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Ronald Dworkin.
Una biografía intelectual

Edición y traducción de Leonardo García Jaramillo

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TIEMPO RECOBRADO

© Editorial Trotta, S.A., 2021
http://www.trotta.es

© Leonardo García Jaramillo, edición y traducción, 2021

© Los autores, sus colaboraciones, 2021

© Sorel, fotografía de cubierta,
cortesía de NYU Photo Bureau

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (EPUB): 978-84-1364-032-7

Depósito Legal: M-9616-2021

Sin dignidad nuestras vidas duran un pestañeo. Pero si logramos llevar adecuadamente una buena vida, creamos algo más. Ponemos un subíndice a nuestra mortalidad. Convertimos nuestras vidas en diamantes diminutos en la arena cósmica.

Ronald Dworkin, Justice for Hedgehogs*

* «Without dignity our lives are only blinks of duration. But if we manage to lead a good life well, we create something more. We write a subscript to our mortality. We make our lives tiny diamonds in the cosmic sands».

ÍNDICE

Origen del libro y agradecimientos

Introducción: Dinámicas en la configuración de la obra de Ronald Dworkin: Leonardo García Jaramillo

Primera parte
MOTIVACIÓN DE UNA OBRA

Discurso de recepción del Premio Holberg: Ronald Dworkin

La teoría jurídica de adentro hacia afuera: Ronald Dworkin

Segunda parte
PERFILES BIOGRÁFICO-INTELECTUALES

Conversaciones y encuentros

Tratar a las personas como iguales: David Beckwith - TIME

Diálogo con el profesor Dworkin: Julie Dickson

El jurista trascendente: Adam Liptak

«Tenemos una responsabilidad de vivir bien»: Stuart Jeffries

Académico y jurista

Hart y Dworkin: La pesadilla y el noble sueño: Nicola Lacey

Esbozo teórico y biográfico de Ronald Dworkin: Stephen Guest

Un solitario entre los académicos del derecho: Jürgen Habermas

Ronald Dworkin y la Constitución de Colombia: Manuel José Cepeda Espinosa

Dworkin en Barcelona. Crónica de su última visita: Josep Joan Moreso

Laudatio académica con Post scriptum: Marcelo Alegre

Homenaje a Dworkin: Lord Hoffmann, Thomas Nagel, Richard A. Posner, Thomas Scanlon, Robert B. Silvers y Jeremy Waldron

En memoria de Dworkin

Ronald: Irene Brendel-Dworkin

Amistad entre desacuerdos: Jeremy Waldron

El filósofo jurídico más importante de nuestro tiempo: Cass R. Sunstein

Ronald Dworkin: un elogio: James E. Fleming

Un tributo desde el otro lado del espectro político: Richard A. Epstein

Dworkin: mi director de tesis: Nicos Stavropoulos

In Memoriam: Ronald Dworkin: Richard H. Fallon, Jr., Charles Fried, John C. P. Goldberg, Frances Kamm, Frank I. Michelman, Martha Minow, Laurence H. Tribe, Lewis A. Kornhauser, Stephen Breyer, Thomas Scanlon, Rebecca L. Brown, Liam Murphy y Thomas Nagel

Cronología de Ronald Myles Dworkin

Bibliografía completa de Ronald Dworkin

Libros

Artículos en revistas especializadas y capítulos de libros

Artículos en revistas culturales y en la prensa

Algunos artículos inéditos

Nota biográfica de autores

ORIGEN DEL LIBRO Y AGRADECIMIENTOS

La inquietud que originó este libro surgió en noviembre de 2011 cuando, con ocasión del doctorado honoris causa que le confería la Universidad de Buenos Aires, consulté a Ronald Dworkin por publicaciones que abordaran su rol como intelectual público y su biografía intelectual. Respondió, dubitativo: «Debes buscar en el libro de Stephen [Guest] y hay algunos textos y discursos por ahí…».

Desde una casa campestre a las afueras de la ciudad donde se hospedaba con su esposa Irene, repasó algunos antecedentes y contextos de su obra, y sugirió a ciertos autores que podrían ser convocados para escribir al respecto. En ocasiones posteriores realizó observaciones a medida que la iniciativa tomaba forma.

El proyecto, iniciado como su esbozo biográfico y en calidad de intelectual público, se reconfiguró por su fallecimiento hacia dos proyectos diferentes. En 2015 se publicó Derechos, libertades y jueces, el cual se aproxima a su rol como intelectual público1. Este libro, que aborda el otro aspecto, no hubiera sido posible sin la primera orientación de Dworkin dando su conformidad a los discursos y las crónicas seleccionadas, e indicando algunos autores a quienes convocar y ciertos trabajos irrenunciables.

Con posterioridad recibí la colaboración de algunos coautores en aspectos generales del libro, en particular, de Jeremy Waldron, durante su visita a Bogotá de agosto de 2017; de Thomas Nagel y Lewis Kornhauser, en NYU en septiembre de 2017; y de Nicola Lacey y, sobre todo, de Stephen Guest, vía correo electrónico. A partir del capítulo biográfico de su libro Dworkin, Guest amplió su contribución con otros apartados del libro y con textos inéditos. Waldron y Lacey prepararon asimismo para este libro sus respectivos trabajos, y Alegre revisó su vívida Laudatio y agregó un Post scriptum. Irene Brendel-Dworkin envió por propia iniciativa el sentido texto que leyó en un homenaje póstumo.

