Juan Luis Martínez González
El horror
© de la obra: Juan Luis Martínez González
© de la edición: Apostroph, edicions i propostes culturuals, SLU
© de la fotografía de la cubierta: Juan Luís Martínez González
ISBN: 978-84-123711-2-3
Edición: Apostroph
Corrección: Inés Macpherson
Diseño de cubierta: Apostroph
Diseño de tripa: Mariana Eguaras
Maquetación: Apostroph
Primera edición: mayo 2021
www.apostroph.cat
apostroph@apostroph.cat
Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.
Este libro ha sido posible gracias a un proyecto de crowdfunding en Verkami. Estos han sido los mecenas:
llumull Accions Audiovisuals, Javier Aguirre Bandrés
Txema Antiguakoa, Baku, Bastur, Cándido Ballesteros, DVD, José María Escudero, Jorge Fernández Guerrero,
Pau Fuentes, Víctor Gonzalez Medina,
Marcos González Pereira, Sebas Gutteridge,
Javier Hernández, Alberto Huskin Del Campo,
Imma Izquierdo, Javier, Javier Jiménez, Katman, Kivogu, Pedro Layant, Javier López Menacho, Juan Luis, Juan Luis, Marta, Gabriel Martinez, Javier Martinez Fuertes,
Gemma Martínez Llauradó, Mayca, Pilu Mera Costas, Miguel, Amparo Moret, Jaime Pérdigo, Ruth Puentedura,
Pedro Ramón, Sofía y Pablo, Marta Rodiño,
Susana Rodríguez de Pantin, Rusc, Fiorenzo Ruzzier, Pablo Salvador López, Aurora San Sebastián Carrera, Sete, El Sobrino, Miquel Sol, Dani Solé, Teresa Sotillo,
“Kasu” Jesús Torres i Sanz, Duna Ulsamer Riera,
Nèstor Uria López, D.Velaz, Javier Ventosa,
Carlos Vico Sánchez, Luis L. Vidal Fernández, Vitiastel
Otros mecenas han preferido no aparecer en los créditos.
Agradecemos el apoyo de todos ellos.
Sarajevo, 21 de diciembre, 1991
Danilo Ilić se acerca al televisor, sube el volumen y se acomoda en el sofá. Mientras lía un cigarrillo, Nizama se sienta a su lado, estira el borde de la falda hasta cubrir las rodillas y recoge sus manos en el regazo.
En la pantalla, una columna de blindados cruza un pueblo destruido. De las ruinas calcinadas se eleva una densa humareda que se funde en lo alto con un cielo gris de acero. Un rugido ensordecedor hace vacilar la cámara en manos del operador que corre a protegerse tras un muro de piedra: surgiendo de la niebla que cubre los maizales una batería de lanzacohetes abre fuego contra un grupo de casas entre las que se alza la torre blanca de una iglesia. Cuando el humo se disipa el campanario ha desaparecido.
Ahora la cámara recorre a ras de suelo las calles embarradas, la nieve sucia salpicada de vainas y carcasas vacías, se detiene sobresaltada ante el cuerpo de un miliciano que yace boca abajo, enfoca la bota que se apoya impúdica sobre la cabeza ensangrentada. Un soldado federal saluda con gesto victorioso mostrando una bandera capturada al enemigo. A su espalda, el escudo chetnik1 se destaca en rojo sobre la pared agujereada del ayuntamiento: “Solo la unidad salvará a los serbios”2.
—No van a parar hasta llegar a Zagreb —murmura Danilo.
Nizama le mira sin comprender, todavía asustada. Es el ritual de todas las noches: desde que su hijo fue reclutado busca su rostro en cada combatiente, en los cadáveres abandonados en la huida pudriéndose en las cunetas, comparando furtivamente las imágenes con la fotografía del joven soldado que sonríe despreocupado junto a un retrato de un Tito envejecido en uniforme de almirante.
Más tarde Nenad Pejić, presentador del informativo de la noche, habla con tono grave, desafiando a la audiencia con la mirada:
—¡Apaguen ahora mismo las luces quienes estén a favor de la paz!
Danilo se levanta decidido y pulsa el interruptor suavemente, como si aquel acto intrascendente hubiese adquirido una dimensión especial. Cuando se vuelve, Nizama está junto a la ventana. Desde la colina los edificios altos del centro se adivinan oscuros, imponentes. El viento helado que recorre el valle trae el leve rumor del tráfico en las avenidas. En Vraca y Grbavica algunas ventanas permanecen iluminadas, siluetas recortándose en los cuadros de luz que parecen sonreír con desprecio. A la derecha, en Nuevo Sarajevo, un bromista enciende y apaga las luces continuamente.
—Creo que hay más de los nuestros —aventura Nizama mientras limpia los cristales empañados con la manga.
Danilo sonríe condescendiente. Por su mente vuelve a circular la idea de la guerra inminente, fantasmas del pasado, recuerdos de su infancia que vuelven cada noche…
—La ciudad despierta un día más bajo el bombardeo —continúa el locutor—. Los agresores serbios y montenegrinos atacan Dubrovnik3 por tierra y mar. La antigua Ragusa, Patrimonio de la Humanidad, arde sin remedio…
La cámara se eleva desde una fuente de piedra protegida con sacos terreros mostrando un paisaje desolado, un mar de tejados rojos perforados por los proyectiles de obús, edificios en llamas, la gran plaza desierta nublada de cenizas, cascotes y vigas quemadas. A lo lejos, fuera del alcance de los defensores, los barcos de guerra trazan siniestras estelas recreándose en su impunidad.
