La presente publicación se encuentra registrada en la Biblioteca Nacional Alemana (Deutsche Nationalbibliothek) Los detalles bibliográficos se encuentran en la página Internet www.dnb.de
Título: Estado incierto
Todos los derechos quedan reservados por el Autor.
Editor y productor: Books on Demand GmbH,
Norderstedt Alemania
Edición, 2021
© Frederic Luján, 2021
ISBN 978-3-7534-8925-4
www.fredericlujan.com
Frederic Luján nació en Giessen, Alemania, en 1957. Sin lugar a duda una de las voces más originales de la nueva literatura en español. Ha vivido mucho tiempo en el Perú.Estudió administración de empresas y ha sido consultor, seminarista y catedrático en esa materia. Ha escrito para periódicos y revistas peruanas. Luján, quien actualmente vive en Dresden, dice que escribir es como una bendición que le tonifica siempre el espíritu. Su extraordinaria destreza narrativa se vio confirmada con ¿Por qué a mí?, su primera novela que salió publicada en el año 2003; luego El expresionista, La dulce espera, y esta última, su segunda gran novela Estado incierto (la versión en Alemán salió publicada primero en el año 2016, con el nombre Morbide Faszination), y donde desde el primer momento el autor también nos cautiva con una de sus historias más brillantes por su insólita habilidad para ir de lo grave a lo hilarante.
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con circunstancias o personas reales es pura casualidad.
Frederic Luján
...El principal enemigo del hombre no es el microbio ni la enfermedad, es el hombre mismo, su orgullo, codicia, presunción, vanidad, arrogancia, los prejuicios, la estupidez. Contra eso, sí, contra eso no hay hasta ahora ninguna clase social inmunizada, ni sistema alguno que pueda ofrecer un remedio...
HENRY MILLER, El Coloso de Marusi
Desde que salió del consultorio Tilo ya no era el mismo. Esa rara sensación que más parecía una extraña obsesión se había quedado ahí, latiendo en su inconsciente.
“Lo descubriré, lo descubriré”, repetía incesante, martillándose la cabeza con mil pensamientos, como si de eso dependiera su futuro.
Eran como las cinco de la tarde y afuera, con menos diez grados centígrados, el aire congelaba y las calles algodonadas de nieve. Era febrero en Alemania, el mes más frío del invierno. Tilo vivía en Radebeul, un pintoresco pueblo alemán de no más de treinta mil habitantes. Conocido por sus viñedos, restaurantes típicos y lugares de esparcimiento turísticos, era cuna del renombrado escritor alemán Karl May, autor de Winnetou y de historietas del legendario Oeste norteamericano.
Mientras subía la cuesta porque su casa se encontraba en la falda de una loma, junto a una viña, podía divisar cómo descansaban las otras viviendas con sus tejados rojos de diferentes tonalidades en la falda del cerro, hacia el otro lado del río Elba. Todo lo que percibía lo asociaba inmediatamente con esa extraña sensación que latía en su interior. Al dolor físico agudo, que a veces le imposibilitaba hasta caminar, cada vez le tenía menos miedo. Después de todo ya casi se había acostumbrado.
Sé bien de lo que huyo, más no lo que busco. En cualquier caso, es mejor cambiar un estado malo por uno incierto... recordó de pronto la cita de Montaigne.
Mientras caminaba como sonámbulo por la calle empinada trataba de ordenar el mapa de sus ideas. “¿No será acaso una especie de conjuro de mi alma este nuevo viaje que emprenderé, mi enfermedad?”
Hablaba solo, alzando la voz como si en ese momento quisiera hacerse también amigo de sus dolores y sufrimientos, entenderlos más que rechazarlos. Algo le decía que iba a ser inútil luchar contra su enfermedad como si fuera un enemigo, eso que el doctor decía. Probablemente por eso sería mejor no verla como a un adversario sino más bien como un aliado. Sí, eso sería él, un aliado, un cómplice de esa obsesión que ahora le perforaba los pensamientos. ¿Será acaso la fascinación que tenía por los libros y por todo lo que había leído y leía que lo ponía así? ¿O es que se estaba volviendo masoquista? Seguía dando vuelta a sus ideas, mirando el firmamento con unos ojos que se le salían del cráneo, como si estuviera conectado con la Divina Providencia.
Al verlo cómo vociferaba solo, una viejita que acababa de terminar de barrer la nieve que se había acumulado al frente de su casa se asustó de tal manera que se escondió bajo el umbral de su puerta. Otras personas lo miraban con disimulo, aplastando sus caras detrás de las ventanas empañadas por sus alientos húmedos.
Al pasar frente a la florería que se encontraba a tan solo dos cuadras de su casa, sus reflexiones tuvieron un momento de tregua.