El texto que Manuel José Cepeda escribió generosamente para este libro sobre la intervención de Dworkin en la confección del catálogo de derechos fundamentales de la Constitución colombiana, le otorga a la biografía de Dworkin y al constitucionalismo regional un particular elemento distintivo. La crónica de J. J. Moreso, original también, valora la obra de Dworkin para el ámbito jurídico hispanohablante a partir de su última visita a Barcelona y destaca una figura fundamental para la introducción de su obra en nuestro ámbito como fue Albert Calsamiglia.

J. J. Moreso, Roberto Gargarella, Rodolfo Vázquez, Marisa Iglesias, Vicente F. Benítez y René González compartieron impresiones críticas, generales y a esta presentación.

Kevin Glick y Bill Landis, de Manuscripts and Archives de la biblioteca de la Universidad de Yale, que administra el «Archivo Dworkin», facilitaron numerosos materiales que fueron esenciales para concluir este proyecto. Agradezco también la colaboración de Lavinia Barbu, exasistente de Dworkin en la Universidad de Nueva York (NYU), y de Ivar Bleiklie, exdirector científico del Premio Holberg.

Los autores cedieron los derechos de traducción de sus respectivos textos e incluso intercedieron ante los editores de las publicaciones donde aparecieron sus primeras versiones para obtener sus autorizaciones: Stanford University Press, Annual Survey of American Law de la NYU, New York University Law Review y Harvard Law Review.

Todas las traducciones son de mi autoría.

Como popularizó Roger Chartier2, los autores no escriben libros: escriben textos que editores —y sus correctores, diagramadores e impresores— transforman en libros. Y esta transformación configura el texto de una forma que incide en la construcción de sentido que realiza el lector, la cual no solo se nutre, entonces, de los contenidos temáticos del libro, sino también de la experiencia de lectura que genera su configuración editorial.

Mi profundo agradecimiento a Alejandro Sierra, Alejandro del Río y al equipo de Editorial Trotta por haber acogido este proyecto, por sus ideas para mejorarlo y por convertirlo en este libro que es, en definitiva, de lo que se apropiará el lector.

LEONARDO GARCÍA JARAMILLO

Barcelona, enero de 2021

1. R. Dworkin, Derechos, libertades y jueces, ed. de L. García Jaramillo y M. Carbonell, Ciudad de México, Tirant lo Blanch, 22015. A partir de la edición académica y las traducciones, inéditas o revisadas, el libro reúne artículos que contribuyeron a forjar el perfil de Dworkin como referente en debates de coyuntura política y social. Entre los temas estudiados, se cuentan: la protección de la libertad de expresión, las violaciones de los derechos humanos en la lucha contra el terrorismo, el matrimonio homosexual, la separación iglesia-Estado y los procesos de confirmación ante el Senado de magistrados a la Corte Suprema. La segunda parte del libro incluye artículos teóricos que permiten comprender las razones por las cuales Dworkin adopta las posturas defendidas en la primera parte.

2. Véase, por ejemplo, R. Chartier, El orden de los libros, Barcelona, Gedisa, 1994 (orig. 1992). Si bien se le suele atribuir la autoría, la idea es originalmente de Roger Stoddard, excurador de libros raros en la biblioteca Houghton de Harvard. Cf. R. Stoddard, «Morphology and the Book from an American and Society»: Printing History 9/1 (1987).

Introducción

DINÁMICAS EN LA CONFIGURACIÓN
DE LA OBRA DE RONALD DWORKIN

Leonardo García Jaramillo

«Cada pensador, incluso el más abstracto, está profundamente influenciado por las circunstancias de su propio tiempo. Para entender por qué Maquiavelo, Hobbes o Rousseau escribieron como lo hicieron, debemos conocer las condiciones sociales y políticas de su época y sus países, así como las controversias entonces relevantes».

John Plamenatz

Nietzsche sostenía, en el mismo sentido de este epígrafe, que las ideas e ideologías que defendemos dependen en gran medida de los hechos acontecidos durante nuestras vidas y de la historia de nuestra existencia. Como género literario, la biografía intelectual invita a interrogarnos, no solo por las dinámicas intelectuales dominantes cuando surge una determinada obra, sino también por el contexto social, cultural y político de sus autores.

La reconstrucción de una historia de las ideas, de cómo ciertas ideas particularmente influyentes se concibieron e impusieron durante períodos de tiempo específicos, no puede eludir la interconexión entre dichas variables. Las ideas no se pueden comprender en su complejidad real en ausencia del ambiente intelectual y cultural de la época y lugar donde fueron concebidas, de su propio Zeitgeist; son también productos históricamente condicionados de la cultura, la sociedad y la época de sus autores. Prescindir de esta interconexión impide relacionar las ideas con los medios intelectual y social de donde surgieron, y en los que pretenden influir1.

Dos fuerzas inescindibles explican la creación y evolución de una determinada obra, en particular en los campos constitucional y teóricopolítico preocupados por cómo materializar los ideales de igualdad, dignidad, justicia y libertad humanas: una dinámica endógena, que responde a las inquietudes intelectuales particulares del autor y a su conexión con el ambiente académico y los paradigmas teóricos dominantes: el contexto filosófico; y una dinámica exógena, derivada de la situación social, los debates políticos y las agitaciones culturales de su época: el contexto social y político.

Este planteamiento puede extenderse incluso a las obras de arte en sentido amplio. Su proceso de creación responde, además de a la genialidad y disciplina de su autor, y a sus momentos de epifanía, a movimientos integrados por distintos actores, así como a los contextos sociales en los que son imaginadas2.

En este sentido, el estudio de la biografía intelectual contribuye a desestimar la imagen falsa y reduccionista del académico como un pensador aislado del mundo, encerrado en su biblioteca jugando al ajedrez con los conceptos, absorto en la reflexión de pseudoproblemas y que elabora una filosofía inservible para un mundo atestado de objetos y urgido de razones instrumentales. Existen buenos ejemplos de períodos históricos en los que obras filosóficas ejercieron una influencia decisiva en procesos de cambio institucional.

