EL ARTE
DE MENTIR
ENSAYO
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Almadía
Las almas bellas son las almas universales, abiertas y dispuestas a todo; si no instruidas, al menos instruibles.
MONTAIGNE
Para Vicente Quirarte
1. Vivimos como por arte de magia, hasta que una desilusión nos devuelve a nuestro estado original de brutalidad y abandono.
2. Si de buscar la felicidad se trata, siempre será más feliz un hombre que vive sin ilusiones. La vida le devolverá con creces esta existencia neutra.
3. Más importante que mantener viva la llama de la ilusión es trabajar, erigir, ejercer. Una barda se construye con ladrillos y cemento, no con ilusiones.
4. Nadie avanza atenido a las ilusiones. Es fundar sobre una burbuja que se mueve bajo el dictado del viento. Hasta que revienta. Mejor es quitarse la camisa de fuerza de las ilusiones y atenerse a los propios medios. Por más modestos que sean. Son reales.
5. Un niño no juega con ilusiones. Para él, aquel avión que lanza por los aires no es producto de su fantasía, no es una ilusión constituida de aire sino una realidad tangible y rotunda. Por eso se enfurece si alguien interrumpe su juego. No está inmerso en una quimera, sino en una existencia que se despliega ante él en todo su prodigio y maravilla. Exactamente lo mismo acontece en la mentalidad de un artista cuando edifica su obra. Un escritor trabaja realidades concretas en su cabeza –y conste que no se está hablando de realismo en particular. Como aquellos alarifes que vigilaban con sus propias manos la edificación de una casa, el escritor se aplica arduamente a la consecución de la frase perfecta –qué lejos está de pensar en la página perfecta. Su herramienta está alejada del banco de la ilusión. No puede pensar en otra cosa que no sea su experiencia humana, su experiencia en el oficio y en los diccionarios. A proyectos concretos, ideas concretas.
6. Peor aún las ilusiones a largo plazo. Son una trampa de fuego. Cuando acaecen es demasiado tarde; o bien, nunca llegan –que es lo más probable. Estas ilusiones no fortalecen sino deprimen. No es difícil distinguir en el hombre de la calle cierto peso en la espalda que lo encorva, cierto aire de pesadumbre que rubrica su rostro. Es la huella de las ilusiones rotas. Su permanencia inescrutable.
7. Quien vive aferrado a las ilusiones bien podría recibir el título de iluso. Muy diferente de ilusionista, por quien el vulgo califica al hombre que hace ver cosas que no suceden en la vida real pero que provoca momentos de entretenimiento. Cuando se mira su espectáculo, inmediatamente el espectador se pregunta si no le vendrá mejor vivir en ese ámbito. Lo que no ha reflexionado es que en efecto lo está viviendo.
8. Cuando una misma ilusión ensancha el ánimo de una comunidad, todo puede ocurrir. Acaso la tiranía revele los alcances de esa ilusión.
9. El tratamiento oblicuo de las ilusiones conduce a metas impensadas. Los casos se cuentan por cientos. Un hombre se propone materializar una ilusión, toda su vida se encamina hacia ese cometido, aquella entelequia lo acompaña día y noche, la mira a lontananza, advierte sus contornos, sabe que está ahí, que podrá realizarla si se lo propone, y de pronto se percata de que en realidad el camino trazado ha sido diferente de su propósito. Se vuelve y donde cree contemplar jardines ve desiertos, y donde suponía la erección de árboles frondosos sólo percibe páramos desolados. Pero se aproxima y ahí mismo distingue la belleza. No era ése su propósito, pero ve algo mejor de lo que había soñado. Con una intensidad que le extrae lágrimas. Sin quererlo le ha dado un giro a su ilusión. Y ha salido ganando. Ha acrecentado el arte de la desilusión.
Lo ha alcanzado.
Mi padre no fue un hombre amable. Seguramente a causa de provenir de una familia humilde, en la cual había que hacer cosas más importantes para ganarse el pan que fomentar las formas; seguramente porque desde niño tuvo que tocar el violín en la calle para contribuir al gasto familiar, careció de una educación refinada. Jamás lo oí dar las gracias o pedir las cosas por favor. Sencillamente eran palabras que no estaban en su vocabulario.
Creo que la educación es el aceite que permite que la maquinaria de las relaciones sociales camine sin escollos. Ser amable es ponerse en el lugar del otro. Pensar por un segundo que se es la otra persona, digamos el interlocutor. Que aquella persona merece nuestro respeto y consideración simplemente porque nos está escuchando, nos está poniendo atención, cuando sin lugar a dudas podría estar gastando su tiempo en otra cosa.
