Título original: The Crying Book
© Heather Christle, 2019
Publicado mediante acuerdo con DeFiore and Company Literary Management, Inc
© de la traducción, Magdalena Palmer, 2020
© de esta edición, Editorial Tránsito, 2020
DISEÑO DE COLECCIÓN: © Donna Salama
DISEÑO DE CUBIERTA: © Donna Salama
FOTOGRAFÍA DE SOLAPA: © Cristopher DeWeese
IMPRESIÓN: KADMOS
Impreso en España – Printed in Spain
IBIC: FA
ISBN: 978-84-121980-7-2
eISBN: 978-84-123036-3-6
DEPÓSITO LEGAL: M-20133-2020
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La autora ha recreado acontecimientos, lugares y conversaciones basándose en recuerdos propios y de otras personas. En algunos casos, para mantener el anonimato, se han modificado ciertos nombres, características y localizaciones.
Nota de la autora
El libro de las lágrimas
Agradecimientos
Notas
Permisos
Títulos Publicados
Este libro empezó hace cinco años, cuando me planteé qué aspecto tendría un mapa de todos los lugares donde había llorado; fue una idea que trasladé a mis conversaciones con amigos sin saber cuántos años y páginas crecerían a su alrededor, sin saber cuánto cambiaría mi visión sobre las lágrimas.
Estas páginas son un testimonio de esa época y lo que aprendí. Y de lo que sigo aprendiendo.
Durante este período, siempre que he hablado con mis amigos sobre el llanto he recibido el regalo de su inteligencia, su compasión, su sentido del humor y su paciencia. Habría sido imposible escribir el libro sin su compañía. Sus nombres aparecen en las páginas informalmente, como también aparecen en mi pensamiento y en nuestras conversaciones.
Entre las muchas circunstancias de mi vida que agradezco, estas amistades brillan con especial intensidad. Hacen que espere con más ganas el futuro y todas las conversaciones que vendrán.
***
Supongo que algunas personas pueden llorar discretamente y ganar atractivo, pero después de una buena llantina la mayoría tiene un aspecto horrible, como si le hubiese crecido una cara enferma debajo de la conocida dejando muy poco espacio para los ojos. O parece que les han dado una paliza. Parecemos. Parezco. Una vez, cuando hacía quinto, lloré en la escuela por un motivo que no recuerdo; después, un chico popular —coletita, monopatín— me dijo que parecía una drogata, y me gustó tanto que se hubiese fijado en mí que le obligué a repetírmelo.
***
Ovidio preferiría que tanto yo como otras mujeres nos contuviésemos:
No hay límite en el arte: en el llanto hay que llorar con
[gracia,
aprender a derramar lágrimas sin perder la compostura.1
***
La duración del llanto es importante. Valoro especialmente las sesiones prolongadas que dejan tiempo a la curiosidad, a poder mirarme al espejo y observar mi tristeza física. Hasta el llanto más auténtico y potente puede soportar esta actividad científica. Entrar tambaleándose en el cuarto de baño con la cabeza gacha y luego armarse de valor para levantar la vista al espejo, donde la respiración entrecortada sacude los hombros y tenemos la nariz de un borracho crónico. Quizá resulte de interés palparse un rato la cara hinchada, observar un ojo sanguinolento y luego el otro, pero en realidad la belleza está en el movimiento, en cómo la boca intenta tragarse la desesperación. Después del escrutinio, no es fácil convencer al llanto de que no tienes malas intenciones, pero con calma y paciencia —eres como Jane Goodall con los chimpancés— el llanto se acostumbrará lentamente a ti. Y volverá.
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Llorar o no llorar a veces puede ser una elección, y es imposible saber qué es mejor. Pero no es cierto: si estamos solos o únicamente con otra persona, se aconseja llorar. Sin embargo, el Estudio internacional del llanto en adultos concluye que llorar si hay más personas presentes puede empeorar el humor, aunque eso dependerá en gran medida de la reacción de los demás. Los que lloran comunican que los testigos suelen responder con compasión, o con lo que el estudio categoriza como «palabras de consuelo, abrazos de consuelo y comprensión».2 Si estamos solos, los abrazos de consuelo también están a nuestro alcance: abrázate fuerte.
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Tener nariz es una suerte. Es difícil sentirse una figura demasiado trágica cuando las lágrimas se mezclan con moco. Sonarse no tiene ningún glamur.
