencia. Aunque es innegable que estas últimas pueden otorgarnos herramientas puntuales de resistencia y organización, no parecen ser una solución definitiva ante los principales conflictos que aquejan a sociedades plurales y complejas como las nuestras. Sociedades en las que la mayoría de sus individuos ha asumido el carácter irrenunciable de valores propiamente modernos como el respeto a la integridad personal, la defensa de los derechos civiles, la equidad de género, el respeto a la pluralidad de cosmovisiones del mundo y la tolerancia ante las más diversas formas de comportamiento en los ámbitos público y privado.
En todo caso, la idealización de los impulsos comunitarios a la que se suele apelar para “superar” el derecho burgués, ha sustituido una reflexión fundamental respecto al tipo de institucionalidad jurídico-política que cabría esperar de una organización social alternativa. Al hacerlo, los sectores de la izquierda más crítica no han dejado de regalar el lenguaje jurídico a los partidarios del liberalismo sin haber edificado, mientras tanto, un entramado institucional distinto al de las llamadas “democracias liberales”.
Con ello, sin embargo, no deseamos reivindicar la superioridad teórica del liberalismo frente a aquellas posturas que han colocado en el centro de su reflexión la crítica al capitalismo. Antes al contrario, pensamos que éstas últimas son esencialmente verdaderas, que la tendencia del desarrollo capitalista ha mostrado ser incompatible con la salvaguarda de la dignidad de los seres humanos y que los problemas centrales de nuestro tiempo son incomprensibles si no se analizan en la clave de las necesidades del proceso de acumulación capitalista. No obstante, también creemos que cualquier proyecto alternativo debe plantearse seriamente el problema del tipo de instituciones que harían posible una organización social capaz de garantizar los derechos civiles, políticos y sociales de todos los seres humanos por encima de la lógica de acumulación capitalista.
En este libro presentamos un conjunto de textos que, desde distintas posturas, muchas veces opuestas entre sí, intentan repensar una articulación posible entre el Estado, el derecho y las nuevas formas de emancipación que se oponen a la dictadura del capital. En la primera parte del mismo, el lector encontrará un conjunto de reflexiones cuya intención es desvincular los conceptos de Estado y derecho de los argumentos liberales; mientras que, en la segunda, se plantean distintas formas de lucha para transformar las condiciones que han convertido a los Estados modernos en siervos del capital.
Los profesores de la Universidad Complutense de Madrid, Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, en colaboración con Daniel Iraberri, nos entregan un interesante texto en el que intentan mostrar las condiciones por las cuales un Estado puede ser “algo más” que un simple instrumento de dominación. Desde su perspectiva, lo que distingue a las posturas liberales de las propuestas más cercanas al socialismo o al comunismo, es que aquellas no están dispuestas a aceptar la implementación de instituciones de garantía que protejan los derechos sociales de los individuos. Para justificar esta negativa, el liberalismo suele echar mano de la célebre distinción de Isaiah Berlin entre la libertad negativa y la libertad positiva, además de apelar al derecho de propiedad como un derecho fundamental. Sin embargo, Alegre, Liria e Irraberri refutan ambos argumentos mostrando que el primero funciona mediante una oposición engañosa, mientras que el segundo responde a una confusión interesada.
En el texto “Fraternidad y democracia en el origen de la modernidad política”, Ricardo Bernal Lugo intenta mostrar cómo debe ser entendido el concepto de fraternidad, mismo que cuando no ha sido soslayado en los debates actuales de la filosofía política, ha dado pie a malos entendidos pues se considera un concepto cargado de sentimentalismo y psicologismo, es decir, ajeno a cualquier contenido político. En dichos debates, sean de izquierdas o de derechas, donde el tema central es la democracia liberal, no faltan reflexiones sobre la libertad y, en menor medida, sobre la igualdad, pero se evita flagrantemente una idea de fraternidad que desde su formulación implicó, como dice su autor, “la defensa de la ley como instrumento para combatir la reproducción de las relaciones de dependencia patriarcal en la esfera política y en el ámbito civil”.
Para mostrar la importancia de la fraternidad, Bernal Lugo nos propone no un análisis de “ideas” o, como dijo Engels, de “malabarismos etimológicos”, sino un planteamiento que nos sitúa en dos contextos históricos claramente definidos: la primera República francesa de 1789 y la lucha de clases en Francia alrededor de 1848. En el primer caso, el proyecto político de la fraternidad —que puede ser resumido como la aspiración a una “República capaz de combatir esa peculiar forma de desigualdad que volvía dependientes y serviles a los menos favorecidos”— se enfrentó a los defensores del sufragio censitario que niega el voto a los desposeídos o no-propietarios; cuestionó el régimen de propiedad que reproducía la desposesión; y luchó contra un sinfín de condiciones económicas, políticas y sociales, causantes de la pobreza y la dependencia de gran parte de la sociedad francesa. En el segundo caso, la idea de fraternidad fue la bandera de lucha de algunos defensores del neo-jacobinismo republicano, y de gran parte de los movimientos obreros, los cuales tenían bien claro que los derechos civiles no podían ser disfrutados si no iban acompañados de los derechos políticos y sociales. Quizás esta última reflexión esté latente en todo el texto, y sea una invitación a cuestionarnos si hoy por hoy es válido, incluso honesto, seguir hablando de democracia, o de una sociedad libre, si ésta se basa en la desposesión y el vasallaje que siempre combatieron los partidarios de la fraternidad.
