Gabriel Ignacio Anitua
Anitua, Gabriel Ignacio Sobre delitos y penas : comentarios penales y criminológicos / Gabriel Ignacio Anitua. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Didot, 2021. Archivo Digital: descarga 1. Derecho Penal. 2. Criminología. 3. Sociología. I. Título. CDD 364.1 |
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1° ed. 2021
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Abril de 2021
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Gabriel Ignacio Anitua
No estoy seguro que el título de este libro enmarque su contenido y alcance. Debo, entonces, explicar brevemente ello en esto que más que un comentario crítico será una introducción e invitación a la lectura. Me encuentro en la difícil situación de hablar de un libro que, básicamente, se compone de textos que hablan de otros libros. Y en esta introducción, a la vez, debo comentar a este libro e inevitablemente hablar de aquellos otros que en sus comentarios lo componen.
El dilema, o recurso, ya ha sido abordado anteriormente y en formas mucho más bellas, certeras y valiosas. Por mencionar una, ineludible, he de hacerlo con lo que constituye la construcción de un género que se hace en Jorge Luis Borges y en su Prólogos con un prólogo de prólogos, de 1975. Borges es, ahí, no solo un autor de prólogos y comentarios (y un comentarista o “prologador”, incluso de su conjunto), sino también un teórico de ese género, que él hizo llegar a su punto más alto.
Nada más lejos de mí y de este libro que aspirar a formar parte (al menos, parte prestigiosa) de ese tipo de “género”. Lo que presento, en este caso, es una faceta de simple comentarista de libros, de quien al hacerlo introduce y propone más lecturas que se profundizan y completan en el libro que en este otro no está. Es así que este libro debe complementarse, necesariamente, con aquellos que son comentados o introducidos acá.
A la vez, se introduce mi labor de comentarista, que es la que más me enorgullece de la que he realizado como profesor e investigador o lo que sea que esté desarrollando en el ámbito académico. Es la tarea que más me gusta, y por eso tal vez la que encuentro más fácil.
No hay ninguna falsa humildad en señalar mi calidad de “comentarista” como la parte más sencilla, pero también más útil y genuina, del trabajo que da forma al “trabajador” académico, en mi caso de las disciplinas jurídico penales. Ya diré adelante (o abajo) algo más sobre ello.
Por ahora, intentaré decir algo sobre el libro que comento o prologo. Esto que estoy barruntando ahora es, pues, también el sucedáneo a ese “comentario” o “prólogo” que hable de lo que constituye este libro.
Debo realizar, entonces, esa invitación a la lectura que hago en los textos que lo constituyen. Debo pronunciar ese decir sobre lo que se puede encontrar el lector en el libro. Construir esa expectativa, que espero luego no se vea defraudada.
Tal vez por ese temor es que, al ser la obra final más o menos mía (y lo digo porque, insisto, en definitiva son los autores de los libros en comentario los que harán que valga la pena seguir hablando sobre ellos) lo que escribo, a partir de ahora, se parece, antes que a otra cosa, a una justificación.
El libro es actual, y no lo es. No encontraran aquí los lectores reflejadas las últimas preocupaciones o investigaciones de este autor que soy yo. Por el contrario, se trata de ideas dispersas en el tiempo y que nunca pretendieron dar cuenta de una sistematización particular, ni un rigor específico.
Se trata, para decirlo de una vez, de unos setenta textos breves realizados en los últimos veintincinco años, ya que el primero de ellos se publicó en 1996 (era el de un fallo (1)) y el último se publicará en este 2020 o 2021 (está en prensa). Abordan las temáticas más diversas sobre las cuestiones penales y criminológicas, tal vez solo limitadas por lo que fue de mi interés en ese largo tiempo (aunque el mejor letrista del mejor cantor del mundo haya dicho “que veinte años no es nada”). Se presentan con el orden que me pareció más natural, que es el cronológico lineal: esto es, el de la sucesión natural de poner en primer lugar el primero que fue escrito y publicado, y así sucesivamente. Son comentarios a libros, publicados en diversas revistas de Argentina y de España (en cada uno de los casos se menciona el lugar de la publicación original). También prólogos a obras propias, individuales o colectivas, que necesitaban como esta una explicación que adoptó forma de comentario (no se incluyen aquí los de las obras más extensas, y en las que la presentación no era un comentario, sino parte del mismo libro). Y también hay prólogos y epílogos de otras, a las que sus autores y autoras tuvieron la deferencia y la valentía de pedirme hiciese un comentario, cosa que acepté siempre encantado, ya que para esos momentos ya sentía que hacer eso resulta la tarea más grata que me cabe como autor.