Es una persona educada, decimos de alguien cuyas maneras nos deja un buen sabor de boca. Y aquí la palabra amabilidad se traslapa con la palabra educación. Porque la persona amable siempre es educada. ¿O puede acontecer lo contrario, que alguien sea bien educado pero carente de amabilidad? Supongo que no, o acaso sea ésta la urticaria de un filólogo.
Una persona amable irradia respetabilidad, y la respetabilidad fomenta la aproximación. A simple vista pareciera que no. Que la gente respetable es más o menos odiosa. Que esa aura de respetabilidad es como una pared insalvable. Pero en realidad es lo contrario. Las personas amables son dignas de respeto porque podrían no serlo, podrían sumarse al gran contingente de individuos zafios que pueblan el mundo.
Pero, ¿depende de la voluntad de un hombre ser o no amable? Uno pensaría que no, que así se es, y punto. Como si la amabilidad fuese el color de los ojos, la estatura, el tamaño de las manos. La verdad es que la amabilidad se mama en el hogar. Exactamente como el lenguaje. ¿O no es cierto que los escritores abrevan de la lengua de sus padres el lenguaje que habrán de vaciar en lo que el día de mañana escribirán? Lo mismo acaece con el ser amables. Si los progenitores son amables entre sí, si son amables con las personas que visitan su casa, el hijo se percatará, desde luego inconscientemente, de las ventajas de ser así. Y lo aplicará a su vida.
Lo que es prodigioso es cuando una persona amable ejerce la grosería, la majadería. Porque entonces estará actuando. Principiará por hacer una selección de las personas con las que vale la pena ser amable, y aquellas otras que tratará con la punta del pie. Esta modalidad la practican bloques de individuos. Pues es su modo de divertirse. De hacerse odiar por un segmento de gente. ¿Por qué ser siempre amables?, se preguntan. ¿Por qué no poner un granito de sal a esta vida tan aburrida? Y así van, se conducen de un modo con alguien y del otro con quien no sea de su agrado.
La amabilidad, o la educación, como se quiera, es especialmente agradecible en un niño. Lo hace ver como un adulto, y eso causa gracia. Porque los niños no tienen por qué ser amables, educados sí, pero no más allá. No al grado de caerles bien a todos los que los rodean. Al revés. Más bien caen mal. Cuando un niño es demasiado amable, se piensa que algo trae. Que allí hay gato encerrado. Lo que ese niño está haciendo es darse cuenta de cómo funciona el mundo. De lo que puede obtener con unas gotas de buena educación.
1. Se es original, cuando se es, por el ímpetu narrativo (o ímpetu creativo), siempre ajeno al narrador. No por convicción.
2. La carne cruda semeja la pasta narrativa con la que el escritor trabaja. Antes de comerse, habrá de sazonarse y cocerse; tal como lo hace el escritor con las palabras que las deja al punto. Conforme se cuece, aquella carne desprende el olor que inevitablemente despierta el apetito; de algún modo, se está a punto de comerse algo que fue un ser vivo; exactamente igual, conforme el escritor avanza, su trabajo desprende el olor de lo prohibido, que inevitablemente invita a leerlo. Porque el escritor se devora a sí mismo cuando escribe.
3. El escritor que siente que finalmente ha escrito una línea que sobrevivirá se engaña. No estaría en su mano reconocerlo. Exactamente como el amor; quienes se sienten amados se engañan. Y Dios, que es magnánimo, les concederá vida para confirmarlo.
4. ¿Qué significa concentración en literatura? Significa un mínimo de acción, de desplazamiento innecesario; y significa un máximo de intensidad, que es avanzar hacia dentro, hacia lo más profundo.
5. La literatura te pone en contacto con lo peor de ti mismo; la religión, con lo mejor. Escribe.
6. Debe haber una jerarquía entre los acontecimientos que se narran en un cuento; de tal modo que el principal desparrame su pulso sobre los secundarios. Mejor entre menos acontecimientos existan. Cuando los acontecimientos son extraordinarios apabullan al escritor. Entonces (el escritor) se quiere poner a la altura de lo que narra. Y siempre la vida le quedará grande. Como una gabardina cinco tallas más grande.
7. El escritor debe sentir en carne propia el rechazo editorial. Debe ponerse a prueba a través de negativas constantes. Cuando los escritores se quejan de que no hay quien los publique o de que las editoriales les cierran las puertas, deberían dar gracias de rodillas de que esto acontezca. Porque saldrán robustecidos de la experiencia. Cuando son verdaderos. Pues escribir, el acto de escribir, nace en contra de algo, contra lo mejor que cada uno de quien escribe tiene dentro, que es quedarse callado.
