La ciudad en que no estás
La ciudad en que no estás
Margarita Saona
La ciudad en que no estás. Cuentos reunidos
©2021, Margarita Saona
©2021, Contratapa Proyectos Culturales S.A.C., para su sello Cocodrilo Ediciones
Jr. Nicolás de Piérola 451, urb. Liguria, Surco, Lima, Perú
cocodriloediciones@contratapa.pe
www.cocodriloediciones.com
Dirección editorial: Contratapa Proyectos Culturales
Diseño de portada: Mario Vargas Castro
Ilustración de portada: Eduardo Tokeshi
Primera edición digital: abril de 2021
ISBN: 978-612-46999-9-3
Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio físico o digital, sin el permiso previo del editor. Todos los derechos reservados.
Katya Adaui
Margarita nos ofrenda su mapamundi particular. Miren esta pared, es transitoria, aquí he desplegado ciudades, las he marcado con chinches y conectado entre sí por hilos del color del atardecer. El delineado frágil, tembloroso, sostiene una forma tenaz: la de una casa.
Desplazamientos, mudanzas, instalaciones, cambios de planes, despedidas. La vida accidentada.
La ciudad en que no estás es la cartografía de la búsqueda, la afirmación del reencuentro como posibilidad deseada y tan temida. Un título que parece convocar de forma exclusiva a un otro ausente y que es una trampa: incluye también a la autora.
Una cartografía hecha de inviernos a la que vuelve tras sus propios pasos. Repasa, refunda.
A través de habitaciones ya conocidas pero como vistas por primera vez, avanza arrancando las sábanas de los sofás, enciende las luces, son cálidas, deja los ventanales abiertos por los que sale música, por los que ingresa un viento helado. También cierra las puertas y se va, otra vez sorprendida de su abandono.
La ciudad en que no estás, la ciudad en que no estoy.
Este mapa del afecto, dibujado y anotado por ella, aventurado por ella. Como en todo mapa de papel, las proporciones y las escalas son caprichosas, inexactas. Es parte del recorrido aceptar la desorientación.
Las manos son la parte del cuerpo que más tiempo vemos, dice Margarita. Una observación de premisa autocumplida. El tacto es el sentido que prevalece, el énfasis: sus personajes tocan, miman, consuelan, recortan. Se posan y crean en las antiguas texturas huellas nuevas. Son sus manos las que se hacen preguntas de vida o muerte, la sabiduría de la ternura.
Todo viaje hacia el amor es desencuentro.
Mapas pero también planos. El medio de transporte carece de relevancia; se cruzará, se gritarán nombres devueltos por un eco, se dará pelea. Recuento de la vastedad y de lo que estuvo a golpe de vista y se asimiló tarde. En cada ciudad, una ilusión, desnudez, un acostumbramiento que se trastoca, un descaro, memoria y silencio.
En los relatos, los pájaros caen del cielo o se estrellan contra las lunas. Sus plumas y restos quedan expuestos al pisoteo. No consiguen atravesar los cambios de atmósfera, pese a toda la potencia de su deseo. Las nubes son de vidrio. Estado de confusión. Como el recorrido de la autora por su mapa íntimo, la desorientación es estructural. ¿A qué asirse en el viento?
En estas ciudades no hay souvenirs.
Margarita no acumula cosas repetidas e incombinables que se exhiben al olvido, a la culpa o al arrepentimiento. Su acumulación recoge técnicas de coleccionista. Curiosidad de infancia, obsesiones sensibles. El tiempo. El tiempo. El tiempo.
La condición para un catálogo vivo, nos dice, es dejarlo incompleto y merodeante.
Esto es lo que hago: pequeños artefactos de palabras para llenar el breve espacio en que no estás.
Esto es lo que hago: pequeños artefactos de palabras que inútilmente buscan llenar el inconmensurable espacio de tu ausencia.