Por su parte, el académico de la Universidad Autónoma de Madrid, Eduardo Álvarez, argumenta que Marx siempre tuvo un acercamiento histórico a los objetos que analizaba, por lo mismo, su crítica a la “sacralización del derecho” efectuada por el liberalismo no debe ser entendida como una crítica a “la regulación social de las relaciones sociales y el conjunto institucional del aparato de Estado”. El autor nos invita a comprender la perspectiva “dialéctica” puesta en marcha por Marx, según la cual las instituciones de la democracia liberal deben ser entendidas como momentos aún insuficientes de una totalidad más amplia. Desde su perspectiva, “Marx no pone en cuestión la democracia como ideal político, sino más bien la expresión limitada y parcial de la misma, que deja fuera a la inmensa mayoría del acceso a los derechos sociales y que trata además de imponerse como si esa versión limitada ya constituyera por sí misma el cumplimiento realizado de dicho ideal”.
De igual forma, el profesor de la Universidad Autónoma de Tamaulipas, Guillermo Flores Miller, retoma los conceptos de Estado y sociedad civil en Hegel para mostrar que el autor alemán defiende una posición irreductible a la del liberalismo. En particular, Hegel se distancia del contractualismo liberal porque no hace descansar el fundamento del Estado en un hipotético contrato originario, más bien intenta mostrar que el derecho es el resultado de un proceso histórico de luchas en cuyo centro se debate la propia libertad. De igual forma, Hegel se niega a colocar a la propiedad como la instancia medular de las sociedades modernas, mostrando que su papel es el de una determinación limitada dentro un conjunto más amplio y complejo. En su análisis, Flores Miller destaca el papel que Hegel le otorga al “sistema de las necesidades” en la sociedad civil. El alemán considera que la interacción del mercado es una dinámica insuficiente para mediar el conflicto social; por lo mismo, la intervención de lo público se vuelve insoslayable en el tejido institucional moderno.
Para finalizar esta sección, Juan Jesús Garza Onofre y Octavio Martínez Michel analizan el concepto de Estado de derecho en el discurso político contemporáneo. A pesar de que el ideal que éste encarna parece estar por encima de ideologías de izquierdas o derechas, recientemente, constatan los autores, su contenido parece haber sido apropiado por el lenguaje de la derecha. Ante tal evidencia, los autores intentan mostrar el protagonismo que han tenido exigencias “de izquierda” en la construcción teórica y práctica del Estado de derecho. Para lo cual, intentan realizar una delimitación conceptual sobre aquello que puede ser enmarcado con el concepto de “izquierda”. Al hilo de esta reflexión, los autores se plantean si pueden existir jueces de izquierda, una pregunta que tiene importancia porque “en países como México, España o Colombia donde ha sido complicado avanzar en la batalla por los derechos por la vía legislativa, han sido las Cortes Supremas quienes han abanderado por momentos luchas consideradas como progresistas o de izquierda”. Sin embargo, resulta paradójico que sea el poder que más recuerda a un estamento aristocrático de un Estado monárquico el que encabece las batallas de la izquierda.
Ya en la segunda sección, Enrique González Rojo nos entrega un artículo titulado “La lucha política en las nuevas condiciones del capitalismo”. En él nos habla sobre la urgencia de la unión y organización por parte de los que son víctimas de la explotación para frenar el desarrollo de un capitalismo que es cada vez más nocivo para la vida social y natural del planeta. Sin embargo, a contracorriente de una ideología que evita que los explotados se asuman como tales, los integrantes de dicha organización deben adquirir una conciencia de clase. Así, afirma el autor, es preciso enfrentar a unos aparatos ideológicos del Estado que cumplen su tarea cabalmente y, bajo la máscara de una supuesta “sociedad civil”, ocultan que dentro de los expoliados por el sistema no sólo se encuentran los obreros fabriles, sino también los “campesinos, los burócratas, los empleados bancarios, los trabajadores de la circulación, los operarios de las empresas de servicios, etcétera”.
El problema, sin embargo, no se reduce a la toma de conciencia de los desposeídos de los medios de producción. Tal conciencia es necesaria para la lucha anticapitalista, pero no es suficiente. Para acabar con los barbarie capitalista, el profesor González Rojo propone una organización autogestionaria basada en la autoorganización, el autogobierno y la autodisciplina, que retome lo mejor, en cuestiones organizativas, de las tradiciones marxista (“lucha disciplinada y coherente”) y anarquista (“la denuncia del carácter suplantador de toda vanguardia”), pero evitando los vicios en que desembocaron, a saber: “la práctica de una dirección que sustituye a la base”, y la desorganización y “el horizontalismo a-centralista que opone a la férrea disciplina del enemigo”, respectivamente.