8. El escritor debe carecer de propósitos, de cometidos, de ambiciones. No debe proponerse nada. Ni conmover, entusiasmar o producir belleza. No debe ser presa de ningún deseo porque a partir de ahí escribirá para satisfacer ese deseo. Ni siquiera escribir por escribir. Es el único modo de eludir las complacencias.
9. Los escritores que se toman en serio ven su nombre escrito en la historia de la literatura. A partir de ahí la literatura los estará educando. Ya no son como son. Sino como la leyenda que quieren ser.
10. El escritor se siente enormemente complacido cuando deja volar su imaginación. Nada más peligroso para un narrador. Cuando su imaginación vuela escribe los ejemplos más conmovedores de la estulticia.
11. En literatura, el triunfo es mero espejismo. De ahí que el mejor lector es aquel que desdeña a la literatura. Y el mejor escritor, el que escribe contra sí mismo.
12. Entre la literatura y la vida hay semejanzas felices. Se da un paso, y otro, y otro más, y así sucesivamente hasta darle la vuelta al mundo y regresar al punto de partida. Del mismo modo, se escribe una palabra, y otra, y otra más, y así sucesivamente hasta terminar un libro, que es quedarse exactamente en cero, es decir, en el mismo punto en el que ese libro se originó. Porque el escritor ignora lo que ha hecho, desconoce el secreto de lo que ha hecho. De ahí que en la vida, y en la escritura, lo importante, lo verdaderamente importante, sea el viaje.
Lo mejor del amor es que se acaba. Única y nada más por esta circunstancia es posible valorar sus repercusiones.
El amor vuelve zafios a los de finos y atentos modales, de conversación hábil y mirada escrutadora; mentecatos a los inteligentes, esos que siempre están esperando el mejor momento para hacer reír a los demás; débiles a los de voluntad férrea, los llamados duros, y previsibles a los indomeñables. No es difícil adivinar en aquel individuo los estragos del amor. Se distrae fácilmente, todo parece haber pasado a segundo plano. Lo que antes atraía poderosamente su atención, ahora lo deja indiferente. Está enamorado y las cosas a partir de ahí adquieren otra dimensión –para él, la verdadera.
Lo que se torna difícil de creer es el hombre que por el amor pierde su voluntad. Ese individuo ha mutado determinación por enmudecimiento, bríos por docilidad. Come de la mano de su amada, y todo en torno pasa a segundo plano. ¿Dónde habrá quedado aquel hombre que asumía la vida con dignidad y pundonor?, habrá quien se lo pregunte. Y si lo mira más a fondo, verá en sus ojos que aquel brillo de ingenio y arrojo ha desaparecido. En cambio es posible descubrir cierta melancolía, cierta nostalgia. Una especie de brillo en proceso de extinción, porque algo en el fondo le dice que todo va a acabar yéndose por el caño. Que la vida, el destino, Dios, el azar, o como se quiera, le ha permitido asomarse al precipicio donde las cosas cambian de nombre, pero que no está en su mano perpetuarlo. Tal vez sea este convencimiento lo que provoca ese estado de levitación. Si tuviera la seguridad de que habría de ser para toda la vida, viviría en un estado de sobreexcitación continua. Pagado de sí al cien por ciento. Simple y llanamente, estaría aniquilado. Como vaca que será ejecutada en el rastro.
Sólo se valora el estado de libertad cuando el amor se ha extinguido. Primero sobreviene el desconcierto. Aquel hombre anda como desorientado. Como si de pronto perdiese la noción de los puntos cardinales. O la noción del bien y del mal. Sabe que las cosas no son lo que aparentan. Él viene de una situación extrema. Se ha jugado algo cuando cruzó ese campo minado. Pudo haber volado en pedazos. Se salvó porque su instinto de sobrevivencia le susurraba al oído dónde podía pisar y dónde no. En esa situación que vivió midió sus alcances respecto de la estulticia que lo habita. No salió fortalecido sino mal librado, y lo sabe. Y ya está esperando volver a atravesar el mismo tramo. Excepto si la libertad que ahora es suya se convierte en un acicate y no en un estancamiento.