Y es que debo confesar que eso de autor no ha sido en mi caso sino una coartada. Como el gran escritor César Aira dijo, puedo suscribir que “escribo porque a mí lo que me gusta es leer, pero si digo que leo no soy productivo para la sociedad”. Esa manera de ser autor, la de esconderse detrás de otro texto que se ha leído, no tiene sino ventajas, a mi parecer.
La libertad que puede ejercerse en este género o convención es tal vez la que hace del autor un autor menos responsable. O la que lo acerca al lector, al menos en lo que hace a una cuestión de actitud. Como decía el ya citado Borges, en ese prólogo a sus prólogos, esa actitud de comentarista convierte al texto en “una especie lateral de la crítica”, cosa que entiendo define mucho más cabalmente al estudioso (incluso el de algo tan práctico como las disciplinas penales) antes que esa ambición desmesurada de ser un creador.
Desde el origen de la actividad de los universitarios está esa actitud crítica, modestamente definida precisamente como la de dar a conocer otras cosas y simplemente comentarlas o glosarlas. Ello se produjo especialmente en torno al denominado corpus iuris, sobre el que, al leer, compilar y comentar, los primeros juristas trabajaban de la manera en que luego se entendió todo trabajo intelectual en Occidente. Los comentaristas o glosadores utilizaban el razonamiento lógico, pero sobre todo se esforzaban en el estudio. No fueron los primeros en hacerlo, pero quizás en ellos se reconozca ya algo de esa característica que tanto me gusta de esta actividad académica que, tal vez, inauguraban. Además, y como se señaló en otro sitio, los glosadores “poseían la gran virtud del estilo, carecían de la pomposidad y artificio bizantino”.
Lo señalo simplemente como elogio a lo que hicieron esos hombres hace unos mil años. De ninguna manera para sugerir que los textos que componen este libro tengan alguna de esas virtudes. Se trata, para volver a lo que iba, de una mera compilación de textos dispersos, escritos en diversos momentos y con muy distintos tonos, y que sigo sin estar del todo seguro que juntos justifiquen esta edición.
El origen inmediato de dar a conocer conjuntamente, y en forma de libro, estos comentarios, está en una reunión informal con los jóvenes docentes que colaboran conmigo en el dictado de cursos de derecho penal y de criminología en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de José C. Paz. Allí me preguntaron sobre el libro escrito por mí que más me gustaba, y, otra vez en tributo a Borges y a Aira, señalé que me enorgullecía más de lo que había leído: y que para dar cuenta de algo de eso que había leído, estaban por ahí los comentarios a libros publicados en revistas. Además, que al comentar y compartir esas lecturas me permití escribir ejerciendo libremente la reflexión y el “apoderamiento” que el lector siempre hace ante el texto ajeno.
El origen más lejano del libro estriba en el presente recuerdo de los momentos en que yo era un reciente graduado, colaboraba con grandes profesores y luego amigos en el inicio de lo que sería una carrera, y participaba de actividades relativamente académicas. Entre ellas estaba la de empezar a publicar. Y un excelente profesor, el que nos enseñaba a ser como él, que en definitiva era lo que queríamos, nos indicaba que lo primero que hay que hacer para eso es leer mucho y, luego, iniciarse con el género del comentario, de libros o fallos. Es así como empecé a publicar este tipo de textos, que en verdad nunca deben dejar de hacerse. Ese querido profesor escribió en sus últimos días desencantadas notas en diarios argentinos. Se manifestó allí desesperanzado, con razones bien fundadas. Sin fe en el derecho, con vergüenza y hasta tristeza por lo que hacemos quienes ejercemos esta actividad jurídico penal, y hasta me temo que desconfiaba de lo que él había hecho como docente.
Me refiero a Julio Maier, recientemente fallecido en este terrible año de 2020 y a quien dedico un cariñoso recuerdo, que también extiendo a otros notables profesores y amigos que nos dejaron en este año, como Roberto Bergalli y Martín Barrón, a quienes también se recuerda especialmente en el libro a partir de comentar obras suyas.