“Sí, ¿por qué no? Le regalaré a mi Laura un bonito ramo de flores, a ver si así la calmo un poco”, se dijo.
Así era él a pesar de que su mujer le tenía muy poca paciencia. Le gustaba darle siempre sorpresas. Y no solamente a ella, también a su hija adoptiva, Karina. Se trataba en verdad de la hija del primer matrimonio de Laura. Ella había enviudado cuando Karina tenía apenas cinco años de edad. Era la niña de sus ojos, la quería mucho. Tilo era de las personas que más gozan regalando que recibiendo.
Laura no aparentaba los cuatro años que le llevaba a Tilo. Era esbelta y alta, Tilo tenía que estirar siempre el cuello para besarla. Tenía la piel algo más oscura que la normalmente desteñida de las mujeres alemanas y la apariencia aristocrática: siempre bien cuidada, como si se tratara de un maniquí de vitrina. Tilo la llamaba Luxus Lady porque parecía embalsamada en cremas y aceites cosméticos. Laura iba por lo menos dos veces a la semana a la cosmética y al marica de su peluquero, cada quince días. Tenía cientos de pares de zapatos que guardaba como fetiches en un armario con llave, y que habían sido especialmente escogidos para que entonaran con lo que llevara puesto. Sus amigas la miraban siempre con envidia y decían: “Ay, no sé qué hace esta mujer para mantenerse siempre tan bien, porque no creo que sea por el medio tronado de su marido.”
Tilo era todo lo opuesto. Le gustaba vestirse sencillamente. Decía que el hombre, como proviene del mono, debería andar mejor como los masai, con una sola indumentaria para protegerse del sol y punto. Parecía un hámster: fofo de cara y con la nariz aplastada, además de orejas chicas y puntiagudas y unos ojos rojos que sobresalían de su cara. Sus amigos le sugerían siempre usar lentes oscuros, igual que los de Heino, el cantante alemán de música folklórica.
Como Tilo andaba distraído se había olvidado de subirse la bragueta del pantalón. Al llegar a la florería, la vendedora, una gordita nada recatada, sonrió tapándose la boca para que no le vieran el diente que le faltaba, le insinuó que algo ahí abajo se había quedado abierto.
“¡Ah, sí, gracias! con razón sentía que algo se me enfriaba... jejeje”, sonrió Tilo. Nunca se hacía problemas por nada. Sin una razón en especial, se sintió atraído por los colores violeta y blanco de las azucenas que habían justo en la entrada de la tienda.
“Señora Wiedow, por qué no me prepara un bonito ramillete de estas flores”, dijo, sin pensarlo mucho.
“Pero, señor Medina, ¿no es que a su señora le gustan los claveles?”, dudó la vendedora, como adivinando que serían para su esposa. Se conocían desde que Tilo se había mudado a Radebeul.
“Sí, lo sé, pero hay que acostumbrarla a que cambie de gustos, señora Wiedow. Además, me parece que sus claveles están todavía en botón. Yo quiero algo con vida, que llame la atención, como estas lindas azucenas.” Revisaba cada flor que había en la vasija, imaginándose la cara de asombro que pondría su mujer.
Acercó el capullo más grande a su nariz y estornudó de tal manera que desintegró la flor por completo: unos cuantos pétalos quedaron prendidos en el pelo y en la blusa de la vendedora.
“¡Caramba, mil disculpas! Parece que soy alérgico al perfume de las azucenas.”
Cuando quiso ayudar a quitarle los pétalos botó torpemente un florero que para su desgracia tenía agua podrida. Tilo evidenciaba ya serios problemas con los nervios motores de las manos, que a veces movía de forma torpe e incoordinada.
“¡Maldición!¡No sé que tengo hoy, todo me sale mal! Jejeje.” Todo lo solucionaba siempre con una sonrisa.
“No, qué ocurrencia, yo lo limpiaré... son veinticinco euros”, dijo la vendedora, que ya conocía las torpezas de su cliente y quería más bien que pagara rápido y que se fuera de una vez, antes de que le destrozara toda la tienda.
A Tilo siempre le sucedían este tipo de cosas y lo peor de todo es que a veces ni cuenta se daba. Hacía poco que se había estrellado contra un vidrio en un supermercado porque pensó que se trataba de la puerta de salida y para colmo era la oficina del administrador.
El ramillete que compró era tan grande y frondoso que su cara desaparecía entre la selva de flores y como además se bamboleaba de un lado a otro por los dolores que tenía en la pierna, hacía malabares para no tropezarse.