La imagen de un hombre corpulento abriéndose paso entre flashes y micrófonos encabeza la información local. Radovan Karadžić, el psiquiatra que lidera a los nacionalistas serbios acompaña sus palabras con enérgicos movimientos de su puño crispado:
—Si los separatistas croatas y musulmanes se empeñan en destruir Yugoslavia nosotros, los serbios de Bosnia, proclamaremos nuestra propia república antes del quince de enero…
A su espalda, dos hombres armados con fusiles automáticos observan con recelo a los periodistas que rodean al político.
—¡Se han vuelto locos! —sentencia Danilo— ¡Completamente locos!
Danilo es serbio, su mujer musulmana4; su único hijo lucha en Eslavonia5 contra los secesionistas croatas. Algunos vecinos, compañeros de la fábrica y antiguos camaradas del ejército le miran con silencioso rencor cuando se cruzan en la calle. Esa noche, antes de dormir, recuerda las palabras del orador instalado frente a la catedral: “Esos rostros asustados, los refugiados que lloran cada noche su impotencia ante las cámaras, son los supervivientes de nuestra guerra civil ¿Vamos a permitir que la historia se repita?”.
1
Al terminar las clases, Marko Bregović solía compartir café y conversación con sus alumnos en un pequeño local de la Baščaršija1. Algunas noches se sumaban a la tertulia otros profesores, estudiantes inquietos vestidos a lo occidental —prueba irrefutable de su talante liberal— agitadores políticos, espectadores silenciosos entre los que no faltaban policías de incógnito a la caza de desertores o simples curiosos ávidos de noticias. Lo angosto del local, el ambiente cargado de humo y miradas expectantes y la excitación de lo clandestino facilitaban que el inicial intercambio de saludos y comentarios triviales fluyese naturalmente hacia el recurrente tema de la guerra en Croacia y la difícil situación política de la región, noticias y rumores enriquecidos con cada nueva intervención. Ya de madrugada, haciendo coincidir la entrada del propietario del local —un mafioso con reconocida fama de delator— con el pago de las escasas consumiciones, las posturas inamovibles y la absoluta convicción se iban debilitando, dejando espacio para un posterior debate.
Aquella tarde el local estaba poco concurrido. Marko conversaba en la barra con Emir, un camarero de melena cuidadosamente enmarañada que siempre parecía dispuesto a abandonar la ciudad y probar fortuna en países exóticos, Australia, Canadá, Chile, los paraísos en los que habían depositado sus esperanzas miles de jóvenes poscomunistas frustrados por la crisis económica, la corrupción generalizada, las tensiones nacionalistas que habían traído la guerra, el reclutamiento obligatorio. Cada vez que coincidían en el café parecía inventar una nueva excusa, un impedimento insólito, en ocasiones misterioso, que le obligaba a mantenerse en su puesto. Marko le seguía el juego mostrándose comprensivo, incitándole con rebuscadas soluciones que estimulaban el ingenio de su oponente.
—Estoy seguro, es por una mujer —Emir enarcaba las cejas simulando sentirse ofendido—. No importa, terminaré averiguándolo… Ahora dime, ¿es de confianza ese amigo tuyo?
—Es casi de la familia, os llevaréis bien.
Unos días antes, pese a su declarada neutralidad en cuestiones políticas, al menos en público, había recibido una nota anónima en la que se le invitaba a abandonar su piso, un apartamento alquilado en un viejo edificio cercano a la universidad, habitado mayoritariamente por croatas. El administrador, un anciano taciturno que tenía por costumbre no contestar a sus saludos, había perdido recientemente a uno de sus hijos en el sitio de Vukovar. Atemorizado por los rumores que circulaban por la ciudad, decidió no denunciar el hecho a la policía y buscar un apartamento para compartir. Emir se ofreció a ayudarle, y le puso en contacto con Mirsad, un amigo de la infancia.
—Conozco a una pareja que va a dejar su piso en Mariscal Tito —dijo Mirsad, tras las presentaciones—. El pobre muchacho lleva seis meses escondiéndose de la policía, por el reclutamiento. Ahora ha reunido algo de dinero entre la familia, los amigos… Los padres de ella no saben nada, pero ya tienen los pasajes para Alemania.
A Marko le resultó simpático aquel tipo desgarbado, de mirada franca, que lucía con aire desenvuelto su uniforme de mecánico con restos de grasa. Trabajaba como jefe de taller en la central de tranvías, pero su sueño era emigrar a Italia y entrar en la escudería Ferrari.
—¡Esos tíos ganan mucha pasta, y encima viajan gratis por todo el mundo! —dijo imitando los gestos de un mafioso de película.
—¡Creí que presumías de marxista, y nacionalista bosnio! —objetó Emir con exagerada ingenuidad.
—Eran otros tiempos —contestó algo picado—, pero ya que superé la enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo…
Todos rieron la broma, Marko conteniendo la réplica ante la cita fuera de contexto, absurda.