El trabajo de Gerardo Ambriz Arévalo recupera los textos de Marx para mostrar que éste tenía una perspectiva del Estado más compleja de lo que se nos suele presentar. Retomando ideas de Poulantzas y Althusser, señala la importancia del Estado para mantener la “cohesión de una formación social”, es decir, para perpetuar las condiciones que hacen posible su existencia. En ese sentido, el Estado es una instancia necesaria para la reproducción del capital y, por lo mismo, Marx tenía claro que su conquista era parte fundamental de la lucha por la emancipación. Sin embargo, Ambriz nos muestra que en las reflexiones del alemán la vía revolucionaria no era la única para acceder al poder, también resultaban insoslayables luchas en frentes como el sindical (lucha económica), legal y electoral (luchas políticas). Con todo, la pregunta fundamental del texto es ¿para qué sirve la toma del poder del Estado? El autor intenta dar respuesta a esta interrogante mediante los trabajos de cuatro conocedores de la obra de Marx: en primer lugar, retoma la lectura del papel político del comunismo en Michael Heinrich; en segundo, la apuesta republicana de Antoni Domènech; y, finalmente, la relectura de El capital de Luis Alegre Zahonero y Carlos Fernández Liria.
Por su parte, el texto “Mantenerse en la izquierda sin bizquear a la derecha” de Jorge Velázquez Delgado, interpela a los que asumen una posición de izquierda para que sigan nuevas rutas tanto en la teoría como en la práctica política, sin dejarse intimidar o confundir por las ideas de la derecha. En otras palabras, el texto es una invitación a crear la historia y no sólo a padecerla. En sugerentes apartados como ”Dialéctica del totalitarismo invertido”, “Las razones del maniqueísmo liberal conservador”, “El poder de la derecha mediática en la era neoliberal”, “El sospechoso triunfo neoliberal en la era de la confusión global” y “El miedo es el mensaje en la dialéctica del trabajo forzado y el trabajo voluntario”, el autor analiza algunas de las calamidades por las que tenemos que pasar en las sociedades capitalistas (la miseria, el fetichismo, la mercantilización de todos los ámbitos de la vida social e individual, etc.), así como las alternativas para superarlas (nuevas formas de protesta o de movilización, la conquista del poder político del Estado, etc.).
En el caso del trabajo titulado “El Estado de derecho en la lógica de dominación del capital”, sus autores Egbert Méndez Serrano, José Luis Ríos Vera y Gabino Javier Ángeles Calderón, ponen en cuestión las tesis liberales y/o neoliberales sobre el propio Estado de derecho y la supuesta “neutralidad de normas jurídicas que protegen la libertad y derechos de los ciudadanos”; la separación entre la política y la economía; la “autorregulación” del mercado y el llamado a que el Estado no intervenga en asuntos económicos. Contra dichas tesis, los autores argumentarán que el Estado de derecho (y el Estado), lejos de ser la cura a problemas como la desigualdad, la violencia o la crisis humanitarias, es parte de la enfermedad, pues su verdadera función es la de permitir que el capitalismo se reproduzca indefinidamente. ¿Cómo lo hace? ocultando y legitimando la explotación, así como aislando “el proceso de acumulación de capital de conflictos de clase que lo puedan poner en riesgo”. Los ejes de la crítica al Estado de derecho, y los objetivos de los tres autores, se perciben claramente en los títulos de algunos de los apartados: “La articulación de la explotación y la dominación política en las sociedades capitalistas”, “La noción liberal de la autonomía de la política y la economía”, “Una falsa antinomia: el Estado de derecho y la violencia, “Un falso debate: el Estado de derecho versus el orden del capital”.
El presente libro cierra con el texto “Abstracción jurídica y concreto histórico”, de José María Martinelli. En este se plantean serios cuestionamientos a la idea de derecho defendida por Hans Kelsen. El profesor de la UAM-I discute si es posible llevar a la práctica el modelo del jurista austriaco, incluso si es acertado plantear una teoría pura del derecho donde se defiende una “racionalidad lógica expresada en la norma jurídica” ajena a cualquier contaminación por factores como la “moral o la religiosidad”. Pero más allá de poner en entre dicho los supuestos teóricos y formales del derecho, en el texto se sospecha de la neutralidad de Kelsen, ubicándolo dentro del conjunto de los defensores del orden existente. No obstante dichas críticas, Martinelli señala que “renunciar en abstracto a las garantías liberales es un retroceso; por el contrario, recuperar e impulsar un proceso de participación social es visualizar que el orden jurídico de mañana se comienza a construir hoy. Socializar la propiedad, fundar cooperativas de producción y consumo, garantizar educación gratuita a todos, impulsar la igualdad en las diferencias, socializar la cultura como necesario bien público, democratizar la democracia con participación directa y representativa a un tiempo, revocación del mandato de los funcionarios públicos, son algunas de las medidas a desarrollar; todas ellas demandan modificar derechos básicos hoy, con proyección a un derecho futuro que garantice libertad y bienestar”.
Por último, queremos agradecer al Dr. Jorge Rendón Alarcón por el inmenso apoyo brindado para la publicación de este libro. Asimismo, deseamos expresar nuestra deuda intelectual con el profesor Carlos Fernández Liria, en buena medida este texto es el resultado de intensos y prolongados debates alrededor de su obra.
Gerardo Ambriz Arévalo/Ricardo Bernal Lugo
Enero, 2016
SECCIÓN I. Estado y derecho más allá del liberalismo
Carlos Fernández Liria
Daniel Iraberri Pérez
Hay muchas formas de matar
Pueden meterte un cuchillo en el vientre
Quitarte el pan
No curarte de una enfermedad
Meterte en una mala vivienda
Empujarte hasta el suicidio
Torturarte hasta la muerte por medio del trabajo
llevarte a la guerra, etc.
Sólo pocas de estas cosas están prohibidas en nuestro Estado.