A la entrada de su casa, o mejor dicho la de Laura, ya que el esposo de su primer matrimonio había comprado el segundo piso de un edificio de tres y lo había puesto a nombre de su mujer, quien lo aguardaba con cara de quien espera una explicación inmediata. Sin fijarse siquiera en el ramillete de azucenas, Laura clavó la vista en el suelo. Con los brazos cruzados, moviendo ligeramente el pie derecho, parecía decirle espero que le hayas dicho todo al doctor, so pedazo de volado.
“¡Laura, amorcito!” prorrumpió sonriente Tilo. Y como si se tratara de su primer amor le entregó las flores: “Mira lo que te traje, son para ti, azucenas, ¿te gustan?” Para él era una sorpresa encontrarla ahí afuera, con ese frío que penetraba hasta los huesos.
“Hm, gracias Tilo, son lindas, pero…”, en verdad quería decirle otra cosa, pero igual, ablandó un poco su rostro malhumorado y preguntó: “¿Y no había claveles? A mí me gustan los claveles.”
Tilo prefirió no contestarle. La verdad era que ella no parecía estar muy contenta con las flores.
“De todas maneras gracias, pero son inmensas y en la sala no las puedo poner porque tengo los bonsáis que me regaló mi madre.” Laura agradeció con tono seco, haciendo muecas, y cuando él quiso besarla en la boca, ella puso la mejilla.
“Bueno, si quieres, ponlas entonces en el baño. Sí, eso es, en el baño, junto al lavatorio”, dijo Tilo, irónicamente, encogiendo los hombros.
Se sentía muy cansado y lo único que deseaba en ese momento era estirar sus piernas en el sillón.
“¡Baño, baño, qué disparate me hablas!” contestó Laura, como advirtiéndole que a ella había que hablarle bonito. “Las pondré en el corredor, solo que como hay poca luz se van a marchitar antes de tiempo. Y ahora ven, apóyate en mi hombro…” Laura encorvó ligeramente el torso para que Tilo se apoyara mejor mientras subían las escaleras. “¿Sabes qué Tilo? creo que la próxima mejor iré contigo al médico. La verdad, tú ya no estás para estos trotes. Te he esperado aquí afuera, muerta de frío, más de una hora. ¿Cómo quieres que me ponga?”, dijo, moviendo la cabeza amargamente.
El cansancio y el agotamiento físico de Tilo se hacían cada vez más notorios. Felizmente había dejado de ser corpulento y pesado, sino habrían demorado mucho más en subir.
“No Liebling, lo que pasa es que me demoré por las azucenas que tú, malagradecida, parece que desprecias.”
“Está bien, ya te he dicho que son lindas, preciosas, qué más quieres que te diga.” El malhumor de Laura era insoportable, no le gustaba que le repitieran siempre la misma cosa.
Cada paso que subía Tilo parecía como si trepara el Mont Blanc. Así de cansado se sentía. Las piernas se le habían entumecido otra vez, además de las dificultades que tenía para respirar. Una vez adentro, su mujer le ayudó a ponerse el buzo deshilachado de siempre, se estiró un rato en el sillón y luego se sentaron en la mesa a cenar: un par de panes negros de centeno con queso, unas rodajas de embutidos, ensalada de pepinillos, yogurt light y su jarra de té de salvia.
Comían en silencio, cruzando miradas, como esperando a que alguien diera una señal para iniciar un tema. Tilo, tratando más bien de eludir el asunto, comía tranquilo sus pancitos, pensando qué cuento le podía meter ahora.
“Bueno, ¿y? ¿Supongo que algo te habrá dicho el doctor Rossmann, no?”, insinuó Laura, quien tratando de suavizar el rostro juntaba los labios delgados hasta parecer que no los tenía.
Esta vez quería saberlo todo, hasta con puntos y comas. El solo el pensar que Tilo podría tener algo serio o incurable la tenía hecha un atado de nervios. Hacía una semana que no pegaba los ojos para dormir.
Por temor a que su mujer le mandara de inmediato a la clínica y le aguara la fiesta de su cumpleaños que había preparado con tanto esmero para el sábado siguiente, Tilo optó mejor por seguir moviéndole el punto sobre las azucenas: “Laura, mein Liebling, en serio, dime francamente: ¿te gustaron mis azucenas? Por si acaso te compré todas las que había.”
Tomaba el té con un sorbete: la única manera como podía tomar algo caliente sin que le ardieran las heridas que tenía en la boca. “¡Otra vez con las flores, Tilo! Por favor, cuántas veces te tengo que decir que, ¡sí, sí, sí!, son lindas, preciosas, bellas, maravillosas... ¡Ya córtala, córtala de una vez, por Dios!” Sus ojos pardos brillaban cambiando a un tono más bien grisáceo y golpeaba con las uñas largas y perfectamente arregladas la taza, simulando el ruido de un galope.