—Y tú, ¿en qué trabajas?
—Soy profesor adjunto en la universidad…
Mirsad emitió un prolongado silbido; un brillo socarrón iluminó sus ojos al sonreír. Emir respondió a su mirada encogiéndose de hombros.
—Además hago traducciones para revistas extranjeras, francesas, alemanas… Pero me temo que la literatura yugoslava no interesa demasiado hoy en día.
—Sí, hablas como un profesor. ¿Tienes novia?
—Tenía, pero se marchó a estudiar a París.
—Yo tengo algo parecido a una novia, pero no molesta —aclaró—, es de las tradicionales.
—Creo que hacéis buena pareja —terció Emir—. Un profesor y un obrero viviendo juntos… ¡Si papá Tito levantara la cabeza se echaría a llorar de la emoción!
Durante el resto de la tarde, Marko escuchó complacido la inagotable conversación de su compañero, recreándose en la vehemencia con que exponía las ideas más extravagantes, una curiosa mezcla de candidez e ironía en la que intuía un contrapunto ideal para su carácter.
—Los libros están bien para vosotros los burgueses, pero ¿qué puede aprender un obrero de la vida de un noble ruso? Yo tengo suficiente con Haris Vijak.
—¿Quién es?
—¿No lo conoces? Escribe los mejores manuales de mecánica aplicada…
Quizá fuera aquello lo que necesitaba para alejar los oscuros pensamientos que poblaban su mente, el ambiente de violencia latente que se respiraba en los pasillos de la facultad, el vacío dejado por Nadja. Se sentía eufórico, predispuesto a la sorpresa, la novedad que supondría convivir con un desconocido.
Poco antes de las ocho Emir conectó la radio: en el frente croata proseguían los combates en los suburbios de Osijek, el bloqueo de la carretera Zagreb-Belgrado —la antigua Autopista de la Amistad, apostillaba el irónico locutor—, y la expulsión de miles de civiles de la Krajina croata y Eslavonia oriental. Mientras Dubrovnik soportaba nuevos bombardeos, la ONU ultimaba los preparativos para el despliegue de tropas en las regiones disputadas. En Sarajevo se esperaba otra noche gélida, viento del oeste…
—¿Crees que habrá guerra, aquí en Bosnia?
—¡No, Europa no lo permitiría, sería demasiado peligroso! Creo que no tardarán en llegar a algún tipo de acuerdo con los serbios. Las sanciones económicas…
—¡Ya, las sanciones! —cortó Mirsad—. No te hagas ilusiones. Están tan sedientos de sangre que no se conformarán con aplastar a los croatas. ¡Antes de lo que imaginas tendremos la guerra en casa!
—Espero que te equivoques…
Se sentía irritado, incómodo ante aquella peligrosa idea. De repente, todas las soluciones planteadas en los debates universitarios, las llamadas a la razón, a la unidad y las referencias al polvorín bosnio que llenaban las páginas de los periódicos independientes, parecían ceder, derrumbarse ante la convicción con la que Mirsad, un ciudadano corriente, permeable a la propaganda de los medios oficiales y al el lenguaje apocalíptico y amenazador de los políticos más radicales, invocaba lo inevitable de la guerra. Alarmado, se preguntaba si otros, convencidos ya de la inutilidad de las palabras, hastiados de declaraciones vacías, se preparaban en secreto para un enfrentamiento inminente.
—Creo que tiene razón —sentenció Emir—. Será mejor tomar la última ronda antes de que lleguen los malos tiempos…
2
Con la llegada del nuevo año una corriente de inquietud y pesimismo, aventada por el duro invierno, parecía extenderse silenciosa sobre la ciudad. Las declaraciones tranquilizadoras de los dirigentes bosnios que, abrumados por la violencia política de sus oponentes, trataban de detener el éxodo masivo de la población, la llegada de refugiados desde las zonas rurales, los actos multitudinarios a favor de la paz, reclamando el fin de la guerra en Croacia y el regreso de los reservistas, apenas conseguían disipar la tensión contenida que se respiraba en las calles. Desde los lugares más remotos llegaban rumores sobre movimientos de tropas, actos de sabotaje contra instalaciones del Ejército Federal, asaltos a depósitos de armas, asesinatos, secuestros… En este ambiente de psicosis generalizada los soldados acuartelados en la capital eran observados con suspicacia —especialmente tras la renuncia formal del gobierno bosnio a crear un ejército propio, lo que se veía como una arriesgada concesión a los radicales— mientras los ciudadanos se convertían en sospechosos militantes para los asustados reclutas.
El anuncio de la convocatoria de un referéndum sobre la independencia, fijado para el primero de marzo, no hizo sino aumentar el pánico de quienes veían en la actual situación los mismos precedentes que habían llevado a la frustrada invasión de Eslovenia y el enfrentamiento abierto en Croacia. Para la mayoría, era el momento de tomar partido, elegir entre el futuro incierto que traería la secesión, la creación de un estado independiente, federado en términos de amistad y cooperación con el resto de repúblicas —la descomposición natural de Yugoslavia inscrita en los cambios políticos de la Europa poscomunista—, o la permanencia en una Yugoslavia dominada por Serbia, la sumisión a un poder que había demostrado sobradamente su determinación belicista, bajo supuestos porcentajes, mayorías, referencias a la supremacía étnica que recordaban los tiempos más oscuros de la Historia.