Este libro tiene que ver con lo que Julio y Roberto nos enseñaron, con sus formas y prevenciones, que espero hacer bien en trasladar a esos jóvenes, o más jóvenes que yo (o jóvenes hace menos tiempo que yo), que sí tienen fundadas razones para ser optimistas, y yo con ellos, en que el derecho pueda ser usado para mejorar la vida de las personas, en forma igualitaria y sin discriminaciones. Ese optimismo creo que era el que Julio Maier tenía entonces, e incluso cultivó hasta el final sin decirlo o saberlo, pues en caso contrario, no se entiende esa vocación y necesidad de transmisión de ideas y de prácticas que tanto me han servido y, al publicar estas líneas y este libro, que espero que le pueda transmitir a quienes se acercan a preguntarme sobre sus deseos de publicar, y a quienes recomiendo que lean primero, y luego compartan esas lecturas. Ese sería el objetivo indirecto del libro, ya que el directo es simplemente invitar a leer más concretamente los libros aquí comentados.
En todo caso, en el libro están los dos orígenes, el muy cercano y el más lejano. Y de alguna forma representa ese pasaje de una enseñanza del viejo profesor al aprendizaje de mis jóvenes compañeras y amigos de las cátedras.
Eso me pone en aquel lugar del medio, que es el mismo que cumplo en comentar un libro, y, de esta manera, intento poner en relación a personas, como a quien escribió un libro con sus potenciales lectores. Esta función intermedia obliga a prestar atención tanto a quienes nos dejan una herencia como a quienes deseamos sean, a su vez, quienes nos continúen.
No es casual el recurso a esa figura tan ligada a la tradición jurídica y a la de la propiedad: la herencia. Entiendo que es certera, aun cuando se la ha pretendido alejada a esa idea de autoformación o Bindung. Por el contrario, es útil para reconocerse responsablemente en quienes nos precedieron y quienes nos sucederán, y sobre todo en la formación en relación con unos y otros.
Derrida y Roudinesco (en ¿Y mañana qué?), han reflexionado sobre la figura del heredero para dar cuenta de ese acto de transmisión que es el de la enseñanza y aprendizaje. Y que, como ya dije, se parece al de quien comenta y recomienda un libro. En ese sentido, y como sujeto libre, debo asumir esa tarea dificultosa y aparentemente contradictoria del intermediario. Por un lado, saber, conocer y hacer propia la tarea de quienes me enseñaron y precedieron y, por el otro, criticarla y analizarla libremente para cumplir acabadamente con lo aprendido. Ello, para que lo reciban nuevas generaciones que, en vez de repetirnos, sean capaces, a su vez, de criticarnos. Se trata de no desperdiciar el legado recibido, no dilapidarlo o usarlo solo para mí, sino transmitir algo a los que vienen luego.
Lo que más me gusta de esta tarea de “comentarista” es, juntamente la de cumplir ese papel de intermediario entre el autor y el lector, ganar la confianza de este último. Y de ese modo, ejercer influencia sobre él al agregar algo más, aunque sea una anécdota o frase (el prólogo o comentario “tolera la confidencia”, señaló también Borges), que cambie parcialmente a esa lectura, que nunca será definitiva, y que de esa forma no se vea disminuída, sino que incluso pueda aumentar su contenido.
Lo importante, no obstante, es lo que haga cada quien con ese legado o esa lectura, y es a eso a lo que invito a que usted haga a partir de ahora.
1- Por motivos arbitrarios (como el de la extensión) no se incorporaron a este libro los comentarios a decisiones jurisprudenciales que he escrito y publicado en estos años.
La obra que debo comentar resulta trascendente, desde mi punto de vista, por la perspectiva constitucional que el autor le confiere. El propio título resulta indicativo de las preocupaciones que dan inicio a esta obra. El derecho penal sustantivo y el procesal penal, sí. Pero antes que todo, su íntima vinculación y, como nos indica la segunda parte, enfocados desde el derecho constitucional y con la vista puesta en la realización de la justicia.
Todo ello configura un todo homogéneo e inescindible, y quizás sea esta convicción que despierta en el lector, el principal aporte del texto. Nos presenta a este todo como a un instrumento formidable para enfrentarnos al uso arbitrario del poder estatal.
Este es un enfoque que el autor no hace expreso, pero que realiza y es, sin duda, de auténtica política criminal. La idea política que dá fundamento a la existencia del poder punitivo estatal es la necesidad de proteger a los individuos contra la violencia. Incluso (casi diría sobre todo, ante el peligroso aumento de ilicitudes de esta categoría) contra la estatal o la de la mayoría.
El sistema jurídico penal fue creado para reprimir estas conductas, pero también, para limitar este poder represivo estatal. Este es el hilo conductor de esta obra. La idea de límites. En el concepto mismo de Estado de derecho (y social), se encuentra la idea del poder limitado.