“Bueno pues, y para que lo sepas de todas maneras ha sido el ramo más bonito que he encontrado para ti, Liebling. ¿Sabías que cuando le dije a la vendedora que buscaba algo esta vez verdaderamente llamativo y con colores intensos, inmediatamente se acordó de que a ti te gustan los claveles? Pero igual, yo le dije que mejor no, que quería estas, las más bellas y lindas de la tienda…” Le buscaba la mirada como para que le dijera sí mi amor, tienes razón, mejor hablemos sobre otro tema que no sea tu enfermedad.
Pero nada, por el contrario, parecía como si quisiera tirarle una bofetada. Comía las rodajas de pepinillos una tras otra, como si se tratara de hostias, masticándolas sin apetito.
“Por ejemplo, en Buenos Aires existen también azucenas que crecen con las flores juntas, creo que se llaman Astroemelia peregrina. Lo leí un día en una revista de jardinería, pero mejor no me preguntes por qué... jejeje” reía temeroso. “Creo que por eso dicen que pertenece a la familia de las liliáceas, esa planta de tallo alto y flores grandes, blancas, olorosas... ¿Qué crees? Yo también sé algo de botánica.”
Y así siguió escabulléndose en conversaciones triviales hasta que la paciencia de Laura llegó a su límite. Dio un manotazo sobre la mesa incrustando los dedos con tal fuerza en el mantel, que hasta se voló media uña del dedo índice y las rodajas de pepinillo de la ensalada saltaron del plato.
“¡Basta, basta, basta!” gritó, exhalando aire cual si fuera un hipopótamo. “Mira, Tilo, yo te he esperado casi una hora como una idiota y además muerta de frío en la puerta. ¿Por qué no me puedes prestar un poco de atención? Quiero que me digas todo, pero todo lo que te ha dicho Rossmann, ¡maldita sea!” De sus ojos saltaron lágrimas.
Al ver como su mujer lloraba ahora a moco tendido –cosa que en verdad no era muy usual en ella–, Tilo se bloqueó y sorprendido dio un salto y derramó la taza de té haciendo que de pronto flotaran las rodajas de pepinillo de encima de la mesa.
“¿Pero por qué lloras, Laura? ¿Qué hice, te dije algo que no te gustó?” Le pasaba la mano por la cabeza. “Dime, ¿seguro que es por las azucenas que no te han gustado, porque mira, si quieres, para la próxima te compraré entonces tus claveles? ¿Qué dices, te gusta la idea?”
“¡Qué flores ni qué flores, métetelas al poto! ¿Por qué serás tan idiota? ¡Eres un torpe, un cínico!” En ese momento Laura no sabía explicarle el por qué de su arrebato. “¿No te das cuenta acaso de las cosas que haces y dices? Mira, hasta has derramado el té encima de la mesa. Todo te tiembla, ya ni te puedes controlar... ¿Te parece eso normal? Estás enfermo, Tilo, muy enfermo.”
En ese momento Laura quería matarlo, lapidarlo para siempre, pero a la vez evidenciaba pena, casi lástima, de ver cómo su marido se convertía cada vez más en una persona extraña, desconocida. En un indiferente al que no le importaba nada ni nadie.
“En cualquier caso es mejor cambiar un estado malo por otro incierto”, volvió a decir Tilo, usando la frase como antídoto contra lo que le estaba ocurriendo. La pronunciaba pausadamente y apenas moviendo los labios.
Ella lo miraba con los ojos empapados. Hubiera querido decirle tantas cosas, sin embargo su indignación e impotencia eran tales que en ese momento odiaba sus caricias.
“¿Yo mal? ¿Enfermo? ¡Tonterías, bobadas, Laura! En cualquier caso es mejor cambiar un estado malo por otro incierto.” Esta vez sí se lo dijo claro y directamente. La miró firmemente a los ojos para ver si podía escarbar en sus pensamientos. “Creo que tú sabes perfectamente a lo que me refiero. Y, por favor, no me digas ahora que no, que lo puedo leer en los ojos. Mira, ¿por qué no nos olvidamos de todo esto que no son más que simples banalidades? Lo que pasa es que tú, al igual que todos los demás, exageran, siempre exageran.” Firme en su divisa y como concluyendo que era mejor no hacerle caso, y absolutamente indiferente, Tilo comenzó a interpretar a Roberto Musil, otro de sus autores preferidos: “Piensa como Musil: todo nuestro ser no es sino un delirio de muchos. Sí, eso es, un delirio de muchos y nada más. La épica basada en la unidad del mundo y del individuo. Laura, te hablo en serio, creo que eres tú más bien la que te haces problemas sobre lo que te dicen los demás. Relájate por favor, Liebling, ¿sí?”