Santo Tomás es esencial para comprender el orden político medieval, como Locke y Bacon, la Revolución inglesa; Diderot y los enciclopedistas, la Revolución francesa, y Marx y Engels, la Revolución rusa. La independencia estadounidense no hubiese devenido en paradigma constitucional sin intelectuales como Jefferson, Franklin, Hamilton y Madison. Numerosos intelectuales fueron acusados de «burgueses» durante la Revolución rusa y ciudadanos estadounidenses lo fueron de «comunistas» durante la era McCarthy. La primera noción del totalitarismo como forma de poder político se adeuda a la actividad política y teórica de Hannah Arendt. Desde la filosofía moral, Elizabeth Anscombe, Philippa Foot e Iris Murdoch fueron pioneras de la iniciativa, a la que luego se uniría Dworkin, entre otros, de concebir a la filosofía como una actividad que también respondiera a los dilemas que plantean la realidad social y la vida cotidiana.

La aproximación integral hacia una obra académica exige analizar la interconexión entre las dinámicas intelectuales y los contextos sociales presentes en sus momentos de surgimiento y desarrollo. En este sentido, una obra es resultado ineludible tanto de un proceso diacrónico de largo plazo como de procesos sincrónicos determinados, porque se transforma, respectivamente, a lo largo del tiempo a partir de lecturas solitarias e intercambios del autor con sus interlocutores, pero también en respuesta al influjo particular de acontecimientos puntuales de naturaleza social, cultural y política.

Como se explica más adelante, por ejemplo, el primer libro de Dworkin, Tomar los derechos en serio, si bien prefigura ya con claridad algunas líneas fundamentales de su teoría de los derechos, en discusión con el positivismo y el utilitarismo, también fue configurado por acontecimientos como la guerra de Vietnam y el movimiento por los derechos civiles. El dominio de la vida responde tanto a la discusión teórica por la justificación de las restricciones a la autonomía de quien no puede decidir, en determinadas circunstancias, si poner término a su vida o abortar, como al debate sobre la polarización social y política que generan estos casos. La democracia posible elabora su idea de la dignidad humana, de raigambre kantiana, en consonancia con la violación del derecho internacional que supuso la invasión de Irak por parte del Gobierno Bush y sus aliados, y su política de justificar las violaciones a los derechos humanos en los interrogatorios de los presuntos terroristas detenidos.

La obra de Ronald Myles Dworkin (Worcester-Massachusetts, 11 de diciembre de 1931-Londres, 14 de febrero de 2013) lleva consigo las huellas de su lugar y de su tiempo. Este libro presenta la primera antología monográfica —no solo en español— de su biografía intelectual. Intenta mostrar de manera coherente los elementos medulares de su obra a la luz de la intersección entre las dinámicas endógena y exógena, y los procesos diacrónico y sincrónico desde donde surgió y se configuró durante medio siglo de evolución.

Las contribuciones al libro, inéditas en español —y algunas incluso en inglés— reconstruyen su perfil biográfico-intelectual desde distintas frecuencias del espectro político, desde posturas teóricas afines pero también antagónicas a la suya3 y no solo desde el derecho público, sino también desde el derecho privado. El esbozo se traza a partir de las experiencias que relatan su segunda esposa, su editor en The New York Review of Books y sus discípulos, amigos y colegas más cercanos que tuvieron ocasión de interactuar con él en las etapas más relevantes donde controversias teóricas, sociales y políticas engendraron sus originales y polémicas ideas. Examinan con claridad y amenidad tanto atributos de su personalidad y sus virtudes como profesor, amigo, escritor e intelectual público, como sus principales aportes a discusiones públicas y especializadas.

El libro contiene los discursos que impartió cuando recibió los dos premios más importantes de su carrera: el «Premio Internacional en Memoria de Ludvig Holberg» (2007), que reconoce los campos académicos no contemplados por el Premio Nobel, y el «Premio Balzan» (2012), que le entregó el presidente italiano, Giorgio Napolitano. En 2006 se le otorgó el Premio de Ciencias de Bielefeld, del cual se incluye la lección que presentó Habermas en su honor. Al final, Habermas evoca una descripción que hiciera de sí mismo en otro lugar, la cual podría extenderse en sentido idéntico a Dworkin: «La irritabilidad por lo que acontece alrededor es lo que convierte a un académico en un intelectual»4.

Se incluyen tres crónicas: la primera que se le dedicó a propósito del vertiginoso impacto, sobre todo crítico, que generó su primer libro; la que, como percibí en una conversación, más le había complacido era aquella en la que se abordan distintos aspectos de su vida y obra; y otra crónica, recién publicado Justicia para erizos, sobre algunos planteamientos que generaban mayores resistencias, como la existencia de valores morales absolutos y la objetividad en la interpretación. Se incluye también una entrevista inédita sobre la relevancia de la filosofía del derecho, la articulación entre la teoría del derecho y su ejercicio práctico, entre otros temas.

En el mundo latino la notable resonancia de muchas de sus preocupaciones académicas, sociales y políticas no es solo teórica, sino también metodológica. Se trata de los temas que puso en la agenda, los enfoques desde donde los abordó y los argumentos que esgrimió en su defensa; se trata también de su epistemología de la interpretación cargada de valor de los conceptos éticos y de la metodología con la que los articuló en una versión integrada desde lo moral, lo político y lo jurídico.