La mediocridad va de la mano del enamoramiento. Porque el enamoramiento comprende cierto optimismo, cierta complacencia que termina por traducirse en una sonrisa de oreja a oreja. Ese hombre es fácil blanco de la comodidad. Tan fácil que es vivir. Tan agradable que resulta despertarse cada mañana pensando en qué momento habrá de toparse con la persona amada. Todo lo demás deja de tener relevancia. Trabajo, proyectos, planes, qué importancia pueden tener al lado de que tendrá aquellas manos entre las suyas, aquellos ojos a su disposición. Aquel perfume… Aquella caricia…
Todo mundo está en su derecho de trinchar el trozo de amor que le corresponde. Aunque cada quien quiere la rebanada más grande. Se lo merece. Porque el lado bueno del amor es compartible. Aquél que lo vive se ha puesto la armadura del caballero. Nada le puede pasar si el amor lo ha hecho suyo. Piensa.
1. En una carta fechada en Viena en 1812, Beethoven le dice a un amigo: “De no revelar su carta claramente la intención de hacer un bien a los pobres, habría considerado grave ofensa que viniese su petición acompañada de cifras. Nunca, desde mi niñez, pidió mi celo otra cosa que servir con mi arte al sufrimiento de los pobres; otra recompensa de la íntima satisfacción que acompaña al arte de la música”.
2. La vista de un individuo paupérrimo echa por tierra todas las buenas intenciones. La pobreza revela un estado de descomposición inocultable. Por más que la voz mediática hable de progreso, de igualdad, de compensación social, la pobreza pulveriza la demagogia. Porque delante del fenómeno de la pobreza las cosas parecen fracturarse. Todo lo que se conoce por confianza, las acciones legítimas que se emprenden en los campos de la educación, del suministro de empleos, se esfuman como por arte de magia.
3. Acaso Dostoievski ha sido el escritor que más trágicamente ha escrito sobre la pobreza. Sobre todo acerca de los sentimientos que genera. De cómo se constituye en una animadversión devastadora que a su paso –conforme va creciendo en el alma del pobre– se transforma en un manantial de resentimiento que genera primero envidia y luego venganza. ¿Venganza contra qué, contra quién? Por regla general venganza contra el adinerado. Aunque él no sea culpable de nada. ¿Cómo se articulan esos sentimientos demoledores? Dostoievski tiene la respuesta. Si algún estudioso quiere enterarse de cómo acontece esa escalada de dolor y confusión en la mente de ese hombre, que lea a Dostoievski. Nada importa que las condiciones sociales sean diferentes –por supuesto que ha habido cambios abismales de la Rusia del siglo XIX al México de nuestros días–, los sentimientos ruinosos son los mismos.
4. A nadie le gusta estar cerca de la pobreza. Porque un individuo –no estoy hablando de la sociedad sino del individuo– cuya indigencia es notable, provoca una suerte de repulsión en el otro hombre que lo contempla. Quien se preguntará: ¿cómo es posible haber tocado fondo de esa manera?, ¿qué rayos pasó para que se encuentre hundido en la miseria?, ¿qué estoy pagando, o por quién estoy pagando, la culpa de quién? Con esa serie de preguntas, aquel hombre está poniendo contra la pared el sistema de justicia y equidad que parece regir a la sociedad.
5. Hoy día, la pobreza está pasada de moda para los escritores. No se escribe más de la pobreza. Hay temas mucho más significativos –en el sentido de que venden más–, como el de los triunfadores, el de los exitosos, el de las mujeres que se desapegan de sus hijos y se convierten en mujeres emblemáticas por su poder de decisión, por su empuje en la empresa donde trabajan, por su capacidad para desplazar al varón en los puestos clave; el de los tipos que tratan de superar en todo a todos, y que se les hace poco; el de los que se lo pasan pregonando los valores de la ética y la moral y en casa maltratan psicológicamente a la esposa además de tener una amante para los fines de semana. Y cabría preguntarse por qué acontece esto: ¿de verdad ha disminuido dramáticamente, para bien, el número de pobres?, ¿o es que la literatura está sufriendo una especie de deshumanización?, ¿o es que las cosas están sufriendo una transformación radical?
6. La pobreza pende sobre los adinerados como la espada de Damocles. Hay que andarse con cuidado porque en cualquier momento se puede ser pobre. Qué ignominia.
Para Laurie Ann
La hija tiene el aplomo del que carece el hijo, si de apuntalar la figura del padre se trata. Si de proteger la casta. Aquel hombre no es querido por nadie tan intensamente como por su hija. Querido, respetado y admirado. Ni la propia madre –desde luego ni la esposa–, lo quieren de esa manera. Para que un padre colme la paciencia de la hija se necesita mucho. Primero le da la espalda la mujer, el resto de la familia, antes que la hija. La hija siempre estará ahí, al pie del cañón, celosa de la persona de su padre, vigilante de su salud y bienestar. Aun si no abre la boca. Porque cuántas se callan su opinión, cuántas prefieren la vigilancia antes que el conflicto.