“¡Esto ya es el colmo, por favor! Para hablar sandeces eres campeón. Creo que esos libros en vez de hacerte un bien te están haciendo daño. Pisa tierra. Qué cosas estás diciendo, ¿cambiar un estado malo por otro incierto? ¡Idioteces, todo no son más que idioteces! ¿De qué Misíl, Masil, Musil, o como m... se llame, me estás hablando ahora?” Laura esquivaba las caricias de Tilo poniendo el cuello duro y le habla en tono enérgico: “¡Ya deja de tocarme el pelo y siéntate mejor en tu sitio! Y seca también ese desastre que has ocasionado sobre la mesa.”
Mientras más lloraba y criticaba Laura, más se empecinaba Tilo en enredarse con sus enmarañados pensamientos. ¿Serían acaso las controversias con su mujer que le producían cada vez más ese deseo de hundirse en sus ideas utópicas, con la ilusión de que fueran tangibles? ¿Qué es lo que lo motivaba a irse allí, donde pudiera vivirlas, experimentarlas, sentirlas? ¿O es que se estaba volviendo un mero parásito, interpretando solo ideas ajenas?
“¿Sabías que la más profunda asociación del hombre con sus semejantes es la disociación?” dijo Tilo, buscando calmarla, motivándola para que se adentrara también en sus ideas: “Disociación, qué interesante palabra ¿no, Laura? Nuestra vida debería ser total y únicamente literatura. Dios mío, ¿por qué no me iluminas a mí también igual como a Musil?”
Al ver que Laura seguía frunciéndole el ceño, su castillo imaginario se desmoronó otra vez para volver de nuevo a la realidad. Y así no le quedó otra que regresar de nuevo a su sitio para limpiar todo el desastre que había ocasionado.
Distraído como era, en vez de limpiar la mesa con el trapo de la cocina, sacó de su bolsillo un pañuelo, y sumergido entre la realidad y la fantasía, frotaba el mantel observando detenidamente las rodajas de verdura, su taza semivacía, el plato con el pan, como si esos objetos fuesen la continuidad de algo aún confuso para él. Y como no exprimía ni enjuagaba el pañuelo, terminaba embarrándolo todo aún más.
“¡Pero, Tilo, por favor, qué barbaridad, concéntrate en lo que estás haciendo! ¡Párate y trae en este momento el trapo de la cocina!”, ordenó Laura encolerizada al ver en qué condiciones había quedado el mantel de lino bordado que le había costado un ojo en la cara.
Solo después de seguir prácticamente por inercia las instrucciones de su mujer que le seguía diciendo, que, ¡ay!, eres una bestia, que limpia aquí y acá, que ahora me malogras también la caoba de la mesa, Tilo por fin se llenó de valor para hablar: “¡No, no, no! Mejor no debí hacerte caso, ni ir al médico ni tomar medicamentos ni nada de nada. Es que no te das cuenta, odio esta situación, todo lo que comentas, tus preocupaciones, intranquilidad, o si quieres, llámalo enfermedad, que sabe Dios a dónde me llevará. Todo está en la mente, ya vas a ver, transformaré esta enfermedad en algo sensato, con sentido. John Cheever dijo que no poseemos más conciencia que la literatura, que ha sido siempre la salvación de los condenados... Y yo sí que estoy condenado por esta maldita enfermedad, padecimiento, malestar, o llámalo como quieras. Laura, por favor, ¿por qué no me dejas tranquilo, que en el fondo lo único que da orgullo y alegría al espíritu son los esfuerzos superados con bravura y los sufrimientos soportados con paciencia?” Se le venían a la cabeza en fracciones de segundos las citas del libro El Paseo, de Robert Walser. “Después de todo soy yo quien debería sufrir y nadie más. No te preocupes, que ya encontraré una salida, ¿sí?”
“¿Salida? ¿Has dicho salida? Como sigas así, la única salida que tendrás es que te saque de esta casa rumbo al hospital, ¿me entiendes? ¡Sí, al hospital! Allí es donde deberías ir. Y ahora, por favor, dejemos de hacerla más larga y cuéntame de una vez: ¿Qué te ha dicho Rossmann? ¿Qué tienes, porque supongo que te ha recetado algo?”
Tilo no era impulsivo ni se alteraba con facilidad; por el contrario, todo lo veía siempre con buen humor. Obedecer y respetar siempre a su mujer era su mejor carta de presentación, al menos eso trataba.
“Está bien Laura, cálmate”, dijo buscando la mano de su mujer para acariciarla.
“Solo me dijo que cuando me vinieran los entumecimientos en las piernas y los brazos, tomara Voltaren Resinat contra los dolores musculares. Según él, esto se debe a los achaques de la etapa de los cincuenta, jejeje.”, le mintió, y sonriendo con una prolija dentadura, recordó de pronto su cumpleaños: “¡Uy, qué emoción, Liebling! El próximo sábado cumpliré cincuenta años redondos, te imaginas.”