Bertolt Brecht, Me-Ti. El libro de los cambios, 1937
1. El Estado como “nada más que” una herramienta de dominación de clase
Desde sus orígenes, la corriente principal de la tradición marxista ha tendido a considerar el aparato del Estado como “nada más que” una herramienta de explotación y dominación de clase. En este sentido, como es lógico, la discusión sobre cuándo y cómo cabría lograr la abolición del Estado ha sido una constante.
A este respecto, hay que empezar sin duda reconociendo que ya en Engels, en Lenin e incluso en el propio Marx (aunque en menor medida) es posible encontrar indicaciones respecto a la necesaria abolición del Estado. Ciertamente en Engels podemos encontrar las indicaciones más nítidas al respecto. Así, por ejemplo, en una carta a Bebel de marzo de 1875 considera simplemente absurda la mera idea de un “Estado libre”:
Siendo el Estado una institución meramente transitoria que se utiliza en la lucha, en la revolución, para someter por la violencia a los adversarios, es un absurdo hablar de un Estado libre del pueblo: mientras el proletariado necesite todavía el Estado, no lo necesitará en interés de la libertad, sino para someter a sus adversarios, y tan pronto como pueda hablarse de libertad, el Estado como tal dejará de existir. Por eso, nosotros propondríamos emplear siempre, en vez de la palabra Estado, la palabra "comunidad" (Gemeinwesen), una buena y antigua palabra alemana que equivale a la palabra francesa "Commune".3
Bien es verdad que la posición de Marx al respecto parece siempre mucho más matizada. Así, por ejemplo en la Crítica del programa de Gotha no tiene reparos en hablar del “Estado futuro de la sociedad comunista”4 para referirse al entramado institucional que habrá de resultar tras el triunfo de la clase obrera.
No obstante, Lenin niega cualquier diferencia que pueda producirse a este respecto entre Marx y Engels. En efecto, en El Estado y la revolución Lenin critica a quienes tratan de señalar alguna diferencia entre ambos pensadores a propósito de la cuestión del Estado.5 A partir de aquí, Lenin se posiciona de un modo muy expreso a favor de la abolición del Estado una vez suprimida la necesidad de un aparato coactivo de explotación de clase. Y de este modo, aunque sí reconoce la necesidad de alguna estructura represiva capaz de controlar los excesos de individuos concretos, fija para la corriente principal de la tradición marxista una postura firme en defensa de la abolición del Estado como tarea ineludible del comunismo:
…sólo el comunismo suprime en absoluto la necesidad del Estado, pues no hay nadie a quien reprimir, "nadie" en el sentido de clase, en el sentido de una lucha sistemática contra determinada parte de la población. No somos utopistas y no negamos lo más mínimo que es posible e inevitable que algunos individuos cometan excesos, como tampoco negamos la necesidad de reprimir tales excesos. Pero, en primer lugar, para ello no hace falta una máquina especial, un aparato especial de represión; esto lo hará el propio pueblo armado, con la misma sencillez y facilidad con que un grupo cualquiera de personas civilizadas, incluso en la sociedad actual, separa a los que se están peleando o impide que se maltrate a una mujer. Y, en segundo lugar, sabemos que la causa social más profunda de los excesos, consistentes en la infracción de las reglas de convivencia, es la explotación de las masas, su penuria y su miseria. Al suprimirse esta causa fundamental, los excesos comenzarán inevitablemente a "extinguirse". No sabemos con qué rapidez y gradación, pero sabemos que se extinguirán. Y con ello se extinguirá también el Estado.6
Sin embargo, lo primero con lo que nos encontramos a este respecto es con un sistema de definiciones cerrado en el que Estado no remite a nada más que a las estructuras e instituciones de opresión de clase y, por lo tanto, va de suyo su “extinción” con la abolición de la sociedad de clases.
Esto es algo que se comprende a la perfección en un contexto de discusión teórica y actividad política en que se trata de confrontar aparatos estatales que, en efecto, no tienen muchas más funciones que las de carácter represivo, de sostenimiento del orden establecido y garantía de la propiedad de las clases altas. Evidentemente, cuando se habla de Estado zarista, lo primero que viene a la cabeza no es la provisión de servicios públicos esenciales como la sanidad o la educación. Ni tampoco se piensa en el instrumento de seguridad jurídica y garantías respecto a las libertades individuales.
En ese contexto, es decir, en el contexto de la I Internacional, es evidente que en la discusión con los anarquistas habría sido absurdo que los comunistas se presentasen como los defensores del Estado frente a quienes piden su abolición.
En la medida en que el Estado no sea más que una estructura de opresión de clase, es necesario defender su extinción en paralelo con la abolición de las clases. Pero esto es algo que no tiene mayor complicación ni mayor interés. Es algo que se establece por definición y que afecta al Estado sólo en la medida en que no sea nada más que estructura de opresión de clase.
Como es evidente, lo que nos interesa es plantearnos si el Estado puede ser “algo más” y qué ocurre con ese “algo más”. Y a este respecto, resulta difícil negar que, además de una maquinaria para cobrar tributos y reprimir revueltas, el Estado pueda sin duda desempeñar otras funciones.
En todo caso, el contexto de discusión hoy no es principalmente con el anarquismo o, en todo caso, lo es con el anarco-liberalismo tipo Nozick, que lo que defienden es, precisamente, que el Estado no sea nada más que ese mínimo imprescindible para garantizar la explotación de clase.