El autor nos indica que “todo freno y limitación del poder es una conquista de los pueblos, y el derecho penal es la mayor y mejor limitación o frontera respecto de los jueces y tribunales” (p. 100). Por todo lo antes dicho, resulta de trascendental importancia el enfoque desde la perspectiva constitucional. Es que los límites al poder punitivo estatal surgen desde el plano superior del ordenamiento jurídico. Es en la estructura de la Constitución donde hay que buscar su recepción. Es por allí por donde debe comenzar toda interpretación que pretenda hacer razonable al orden jurídico todo.
El modo de organizar el poder estatal en materia penal de manera limitada se realiza, en la Constitución, al otorgar a estos límites la forma de garantías, que juegan a favor de los individuos. Enrique Ruiz Vadillo nos da cuenta de la importancia fundamental de la función garantista del derecho penal. A la vez ello lo lleva a relacionarlo con el derecho procesal penal, a reconocer “la extraordinaria importancia del proceso penal y de su íntima conexión con el derecho penal sustantivo hasta el punto de que resulte muy difícil, por no decir imposible, su radical separación” (p. 63). Es que solo así se puede entender al poder punitivo, en su acepción democrática. Solo en el proceso pueden cobrar vigencia los principios (postulados constitucionales) que emergen como principal herencia de este trabajo. Como reflexión de lo antes dicho puede hacerse una crítica a los actuales planes de estudio que, artificialmente, reservan a esferas diferenciadas el estudio del derecho penal sustantivo y el del proceso penal, como si ello fuera posible y no privara de su fundamental contenido tanto a uno como a otro. El autor, con el tono prudente que lo caracteriza, no llega a realizar esta propuesta. Pero debe destacarse que, desde el punto de vista político, el derecho penal sustantivo y el procesal, configuran una unidad y son totalmente dependientes entre sí para realizar una política criminal coherente. Ambos deben ligarse estrechamente en la teoría y en la práctica, el derecho procesal penal no puede alejarse del derecho penal, cuya actuación es su razón de ser. Es necesario recordar que a nadie se le hubiera ocurrido escindir a esta materia en estas dos vertientes (formal y material) hasta entrado el siglo pasado y el auge de la codificación. La unidad entre derecho penal y derecho procesal penal deviene en que ambos ámbitos normativos son reguladores del poder penal del Estado.
Sobre el análisis de estos principios-garantías descansa la parte más importante del libro. Merecen especial atención el principio de doble instancia en materia penal, que a juicio del autor no quedaría satisfecho con la posibilidad de recurrir en casación; el principio de oralidad “garantía frente al justiciable y frente a la sociedad”; el principio de inmediación; el principio de contradicción; el principio de proporcionalidad; el principio acusatorio; el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas; la presunción de inocencia; así como lo referido a la recolección de las pruebas y sus límites de injerencia a la intimidad. Finalmente aboga por la conjunción de todos estos principios, al resultar evidente su íntima conexión para la configuración de un auténtico Estado de derecho. Este interes central del jurista se revela también con la transcripción íntegra de las llamadas Reglas de Mallorca, en páginas 61 a 63.
Pero como conjunción de todos ellos, y como idea que inspira cada página, aparece el principio de humanidad. El autor se coloca en la senda de Dorado Montero y de Concepción Arenal y reivindica un tratamiento para con el acusado y para con el condenado que, aun marchando a contracorriente de las teorías hoy en boga entre quienes analizan la fundamentación de la pena, merecen un elogio por sus buenas intenciones.
Mucho dice del autor, del hombre que está detrás del libro reseñado, la perspectiva humana del derecho penal, garantista y resocializador, que se respira en cada página.
El autor recoge, a lo largo de la obra, gran cantidad de sentencias y resoluciones del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo. La jurisprudencia es el mayor apoyo que encuentra Ruiz Vadillo (un hombre vinculado desde siempre, casi, a la judicatura, como refiere en varias ocasiones) para explicar conceptos e ideas. El respeto a esta fuente hace que muchas veces no resulte lo crítico que se podría ser con algunas sentencias. También resulta criticable, desde mi punto de vista, el respeto reverencial que profesa para con las últimas instancias (que no me agrada tildar de “superiores”, como hace con insistencia el autor).
A pesar de ello, en muchas ocasiones el autor realiza tomas de postura, en cuestiones harto problemáticas, y por lo tanto con verdadera valentía. La crítica que puede formulársele en estas ocasiones es que abusa de referencias a lo “obvio”, a lo “sin duda”, o a lo “por todos conocido”. Ello resulta mucho más grave cuando lo “por todos conocido” es algo tan sensible como el plazo razonable de duración de un proceso –sobre esta cuestión merecería que se dedicara una tesis, y aun así dudo que lleguemos a conclusiones definitivas o lejos de la disputa académica y jurisprudencial-. Esto puede disculpársele al autor, en parte, al no tener esta obra grandes pretensiones académicas, y preferir un estilo diáfano y coloquial.