En cualquier caso, independientemente de cómo se valoren a nivel global los atributos intrínsecos de la obra de Dworkin y sus aportes a la teoría constitucional, a la filosofía del derecho, a la metaética y al pensamiento liberal igualitario dentro de la teoría política, es indudable que inyectó dinamismo y vitalidad a la discusión sobre estos paradigmas teóricos, desafiándolos y proponiendo nuevas rutas de desarrollo. A nivel local, su obra suscitó una dialéctica que contribuyó a generar los vasos comunicantes de nuestra intensa discusión teórico-constitucional y filosófico-jurídica.

Ya en 1985 —es decir, a partir solo de la publicación de Los derechos en serio y Una cuestión de principios— Calsamiglia y Prieto Sanchís coincidían en vaticinar la atención que recibiría en la región la obra de Dworkin. Para Calsamiglia, seguramente existen razones para tomársela en serio si autores de primera línea le han dedicado concienzudos estudios, mientras que Prieto Sanchís señalaba que incontables trabajos demuestran la influencia de las teorías de Dworkin más allá del ámbito cultural de lengua inglesa5.

Además de los reconocimientos que recibió en Argentina, México y España por la influencia de su obra, Dworkin participó en discusiones constitucionales y procesos de cambio institucional en países del Sur global. Redactó el prólogo a la edición inglesa del informe «Nunca más» sobre las violaciones de los derechos humanos en Argentina durante la dictadura y organizó reuniones entre jueces y líderes políticos sudafricanos cuando el apartheid estaba llegando a su fin. Un evento desconocido fue su participación en el catálogo de derechos fundamentales de la Constitución de Colombia. El episodio se relata por primera vez en este libro.

LOS CONTEXTOS DE DWORKIN:
DECLIVE DE PARADIGMAS Y CONMOCIONES SOCIALES

La carrera de Dworkin se enmarcó en un período intelectual muy interesante y turbulento socialmente: de un lado, el declive de la preeminencia de los paradigmas utilitarista en la política y positivista en el derecho, así como el resurgimiento revitalizado de la filosofía moral y política sustantiva; y de otro lado, los intensos debates suscitados por la lucha contra la discriminación racial, la introducción de instituciones del estado de bienestar, el ejercicio de las libertades individuales frente a las restricciones moralistas impuestas por el derecho penal, el contenido normativo de los derechos constitucionales por vía interpretativa y las acciones que los gobiernos pueden realizar de manera legítima para promover la igualdad económica o atacar el terrorismo.

Erosión del cálculo utilitario como fundamento de corrección moral

El utilitarismo fue una poderosa doctrina ética que, ante la antigua pregunta «¿Cómo debemos actuar?», sustentó una respuesta orientada hacia el grado de bienestar o felicidad general que la acción tienda a promover, no solo para quien la realiza, sino para quienes resultarán afectados por ella. El consecuencialismo, como su principio sistematizador, sostiene que la corrección moral de una acción depende de la maximización del bienestar y la reducción del dolor. Toda vez que la felicidad se analiza desde la preeminencia del placer sobre el dolor, y que estos sentimientos, como se afirma, tienen valor intrínseco, otro principio del utilitarismo es el hedonismo.

Estarían justificadas entonces medidas que, aunque vulneren derechos individuales, redunden en el bienestar general. Los actos individuales o grupales, las leyes y las políticas, deben ser juzgados, entonces, como correctos o incorrectos según su propensión a maximizar la suma total de felicidad para el mayor número de personas agregadas, consideradas de forma individual.

El utilitarismo conceptualizó una idea sobre la igualdad que, a pesar de los problemas que implica en la práctica, constituyó un importante punto de partida para la reflexión normativa en el derecho y la política. El principio de utilidad considera por igual el bienestar de todas las personas, razón por la cual, por ejemplo, rechaza el valor superior del bienestar de los hombres sobre el de las mujeres. El utilitarismo contribuyó a derribar los fundamentos que sustentaban la desigualdad jurídica y social entre las personas. El éxito del utilitarismo en su momento favoreció la fundamentación de una concepción de la igualdad formal que Mill extendió a la igualdad por razones de sexo6. Las ideas contra la desigualdad y la inequidad se iban considerando menos radicales a medida que aumentaba de forma progresiva la consciencia sobre el igual valor moral de todos los seres humanos.

El utilitarismo se opone a la ética deontológica para la cual los actos «se juzgan» como correctos o incorrectos independientemente de sus consecuencias. Dworkin, en esta línea, propuso una teoría de los derechos individuales como derechos prejurídicos que, concebidos como «cartas de triunfo» frente al gobierno, las mayorías, y cualquier consideración solo basada en la utilidad, procuran garantizar la igualdad y el respeto por la dignidad humana. Ninguna directriz política u objetivo social puede oponerse a un derecho individual. John Rawls había escrito pocos años antes de Los derechos en serio: «Cada persona posee una inviolabilidad fundada en la justicia que incluso el bienestar de la sociedad en general no puede atropellar. Por esta razón, la justicia niega que la pérdida de libertad de algunos sea presentada como correcta por el bienestar más grande que comparten otros»7. Dworkin seguirá el camino deontológico basado en los derechos abierto por Rawls como fundamento de la acción individual y colectiva.

La tesis de Bentham de que los derechos naturales son un «disparate sobre zancos» contribuyó a sustentar la posición positivista de la naturaleza convencional de los derechos. Toda vez que los consecuencialistas eran sobre todo positivistas, mientras que las perspectivas deontológicas estaban, casi, monopolizadas por el derecho natural, la erosión del consecuencialismo fatigó también el debate en la filosofía del derecho y contribuyó a erosionar, por lo demás, el positivismo jurídico. La renovación de la teoría del derecho y la teoría política desde la década de 1960 fue, en un sentido importante, correlativa. El cálculo utilitario se deterioraba como fundamento de la corrección moral de las acciones humanas y, como le había arrebatado el monopolio de la moral sustantiva al derecho natural, su deterioro contribuyó también a que se fuera superando la sempiterna discusión entre positivismo jurídico y iusnaturalismo.