De tanta discusión y preocupación, Laura se había olvidado por completo de que en verdad el sábado siguiente su marido cumpliría medio siglo de vida.
“Verdad, tienes razón, lo había olvidado por completo. Pero bueno, mejor terminemos primero este tema, y ahora dime, ¿qué te ha dicho el doctor acerca de las aftas?”
“¿Lo de las aftas? Ah, sí, me recetó Recessan, que tiene polidocanol... jejeje.” Se reía algo más complacido, pero no porque se hubiera acordado de ese nombre raro, sino porque notaba más bien que el diálogo entre ellos se estaba suavizando. “Esa crema me ayudará también a cicatrizar mejor las heridas, además de que anestesia rápido.”
“Sí, lo sé, usábamos ese producto con los niños en Odontología, en el hospital.” Como enfermera, Laura conocía bien sobre fármacos. “Pero bueno, sigue contando, ¿eso nomás te dijo? Porque apuesto a que también te has olvidado de mencionarle la dificultad que tienes para respirar, la tos de perro y la tembladera de tus manos, o la descoordinación cuando caminas que hasta pareces un títere, y esa voz de pito, como si hubieras inhalado dos litros de helio. Pero lo que más me preocupa es esa fatiga que no aguantas ni veinte minutos de pie o dar una vuelta a la manzana. ¡Todo te lo había apuntado en un papelito!…” Laura alzaba de nuevo la voz.
“No pues, Laura, no me subas otra vez los decibeles. ¿Por qué no me hablas bonito? Para tu tranquilidad, la lista esa se la di al doctor, tachó y apuntó algunas cosas y me dijo que no me preocupara, que todos esos síntomas se debían a los efectos secundarios de esas cápsulas verde con azul que tomo y que seguiré tomando hasta que termine el tratamiento contra esta gripe que me ha dado. Eso es todo. Recomendó también que apenas terminara con esas pastillas, o sea, dentro de cinco días, empezara al toque con el Voltarén a ver qué pasa. Es que, entiéndelo, a veces no todas las sustancias químicas de los medicamentos reaccionan igual en todos los organismos. El doctor confía mucho en ese producto, según él controlará cualquier proceso neuroinflamatorio que pueda tener.”
Acordándose también de la inyección que le habían puesto, inconscientemente levantó la nalga derecha, inclinándose ligeramente hacia el lado opuesto del asiento.
“Además, me zampó unas inyecciones que, ¡caramba! santo remedio, me han quitado todo el malestar. A propósito, ¿conoces a la corpulenta de la Ochsenknecht, la enfermera del doctor Rossmann? Caracoles, qué fuerza la de esa mujer, es criminal, me levantó de un porrazo como si fuera un muñeco de trapo... en cualquier caso, es mejor cambiar un estado malo por otro incierto”, complementaba a ratos sus mentiras, pensando en ese enunciado que se le había quedado grabado como tatuaje.
Como conocía tan bien a su mujer, durante el camino a casa había escondido también la orden de internamiento para el hospital en su billetera.
“No, no la conozco, ni tampoco me interesa, ahora no me cambies de tema”, su mujer lo miraba desconfiada. “Además no creo que eso sea lo único que te dijo, porque conociendo lo volado que eres seguro que te has acordado solo del diez por ciento de todo lo que te he dicho. ¡Ay, Tilo, Tilo! A veces te tengo que tratar como a un niño”, movía la cabeza reprochándose por no haberlo acompañado. “A ver, enséñame esas recetas.”
Tilo por supuesto que le dio solo el fajo de las que había guardado en el bolsillo de su camisa. “Toma, aquí están, y cámbiame esa cara, ¿sí?” Quería hacerle cosquillas en la cintura, pero ella no se dejaba, fría como un hielo.
Mientras su mujer leía con detenimiento las indicaciones del doctor, Tilo se distraía contemplando absorto cómo estaba vestida. ¿O era otra vez la cita de Montaigne que le perforaba los pensamientos? Abstraído ahora en el collar que tenía puesto Laura, desvió sus pensamientos a la novela El paraíso en la otra esquina, de Vargas Llosa. Le afloraba de nuevo ese homicidio imaginario que había cometido un día cercenando la cabeza de Laura para cambiarla por la de Flora Tristán. Mientras miraba el collar de erizos disecados que le colgaba hasta el ombligo, que parecía un rosario de los que usaban las religiosas de monasterio en la Edad Media, Tilo pensaba: mira tú, ¿conque monja, no? A ver, por qué no entonces te comportas como Flora y te mando al convento de Santa Catalina para que te quedes no cinco noches como ella, sino un año, dos, tres, o tal vez más… a ver si te haces amiga de las esclavas zambas, mulatas, negras, pero sobre todo de las indias –pobrecitas las indias– para que las salves de su podrido y enfermo, sí, verdaderamente enfermo destino. Tú que te sientes iluminada, dándome siempre instrucciones, creo que eso no te caería nadita mal... De pronto, cuando estaba a punto de rezar también el Padrenuestro y el Avemaría y su correspondiente Gloriapatri para ver si sus plegarias se hacían realidad, todo se disipó, se oscureció, y otra vez la cita... En cualquier caso es mejor cambiar un estado malo por otro incierto... que se le incrustaba en las neuronas. Se estaba convenciendo cada vez más de que no se trataba de una mera coincidencia, sino de un llamado maravilloso, extraordinario, que iba alimentando cada vez con más fuerza su imaginación.