Marko, abrumado ante la vehemencia y la agresividad con que ambas partes defendían sus argumentos, había decidido abstenerse en lo posible de los acontecimientos, evitando participar de la euforia nacionalista adoptada por muchos de sus amigos. Partidario convencido de una salida negociada, la misma complejidad del conflicto le impedía materializar sus propuestas, convertir las buenas intenciones, la defensa de la convivencia pacífica, el rechazo absoluto a secundar con las armas cualquier postura, mayoritaria o no, en soluciones concretas, aplicables más allá de su planteamiento general. Como muchos otros, se sentía ciudadano antes que serbio; creía sinceramente en un estado plural, sin exclusiones ni prejuicios, una sociedad capaz de olvidar los horrores del pasado, la legendaria condición de frontera de la civilización que algunos se empeñaban en otorgar a los Balcanes, e integrarse en el proyecto de la nueva Europa.
Sin embargo, cuando exponía sus ideas en público, terminaba por sentirse frustrado, impotente ante las críticas de los estudiantes más radicales, que le acusaban de favorecer las pretensiones pan-serbias con su pacifismo extremo, su idealismo tachado de estéril, infantil.
—¡No se pueden detener tanques con palabras! —le había gritado un estudiante islámico, el mismo que, según supo después, había empapelado las paredes del aula con una famosa fotografía: la multitud encaramada a un tanque soviético en la Hungría del 56.
Incluso los editores de las revistas con las que colaboraba se negaban ahora a publicar sus artículos, alegando una nueva línea editorial para adaptarse a los nuevos tiempos.
—¡Bregović, la cultura oficial ha muerto! —clamaba un editor recién llegado del exilio americano—. Las glorias de la Literatura Nacional ya no interesan a nadie, suena reaccionario, polvo comunista… Investigue, busque textos antiguos que hablen de proyectos federales, cantonalismo, regiones autónomas… ¡Nacionalismo, eso es lo que el público de toda Europa quiere leer!
Desmoralizado, trataba de justificar su actitud a cada momento, sintiéndose irritantemente sospechoso cada vez que se reunía con Mirsad y sus amigos, fervientes partidarios de la secesión.
—¡Ha llegado nuestra hora! —anunciaba Ramiz, un militante del SDA1 que había pasado varios años en la cárcel por sus actividades subversivas—. ¡Turcos, austriacos, serbios, alemanes, comunistas! ¡Ahora los líderes bosnios gobernarán a los bosnios y a quienes quieran convivir con ellos!
¿Qué tierra era aquella? Bosnia era un laberinto de fronteras históricas, regiones étnicamente uniformes, productos de quince siglos de invasiones, migraciones y repoblaciones forzosas, salpicadas de cantones, valles y aldeas habitadas por familias mixtas, ciudades donde la pluralidad y la convivencia solo resultaban pintorescas a los académicos y estudiosos de la historia balcánica, viajeros con la mochila cargada de prejuicios que buscaban, sin éxito, avivar los rescoldos de incendios sofocados por más de cuatro décadas de titismo.
—Sin un dictador como Tito, ¿quién va a gobernar un país con dos alfabetos, tres religiones, cuatro lenguas y seis repúblicas con sus respectivas minorías? —se preguntaba cínicamente un profesor de visita en la ciudad.
Ramiz y sus seguidores parecían tener claras las bases geográficas y étnicas del futuro estado: la actual República de Bosnia, sus fronteras históricas, los habitantes que no decidieran marcharse libremente antes del referéndum. Pero ¿qué ocurriría con los bosnios partidarios de la Federación Yugoslava, los serbios y croatas contrarios a formar parte de una entidad separada de sus hermanos? En Croacia, los serbios se habían levantado en los enclaves donde constituían la mayoría formando entidades independientes, defendiendo con las armas —y el apoyo encubierto del Ejército Federal2— lo que consideraban su tierra. ¿Por qué iban a actuar de otro modo después del referéndum? Sus propios líderes llevaban meses contestando, en forma de ultimátum y amenazas.
Mirsad se mostraba comprensivo. A menudo, cuando la conversación subía de tono y veía a su amigo acorralado entre rostros coléricos, vociferantes, zanjaba la cuestión con su humor condescendiente:
—Tu padre era serbio, tu madre croata… Los médicos de Tito debieron manipular tus genes para crear el yugoslavo perfecto, sin una gota de sangre nacionalista en tus venas, simplemente un tipo que habita en las tierras del sur. Solo tenemos que buscar una mujer que piense igual que tú, y esperar unas cuantas generaciones…
3
Nacido en Belgrado, Marko había crecido en el ambiente alegre y cosmopolita del Sarajevo de los sesenta. Su padre, directivo de una importante empresa estatal, pasaba la mayor parte del año en la capital, entregado a la construcción de lo que se conoció como el milagro yugoslavo y que empezaría a desmoronarse una década más tarde. Como miembro de la Liga de los Comunistas disfrutaba de los privilegios de la clase dirigente: una casa de tres plantas con vistas al valle, viajes al extranjero, cuentas que fluían misteriosamente hacia un banco suizo, una pequeña compensación que los ciudadanos más libres de Europa del Este ofrecían a sus líderes por haberles mantenido fuera de la esfera soviética.