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Una vez me dejaron tirada en público de forma inesperada. Fue una tarde, en el aparcamiento de una universidad. Se me acumuló todo el llanto en la boca y noté que me temblaba mientras me dirigía al coche. Una vez dentro, dejé que el llanto subiese al norte, a mis ojos, y al sur, a mis tripas. El coche es una zona privada para llorar. Si ves a alguien llorando cerca de un coche, quizá tengas que ofrecerle ayuda. Si ves a alguien llorando dentro de un coche, ya sabes que tiene el tema controlado.
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He llorado histéricamente al volante dos veces. La primera con dieciséis años, sin dinero para el peaje ni la menor idea de cómo iba a vivir al día siguiente. Otra con veintiuno, en pleno trayecto con el coche lleno de mis pertenencias y la corazonada de que llevaba una hora conduciendo en la dirección equivocada. Si lloras en el coche cuando llueve, parece que los limpiaparabrisas también te enjuguen la cara. Palabras de consuelo, abrazos de consuelo, limpiaparabrisas de consuelo.
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Lloré cuando oí a Alice Oswald recitar Memorial, su excavación de La Ilíada donde recuerda la muerte de cada guerrero. Lloré cuando una amiga me habló de la conversación que había mantenido con su madre, Sheila, mientras llevaba a su bebé en brazos. Mi amiga había comprendido que un día ya no tendría que lavarle los pies a su hijo, y la idea le había dolido. «¿Lo sigues echando de menos, mamá?», preguntó mi amiga. «Daría lo que fuese por lavarle los pies a mi hijo», respondió Sheila. Al escribirlo, sé que suena profundamente servil. Cuando mi amiga me lo contó, no pude contener las lágrimas. La maternidad puede conmigo. Lloro siempre que veo una representación, sea ficticia o no, de un parto. También he llorado en el gimnasio, en la elíptica, viendo el tráiler de una película tonta y desgarradora. Cuando mi hermana se mudó a Maine, esperé a que su coche se hubiese alejado cien metros y luego rompí a llorar. Lloré delante de una multitud —humillante— mientras leía un poema que escribí para mi querido amigo Bill. Él se habría reído. A él le habría gustado.
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¿Recordáis la desesperación que se siente al ver llorar a vuestro padre o vuestra madre?
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Cuando Bill murió, fui a un museo y lloré.
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Ya no permito que los animales atropellados en la carretera me hagan llorar.
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Cuando era joven, a veces me sangraba tanto la nariz que, cuando finalmente se coagulaba, los conductos nasales estaban atascados y lloraba lágrimas de sangre.
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Existen diferencias químicas entre las lágrimas de tipo emocional y las que produce la irritación física. Si alguien respira lágrimas de emoción, disminuye su excitación sexual.3 En una ocasión empecé a llorar mientras mantenía relaciones sexuales no por el sexo en sí, sino por el tema de Belle and Sebastian que sonaba en el estéreo. La gente llora como respuesta al arte, sobre todo a la música. Se dice que la poesía ocupa el segundo puesto.4 Incluso la arquitectura puede incitar al llanto.5
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Lo primero que hacemos cuando venimos al mundo es llorar. Según escribió en 1708 William Derham para la publicación Philosophical Transactions de la Royal Society, al menos un humano empezó a llorar mientras todavía estaba en el útero, lo que provocó respuestas escépticas por parte de sus corresponsales, que opinaban que el ruido habría sido un «gemido de las tripas, o del útero, o el efecto de… la imaginación femenina».6 «Fue raro el día, durante esas cinco semanas, que no llorase poco o mucho», insistió Derham, aunque continúa que el niño «desde que nació, se volvió muy callado».7
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Quedé con Bill en una lectura poética cuando los dos todavía vivíamos en Nueva York y hacíamos planes para vernos, hablar de poemas, estrechar nuestra amistad. Finalmente nos encontramos en un bar cutre cerca de Union Square. «Estoy embarazada», le dije, y pedí algo de beber.
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Después del aborto sangré durante semanas. Una noche con tanta intensidad que me asusté. Llamé a la clínica y me dijeron que fuese a Urgencias, pero no tenía dinero. Llamé a Bill y vino a mi casa. Se pasó la noche en mi cama, mientras yo lloraba, sangraba y lloraba. Fue la única vez que nos besamos.