Ella llevaba una blusa holgada de lana blanca muy elegante y un pantalón negro aterciopelado; le gustaba verse siempre distinguida.
Todavía no muy convencida de lo que había leído, Laura insinuó: “Qué raro, aquí el doctor te recetó solo productos profilácticos y analgésicos… tú me estás ocultando algo, Tilo.”
“Nooo, que va, sigue nomás, Liebling…” Tilo frotaba discretamente su pierna derecha para que ella no se diera cuenta de que le estaba doliendo, y se esmeraba en no ponerse rojo. Sabía que si ella seguía indagando de esa manera pronto lo descubriría y ahí sí que su cumpleaños se iría al tacho. “Pero por qué te voy a mentir, Liebling. ¿O acaso crees que he estado dos horas en el consultorio solo para mirar cómo el doctor juega con su rulito de pelo que le cuelga siempre en la frente? Mira, hasta me regaló dos muestras de Requisan, Rezosán o como se llame esta crema…” Y sacó del bolsillo de su pantalón dos tubos totalmente aplastados: a uno se le había salido la tapa haciendo una aureola media amarilla en la tela del bolsillo.
Felizmente, en ese momento, al mirar el reloj, Laura se acordó de que tenía que ir a las siete donde Tongoy, el médico naturista y curandero especializado en tratamientos de Anti-Aging, Functional Food y cosas por el estilo, para que le diera lo que le había prometido contra las arrugas que le habían salida en la cara. Y saltando de su asiento le dijo: “Bueno pues, espero que de algo te sirva. ¡Caramba! ya se me hizo tarde, tengo que ir volando al consultorio de Tongoy para que me dé una muestra de ese extracto de algas, a ver si me elimina esas arrugas que me han salido ahora en la cara.” Con el ánimo más tranquilo y hasta sonriente, tocó delicadamente uno de los tallos del ramillete de azucenas y rozando apenas su mejilla con la de Tilo –como de costumbre– se despidió no sin antes decirle: “Tilo, ¿sabes qué? Creo que tienes razón: no se ven tan mal. Si quieres, después de lavar los platos y poner todas las cosas en su sitio, puedes adornar la mesa con tus azucenas. Ah, a propósito, tus amigos te llamaron esta tarde para confirmar que venían el próximo sábado a tu cumpleaños.”
Los días pasaban volando y Tilo había empezado a tomar los nuevos medicamentos y a echarse la crema contra las aftas. Todo eso le parecía una estupidez, una majadería, pero en fin, tenía que hacerlo, de lo contrario su mujer empezaría con la misma cantaleta. A veces le entraban las dudas de si estaría haciendo bien en ocultarle la orden de internamiento para el hospital, pero se justificaba pensando que de todas maneras eso no le iba ayudar a curar sus dolencias. Los malestares que tenía en los brazos, manos y piernas se acentuaban cada vez más. Tilo hacía rato que buscaba una pista, un indicio que le dijera sí, haces bien, vas a ver que pronto tu sufrimiento y tu dolor te conducirán a descubrir algo de lo cual no te lamentarás.
Sí, eso es, aguantaré nomás y no le diré nada... En cualquier caso, es mejor cambiar un estado malo por otro incierto, se decía, pensando otra vez en la cita de Montaigne. Siempre le habían fascinado esos escritores escépticos que escribían sobre temas existenciales y de crítica aguda contra la realidad humana. Laura dormía como una marmota: eran como las tres y media de la mañana.
Coincidiendo con una fuerte punzada de dolor que le vino desde la nuca y se irradiaba en forma discontinua por toda la columna vertebral hasta los dedos de los pies, Tilo soltó un grito de “¡Maldito Morbo!”, que menos mal que no despertó a su mujer. Prorrumpió el nombre Morbo con tal convicción que cualquiera hubiera dicho que finalmente había descubierto la gran incógnita. Era como si el héroe que se sentía y la voz de su conciencia se hubieran fusionado para dar forma a otra figura que era su propia enfermedad o al menos eso que le causaba siempre el dolor.