Su madre, una mujer culta y sensible, con la mirada dulcemente velada por la química y la depresión, oponía a su despreocupada vida la enfermiza añoranza de las costas de Dalmacia que habían dorado su piel en la juventud. Durante las largas tardes de invierno evocaba su feliz infancia en desvaídas acuarelas donde un sol perenne reverberaba en las velas de un yate de recreo, siempre el mismo, meciéndose en el Adriático. Marko la recordaba como una mujer frágil, incapaz de manifestar sus sentimientos más allá de la tristeza y la melancolía, una rosa indolente siempre rodeada de admiradores, escritores, artistas, intelectuales afectos al Régimen que soportaban estoicos su carácter veleidoso, a menudo irascible. Ella le había inculcado su amor por el arte y, especialmente, por los libros. Ignorado, incomprendido, testigo de frecuentes discusiones, Marko buscaba refugio en la soledad de su cuarto, donde dejaba pasar las horas entregado a la lectura, devorando ediciones ilustradas, colecciones completas que su padre solía enviarle como justificación de su ausencia. Más tarde podría presumir entre sus compañeros de instituto de haber leído a Sartre, Camus o Brecht a los catorce años; solo años después comprendería hasta qué punto el aislamiento y la falta de naturalidad que habían presidido su infancia configurarían su carácter.
Durante los meses de verano ocupaban una villa, cedida por el Estado, en el extremo oriental de la Isla de Korčula. El pueblo más cercano, una aldea de pescadores escondida entre bosques de pinos y arbustos espinosos, se hallaba a catorce kilómetros. La extrema timidez, el orgullo y la indisciplina se desataban en aquel entorno agreste, salvaje, transformando la frustración en rebeldía. Su padre se empeñaba año tras año en presentarle a otros jóvenes de su edad, visitas nada casuales, cuidadosamente planeadas, que solían concluir en fugas precipitadas y evidentes muestras de resentimiento. No tardaba en recuperar su libertad. Pese a los reproches y amenazas, en ocasiones secundadas por su madre, evitaba obstinadamente cualquier relación con hijos de otros miembros del Partido, muchachos tímidos, apáticos, tan confundidos como él mismo en aquel reducto elitista.
En sus excursiones solitarias descubriría pronto los motivos de la vergüenza inconfesable, el origen de su rebeldía: la alambrada que rodeaba el complejo, los guardias armados, las patrullas que recorrían los caminos de acceso. Como repetiría después, allí nació su profundo rencor hacia los tecnócratas, los políticos que, traicionando el espíritu del movimiento partisano, el socialismo, se aislaban del pueblo para perpetuar un sistema basado en la desigualdad, la represión y el miedo.
A los pies de la villa, siguiendo un sendero empedrado que serpenteaba hasta la costa, se abría una pequeña cala, una playa minúscula sembrada de guijarros dividida en dos por el muelle artificial donde anclaban los yates. Allí, una tarde de principios de agosto, sería testigo de un hecho excepcional: un barco permanecía fondeado frente al embarcadero mientras su padre, a bordo de una lancha a motor, se encaramaba a la escala y le sonreía desde cubierta; instantes después, el Mariscal Tito, vestido con un traje azul, gorra de plato y gafas oscuras, aparecía en el puente. Le reconoció de inmediato, pero se negaba a aceptar que aquel anciano decrépito, de aire tan vulnerable aun en la distancia, fuese el mismo que contemplaba altivo e inmutable el horizonte en los retratos que presidían aulas y salones, el sobrenatural héroe de los tebeos, las películas, amigo y anfitrión de las estrellas de Hollywood. Aterrorizado, corrió hasta la casa y se encerró en su habitación. Nunca lograría explicarse el motivo de su huida, las lágrimas que derramó, por última vez, sobre la almohada.
El verano siguiente conoció a Nadja, una muchacha de ojos verdes, nieta de un general que vivía durante todo el año en una de las villas. Concentrado en el desenlace de Los hermanos Karamazov, apenas tuvo tiempo de ocultar el pesado tomo, removerse inquieto en su refugio rocoso y reprimir un gesto de fastidio. Una breve y educada conversación bastaron para convertir un encuentro indeseado en horas de angustiosa espera.
Años después, ya en Sarajevo, recordarían entre risas cómo Nadja le disuadió de la idea, largamente meditada, de seguir los pasos de Aliosha, el joven y atormentado monje de la novela:
—Piensa que en el monasterio no habrá chicas a las que besar…
Al cumplir los diecisiete, durante una corta estancia en la ciudad, su padre le había propuesto ingresar en el ejército.
—Tu madre te mima demasiado. Mírate, estás demasiado flaco, aunque eres alto para tu edad. Y ese peinado, ¿de qué película lo has copiado? —Sonriendo, le ofreció un cigarrillo que él, sorprendido de su audacia, aceptó—. Ya sé que en parte es culpa mía, pero necesitas disciplina, aprender a relacionarte y valerte por ti mismo. Allí harás carrera rápidamente, tengo buenos amigos en la academia…
—Quiero ir a la universidad, estudiar una carrera... —Consciente de lo que se esperaba de él, no quiso ir más allá.