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Lisa me habla de llanto paralelo, el llanto que acompaña al arte pero que no surge de él. No es el argumento lo que hace que se te salten las lágrimas; estas obedecen a otra fuerza. Me gusta, pues siempre he preferido las líneas paralelas a las perpendiculares. Las líneas perpendiculares son chejovianas; el arma descrita dispara. Las líneas paralelas son hitchcockianas: la presencia de la bomba es suficiente.
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La mayor parte del llanto es nocturno. La gente llora de cansancio. Pero qué horrible es oír decir a alguien: «¡Sólo está cansada!». Cansada, sí; pero ¿«sólo»? No hay nada de «sólo» en eso.
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Recuerdo que vi llorar a mi madre un breve día de invierno, aunque no recuerdo el motivo de su tristeza. Quizá no hubiese ningún motivo, sino sólo un entorno: la ausencia en el mar de mi padre, marino mercante, o la presencia siempre agotadora de mi hermana y yo. Recuerdo la luminosidad de la habitación, el sol que asaltaba todas las superficies.
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Inmediatamente después de la masacre de la Universidad de Kent en 1970, una testigo confundió las lágrimas de los estudiantes que lloraban la muerte de sus compañeros con las causadas por el gas lacrimógeno que la Guardia Nacional había utilizado contra los manifestantes. Años después contó en una entrevista:
Seguía convencida, a saber por qué, de que sólo era gas lacrimógeno […]. No tenía ni idea de adónde iban las ambulancias, ni de por qué había tantas, y tan ruidosas, desplazándose tan rápido, ni de por qué la gente lloraba y se abrazaba de una forma tan histérica. De modo que seguí andando […]. Y me llevaron a casa. Shelly y Mark me llevaron a casa. Mi madre estaba en la entrada llorando, esperándome, creía que yo era uno de los estudiantes muertos. Y lloraba […]. Ni siquiera recuerdo qué pasó después de entrar en casa de mis padres, aparte de que mi madre lloraba muchísimo. No recuerdo que yo llorase, en absoluto.8
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La Guardia Nacional lanzó bombas de gas lacrimógeno a los estudiantes —«les echamos un poco de gas», dijeron— y estos se las lanzaron de vuelta, un acto tanto defensivo como desafiante: No, gracias; no las queremos. Como revancha, los soldados dieron un paso más y apuntaron con sus fusiles M1.
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Entre los remedios que existen para aliviar los efectos del gas lacrimógeno —enjuagarse con agua fría, volver la cara en dirección al viento— la orden de mantener la calma suena como la más difícil de poner en práctica.
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En la fotografía que acabaría simbolizando la masacre, una chica de catorce años está arrodillada junto al cadáver de un estudiante asesinado. El cuerpo de la chica forma un interrogante angustiado.
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Las lágrimas son una señal de impotencia, un «arma de mujer». Ha sido una guerra muy larga.
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Yi-Fei Chen, una estudiante de diseño de Holanda, literalizó la metáfora después de que un profesor exigente la hiciese llorar. Construyó una pistola de latón que recoge, congela y dispara lágrimas: diminutas balas heladas. Chen presentó el objeto en su graduación, donde aceptó la invitación de apuntar al director de su departamento.9
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Me irrito al leer Why Only Humans Weep, el libro meticuloso y exhaustivo del «experto en llanto» Ad Vingerhoets, por lo que me parece una agresiva falta de compasión y de asombro, pero de pronto me intriga una súbita declaración: «Todas las lágrimas son lágrimas reales», dice, aunque algunas puedan ser «insinceras».10
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Escrutamos las lágrimas de los demás para saber si son sinceras. E incluso podemos dudar de la sinceridad de las propias. En Letters to Wendy’s, Joe Wenderoth escribe sobre el llanto estratégico de un niño en un restaurante de comida rápida:
Su madre me explicó que no era pena auténtica, sino fingida. Era un llanto concebido para conseguir algo. Y yo pensé: ¿No es mi llanto siempre fingido? Y me pregunté qué pretendía conseguir con mis secreciones diarias. No supe responder. Y sentí pena de verdad.11
La poeta Chelsey Minnis (un nom de plume, por cierto, o quizá de guerre), acuñó otro término para el llanto fingido: falsillorar.