Pérdida de hegemonía y reconceptualización del positivismo jurídico

La discusión entre Fuller y Hart acerca de si es o no esencial una moral interna al determinar la naturaleza del derecho, dejó algunas premisas establecidas para que Dworkin argumentara que Hart no se tomó los derechos en serio. Su teoría carecía, conforme a Dworkin, de un elemento que explicara cómo se materializan los principios jurídicos a partir de las disposiciones que los consagran en las leyes y en la constitución.

Dworkin abordó el positivismo como un conjunto de teorías8 caracterizadas sobre todo por explicar las obligaciones jurídicas apelando a la existencia de unos estándares concretos que cumplen un test social de pedigrí: que dieciséis años sea la edad mínima para contraer matrimonio y del consentimiento sexual, por ejemplo, como estableció el parlamento español. Un asunto medular de la primera fase del ataque de Dworkin al enfoque metodológico y sustantivo de la filosofía del derecho de Hart, consistió en reemplazar la pregunta «¿Qué es el derecho?» por el análisis de cómo los jueces abordan esa pregunta ante la necesidad de resolver un caso difícil. Además de sentirse vinculados por reglas identificadas y validadas por sus fuentes de origen (pedigrí) —a partir de la idea de la regla de reconocimiento propuesta por Hart—, los jueces también deben sentirse vinculados por principios jurídicos que ilustran una interpretación del derecho correcta desde el punto de vista moral9.

Para Hart, desde la perspectiva representada por el «punto de vista externo», era posible construir un análisis filosófico del derecho puramente descriptivo. Su teoría del derecho es, además de descriptiva de la práctica jurídica, neutral respecto de las polémicas jurídicas sustantivas concretas. Dworkin rechaza la máxima positivista en virtud de la cual, a nivel conceptual, la existencia y el contenido del derecho es una cuestión de hechos sociales. A su juicio, para explicar los fundamentos de los derechos legales, hay que apelar a factores morales. Para Dworkin es imposible otorgar una explicación descriptiva y neutral del derecho. En varios trabajos, pero sobre todo en su «Conferencia Hart» de 2001 en Oxford10, reafirmó ser incapaz de identificar qué es lo que, según se supone, debe describir una teoría puramente descriptiva.

Quienes participan en la creación del derecho como institución social tienen valores que incorporan, de forma necesaria, en este proceso, los cuales no siempre comparten los teóricos que lo describen. Toda descripción de un fenómeno jurídico, insistirá Dworkin, es interpretativa y comporta por tanto el deber de extraer su mejor sentido11. El derecho, y la vida de una comunidad regida por normas jurídicas, deben entonces concebirse desde «el punto de vista interno, de los participantes», de manera que se pueda captar la naturaleza argumentativa de las prácticas jurídicas.

Ese sería en lo fundamental el grado de contenido moral del derecho. El desafío teórico consiste en interpretar de la mejor manera posible la formalización de una práctica establecida en una norma que, en una etapa preinterpretativa, no significa nada hasta tanto se interprete —es decir, se construya— su significado. Dworkin criticaría luego, en este sentido, la designación de magistrados ante la Corte Suprema de Estados Unidos, quienes, en sus respectivas audiencias de confirmación ante el Senado, sostuvieron que se iban a limitar a «obedecer la ley» (follow the law), pues muchas veces no hay una «ley» clara que obedecer. Toda vez que para Dworkin, contra Hart, el derecho no es solo la formalización de una práctica social que produce reglas sociales, debe concebirse entonces como un producto de un sistema de principios morales que fundamentan los derechos individuales. Los principios son normas que integran el sistema y, por tanto, fundamentan también la decisión judicial.

Dworkin criticó los tres elementos medulares de la filosofía analítica del derecho de Hart: la doctrina de las fuentes sociales del derecho y el planteamiento de las reglas jurídicas como un tipo especial de reglas sociales, la inexorable discrecionalidad en la decisión judicial y la ausencia de un vínculo conceptual entre el derecho y la moral, habida cuenta de que el valor moral no debe considerarse una condición necesaria para otorgar validez jurídica.

Así como Rawls vigorizó el debate liberal al motivar la crítica por parte de libertarianos y comunitaristas, la obra de Dworkin vivificó la filosofía del derecho al suscitar, sobre todo, críticas desde el «debate Hart-Dworkin». Este enfrentamiento, relevante para la filosofía del derecho de la segunda mitad del siglo XX, se bautizó así, sobre todo, en sentido figurado.

No aconteció en realidad un debate entre ambos12: la réplica a las críticas de Dworkin no provino de Hart, sino de sus epígonos que replantearon o ajustaron ciertos planteamientos para intentar inmunizar al positivismo y presentar una versión que resistiera los ataques13. Hart tomó parte en el debate que lleva su nombre, prácticamente, de manera póstuma con la edición de varios fragmentos manuscritos que se publicaron como «Post scriptum» a la segunda edición de The Concept of Law. Esta réplica de Hart concluye la primera fase del «debate», que duró casi treinta años, desde la aparición de los dos primeros artículos críticos de Dworkin14. Una segunda fase del debate se iniciaría con las dos versiones de la contrarréplica de Dworkin15.