Su mujer seguía durmiendo plácidamente, apretando su oreja a la almohada, mientras Tilo se frotaba desesperadamente la cintura y las piernas, como si con ese movimiento pudiera extraer ahora de su cuerpo a ese Morbo. Moviéndose como lagartija cambiaba de posición, y sin parar de pronunciar el nombre para ver si el dolor desaparecía, se daba cuenta de que por el contrario, este aumentaba cada vez más. Parecía un cuerpo vivo que se dispersaba dentro de los tejidos celulares de su propio organismo y que también le producía curiosidad, mucha curiosidad. Se levantó de la cama y deambulando, maltrecho y quejumbroso, siguió hablando en voz alta: “¡Au, mierda, Morbo, no me hagas doler así!” Caminaba a tientas por la sala, apoyándose donde pudiera. “En vez de hacerme sufrir ahora con esos hincones, ¿por qué no mejor nos aliamos?” Y tropezó con el filo de la alfombra, cayendo de cara al suelo.
Los nervios de la cintura se le estiraron como chicle, hincándole hasta los músculos de la cadera como agujas de faquir. No paraba de repetir una y otra vez “En cualquier caso es mejor cambiar un estado malo por otro incierto... En cualquier caso es mejor cambiar un estado malo por otro incierto... En cualquier caso...”, y pensó que mejor sería plasmar por escrito todo lo que sentía en ese momento.
Se recostó frente a la ventana de la sala que daba a la calle y mirando la luz de los faroles que aún brillaban en la noche que lentamente se transformaba en día, comenzó a delinear su idea:
“¡Claro, hombre! Ahora sí lo tengo todo mucho más claro: cambiaré el estado de mi salud por un argumento escrito que no será más que el proceso de transformación de mis dolores, o bueno, podría tomarlo también como el recurso nociceptivo más primitivo de autopreservación y autodefensa de mi organismo frente a ese, el principal antagonista que podrías ser tú, ¡hijo de puta!, mi enfermedad o lo que tenga.” Se asombró de tan brillante idea.
“¡Fabuloso Michel, fabuloso!”, exclamó, como siempre, refiriéndose al nombre del gran pensador que le había iluminado la mente. Y cojeando se dirigió a su pequeño estudio: un cuarto todo desordenado de libros, donde las paredes casi ni se veían por los estantes. Se acomodó como pudo en su escritorio viejo y polvoriento, prendió su lamparin y, cogiendo un carcomido lápiz, comenzó a escribir en una hoja:
… Morbo, bendito seas, son como las cuatro de la mañana y allí estás tú, de nuevo, punzando por la cintura y atravesándome con tu electricidad la médula. ¡Carajo, cómo jodes! Si quieres ven y abrázame, endúlzame la inspiración con lo que solamente tú sabes hacer: doler, doler y doler. Sí, eso es, así te siento, claro que te siento. ¿Es acaso eso lo que quieres que escriba? Pues lo estás consiguiendo, ¡grandísimo, pendejo! Pero bueno, no importa, igual te aguantaré porque tú y yo seremos desde ahora cómplices, grandes cómplices de lo que yo o mejor dicho mi mano delatará y describirá siempre...
Y otra vez las punzadas esas que le empezaban ahora en el hombro; pero así lo quería Tilo, al menos hasta que los propios dedos de su mano le delatasen en el papel todo lo que sentía en ese momento sobre su dolor.
… Mira, ¿por qué no me das una tregua? Dejaré que tú sigas pasando por mi cuerpo a través de mis hilos nerviosos y mis venas, te alimentarás de mis proteínas, jugarás y te divertirás con mis frágiles anticuerpos, destruirás las células de mis miembros, de mis órganos, solo te pido: sigue iluminándome la mente para indagar sobre ese, el otro estado incierto que deseo descubrir y que no para de inquietarme. Recuerda que tú sin mí tampoco puedes alimentarte y que de aquí en adelante seremos una simbiosis perfecta…
Encorvado de tanto agachar la cabeza sobre el papel, se pasó como cuatro horas describiendo y estudiando todo lo que su imaginación le decía que tenía que escribir. Corregía aquí y tachaba allá, hasta que los pájaros le anunciaron que ya era de día. Paradójicamente, mientras más líneas escribía, Tilo parecía sentirse también más aliviado y tranquilo. Era como si de pronto todo su malestar pactara por un momento con una musa a la que, al describirla en un papel, haría ceder esos dolores que lo martirizaban.
Era sábado y su mujer ya hacía rato que se había despertado. Casi siempre tomaban el desayuno por separado. Sobre todo en las mañanas, cuando se despertaba, a ella le gustaba disfrutar de su desayuno sola, sin la compañía de Tilo, que la sacaba de quicio.
Mutti