Hijas ingratas las hay menos. Excepto si en algún momento de su vida aquella hija se sintió despechada como mujer. La mayoría de las veces la madre se encarga de envenenar el corazón de los hijos. Y le funciona. Sin contar con que no siempre la hija tiene la oportunidad de, a la vuelta de los años, buscar a su padre y echarle en cara lo que ella juzga como el abandono.
La hija sufre la muerte del padre hasta las últimas consecuencias. Es decir, aquel hombre desaparece de su vida, y esa mujer lo sigue rememorando con dulzura. Como si esperara verlo a la vuelta del día. Como si la estuviera esperando sentado a la mesa. Aquella hija vive con esa aprensión. Como si las leyes de la naturaleza se pudiesen modificar arbirtrariamente. Cuando una de estas mujeres evoca al padre muerto, todo cambia: los ojos se le llenan de lágrimas, la voz la traiciona, su piel se escuece, cruza la pierna izquierda sobre la derecha. Se alerta. Se prepara para hablar de su padre.
Hay que escuchar a estas mujeres cuando hablan de su padre. No saben por dónde empezar. Que si el padre las cargaba cuando eran chiquitas, que si las llevaba de la mano al parque, que si entraba a la casa cargado de regalos. O que si era un hombre hosco, que de repente se asomaba a la ventana y se quedaba mirando el vacío por horas. Que más bien no era dado a repartir besos ni regalos, lo cual es lo de menos. Que pasaba horas delante de la tele mirando el futbol y bebiendo cerveza, en su justo derecho porque toda la semana el trabajo no le permitía un minuto de descanso. O que si le gustaba tocar la guitarra, comer tortas de pierna, salir a pasear los domingos y encerar él mismo su automóvil.
Las mujeres se ven aún más hermosas cuando hablan de su padre muerto. Se transforman.
Cualquier padre sabe que siempre tendrá un lugar en el corazón de su hija. Esté vivo o muerto. Sabe que podrá aparecérsele a su hija en sueños. O que simplemente podrá venir del más allá y sentarse a platicar con ella cuando la noche acontezca.
Pero en la misma medida que cualquier mujer, la hija exige. Atención, ternura, palabras que alimentan el espíritu. La hija lo retribuirá con creces. Es el ser más dulce sobre el planeta. El padre sabe que está preparando esa persona para que el día de mañana otro hombre se la lleve. La está educando para que sea un enlace entre él y el próximo marido. Le está diciendo sí a la vida de esta forma. En nadie más ha centrado todo su conocimiento y su experiencia.
Es la mejor carta que le dio la vida.
El cínico le lleva enorme ventaja al resto de los hombres. Su categoría de cínico le permite adaptarse a las circunstancias más difíciles o embarazosas. No tiene que dar cuentas a nadie –como el resto de los mortales– de los actos que emprende. Para él, las cosas se acomodan a su modo de ver la vida. El que no quiera ajustarse a su criterio, que siga su camino.
El cínico se deja llevar por la corriente de los vientos. Nunca de los nuncas constituye un obstáculo. Descree de los preceptos que guían el criterio de los hombres sin criterio. Él le ve el lado bueno a la vida. Sabe que las cosas no tienen compostura, o en todo caso que otros se encarguen de arreglarlo.
Revisa la historia y advierte que los ganones siempre son los mismos, es decir quienes sospechosamente creyeron en sus ideales. Para que a la vuelta del tiempo traicionaran sus valores. Ese ir y venir lo pone contra la pared. Mejor ser un cínico, se dice. Mejor no creer en nada, ni en uno mismo, se repite. Y dejar que la vorágine de los conflictos arruine los sueños de los idealistas, de los que mueren por sus convicciones.
El cínico lleva en la mano su verdad, que incomoda y provoca malestar en unos y urticaria en otros. La exhibe en los momentos álgidos, a modo de una cuchilla despiadada pero envuelta en fina seda. Cuando ninguno de los interlocutores se la esperaba, la muestra. Todos se vuelven a mirar aquella arma. Su palabra es invencible. Y quienes lo rodean lo saben. El hecho de no tomarse las cosas en serio, lo hace resbaloso, como el cuerpo de los gladiadores. Porque los abanderados de la verdad son enemigos acérrimos de enfrascarse en una contienda donde lo único que priva es la inteligencia corrosiva, no la erudición ni mucho menos la solemnidad.