2. El Estado como “algo más que” una mera herramienta de dominación de clase
2.1. Libertad y coacción
Incluso en lo relativo a las funciones netamente coactivas y de ejercicio de la violencia, parece claro que una parte de las tareas que le corresponden no remiten a conflictos de clase. Resulta de una ingenuidad llamativa plantear que en algún momento dejarán de ser necesarias las funciones represivas y de garantía de la seguridad, tanto interna —porque habrá llegado una nueva era de relaciones entre los hombres— como externa —porque habrá triunfado la revolución mundial.
Confiar la integridad personal a que cale en el corazón de los hombres el “no matarás” o confiar la propiedad (pública o privada) a que ya no se codicien los bienes ajenos puede ser un objetivo noble, pero basado en una pura confianza mesiánica. En ausencia de fuerzas coactivas por parte del poder del Estado, te encuentras con todo tipo de venganzas, pillajes, saqueos y la permanente amenaza del caos. A este respecto, no le falta razón a Domenico Losurdo cuando señala que los grandes procesos revolucionarios socialistas (fundamentalmente la revolución rusa y la revolución china) se encontraron como primera tarea con la necesidad de salvar un Estado ante una situación que se precipitaba al caos.7 En realidad, cualquier proceso revolucionario obliga a replantear determinados presupuestos ingenuos que arrastramos respecto a la violencia. Por ejemplo, el proceso revolucionario venezolano ha puesto de manifiesto que es falsa la relación mecánica que desde la izquierda se tendía a establecer entre violencia y condiciones materiales. En efecto, en Venezuela nos encontramos con que se ha multiplicado el poder adquisitivo de los estratos populares y las garantías de protección social y, sin embargo, no se han reducido proporcionalmente los índices de violencia. Y por fin (recientemente y con carácter experimental) el Estado ha decidido que es necesario reforzar su capacidad coactiva a través de un cuerpo de policía nacional.
Es resumen, incluso desde el punto de vista de la coacción y el necesario ejercicio de la violencia, hay “algo más”, hay funciones que en absoluto cabe reducir a una función de opresión de clase y, por lo tanto, que siguen pendientes por mucho que queden abolidos los mecanismos estructurales de explotación.
2.2. Derechos de participación política
También en lo relativo a la representación y la participación política, parece difícil renunciar a un entramado institucional capaz de garantizar la toma de decisiones colectivas según procedimientos estables. Lenin mismo reconoce que incluso la democracia más avanzada no puede prescindir de instituciones representativas. Y en el caso de Marx desde luego es transparente. En su defensa de la Comuna de París celebra, sin duda, el entramado institucional de representación que se establece y los procedimientos reglados para la toma de decisiones.
A este respecto, las discusiones sobre el Estado han resultado en gran medida netamente nominales. Ciertamente, si vamos a defender una estructura institucional con procedimientos reglados para la toma de decisiones y capacidad coactiva para hacerlas cumplir, es puro voluntarismo no llamarlo “Estado”.
En todo caso, entre las funciones de eso a lo que cabe llamar “Estado” hay que incluir mecanismos de deliberación pública y decisión común que, convenientemente secuestrados y amordazados por los poderes económicos, pueden no ser “nada más que” herramientas de control de clase (por la vía de la legitimación) pero que, en principio, son irrenunciables en cualquier república democrática que quiera reclamar para sí el nombre de “comunismo” pues, de hecho, son condición necesaria para que pueda hablarse de decisiones tomadas en común. En este sentido, cabe sin demasiado problema llamar “Estado” al necesario entramado institucional que pudiera corresponder a un sistema de deliberación de soviets o consejos. A este respecto, no hay más que ver el análisis tan elogioso que hace Marx sobre el entramado institucional de la Comuna de París.8
2.3. Derechos sociales y provisión de servicios
Pero mucho más claro es todavía el asunto si nos referimos ya a la cuestión de los servicios esenciales cuya provisión hay que atender desde instancias públicas. Aquí aparece, como es obvio, todo un ámbito de funciones del Estado que no es fácil ver por qué habrían de extinguirse con la supresión de las clases. De hecho, para mostrar que también en los países capitalistas el Estado constituye “algo más” que no se reduce a una mera función de explotación de clase, basta ver cómo se reacciona desde la izquierda (actualmente por ejemplo de un modo dramático en el caso de Europa occidental) cada vez que se produce un nuevo ataque al Estado como garante de la provisión de ciertos servicios básicos.
Así pues, en cuanto se pone encima de la mesa la cuestión de la sanidad o la educación, es decir, en cuanto se localiza algún tipo de “algo más”, la pregunta que se impone de inmediato —si no queremos enredarnos en una discusión meramente nominal— ya no es si Estado sí o no, sino qué instituciones y con qué garantías.
3. El Estado comunista y la exigencia de atender a ese “algo más”: derechos civiles, derechos políticos y derechos sociales
Ahora bien, con la misma naturalidad con la que, si se considera que el Estado no es “nada más que” un instrumento de explotación de clase hay que contestar que, en ausencia de explotación, el Estado tendrá que extinguirse; con la misma naturalidad hay que decir que, si se considera que el Estado es “algo más”, la principal función de ese Estado comunista será, ante todo, atender a ese “algo más”.