—Puedes hacer lo que quieras, no voy a obligarte, pero no te librarás del servicio. ¿Qué prefieres ser, un oficial o un recluta más?
Para su padre, huérfano de un héroe nacional muerto en la guerra partisana, con estatua y calle en Belgrado, el mundo se dividía entre triunfadores y dominados. Solo un inexplicable capricho de la naturaleza, en forma de ausencia de curvatura en la planta de los pies, le apartó del camino marcado, heredado como se hereda el carácter, el gusto por las subordinadas y la buena vida. Marko, en cambio, había leído suficientes novelas como para despreciar una vida gris, regida por absurdos reglamentos, el doble encierro de la vida castrense y la casta social. Nadja le animaba a rebelarse y seguir su propio camino; le garantizaba incluso el apoyo de su abuelo, aun antes de pedírselo. Su madre, fiel aliada, se reponía de enfermedades imaginarias en algún balneario europeo. Aquella misma tarde decidió, con su negativa, triunfar en el feliz anonimato de los dominados.
Tres meses más tarde, cuando regresaban de un viaje por Grecia, sus padres morían en un accidente de automóvil. Marko pasó los dos años siguientes en un internado para jóvenes hijos del partido, una época oscura, plagada de silencios, una dura prueba para su espíritu rebelde de la que extrajo algunas enseñanzas: austeridad, rigor en los estudios, la disciplina mental necesaria para reorientar su capacidad de análisis, la tendencia a la ensoñación y el pensamiento abstracto, hacia una finalidad concreta.
Tras cumplir el servicio militar cerca de la frontera húngara se trasladó a Sarajevo, donde terminó sus estudios especializándose en literatura eslava.
4
El primero de marzo, día de las elecciones, decidió quedarse en casa. Ante el temor a un golpe de mano de los militares y los seguidores radicales de Karadžić, terminó por rendirse a la prudencia, confiar en la objetividad y perspectiva que ofrecía seguir los acontecimientos a través de la radio y las cadenas extranjeras de televisión.
Mirsad se había marchado para participar en la campaña del SDA. Durante las últimas semanas sus actividades se habían convertido en motivo constante de discusión. Mirsad, apremiado a explicar el misterio de sus salidas nocturnas, el carácter secreto de las reuniones aludía vagamente a intereses superiores aceptando con visible impaciencia, y un extraño sentimiento de vergüenza infantil, el paternalismo de su amigo:
—Los políticos se sirven de personas como tú para favorecer sus intereses. Ellos nunca se responsabilizan de las consecuencias, os utilizan…
Lo que más le irritaba, sin embargo, eran las continuas visitas de Fátima. La muchacha acudía cada tarde, al salir del hotel donde trabajaba, con la esperanza de encontrarse con Mirsad. Ante su insistencia, Marko no tenía más remedio que inventar excusas poco convincentes que ella fingía creer.
A media tarde se escucharon los primeros disparos, ráfagas de armas automáticas retumbando en el valle con siniestras cadencia. Desde las ventanas observaba a la gente reunida en animados grupos, comentando las últimas noticias, rumores, ignorando las detonaciones como algo previsto, la sensación de peligro realzando la solemnidad de una jornada histórica. Coches repletos de jóvenes circulaban a toda velocidad por la avenida; sus ocupantes, asomando el cuerpo por las ventanillas, lazaban gritos y consignas a favor de la secesión entre el ondear de banderas y algunos fusiles. Policías de paisano y civiles armados patrullaban las calles con la tensión dibujada en los rostros, limitándose a observar el paso de los vehículos y anotar el número de las matrículas. Acostumbrados al orden y la férrea disciplina, a la represión de cualquier disidencia, parecían desorientados ante la nueva situación. La televisión local insistía en la ausencia de incidentes, destacando la participación de un gran número de serbios que habían decidido ignorar el boicot anunciado por el SDS1 de Karadžić y el resto de los partidos contrarios al referéndum.