Resurgimiento de la filosofía moral y política

Además de sus atributos propios, la oportunidad del utilitarismo para convertirse en la teoría ética dominante durante décadas fue propiciada por el inerte campo intelectual en que el positivismo lógico, en particular, la filosofía analítica y el emotivismo habían convertido la filosofía moral y política. Sus cultivadores se sentían más atraídos hacia los desarrollos de la lógica formal porque, según argumentaban, las únicas tareas que tenían sentido eran la investigación empírica y el análisis conceptual.

Para los neopositivistas resultaba fundamental encontrar algún criterio para comprobar la veracidad o falsedad de las proposiciones que formulamos. Tal criterio podría variar según la naturaleza del fenómeno al que se refiere («Hitler murió en su búnker de Berlín», «15 es múltiplo de 4», «los vinos tintos pueden clasificarse por su astringencia» o «los planetas se desplazan alrededor del sol en órbitas elípticas»). Sin embargo, los positivistas lógicos defendieron el principio de verificación, en virtud del cual una proposición es verdadera o falsa conforme a uno de dos criterios: el significado de sus términos o la observación empírica.

Como las proposiciones morales («Rodolfo no es un hombre justo») no pueden satisfacer el principio de verificación, no sirven para calificar como verdaderos o falsos los principios morales de las acciones humanas; solo podrán expresar emociones o sentimientos de aprobación o desaprobación, como son las exclamaciones de alegría o enfado, respecto de las cuales no puede determinarse su verdad o falsedad por ningún método. A. J. Ayer, desde el emotivismo, que surgió en el seno del positivismo lógico, sostuvo que «la filosofía ética consiste simplemente en decir que los conceptos éticos son pseudoconceptos y, por lo tanto, inanalizables». Negaba las posibilidades de objetividad en el razonamiento político. También para Stevenson, defensor de la versión más refinada del emotivismo, la moral tiene que ver más con las emociones que con la razón. Por tanto, las proposiciones normativas eran consideradas cognitivamente como expresiones sin sentido.

En la filosofía anglosajona, influida por los Principia Ethica (1903) de Moore, que luego trascendieron a la ética y la política, predominaba una concepción pragmática que, al tomar como objeto el discurso normativo sobre cuestiones prácticas, cifraba su pretensión de cientificidad en su neutralidad frente a las pretensiones de validez que caracterizan el discurso práctico16. Con posterioridad, el programa filosófico de Wittgenstein, Ryle y J. L. Austin, aunque con diferencias internas, reforzó la idea de la pobreza del razonamiento filosófico-político y moral.

La filosofía había quedado reducida a esclarecer las palabras que usamos para organizar nuestros pensamientos y la filosofía moral y política, a su vez, se limitó al análisis de sus propios conceptos centrales. La metaética (rama de la filosofía moral que estudia el significado de los términos éticos y los problemas que surgen ante sus implicaciones para la argumentación práctica) se consideró un saber que producía un conocimiento de segunda categoría y no fue, por tanto, un campo fértil de investigación17.

Toda vez que lo prescriptivo en política dependía de circunstancias sobre todo convencionales, el campo de la teoría política resultaba de escaso interés para el trabajo teórico18. Se frenaron durante mucho tiempo los proyectos de emprender reflexiones morales sustantivas sobre fenómenos políticos. Las discusiones se concentraron en cuáles eran los mejores medios (republicanos, socialistas, nacionalistas) para garantizar valores como la igualdad, la libertad o la solidaridad. Entre los factores que explican el ostracismo de la filosofía moral y política durante la primera mitad del siglo XX, sobresalen entonces los metodológicos y sustantivos.

Peter Laslett sintetizó el panorama cuando escribió en 1956: «Por el momento, de todos modos, la filosofía política está muerta»19. En 1962, Isaiah Berlin reiteró: «No ha visto la luz en el siglo XX ningún trabajo que ordene la teoría política»20. Berlin estimó que el ambiente era desfavorable para la filosofía política durante la primera mitad del siglo XX, considerando que la característica filosófica relevante entonces era desplazar los problemas políticos y las doctrinas que formulaban métodos para darles respuesta. «Por primera vez se concebía que la forma más eficaz de tratar las cuestiones planteadas era eliminándolas»21.

Desde principios de la década de 1960 empieza a revertirse la tendencia a investigar en filosofía política y moral limitada al análisis de sus conceptos, y se comienza a reivindicar la posibilidad de trabajar racionalmente acerca de cuestiones de primer orden intelectual. Se produjo un desarrollo gradual en el interés filosófico por la teoría moral sustantiva. Gracias a obras como las de Benn y Peters, Anscombe, Hart, Barry, Rawls22, y de Nozick, Dworkin, Ackerman23, la teoría política volvió a plantearse grandes preguntas sustantivas y empezó a considerarse un campo respetable y productivo de investigación.

El trabajo de estos autores rehabilitó un método filosófico hasta entonces desestimado y se concentró en los problemas políticos sustantivos reales que preocupan a las personas, tales como la forma justa de diseñar instituciones políticas y los criterios para adoptar los principios que permitan lograr este objetivo. En lugar de lidiar con asuntos puramente semánticos y conceptuales, Rawls en concreto estableció la imposibilidad de fundamentar la justicia sobre el criterio utilitarista del bienestar para la mayoría. Dworkin reconoció la relevancia de este enfoque desde que empezó a trabajar en su concepción de los derechos y en su teoría de la interpretación para solucionar los desacuerdos respecto de su garantía efectiva24.