En efecto, si cabe localizar funciones necesarias del Estado “más allá” de la mera explotación de clase, y cabe localizarlas de hecho respecto a los distintos “tipos” o “generaciones” en que suelen clasificarse los derechos, es decir, si cabe localizar que tanto en la cuestión de los derechos civiles (conocidos a veces como derechos de primera generación), como en la cuestión de los derechos de participación política (o derechos de segunda generación) como, de un modo aún más nítido, en los derechos sociales (o de tercera generación), se juega algo más que la mera explotación de clase, entonces es evidente que la tarea de un Estado comunista debe ser garantizar ese algo más.
En primer lugar, parece obvio que un Estado comunista no puede dejar de intentar que no se produzcan agresiones y atentados entre individuos (de carácter racista, homófobo, machista o, por ejemplo, agresiones de carácter sexual). También debe evitar que se produzcan abusos del propio aparato del Estado sobre sus ciudadanos y, en esa medida, no puede dejar de garantizar cierta seguridad jurídica y garantías procesales.
Ahora bien, lo fundamental es destacar que también estos derechos y libertades dependen enteramente de la existencia de instituciones de garantía con capacidad de preservarlas de un modo efectivo. Incluso la seguridad jurídica y las garantías procesales dependen por entero de condiciones materiales para su ejercicio. Por ejemplo, la tutela judicial efectiva es una mera ficción si no se garantiza la asistencia de un letrado, los medios para la defensa, etc. Más clara todavía es la impotencia, por ejemplo, en la lucha contra los asesinatos machistas si el Estado no ofrece modo de cortar ni siquiera la atadura material de las mujeres a sus maridos. Pero esto, claro está, no es un argumento ni contra el Estado ni contra el derecho, sino contra la ausencia de medios e instituciones de garantía (que son, en efecto, los rasgos distintivos de un Estado comunista).
En segundo lugar, también los derechos de participación política resultan meramente ficticios e ilusorios si carecen de medios e instituciones de garantía. Derechos como, por ejemplo, el de libertad de expresión, carecen en gran medida de sentido si se desconectan de las condiciones materiales para su ejercicio, es decir, si se desconecta de la cuestión del acceso a los medios de comunicación. De nuevo aquí, si hay algo que define a un Estado comunista no puede ser la renuncia a estos derechos (ya que, especialmente en el caso de los derechos de participación política, son condición de que pueda haber procesos de deliberación colectiva y, por lo tanto, decisiones tomadas en común). Por el contrario, lo que define a un Estado comunista sólo puede ser que, si se establece la información veraz o la libertad de expresión como derecho fundamental, se establecen al mismo tiempo las condiciones materiales y las instituciones de garantía capaces de asegurarlos; y asegurarlos significa que, si se establecen como derechos fundamentales, cualquier derecho de rango inferior se subordina a su cumplimiento.
Por último, este asunto es aún más evidente en el terreno de lo que tradicionalmente se han llamado “derechos sociales” o “derechos de tercera generación”. Corresponde también esencialmente a la idea de un “Estado comunista” el imperativo incondicionado de incluir entre los derechos fundamentales toda una serie de cuestiones relativas al sustento material (la necesidad de un sistema de salud y educación público, las garantías en el acceso a la vivienda, cierta garantía mínima de ingresos, etc.). En efecto, corresponde esencialmente a la tradición republicana y socialista el establecer en el mismo rango de derechos fundamentales determinadas cuestiones materiales excluidas por principio por la tradición liberal.
De hecho, cabe defender que lo que distingue esencialmente a la tradición liberal de la tradición republicana y socialista es que ésta se niega a desconectar la cuestión formal de las libertades de las condiciones materiales para su ejercicio. Si se trata de garantizar la integridad personal, hay que garantizar tanto que no eres agredido con un cuchillo como que no te niegan el acceso a dos mil calorías diarias.
Ciertamente, en el caso de los derechos sociales tiende a resultarnos más nítido (aunque el problema es exactamente el mismo) que el problema no está en el reconocimiento del derecho (por ejemplo, en el derecho a la vivienda en la Constitución), sino en la falta de instituciones de garantía. Ante este hecho, hay juristas liberales que, con bastante descaro, tratan de defender que si faltan instituciones de garantía entonces es que no existía tal derecho. Sin embargo, a nuestro entender, tiene toda la razón Ferrajoli cuando sostiene que si faltan las instituciones de garantía lo único que se pone de manifiesto es una laguna que la propia arquitectónica del derecho reclama que se cubra.
4. Discusión con el liberalismo
Ahora bien, todo esto implica automáticamente una apuesta decidida por las instituciones de deliberación y decisión colectiva. En efecto, lo primero que implica asignar a todas estas cuestiones materiales el rango de derecho fundamental es la exigencia de atenderlas desde los poderes públicos y, por lo tanto, la necesidad de intervenir con fuerza en cuestiones económicas con el fin de obtener los recursos suficientes para proveer esos servicios. En efecto, si se quieren incluir esas garantías entre los derechos fundamentales es necesario gestionar desde los poderes públicos una cantidad ingente de recursos.