Pasó el resto del día pendiente de las noticias, deambulando en un ir y venir a las ventanas, tratando de contagiarse del optimismo que transmitían los locutores, el abierto partidismo de los comunicados oficiales, los primeros resultados. Acostumbrado al análisis desapasionado, objetivo, al espíritu crítico, se rebelaba contra las declaraciones que convertían la independencia en un hecho consumado, obviando las reacciones de las fuerzas contrarias. Tenía la impresión de que el gobierno había adoptado la peligrosa consigna: “sigamos adelante y ya veremos qué ocurre”, lo que constituía una auténtica provocación para los serbobosnios más radicales. “En realidad —pensaba— el resultado del referéndum no es tan importante como la voluntad de los partidos serbios y croatas de respetar el deseo de la mayoría”. Y no lo habían hecho en Eslovenia, donde apenas vivían ciudadanos serbios, ni en Croacia. Después del boicot, anunciado meses antes de la consulta, nadie podía esperar que dirigentes como Karadžić o Šešelj2 cambiaran sus amenazas por una actitud dialogante. Además del problema de las regiones de mayoría serbia que habían proclamado su autonomía siguiendo el ejemplo de sus hermanos de Croacia, el principal temor provenía de las tropas federales acuarteladas en territorio bosnio: soldados evacuados de Eslovenia, reservistas llegados de Montenegro, unidades desplegadas en las fronteras, junto a los puentes y las autopistas, puntos estratégicos incluidas las grandes ciudades. Forzar su salida de una república teóricamente independiente, sin ejército propio, no parecía una cuestión fácil de resolver. Aunque no podía descartarse la posibilidad de llegar a un acuerdo político, una resolución más de la ONU, pocos confiaban en que los generales, todavía fieles en su mayoría a una Yugoslavia inexistente, sometidos otros a los dictados del Estado Mayor controlado por Milošević, aceptaran abandonar los cuarteles, los depósitos de munición, fábricas de armas o aeródromos. La herida de la humillante derrota en Eslovenia no se había cerrado3 y los éxitos de la campaña croata, con un tercio de la región ocupada por los rebeldes serbios, constituía una amenazadora muestra del poder del Ejército Federal. Como había escrito el profesor Nacirovic, su mentor en la universidad antes de exiliarse: “el escenario está preparado para la batalla entre los civilizados habitantes de las ciudades y los bárbaros de las montañas, aferrados a la tierra, la iglesia y las sagradas tradiciones. Si los militares se alían con ellos, estamos perdidos…”
Durante la noche fue creciendo la intensidad del tiroteo. Se escuchaban disparos aislados hacia el sur, al otro lado del río. Arcos de luz rojiza, provocados por el fósforo de las balas trazadoras, se elevaban sobre los edificios más altos del centro. En la avenida, un grupo de jóvenes celebraba por anticipado la victoria agitando la bandera con la flor de lis, disparando al aire sus pistolas ante la mirada impotente de la policía. Radio Sarajevo informaba sobre el bloqueo de la carretera de Belgrado cerca de Pale, bastión de los radicales, movimientos de tropas en los alrededores del aeropuerto y el edificio de la televisión.
Rendido al insomnio preparó café y se sentó a escribir sus impresiones. Las ideas y sentimientos contradictorios afloraban con urgencia: el miedo, la sensación de libertad, el ansiado espíritu revolucionario, “la solemnidad de aquel día, comparable al acto de reunificación alemana” del que hablaban en la radio, el nacimiento de una nueva era. El sonido de los disparos le impedía concentrarse. En realidad, asumió, se sentía terriblemente solo y asustado. Recordó que apenas había comido durante el día mientras apuraba el último cigarrillo. Apagó las luces y se tumbó en la cama de Mirsad, bajo la ventana orientada al norte, al otro lado de la avenida. Nadja… En su última carta se burlaba de los franceses: “Me acogieron como a una disidente, una refugiada. Son tan ingenuos… Aquí los comunistas tienen soluciones para todo. Los jóvenes burgueses envían dinero al Partido Comunista Indio. Creen que Milošević y los suyos tienen razón solo porque se autodenominan socialistas, los legítimos herederos de Tito. No imaginas los desilusionados que se sintieron cuando retiraron la estrella roja de la bandera…” ¿Cuánto costaría un billete a París? Fátima debía saberlo. Debía hablar con Nadja, pedirle que le buscara trabajo, un lugar donde vivir. Tal vez aquel editor se acordase de él…
Al amanecer la situación pareció calmarse. Después de una noche de insomnio, concentrado en el inquietante tableteo de las ráfagas, calculando mentalmente la distancia, el barrio desde donde se disparaba, el repentino silencio se hizo insoportable.
5
Mirsad regresó al mediodía. Se sobresaltó al descubrir su cama ocupada, las huellas del insomnio y la ansiedad en las mantas retorcidas. Su esfuerzo por sonreír se transformó en una mueca desagradable. El rostro demacrado, sin afeitar, reflejaba la actividad frenética de los últimos días.
—¡Tienes un aspecto horrible! —saludó Marko.
—¿Eso es todo lo que se te ocurre decir en un día como hoy?
Marko sostenía su mirada sorprendido por el brillo de triunfo que había en sus ojos, tan cercano a la maldad. Entonces vio la culata nacarada de la pistola asomando del interior de la chaqueta.
—Me la ha pasado un amigo, por si acaso…
Asintió vagamente y fue a la cocina a calentar el café. Mirsad fue tras él conteniendo su impaciencia. Le agarró del brazo haciendo que se volviera violentamente.
—¡Escucha! Creo que no tienes ni idea de lo que está ocurriendo ahí fuera…
—Necesitas dormir, no tomes café ahora y come algo. Ya me contarás tus aventuras más tarde.
Mirsad suspiró largamente, acercó una silla y se sentó frente a él.
—Ayer uno de los nuestros mató a un serbio en una boda. ¡No digas nada, deja que termine! —Sacó un cigarrillo y lo hizo girar entre los dedos sin decidirse a encenderlo—. El tipo salió del coche con una bandera en mitad de la Baščaršija. Dicen que tenían bordada el águila chetnik, o la bandera roja, no estoy seguro, yo no estaba allí. El chico se puso nervioso, discutieron, aparecieron las pistolas… El serbio murió, y hay un pope1 herido. —Esperó a que dijera algo, después suspiró expulsando el humo por la nariz— Ahora la familia buscará venganza, ya sabes cómo son estas cosas, y seguro que hay jaleo así que más vale estar preparado.