¿Quién está contando esta historia? ¿Quién?, te preguntas. O, más bien, te preguntarías si pudieras, porque hace tiempo que eres incapaz de articular una pregunta con tanta nitidez. Te acercas a tus nietas o a tu hija y te quedas balbuceando, y solo la rabia, la rabia de trabarte al intentar poner una palabra detrás de la otra y preguntar la hora o el menú de la comida o quién tiene el periódico, solo la rabia llega, no las palabras, y aprietas los puños y te das media vuelta, gruñendo, balbuceando tu frustración, la misma que ves en sus rostros, y entonces la buscas, te sientas a su lado en el jardín, con su mano entre las tuyas, y no necesitas hablar, porque ella hace tiempo que dejó de hablarte, y te sientas a su lado, su pelo tan blanco y tan suave, esos ojos grises que alguna vez te miraron con amor, su mano entre las tuyas, y todo está bien. Ángela. Pero ahora no puedes encontrarla, como si fuera un mal sueño, como si fuera un sueño más malo que el sueño diario de levantarte y ducharte y hacer como que lees el periódico, aunque hace tanto que no lo entiendes. Solo que hoy es peor, porque Ángela no está en su cama ni en el jardín, y no comprendes qué está pasando ni quién mierda está contando esta historia. Y piensas, si es que piensas, que debe estar molesta contigo otra vez, y te preguntas, si es que puedes preguntarte, qué es lo que has hecho ahora, todas las culpas arremolinándose ante la cólera sorda de tu Ángela que alguna vez te amó y ahora te odia minuciosamente, tanto te odia, que se ha ido despegando del mundo de a pocos, y no oye, y no mira, pero deja que te acerques y le des la comida en la boca y le pases los dedos por el pelo tan blanco y tan suave… Y te preguntas, si todavía puedes articular una pregunta en tu mente, si eso es la paz, si ahora que ha pasado ese constante quejarse del color del cielo, de los muebles mal limpiados por las empleadas, de la carestía de la vida, del ruido que hacen los niños de la vecina, te preguntas si esa mirada perdida de ahora que ya no hay quejas, es la paz. Sin embargo, si puedes preguntártelo honestamente, también sabrás que no, que tal vez es una forma de la muerte. Pero no la muerte. Porque está a tu lado y puedes tener su mano entre las tuyas y darle de comer y pasar tus dedos por su pelo tan blanco y tan suave. Aunque ahora, en este instante, no está y no sabes quién cuenta esta historia y no puedes preguntar dónde está tu Ángela.
Tus hijos, tus hermanos, todos piensan que ella no te puede perdonar aquella historia, lo de esa mujer que han convertido en innombrable, innombrables ella y la historia, pero no es así. Tu culpa es aún más antigua. No, no fue una infidelidad, ni muchas, ni la dedicación a tu trabajo, ni todas las cosas con las que han especulado durante años. No, nada de eso y, aunque ya no seas capaz de articularlo, tú lo sabes. Fue otra cosa. Fue haberla sacado de su patria, haberla traído a lo que nunca dejó de ser para ella «este país de indios», sin amigas, sin familia, a este lugar que nunca comprendió, ni aún después de haber parido cinco hijos en él. No podía entender que a tu hermana el apellido vasco no le impidiera decir groserías en una lengua de salvajes, no podía entender que tú pensaras que la india que trabajaba en la cocina tuviera derecho a comer los mismos alimentos que ella, no podía adaptarse a la altitud de las montañas ni a la humedad del mar y, aunque nunca lo dijera, no podía aceptar que sus hijos, en el fondo, le resultaran extranjeros. Y tú veías a tu dulce Ángela amargarse y envejecer, y quejarse día tras día de los detalles más pequeños sin atreverse nunca a gritarte a la cara que la sacaste de su tierra y la trajiste a este lugar incomprensible. Vale un Perú, había escuchado decir ella, como si valiera algo. Ella no podía imaginarse, tan jovencita, sin haber salido de un par de barrios de Madrid, lo que significaría ser extranjera en esta tierra. Pero tú, tú tendrías que haberlo imaginado. Ahora ya no se queja y su rostro ha recuperado la dulzura. No habla, aunque, a veces, con la voz quebrada, una voz delgada como un hilo, canta, qué bonitos ojos tienes debajo de esas dos cejas. Y sus ojos a veces se ven tristes, pero parecen en paz. Y ahora, ¿dónde está Ángela?, es lo que preguntarías si pudieras.
Te acercas a tu hija ensayando la pregunta en silencio, moviendo los labios, para poder pronunciarla cuando estés frente a ella, pero ella se te adelanta y te arregla la corbata y te dice, siéntate en la sala, papacito, ya va a empezar a venir la gente, y tú te quedas con la pregunta en los labios, ¿quién carajo está contando esta historia?, y ella te lleva hasta un sillón y te sienta y tú no protestas porque hace tiempo que te resignaste a recibir órdenes de tu hija, primero, que te prohibiera manejar, que ya no veías bien, que no controlabas el timón y te subías a las veredas, que era peligroso… ahora te ordena la vida hasta en los detalles más pequeños y tú te dejas porque no sabes qué harías sin ella… especialmente después del día que te perdiste. Esperando y esperando, sí, sí, te vamos a llevar a ver al tío Carlos por Navidad, sí, pasamos por ti más tarde, y tú esperando y esperando y nada, coño, por qué mierda tenías que depender de alguien que te llevara a ver a tu hermano el día de Navidad, así que saliste a la calle decidido a ir andando… y de pronto todas las calles se veían iguales y caminaste y caminaste y caminaste hasta que el sol de diciembre parecía perforarte la cabeza y las calles se hicieron más grandes, menos familiares, y el sol y el ruido de los autos, los microbuses echando gases… ¡Don Luis!, te gritó la muchacha y te llevó hasta la vereda, ¡Don Luis qué está haciendo usted por acá! Y luego tu hija llorando y retándote como a un niño, que nunca, nunca más volvieras a salir solo, mientras te curaba las llagas que el sol te había dejado en la piel. ¿Y Ángela?