Los mortales le tienen envidia a los cínicos. Saben que atrás de cada cínico hay un alma que les puede brincar a la yugular. Un enemigo en potencia. No entienden cómo un cínico logra sobrevivir. Revisan entonces su cuenta bancaria. Miran con desconfianza su automóvil último modelo. Si él tiene todo, cómo es posible que un cínico –a quien no le quitan el sueño los avatares del consumismo– lo sobrepase, se burle de él.
El cínico desconfía de todo, incluso del amor. No ve en el amor más que una forma de esclavizarse. Él, que defiende su libertad a costa de todo y contra todos, advierte en el amor un guiño de la heroicidad. Asume que tras lo actos épicos, el amor es capaz de filtrarse. Entonces denuesta del amor. Lo hace a un lado y se dispone a lo que viene.
El cínico hace de cada día el colmo del aburrimiento. El mundo se puso delante de él para que lo viviera. Pero cada día es exactamente igual que el anterior. Aunque cada día le provoque connatos de sonrisa. Nunca de melancolía.
La palabra riesgo no entra en el vocabulario del cínico. Quien tiene los pelos de la mula en la mano no tiene por qué arriesgarse. Otras palabras constituyen su acervo cotidiano: epicureísmo, placer, vuelta en U. Porque ese insignificante peldaño que va de una situación a otra que acaso se torne trágica, el cínico la identifica de inmediato y prefiere seguir su camino. Ahora es él quien sique su camino.
De esta forma, sin quererlo, el cínico da lecciones de vida. Este cometido no figuraba en su manual del cinismo, pero al fin y al cabo a él le viene bien.
Ser superficial no cuesta ningún esfuerzo. Por eso los superficiales son longevos. Aquellos ancianos de excelente buen humor –son adorables– siempre se inclinaron en la vida por la superficialidad. En cambio los frívolos son incapaces de llevarse la fiesta en paz. Siempre están buscando el modo de sobresalir, aunque sea con la máscara de pasar inadvertidos.
Se llega a la frivolidad por la vía del conocimiento, la inteligencia, la sensibilidad o el dolor.
El frívolo puede ser superficial en el momento que se le antoje; el superficial no puede ser frívolo. Carece de esa suspicacia.
El frívolo provoca admiración; el superficial, aburrimiento.
Nada más peligroso que una mujer frívola; sobre todo cuando navega con bandera de superficial.
La frivolidad de Wilde es única e irrepetible. Llevó la frivolidad a tal altura, que se tornó profunda –la factura todavía la está pagando.
El frívolo no se toma en serio ante los ojos de los demás porque de los hombres es quien más se toma en serio. Pero es un maestro en el arte del ocultamiento. Lo que genera en derredor es confusión: los superficiales lo tildan de banal, y las mujeres de encantador.
El superficial cree que siempre tiene la razón.
El frívolo hace un platillo de sus errores, y lo pone a la mesa para la degustación de los comensales.
Los superficiales miden el alcance de su superficialidad cuando cuentan los pasos de la bailarina. O las sílabas del endecasílabo. Es el límite del ejercicio de la superficialidad –el cual llevan a cabo de forma espontánea; si lo hicieran deliberadamente serían frívolos.
En el momento en que el superficial se advierte como superficial, se vuelve frívolo. Lo que asume con una gran sonrisa. Es el alpinista que llega a la cima y no hay nadie para recibirlo. La cumbre del anhelado fracaso.
El superficial es solemne, y cree que el mundo está hecho a su medida. El frívolo sabe que el mundo está hecho a su medida.
El frívolo sabe que ciertos gestos tienen aún más elocuencia que la palabra. Su mejor consejero es el espejo, y de cuerpo completo mejor todavía.
El superficial pone énfasis en sus palabras, sobre todo cuando, zafio, las considera profundas.
El superficial recita un poema en el momento en que nadie se lo espera, porque piensa que así no será considerado superficial.
El frívolo jamás recita un poema, excepto si lo inventa en ese momento y se lo adjudica a otro; es decir, excepto si es para reírse de sí mismo.
Para que el frívolo sobreviva, necesita del superficial. Es el mérito del superficial.
El frívolo defiende su semblante; el superficial, sus facciones.
El superficial sueña con la lencería; el frívolo sabe los precios de la lencería.
El superficial permanece superficial toda su vida. Para él no es cosa de mérito. Si hubiese doctorado en superficialidad, el frívolo se llevaría el galardón.
Se nace superficial. La frivolidad se advierte a lontananza no como un premio sino como el colmo de la fatalidad.
Para Leopoldo Lezama
El ensimismamiento obliga a quien lo ejerce.
Todos somos adictos a ensimismarnos –que no significa encimarse unos encima de otros. Aunque bien visto podría ser que la imagen no sea tan disparatada.