—Dirán que es una provocación, la excusa que necesitan para desplegar el ejército y proteger a los serbios.
—¡Esto no tiene nada que ver con el ejército! Fue una pelea, un accidente…
—No entiendo vuestra forma de hacer política, con pistolas… ¿Por qué iba armado ese amigo tuyo?
—No es mi amigo. Además, ya no tiene remedio, olvídalo.
Dudó un instante. Mirsad se recostó en la silla soltando un gruñido de placer al estirar las piernas. No era el momento de hacerle razonar.
—Fátima ha estado rondando por aquí toda la semana. Parecía preocupada, deberías hablar con ella.
—No le hagas caso, en el fondo está orgullosa de mí. La llamaré cuando me levante.
—Está loca por ti, ¿verdad? —dijo riendo—. Un tipo duro…
Mirsad agradeció la tregua con un gesto burlón.
—¿Y tú que has estado haciendo? ¿Fuiste a votar?
—¡No! No estoy seguro de quién tiene razón. Además, con el boicot el resultado…
Se detuvo alarmado al escuchar dos golpes fuertes, apremiantes en la puerta.
—Tranquilo, no hagas ruido —susurró Mirsad amartillando la pistola.
Rodeó con las manos la taza caliente para contener el temblor. Mirsad intercambió unas palabras en la puerta antes de volver acompañado de un hombre joven, con el aspecto pulcro de un estudiante islámico, al que Marko no había visto nunca.
—Este es Sefir. Mi compañero, Marko Bregović…
Sefir vestía un largo abrigo negro. De su cadera colgaba un fusil con la culata plegada, con brillos de aceitado reciente. El rostro moreno, de barba cuidadosamente recortada, ligeramente inclinado, como si evaluase a un enemigo potencial. Se preguntó si habría sido él quien había disparado en la boda.
—No te preocupes, puedes hablar —dijo Mirsad, muy serio en su retomado papel de activista.
—Tenemos que volver. Los chetniks han levantado barricadas y están disparando a los nuestros. Hay que defender la Asamblea.
—Esperadme en el coche, voy enseguida.
Sefir parecía no comprender mientras les miraba. Al fin asintió sonriendo y salió con calculada lentitud.
—¡Mierda, creo que no voy a poder dormir! —Apuró de un trago el café que Marko le ofrecía, se guardó un pedazo de pan en el bolsillo y sonrió con amargura— ¡Cuando uno se mete en un lío debe ir hasta el final!
—Ten cuidado…
—No te preocupes, todo se arreglará. Somos más que ellos y tenemos razón.
Conectó la radio. ZID, la emisora independiente, emitía un boletín urgente: francotiradores serbios, apostados en los pisos altos del hotel Holyday Inn disparaban contra una multitudinaria manifestación por la paz. Varios heridos habían sido trasladados a los hospitales. En las montañas, como respuesta al triunfo de los independentistas, cientos de radicales armados bloqueaban las carreteras de acceso a la capital. Se sentó frente al televisor temiendo encenderlo. “Quizá solo sea una demostración de fuerza, una vuelta de tuerca para obtener concesiones”, pensaba. No, era el miedo lo que le impedía materializar sus temores en imágenes reconocibles, escenarios cotidianos ahora amenazados. Podía ver a la multitud huyendo aterrada, movimientos bruscos de la cámara, un zoom furtivo recorriendo las ventanas del hotel en busca de tiradores ocultos. Le espantaba la idea de reconocer a algún herido, el rostro congelado de un muerto, un amigo, alguno de sus alumnos, su propio rostro… Se recostó en el sofá y cerró los ojos con fuerza, obligándose a respirar rítmicamente, reconociendo el pánico.
Al abrir los ojos, Nadja le miraba desde el retrato. ¿Cuánto tiempo? ¿Seis meses, siete? Aquella tarde, mientras ella estudiaba, había estado jugando con la cámara, persiguiendo su rostro esquivo, malhumorado, sonriente al fin. ¿Entendería su situación, la urgente necesidad de mitigar su terror con un eco lejano de normalidad, aferrarse al mundo civilizado en el que ella vivía? Sin duda se sentiría decepcionada al conocer su decisión, no entendería su rechazo a participar en un proceso que ella apoyaba desde París, lejos de sus repercusiones, del peligro de un levantamiento armado, de la posibilidad de recibir un disparo, de morir en la calle…
Una voz femenina se disculpaba amablemente: las líneas estaban saturadas. Siguió intentándolo durante toda la mañana. Era inútil, el auricular le devolvía ahora un pitido interminable, la suma, pensó, de todas las voces que buscaban normalidad o consuelo en la distancia. Tomó el retrato y lo contempló largamente, concentrándose en detalles olvidados por la costumbre, la camisa masculina prestada, rayas finas, pasada de moda, los diminutos pendientes, el labio superior sobresaliendo en un mohín de disgusto, hasta que las sombras del atardecer disolvieron aquellos rasgos, privados ya de expresión.