La investigación ética propuesta por Dworkin, siguiendo el declive de la supremacía analítica, rechaza el cometido filosófico reduccionista de definir el significado, la lógica o las funciones del lenguaje moral. Los conceptos morales tienen una naturaleza esencialmente interpretativa, por lo que su determinación exige identificar sus fundamentos y sus implicaciones. Se deben buscar en cambio interpretaciones cargadas de valor (value-laden) de los conceptos morales que determinen su aplicación en casos particulares. Conceptos normativos como «responsabilidad», «deber» y «justicia» son «conceptos interpretativos». Difieren de los «conceptos definidos por criterios», como «carro», «moto» o «libro». Si entre los textos que hay sobre una mesa, por ejemplo, para una persona hay ocho, mientras que para otra nueve, solo hay que definir qué propiedades se le asignan al concepto para determinar qué objetos representa. Si para la primera persona un opúsculo no se cuenta como libro pero para la segunda sí, se adoptaría el criterio de que un libro es un texto con un mínimo de cien páginas.

Cada interpretación respecto de la ética (vivir bien), la moral (los deberes para con otros) y la política (la democracia, los derechos políticos, los derechos y principios como igualdad y libertad) procura establecer juicios verdaderos sobre los objetos de la interpretación. Para Dworkin, toda interpretación es una actividad cargada de valoración en la cual se plantean juicios sobre el valor del objeto interpretado y sobre el valor de la interpretación misma en un campo disciplinar determinado. Las interpretaciones del significado de un poema o una obra artística involucran juicios acerca de los elementos que otorgan valor a cada una de esas demostraciones del arte. Asimismo, se le otorga valor a la práctica misma de la interpretación.

Dworkin concibe la interpretación como una forma específica de conocimiento. Desarrolló las perspectivas positivista y naturalista, ya que para la primera, el derecho está integrado por proposiciones descriptivas, mientras que, para la segunda, lo está por proposiciones valorativas. El hecho de que las proposiciones que forman parte del lenguaje jurídico sean interpretativas quiere decir que no pueden identificarse de forma plena con unas ni con otras. Es decir, las proposiciones jurídicas no son exclusivamente descriptivas ni exclusivamente valorativas, sino «interpretativas» porque cuando se interpreta, se procura mostrar el objeto interpretado como lo mejor que puede ser desde su propio esquema: el arte, la literatura o el derecho.

En Justicia para erizos presenta una versión unificada y sistematizada de sus ideas sobre la ética, la moral y el derecho. Su teoría ética, que sustenta el planteamiento sobre cómo llevar una buena vida, está basada en la dignidad humana, lo cual comporta tanto la exigencia de considerarse a sí mismo y a su propia vida como objetiva e intrínsecamente importante (autorrespeto), como la responsabilidad que uno tiene respecto de sí mismo de vivir bien. Esta responsabilidad implica que la búsqueda de las metas para vivir una buena vida debe acontecer dentro de las restricciones morales que tienen que ver con las relaciones con los otros.

En este sentido se relacionan las ideas de lo ético —respecto de uno mismo—, lo moral —respecto de los otros— y lo político —el conjunto de principios que debe integrar el derecho y que nos exigen respetar los derechos individuales—. Cada persona en ejercicio de su libertad y en desarrollo de su dignidad debe poder decidir sus metas y el contenido que, en el cumplimiento de esas metas, le otorgan a sus vidas para hacerlas buenas vidas.

Los tres elementos centrales de Justicia para erizos son la independencia de los juicios morales, la unidad de los valores morales y la naturaleza interpretativa de esos valores. Los valores morales son en realidad, en todas sus formas, una sola gran cosa. Lo que sea la verdad, lo que signifique la vida, lo que exija la moral y lo que demande la justicia, constituyen diferentes aspectos de una misma cuestión. Esta es la idea de la unidad del valor con la que Dworkin contribuyó a la superación del positivismo, el utilitarismo y al resurgimiento de la teoría política.

Turbulencias sociales y retorno de la filosofía a los asuntos públicos

Pero no solo fueron cambios intelectuales endógenos a los propios paradigmas teóricos del utilitarismo y el positivismo jurídico los que provocaron sus propias transformaciones. Las controversias sociales y culturales de la segunda mitad del siglo XX contribuyeron de manera decisiva a erosionar los consensos teóricos dominantes entonces, así como a reivindicar las posibilidades de investigación normativa y sustantiva en la filosofía moral y política.

En Estados Unidos acontecían intensos debates por los programas de bienestar del New Deal, la era McCarthy, la discriminación positiva, la separación iglesia-Estado, el movimiento por los derechos civiles, la guerra del Vietnam y los conflictos sobre el aborto y la homosexualidad. Como recuerda Nagel, estos asuntos «se volvieron parte significativa del debate público en Estados Unidos, y un gran número de filósofos morales, políticos y jurídicos empezaron a escribir y enseñar estas cuestiones, en parte, en respuesta a los intereses de sus estudiantes, y, en parte, porque parecía forzoso tener algún grado de compromiso y participación en una época inquietante desde lo político»25.

Era la época del incidente, en junio de 1963, conocido como Stand in the Schoolhouse Door, cuando el gobernador de Alabama bloqueó, escoltado por la policía estatal, la entrada a la Universidad para impedir que los estudiantes afrodescendientes se matricularan. El presidente Kennedy movilizó a la guardia nacional de Alabama para hacer cumplir la orden federal de terminar con la segregación racial en las escuelas.

Durante la segunda mitad del siglo xx, en las democracias occidentales se cambiaron ciertas ideas que servían de interpretación paternalista, moralista o perfeccionista de prácticas sociales y normas jurídicas relacionadas con lo que, hasta entonces, se empezaba a dejar de considerar censurable o incorrecto desde el punto de vista moral. Las ideas que figuraban en la literatura desde el surgimiento del liberalismo, como el estado de «libertad perfecta» (Locke) en el que nacemos y que solo la prevención del daño a otros (Mill) justifica el ejercicio de la autoridad política en contra de su ejercicio, empezaron a aplicarse a nuevas conductas gracias a decisiones judiciales y leyes que protegían contra la discriminación. En este período la agencia moral de los individuos y sus derechos condicionaron el ejercicio de la autoridad estatal y las preguntas sustantivas de la moral surgían desde el centro de la reflexión filosófica.