Como sea, el ensimismamiento va a la par de la introspección. Hay una actitud de fondo, cierta gesticulación inequívoca. El ensimismamiento le ordena al cuerpo que se contraiga, que ubique su centro de gravedad, el plexo rotundo, y que hacia allá tienda todos los vectores. Los vectores que le indican a un cuerpo qué actitud tomar. Porque no es lo mismo los vectores en línea recta, tensos como terminales nerviosas, que anuncian un cuerpo dispuesto a la carrera de los cien metros, que la tensión dramática del cuerpo del violinista a punto de tocar el primer acorde en un concierto con el auditorio abarrotado de gente.
Nadie se atreve a interrumpir a un hombre ensimismado. Quizás esté en el sacramento de la confesión –se dirán algunos. Quizás esté en ese proceso multívoco que se denomina yoga. O tal vez esté emprendiendo un viaje sin retorno. Como sea, cada vez que se interrumpe a un hombre ensimismado, se quiebra una nuez universal.
El hombre ensimismado –ensimismado en sí mismo, ¿es un pleonasmo, una tautología, un disparate decirlo?– nunca está solo; siempre está consigo mismo. ¿A la espera de qué? ¿De una idea?, ¿de un recuerdo?, ¿de una sensación?
El ensimismamiento tiene que ver con la edad. Una vez rebasados los, digamos, veinticinco años –edad crucial en la vida de un hombre, acotó san Agustín, y lo sublimó Beethoven– el hombre tiende a ensimismarse. Como las víboras, a cambiar de piel. Ha dejado atrás la piel de la superficialidad, y ahora se ve impelido a mirarse a sí mismo.
Todo hombre ensimismado lleva consigo un espejo de cuerpo entero. Un espejo que sólo y solamente y nada más ese hombre ensimismado contempla. Es un interlocutor, su interlocutor. Con él establece pactos y límites. Te veo pero de aquí no me hagas pasar. Me ves, pero no rebases esta línea.
El ensimismamiento tiene que ver más con los hombres que con las mujeres.
Las mujeres son dueñas de su tiempo. Valoran su tiempo de otro modo. Le dan a cada segundo –iba a escribir a cada nota musical– un peso específico determinado. El que tienen. Y no están dispuestas a conversar con su otro yo, sin ningún cometido a posteriori.
Porque ésa es otra. ¿Qué espera el individuo ensimismado si no es conversar consigo mismo, obtener una ganancia explícita de esos largos minutos vuelto hacia sí mismo?
Acaso la palabra ensimismamiento es de suyo de las más claras y felices por su estructura: ensimismamiento= en sí mismo. ¿Y qué habrá de entenderse, qué habrá de interpretarse de estas tres palabras?, ¿algo tan profundo que no resiste la anfibología? Seguramente. Porque todos hemos aspirado a concentrarnos en nosotros mismos, a dejar de lado lo que significa la abundancia y el exceso. Sin detenernos en lo que la palabra ensimismamiento lleva en su semántica, en su cambio de significados. Que no existen. Es unívoca.
El ensimismamiento no significa tristeza. Tal vez por eso las mujeres son poco afectas a ensimismarse, porque la tristeza parece atraerlas como fragmentos a su imán.
El ensimismamiento conduce directamente a la libertad y el descubrimiento, porque se practica en la soledad –en la bendita soledad, como quería Rilke y como enfatizó Nabokov.
1. Sé tolerante; lo que implica descubrir el lado noble que contiene aun el texto más deleznable. No hay que darle muchas vueltas para descubrir ese lado noble: el ejercicio de la escritura. Es el primer paso. Escribir. Se da ese paso y se da el siguiente, y así hasta darle la vuelta al mundo. Que se tenga talento o no es otra cosa. Pero el acontecimiento de aplicar la fantasía para conformar un texto ya implica cierto arrojo, cierta búsqueda. En un taller de creación literaria es lo que hay que imbuir. Nadie con la cabeza bien puesta exigiría obras maestras, ni siquiera medianamente pasables.
2. Comparte poemas, cuentos, fragmentos literarios que juzgues superiores y que a ti te hayan arrojado luz. Honrar es el único modo de sobrevivir. Cuánto placer implica poner en las manos de otro aquella novela, aquel cuento que desde tu óptica distingas ejemplar. No hay ninguna diferencia entre este acto y compartir un buen vino, un platillo soberbio. Cantidad de veces el camino ya está abierto. Los maestros se encargan precisamente de eso, de abrir brecha. Mostrar esos textos te ahorra palabras inútiles.