Una mujer falsillora a un hombre y es muy gracioso
Hay que falsillorar porque es beneficioso
Y tampoco puedes hacer nada más
Pues nadie escuchará tus sensatas razones
y te las rebatirán…
por lo que sólo te queda falsillorar…12
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Las lágrimas de las mujeres blancas están sometidas a un escrutinio especial porque su uso como arma ha derivado con frecuencia en violencia contra las personas de otras razas, en particular la población negra. Las lágrimas podrían ser reales, con lo que me refiero a físicamente presentes, o imaginadas, metafóricas. Tanto si existen en el rostro como en la mente, las lágrimas de una mujer blanca pueden perturbar la gravedad física de una sala. Impulsan a los demás a socorrerla, a corregir o castigar a quienquiera que haya causado el llanto.
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En cuanto a los términos propiamente dichos, parece que el llanto es más ruidoso y el lloro más abundante en lágrimas. A diferencia del lloro, el llanto no tiene un verbo propio, y comparte «llorar» con su primo hermano semántico. En inglés el lloro tiene dos verbos, cry y weep, y se advierte a los estudiantes de esta lengua que el segundo es más formal y que puede sonar arcaico en el habla cotidiana. Es algo que se percibe en el sonido de sus pasados, el regular cried frente al aterciopelado y exótico wept. Hablando de los pasados irregulares, recuerdo que una vez discutí con una maestra que afirmaba que dreamt, el pasado de «soñar», era incorrecto, que lo correcto era dreamed. Se equivocaba, por supuesto, tanto en un sentido filológico como moral, y desde entonces he sentido una querencia especial por esas t de los pasados irregulares en inglés: wept, slept, left. Hay en su sonido una rotundidad, una serena plenitud que la d de los pasados regulares no puede alcanzar ni en sueños.
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En su poema «Weeping», Ross Gay ubica la etimología del verbo weep en la raíz protoindoeuropea wab- a través de una progresión imaginada, y conjetura que
se refiere el sonido preciso de una flor al abrirse
y al diminuto estruendo
de una semilla al partirse en la oscuridad…13
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Algunas mañanas me despierto con una sensación intensa que no puedo identificar como ganas de llorar, o de escribir un poema, o de follar. ¿Todo a la vez? Mi cuerpo ha clasificado el impulso en un índice de referencias cruzadas.
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Llevo varios días sin llorar cuando una mañana me despierto mucho más temprano de lo habitual. Acabamos de mudarnos de casa, todavía no me he acostumbrado al tragaluz del dormitorio y el golpeteo de la lluvia en el cristal se interpone entre mi persona y el sueño. Mientras preparo café en la cocina escucho en la radio la historia de un hombre, L.D., cuyo barco naufragó en la Segunda Guerra Mundial. Un error hizo que no se captaran las señales de alarma que enviaba el buque y los marinos supervivientes quedaron flotando a la deriva en los chalecos salvavidas. Cuando llegaron los tiburones, se alimentaron primero de los muertos, después de los vivos. L.D. dice que nada podía hacer, más que esperar no ser el siguiente.
La calle está todavía tan oscura que no tiene sentido descorrer las cortinas, pero lo hago igualmente y la habitación iluminada queda visible para cualquiera que esté despierto; entretanto localizo en mi interior la certeza de que yo no habría tenido ese nivel de aceptación. Sé que yo me habría dado por vencida.
Después de días de deshidratación, un marino se quitó el chaleco salvavidas y echó a nadar en el Pacífico, creyendo en su delirio que las reservas de agua del barco estaban a su alcance. Salió a la superficie extático por haber saciado su sed y murió poco después: la espuma parda de su boca fue la prueba del agua salada que había tragado.
Por fin, después de cuatro días atroces, un avión de la Marina divisó a los hombres. Mientras el equipo de rescate lo llevaba a lugar seguro, me pregunto si L.D. quiso llorar de alegría, y si a su cuerpo le quedaría agua para esas lágrimas.14
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Una noche, un muchacho llora en su habitación, sentado en la cama. Ha encontrado su sombra e intenta desesperadamente volverla a pegar a su cuerpo, sin lograrlo. Cuando la chica dormida abre los ojos, tras una serie de preguntas comprende que él es huérfano, lo que despierta su compasión.
WENDY: ¡Peter!
(Salta de la cama para abrazarlo. Él se aparta sin saber por qué, pero sabe que tiene que apartarse).
PETER: No debes tocarme.
WENDY: ¿Por qué?
PETER: Nadie debe tocarme, jamás.
WENDY: ¿Por qué?
PETER: No lo sé.
(En la obra nunca le toca nadie).
WENDY: No me extraña que llores.