Leer el periódico, regar las plantas, sentarte al atardecer en el jardín de la mano de Angela. Y torta con helado en los cumpleaños. No quedaba nada más. Incluso tu libro te lo habían arrebatado, sí, sí, es que el ministerio quiere publicarlo este año, te habían dicho. Querían que dejaras de enmarañarlo más. Tú lo sabías. Lo habías estado corrigiendo tanto tiempo, y no sabes en qué punto las frases empezaron a sonar abstrusas y, por más que te empeñabas, no podías enderezarlas, darles coherencia, así que te lo quitaron e hicieron ese simulacro de edición. Pero qué chucha les importaba, a esas alturas. Además, ya tú nieta de nueve años te lo había dicho, ¿quién iba a leer ese libro? Un libro de salud pública en el Perú. ¿Quién? Claro, ella quería que dejaras de trabajar por un rato en el libro para jugar a los avioncitos de papel. Tenía razón… ¿qué tanto esforzarse si nadie iba a leer ese libro? Pero era tuyo, no tenían derecho a sacártelo así de las manos… Cuando Ángela ya no quería hablarte, tú tenías tu libro, tu escritorio y un horario de trabajo y…
¿Quién está contando esta historia?
Si creyeras en Dios, tal vez podrías pensar que es Dios el narrador de esta historia. Pero no crees. Una lástima que tu hija no te dejara exponerle tus argumentos en contra de la existencia de Dios a la pequeña. Estabas seguro de que te hubiera entendido… pero incluso si creyeras, si creyeras en Dios, tendría que ser un dios muy perverso para inventar semejante pesadilla, mal sueño en el que ni siquiera te es dado articular una frase, contar tu propia historia, y Ángela no está. Y no entiendes quién carajo está contando esta puta historia.
La mayor de tus nietas se sienta a tu lado y te acaricia con tristeza la mejilla y no dice como otras veces, ay, papacito, pinchas, así no dan ganas de besarte, vamos que te voy a afeitar, ni te agarra ni te lleva al baño ni te envuelve con toallas calientes y espumas ni te deja el rostro lisito y luego te agarra y te da besos a un lado y al otro para decirte, ves, así sí. No, ahora solo te hace un cariño tan triste… y está vestida de negro, una chica tan joven, pero las modas de las chicas tampoco las entiendes, así que… Y, sin embargo, no solo ella está vestida de negro. Llega gente y te saluda llorando, te abrazan, murmuran unas palabras y se apartan y todos, todos están vestidos de negro. Entonces reparas en el cajón, un cajón negro en medio de la sala. Te paras tambaleando, te acercas, un enorme temor te paraliza, un paso, otro, otro y te asomas y es tu propio rostro, el rostro tuyo, la íntima cara que te evoca ante ti mismo, aunque la muerte desdibuje ciertos rasgos, es tu rostro el que te enfrenta en el ataúd. Temblando, con los ojos llenos de lágrimas, te preguntas, te preguntarías si pudieras, quién es el conchasumadre que está escribiendo esta reputa historia. Tu hija se te acerca, te abraza, pero tú la apartas y la miras a los ojos y la pregunta sale impecable de tus labios:
—¿Me he muerto?
Ella te mira desconcertada, triste.
—No, papacito, es mamá.
Miras y la ves. El rostro de Ángela desfigurado por la muerte toma forma entre tus lágrimas. La ves y lloras y entiendes que Dios sí existe porque solo un dios perverso e implacable podría estar escribiendo una historia como esta.
En el sueño abro el periódico y en el periódico hay un juego o un mapa o un juego con un mapa. En el mapa, entre muchos nombres, está su nombre, que se repite cruzando otros nombres en múltiples caminos. Pero no conozco las reglas del juego y la leyenda del mapa me resulta ilegible. Despierto sin saber si su nombre es la vía o el destino o si es simplemente un obstáculo en el camino hacia la meta. Tampoco sé cuál es la meta. O si hay una meta. Y el sueño me parece transparente en su propia opacidad.