Una preocupación desde los primeros artículos de Dworkin cuando inició su carrera académica en Yale era que el derecho, y en particular el derecho penal, debía dejar de implementar normas morales o de sancionar su transgresión. Se empezaba a fundamentar la ilegitimidad del uso del poder coercitivo del Estado para imponer reglas morales como aquellas que prohibían las prácticas homosexuales, el matrimonio interracial, la prostitución y la producción y difusión de materiales pornográficos (consentidos, entre adultos).

La liberalización del derecho y la política aconteció a partir del repliegue forzoso del derecho penal. Hart, defensor de los derechos y las libertades individuales26, suscribió un principio crítico general conforme al cual el uso de la coacción estatal exige una justificación no destinada a resguardar una moralidad convencional así sea, incluso, mayoritaria. Esta posición, en la que coincidía Dworkin27, se enfrentaba a la sostenida por el juez y filósofo del derecho lord Patrick Devlin, para quien debían obtenerse estándares objetivos de moralidad social a partir del criterio mayoritario de la opinión pública —que el Estado debía imponer, incluso, mediante el derecho penal—. Los actos privados podrían sancionarse jurídicamente si se llegaran a considerar inaceptables por parte de una «persona razonable» para así conservar el tejido moral de la sociedad28.

Durante esa época también aconteció en Inglaterra y Estados Unidos un cambio en las relaciones con las minorías raciales. En Inglaterra, el crecimiento económico generó un aumento en la inmigración desde las excolonias y posesiones imperiales. Se profirieron leyes para garantizar el respeto entre las distintas razas, prohibiendo las conductas discriminatorias en el campo laboral y en la provisión de servicios públicos. En Estados Unidos el movimiento por los derechos civiles consiguió importantes victorias a nivel constitucional y legislativo, y luego, progresivamente, en las actitudes ciudadanas, frente al reconocimiento de la igualdad y la prohibición de la discriminación. Cambios en la filosofía judicial de miembros de la Corte Suprema generaron intensas controversias jurídicas y políticas. Además de las sentencias que ordenaron la integración racial en las escuelas, la separación iglesia-Estado, la modificación en los procedimientos de arresto y acusación, y la interrupción voluntaria del embarazo, destaca la construcción jurisprudencial de derechos no reconocidos en la Constitución (como la intimidad) y el cambio de criterio unánime en virtud del cual priorizar a un hombre sobre una mujer en la administración de la herencia de un hijo constituye un trato arbitrario y, por lo tanto, una violación a la cláusula de igual protección de la Decimocuarta Enmienda29.

Dworkin formó parte del grupo de filósofos morales, políticos y jurídicos que articularon la filosofía con preocupaciones públicas de primer orden. En sus clases, escritos especializados y de amplia divulgación se ocuparon de controversias sociales en respuesta a un compromiso que parecía apremiante en una época turbulenta donde muchos asuntos fundamentales se estaban decidiendo. La filosofía volvía a ocuparse de asuntos humanos30: cómo debemos relacionarnos entre nosotros y qué límites deben observar los organismos del Estado en el cumplimiento de sus funciones.

Dworkin aportó un vocabulario y una estructura teórica para evaluar de manera crítica y proyectar tanto la acción política como el compromiso con la democracia y los derechos. Edificó un sistema sobre aspectos imperecederos de la naturaleza humana, como la dignidad, la autonomía y el autorrespeto: ¿qué significa llevar una vida buena? ¿Cómo cada persona, desde su propia responsabilidad, debe configurar a su manera la mejor forma de conducir su propia vida? Todos tenemos esa responsabilidad, pero eso no significa que las ideas de todos acerca de cómo llevar una buena vida sean igual de buenas.

La ambición integradora de sus teorías jurídica, moral y política para analizar estas cuestiones explica la extendida influencia disciplinar y geográfica de su pensamiento. La abstracción conceptual y la amplitud de su tratamiento sistemático de asuntos fundamentales en la metaética, la epistemología moral, la teoría política y la filosofía del lenguaje, entre otras disciplinas, no hicieron de Dworkin, sin embargo, un filósofo alejado de la realidad social y política de su tiempo. El Premio Holberg se le concedió justamente porque su obra «se caracteriza por una capacidad singular de armonizar ideas y argumentos abstractos de naturaleza filosófica con problemáticas cotidianas concretas en el derecho, la filosofía moral y la política». El comité del Premio Balzan reconoció, en el mismo sentido, que sus contribuciones filosóficas representan una «fructífera interacción entre teorías éticas y políticas, y la práctica jurídica y la realidad social».

La obra de Dworkin tuvo el mérito de dirigirse a especialistas y a la opinión pública educada: orientó la atención hacia problemas políticos y sociales acuciantes, y contribuyó a ponerlos en la agenda; aportó argumentos, ejemplos y distinciones relevantes para su discusión constructiva. Asumió una particular responsabilidad como intelectual público sobre todo con su intervención permanente en la prensa y en medios culturales, como The Guardian, The New York Times y, sobre todo, en The New York Review of Books (NYR) donde aparecieron cerca de ciento veinte textos suyos, entre artículos, reseñas, réplicas y comentarios a las cartas a los editores que enviaban lectores críticos y, casi siempre, molestos.

En su contribución a este libro, Robert Silvers, editor de NYR