Y es en este punto en el que la tradición liberal reacciona escandalizada diciendo que esas libertades “positivas” (que exigen la provisión de recursos) entran necesariamente en contradicción con el conjunto más básico de libertades “negativas” (a las que correspondería prioridad sobre las primeras) ya que implican, como mínimo, una interferencia en ese “derecho fundamental” que sería el derecho de propiedad. En efecto, es evidente que no hay forma de proveer de todos los servicios esenciales de salud, nutrición, vivienda, educación, etc. que no pase por una notable injerencia coactiva en el terreno de la actividad individual. Ciertamente, cualquier intento de sostener un sistema amplio de provisión de servicios pasa al menos por una intensa política fiscal capaz de detraer de unos lo que va a proveer a otros (eso cuando no pasa por un plan sistemático de nacionalizaciones) y, por lo tanto, supondría una interferencia efectiva en el terreno de la propiedad privada y, por lo tanto, en uno de los elementos básicos de los derechos fundamentales de los individuos. En ese sentido, esa interferencia fiscal (cuando no de una política de expropiaciones) supondría un atentado al núcleo de las libertades individuales en sentido negativo que exigen no ser interferidas.
Resulta evidente que, desde la tradición republicana y socialista, debemos oponernos a ese planteamiento pero, desde nuestro punto de vista, la respuesta más sensata no es restar importancia a los derechos fundamentales y las libertades individuales sino denunciar que el planteamiento entero se ampara en una oposición engañosa (la que enfrenta libertades positivas y negativas) y en una confusión interesada (la que se empeña en no distinguir entre derechos fundamentales y derechos patrimoniales).
4.1. Una oposición engañosa: libertad negativa/libertad positiva
En efecto, según la distinción clásica consagrada por Isaiah Berlín, las libertades negativas serían aquellas que permitiesen sin restricción a cada uno “hacer o ser lo que sea capaz de hacer o ser, sin ser interferido por otras personas”.9 En este sentido, serían “libertades negativas” aquellas cuya función se limitase a impedir cualquier tipo de interferencia o atentado contra el espacio de libertad e integridad individual de cada uno, tanto de su persona como de su propiedad.
Ahora bien, no hay ni puede haber ninguna restricción en este sentido que no implique, al mismo tiempo, una interferencia positiva en el espacio propio de cada sujeto y su propiedad. En efecto, aunque sólo sea porque también los derechos negativos implican la gestión de recursos comunes (para sostener instituciones como unos cuerpos de seguridad, un sistema penitenciario, una administración de justicia, etc.), no hay forma de garantizar ninguna libertad negativa que no pase también por una interferencia en el patrimonio por la vía de impuestos. En efecto, no sólo los “derechos sociales” o aquellos que implican la provisión de bienes y servicios por parte de las administraciones públicas exigen un gasto efectivo de recursos. Por el contrario, cuanto mayor sea la desigualdad y mayores las aspiraciones de las libertades negativas, mayores serán también los medios necesarios para asegurarlas. En este sentido, las libertades negativas se topan (tanto como las positivas) necesariamente con el problema de cómo obtener los recursos necesarios para garantizarlas y, al menos en ese sentido, se ven forzadas a intervenir en el ámbito privado de la propiedad privada por la vía de la recaudación.
No hay, pues, ningún derecho ni garantía (ni negativo ni positivo) que pueda eludir esta cuestión de los recursos y la recaudación tributaria y, por lo tanto, ningún derecho que no implique, como mínimo en ese sentido, la necesidad de tomar decisiones políticas (y hacerlas efectivas con carácter coactivo) que interfieren de un modo sustancial en el terreno privado de la propiedad individual.
En este sentido, la decisión política de ampliar las garantías de “integridad personal” hasta el punto de asegurar no sólo seguridad sino también, por ejemplo, dos mil calorías diarias, vivienda o acceso a servicios sanitarios no introduce ninguna novedad sustancial (sólo de grado) en lo relativo a la “interferencia” que implica respecto al espacio privado de la renta y el patrimonio.
4.2. Una confusión interesada: derechos fundamentales y derechos patrimoniales
Ahora bien, junto a esta distinción (a nuestro entender engañosa) entre libertades positivas y negativas, el discurso liberal reposa en una confusión (a nuestro entender interesada) entre derechos fundamentales y derechos patrimoniales. En efecto (al menos algunos comunistas) no rechazamos discutir la cuestión a partir del reconocimiento del carácter inalienable (absoluto e incondicionado) de ciertos derechos fundamentales (que remiten, sí, a derechos y garantías de los individuos que deben ser respetados con carácter incondicionado).
Pero, a este respecto, creemos que la discusión debe centrarse en qué cabe considerar derechos fundamentales y qué no y, ciertamente, la principal estrategia de los discursos liberales pasa siempre por defender que el derecho de propiedad debe contarse sin duda entre ellos. Sin embargo, como demuestra Ferrajoli de un modo a nuestro entender incontrovertible, el “derecho de propiedad” no reúne los requisitos mínimos que caracterizan a los derechos fundamentales, empezando, evidentemente, por el principal y decisivo de estos requisitos que es, precisamente, el de la posibilidad de ser derechos para todos por igual. En efecto, resulta absurdo reclamar como derecho fundamental algo que puedo tener yo sólo a condición de que no lo tenga nadie más (tal como ocurre con la propiedad sobre bienes materiales). Ciertamente, yo puedo tener un derecho de propiedad sobre las tierras de mi familia, y puede tratarse de un derecho importante, pero no puedo pretender que la propiedad-sobre-las-tierras-de-mi-familia constituya un derecho fundamental, pues con ello estaría exigiendo que la propiedad-sobre-las-tierras-de-mi-familia fuese un derecho igual para todos, lo cual es absurdo, dado que el concepto de propiedad ya no significaría nada.