PETER: No estaba llorando. Pero no consigo volverme a pegar la sombra.15
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La negación del llanto por parte de una persona bañada en lágrimas es tan habitual que se ha convertido en una broma. Si escribimos «No estoy llorando» en YouTube, los primeros cien resultados muestran a personas —a menudo niños en concursos escolares— cantando el tema del dúo cómico Flight of the Conchords que dice que las lágrimas son en realidad gotas de lluvia. Estoy empezando a odiar esa canción. Negar el llanto se interpone en mi investigación de las personas que lloran de verdad. No le veo la gracia, por más vueltas que le dé.
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Cuando tenía cinco años, hice una prueba para el papel de Wendy en Peter Pan para una compañía de teatro infantil; como es de suponer, acabó interpretando a Wendy una niña de más edad. Al enterarme, tuve que contener las lágrimas. Además me informaron de que el papel de Campanilla lo interpretaría mi hermana menor. Yo sería «un hada». Iba a ser un hada muy triste y llorosa.
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Al año siguiente, en Alicia en el país de las maravillas, me eligieron como suplente de la Alicia pequeña: no de la grande que llora litros de lágrimas, sino de la diminuta que casi se ahoga en ellas. Me pasé todo el verano rogando que a la actriz de la pequeña Alicia le pasara alguna calamidad, en vano. Por lo que tuve que interpretar el otro papel que tenía asignado: un insignificante ciempiés que baila entre las flores.
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En aquella época estaba fascinada por El mago de Oz, la primera película que vi en vídeo, y me encantaba representar la historia con mi familia. Recuerdo que en una de estas representaciones insistí en que mi madre —la malvada bruja del Oeste— se quedara en la cocina (su castillo) mientras yo brincaba por el camino de adoquines amarillos hasta mi dormitorio en la Ciudad Esmeralda. Mis muñecas eran los munchkins y mi hermana el Espantapájaros. No recuerdo si mi padre participaba; quizá fuese el Hombre de Hojalata, o quizá estuviese navegando.
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Me asusta que de tanto escribir sobre el llanto la ley universal de la ironía sienta la tentación de invitar la tragedia a mi vida.
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Un cuento popular «conocido por la población rural de los estados de Nueva York y Ohio» y que aparece en un ejemplar de 1898 de The Journal of American Folklore se burla de quienes lloran por una posible desgracia futura:
Había una vez una niña. Un día, su madre entró en la cocina y se la encontró hecha un mar de lágrimas. «¿Qué te pasa?», preguntó la madre. La niña respondió: «Estaba pensando. Y he pensado que algún día quizá me case y tenga un hijo, y luego he pensado que un día, mientras mi hijo duerme en su cuna, la puerta del horno quizá se le caiga encima y lo mate». Y siguió llorando.16
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Algunas personas creen que leer poemas y relatos es una forma de practicar nuestra respuesta a situaciones imaginarias sin tener que arriesgarse a los peligros de la vida real.
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Algunas personas escribirán sobre un tema para no tener que escribir sobre otro. Como Tony Tost:
No sé cómo hablar de mi padre biológico, por lo que voy a describir el lago: es azul, con cisnes.17
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Y no tienen que ser cisnes. Podrían ser elefantes, como le ocurre a Amy Lawless:
Cuando un elefante muere
a veces basta con estar presente
y nadie te juzgará
si no dices nada ingenioso.
A veces, cuando un elefante muere
quiero reunir a un grupo de científicos
y que uno enjugue la lágrima
del ojo del elefante,
diga «puedo explicarlo».18
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Desde hace mucho tiempo se viene diciendo que los elefantes lloran lágrimas de emoción, aunque desde hace exactamente el mismo tiempo los observadores escépticos han replicado que los animales sólo lloran en respuesta al dolor físico. Lloren o no, los elefantes son célebres por el duelo que profesan a sus muertos. En 1999, Damimi, una elefanta en cautividad de setenta y dos años, «murió de pena» después de que su joven amiga elefanta falleciese al dar a luz. Según la BBC, «los empleados del zoo dijeron que derramó lágrimas sobre el cuerpo de su amiga y luego permaneció inmóvil en su cercado durante días».19 Finalmente murió de inanición.
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Esta conducta no se limita a los elefantes en cautividad. En su hábitat natural, escribe una ecologista, «se observa con frecuencia que las madres lloran a su cría muerta durante días y que intentan devolverla a la vida acariciando y tocando el cadáver».20 La palabra más utilizada para describir el modo en que los elefantes examinan los huesos de otro elefante muerto cuando encuentran el cadáver es «reverencial».
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