3. Sé sutilmente franco. Pero no bajes la guardia. Se puede ejercer ese doble filo: externar tu opinión con franqueza pero no de un modo brutal. La violencia innecesaria se castiga, aun en el futbol llanero.
4. Reprueba la crítica acerba. Porque el escritor bisoño que asiste a un taller lo hace con el ánimo de aprender, no de que lo apaleen. Poner los puntos sobre las íes en cuanto al modo de blandir la crítica le corresponde al coordinador. Cuando la crítica es demoledora el criticado no escucha. Se pasma. En el fondo es una crítica obscena.
5. Prohíbe los aplausos –no es un recital, es un taller de creación literaria. Si algo hay perfectamente kitsch en un taller es el aplauso. En primer término porque no hay texto que se lo merezca, y, en segundo, porque el aplauso es la hipérbole, el elogio desmesurado.
6. Haz de la incomplacencia tu chaleco antibalas. Descubre el error aun en el texto perfecto –porque no hay texto perfecto. Desde la primera palabra del texto que tengas ante tus ojos, destaca el error.
7. Empéñate en encontrar precedentes en los textos de los participantes. Uno de los cometidos de un taller literario –quizás el principal– es bajarle el volumen a la soberbia. De ahí la recomendación de que se deje la camisa de fuerza del amor propio en la entrada. Para nadie es novedad que el escritor se pasea en los hombros de la fatuidad. Señalar los precedentes literarios de cualquier texto contribuirá a que aquel vacuo pierda el equilibrio y caiga estrepitosamente.
8. Dispón lecturas neutras en voz alta –es taller de creación literaria, no de actuación. Las lecturas dramatizadas no son bienvenidas en un taller de esta naturaleza. Porque el que escucha se deja contaminar por el modo de leer del autor, y confunde una cosa con otra.
9. Sé puntual –es el único ejemplo que puedes dar.
10. Calla, si hay que callar; escucha, si hay que escuchar. Pero no escribas.
11. Regla de oro: no recomiendes tus propios libros ni leas en clase para demostrar, según tú, el buen empleo de tal o cual recurso.
12. Sé cauto con lo que digas, si te ves obligado a hablar. Porque aun las palabras más hueras, van a dar a oídos atentos. En un taller de creación literaria siempre hay alguien pendiente de tus palabras. Después de todo, eres el coordinador, y esa palabra equivale a general de división. Para algunos.
El recato en un hombre equivale al encanto en una mujer.
Pocos individuos ejercen el recato. La inmodestia, la imprudencia en cambio generan expectativas. Crean una situación que habrá de resolverse de alguna manera. Generan.
El recato alimenta el espíritu. Cuando un individuo es recatado, los demás prefieren pasarlo por alto. Saben que con esa persona no irán a ninguna parte, desde el punto de vista del hombre exitoso. Pues nadie más alejado del éxito que el individuo caracterizado por el recato.
En el ejercicio del recato, las cosas adquieren otra dimensión. Acaso la de Aristóteles. Acaso la de Horacio. Acaso la de Quintiliano. Acaso la de Alfonso Reyes. De aquellos pensadores cómplices de la más alta retórica.
El recato va de la mano de la introspección. Un hombre recatado es un hombre prudente. Y un hombre prudente es aquel que prefiere contenerse. Y pensar antes de actuar, de abrir la boca más de la cuenta. Esto es, un hombre recatado sopesa las palabras antes de pronunciarlas. La boca se le tuerce por escupirlas, por arrojarlas lejos de sí y colmar el ámbito; pero sabe –lo experimenta todos los días– que la prudencia es mejor consejera. Cuántas veces la prudencia lo ha mantenido a salvo de cometer o decir cualquier improperio que lo haga denostar de sí mismo; prefiere callárselo. Es un buen tema sobre el cual podrá reflexionar cuando esté solo. Que es casi siempre. Pues el recato es ángel guardián de los solitarios. De los que caminan a solas en medio de la multitud.
El recato provoca envidia.
Aquel individuo que se encierra en su mutismo es calificado por los demás como timorato, pávido. ¿Por qué no habla?, se preguntan cuando la discusión sobre política, futbol o religión alcanza los cien grados de adrenalina. ¿Por qué no abre la boca dice lo que piensa y siente?, se cuestionan los que lo rodean. Ignoran que mientras ellos dicen pavadas y desgañitan ver desfallecer, él, el prudente, piensa sobre el arte vacuo de hablar, cuando de decir banalidades se trata. Pero no sólo eso. Por ahí empieza y se sigue, sembrando la tierra fértil de su cerebro. Que esperen las semillas del silencio como la parcela al rocío matinal.
El recato, la modestia, la prudencia, abren las puertas del alma.