Otra cosa enteramente distinta (y que sí es, como resulta evidente, perfectamente universalizable) es el derecho de los individuos a ser, en general, sujetos del derecho a propiedad. Todos somos posibles sujetos del derecho de propiedad, pero no cabe pretender que, a partir de ahí, se conviertan en “derecho fundamental” las cuestiones relativas al patrimonio en concreto y a las distribuciones patrimoniales de hecho.
Así pues, la textura mínima que define a los derechos fundamentales es su posibilidad de estar asegurados por igual para todos. Y éste puede ser el caso, por ejemplo, de la libertad de expresión, el derecho a recibir asistencia sanitaria o educación y, también, la posibilidad de ser propietario de bienes en general. Sin embargo, la propiedad privada sobre esas tierras o aquella renta no puede, por definición, ser universalizada y, por lo tanto, no puede aspirar al rango de derecho fundamental. La propiedad sobre un patrimonio concreto puede sin duda constituir un derecho más o menos importante. Pero, insistimos una vez más, el derecho sobre un patrimonio en concreto sólo se puede tener a condición de que no lo tenga nadie más y, por lo tanto, puede constituir un derecho, sí, pero no un derecho fundamental en ningún caso, sino sólo un derecho patrimonial.
Ahora bien, sin perjuicio de su importancia y del alto grado de garantías que quepa exigir al respecto, se trata necesariamente de un derecho de rango inferior que debe quedar subordinado al cumplimiento efectivo de los derechos fundamentales y, por lo tanto, debe poder ser sometido, por ejemplo, a un impuesto de patrimonio si ello resulta necesario para atender a las exigencias de libertad, seguridad, salud, educación o independencia que en cada caso se hayan establecido constitucionalmente como derechos fundamentales.
El planteamiento en realidad no puede ser más sencillo: si la tutela judicial efectiva es un derecho fundamental, también lo son los medios materiales y las instituciones de garantía necesarias para sostenerla y, por lo tanto, que unas tierras en concreto formen o no parte de mi patrimonio es un derecho importante pero en cualquier caso subordinado al cumplimiento de los derechos fundamentales. Del mismo modo, la garantía de acceso plural a los medios de información, como condición esencial de la deliberación pública y la participación política, debe imponerse en el orden jerárquico sobre el hecho patrimonial de que la cadena sea propiedad privada de éste o aquél particular. Igualmente, si se considera la salud, la educación o dos mil calorías diarias un derecho fundamental, no cabe aducir derechos patrimoniales para impedirlo. En este sentido los derechos fundamentales son todos aquellos respecto a los que no cabe la pregunta de si son viables o no (y mucho menos, claro, si son rentables o no) y respecto a los que la única pregunta posible es quién los paga.
5. El liberalismo y el intento de reducir el Estado a “nada más que” una herramienta de explotación de clase
Así pues, todo el escándalo con el que alborota el liberalismo radical ante cualquier planteamiento de este tipo y, a partir de ahí, la correspondiente propuesta de “Estado mínimo” que defienden autores como von Mises, Hayek, Nozick o Milton Friedman, se sostiene enteramente, como estamos intentando defender, sobre una distinción engañosa y una confusión interesada.
De hecho, llevando hasta el límite último esa confusión terminaría siendo imposible defender ninguna institución de garantía, ni siquiera las relativas a la protección de los derechos civiles y la seguridad jurídica mínima de los individuos (la vida, la libertad y la propiedad), pues cualquier institución de garantía (también los tribunales, la policía, el sistema penitenciario, etc.) requiere recursos. Y, ciertamente, si el Estado debe limitarse a defender las llamadas “libertades negativas” (es decir, excluyendo por supuesto cualquiera que implique directamente provisión de servicios) y se incluyen como parte de esas libertades las cuestiones patrimoniales (es decir, la defensa en cualquier caso de la estructura de distribución de renta dada), nos encontramos con que, en el límite, no se podría justificar un sistema fiscal ni siquiera para sostener la policía y los tribunales (pues todo sistema fiscal implica detraer coactivamente recursos del patrimonio de los individuos o grupos de individuos libremente asociados —empresas—, lo cual sería ya por sí mismo un atentado a la libertad en sentido negativo).
En cualquier caso, aquí no nos interesan tanto las encrucijadas en las que se encuentran para justificar la necesidad y la legitimidad de las instituciones de garantía al menos para las libertades negativas (llegando a coquetear incluso con la idea de sostenerlo todo en donaciones privadas y fondos fiduciarios voluntarios; algo que realmente causa estupor). Lo que nos interesa es ver que todos los defensores del “Estado mínimo” defiendan un Estado que, precisamente, se limite nada más que a las funciones que Marx consideraba propias del Estado como herramienta de dominación de clase. En efecto, incluso Robert Nozick, que es probablemente el más radical de esta tradición, termina defendiendo la existencia del Estado siempre que se limite a las funciones de protección contra la violencia, el robo, el fraude y la violación de contratos.10 Es decir, exactamente los elementos que Marx demuestra que hay que sostener para garantizar la eficacia del sistema de explotación de clase. En definitiva, se trata simplemente de garantizar la propiedad (en la estructura de distribución en la que se encuentra de hecho, como si esa distribución fuese en sí misma un derecho fundamental) y, a partir de ahí, garantizar la libertad individual sin límites para establecer contratos.
en las coordenadas de un mercado de trabajo capitalista