Entre estas posiciones vale destacar la que efectúa al referirse al debido proceso, sin dilaciones indebidas. Culmina por adoptar un mecanismo a aplicar, en estos casos, que el propio autor califica de no ortodoxo (p. 122). Propone aplicar la atenuante analógica del artículo 9, apartado 10 del CP al acusado que haya sufrido la demora indebida o darles la posibilidad a los jueces de rebajar la pena correspondiente en uno o dos grados al transcurrir un tiempo importante. Con estas soluciones pretende dar impulso tanto al legislador cuanto a los jueces pra que se ocupen del problema. La solución propuesta sea, probablemente, criticable. Pero no deja de ser importante que se preocupe por intentar encontrar una solución a este acuciante problema que afecta, principalmente, a los acusados, pero, indirectamente, a la propia justicia, ya que cuando se aleja la resolución de la causa de la fecha en que el delito se cometió, pierde la confianza de la sociedad. La justicia lenta no es justicia, y ello es advertido por el autor.
Merece aplauso también su decidida posición que indica que las diligencias probatorias nulas no pueden servir ni como “notitia criminis”. Lo contrario sería desvirtuar la razón de la existencia de las prohibiciones probatorias, privarlas de su contenido (que el Estado no puede aprovecharse de lo que él mismo ha prohibido, a la verdad solo puede arribarse por los medios y en la forma que la ley permite) y de su objetivo (desalentar la utilización de métodos ilegales de investigación).
Igualmente es loable, en mi opinión, su posición sobre una interpretación amplia del principio de oralidad y el de publicidad. En una cuestión que merece de la doctrina discusiones y donde se observan argumentos para uno y otro lado, el autor se inclina, claramente, en favor de la presencia de las cámaras de televisión, y del periodismo en general, en las vistas orales. Las audiencias deben ser públicas y ello en tanto “que todos puedan ver lo que sucede en un juicio representa uno de los controles sociales más efectivos” (p. 105).
Sin embargo, otras afirmaciones merecen la crítica de quien realiza esta reseña. Así las efectuadas en torno a la doble instancia. Es claro que esta posibilidad debe existir para el condenado, ya que para él configura una garantía. Pero no se entiende que se pueda aplicar un recurso de apelación “tradicional”, y ningún otro si la decisión fue absolutoria, sobre la decisión de un Jurado. El recurso confería la facultad al rey de revisar las sentencias de sus delegados en la administración de justicia. La doble instancia era natural en tiempos del sistema inquisitivo. Con la era moderna y los sistemas de enjuiciamiento orales (y por jurados) se hace incompatible la revisión del fallo. Aunque actualmente, y como una nueva garantía del acusado, resulta imprescindible la implementación de un nuevo juicio (ya que no se podrá valorar sobre el que ya ha sucedido), en caso de condena.
Sostener que una instancia ulterior pueda modificar la decisión soberana de un Jurado (si esta es absolutoria), es desconocerle su potestad, desconocer a los ciudadanos su participación en esta función importantísima del estado, desconfiar de ellos. Esta desconfianza, recelo sobre las opiniones diferentes (que también se revela en su inclinación a ponderar sobremanera las decisiones de tribunales “superiores”, en su rechazo al “uso alternativo del derecho” por parte de algunos jueces, etc.) queda definitivamente plasmado en su posición (que linda con lo antidemocrático para mí) de preferir la decimonónica Ley de Enjuiciamiento Criminal, de corte inquisitivo, por sobre la Ley del Jurado. Para el autor “juzgar es una operación intelectual y jurídica extraordinariamente difícil y delicada” y para ello hacen falta, a su juicio, “Jueces preparados técnicamente e independientes” (p. 115). Esta defensa, casi “gremial”, de personas que no son menos ni más humanas que el resto de los mortales, implica desconocer la participación ciudadana en el poder estatal del que siempre ha solido estar relegada (en el ejecutivo y el legislativo lo hace mediante el voto). La existencia del tribunal de jurados es también un principio-garantía frente a los abusos de poder, implica la mayor descentralización posible, antes de poner en funcionamiento el aparato coactivo estatal. Protege, finalmente, a los ciudadanos, de quedar a merced de una especie de “casta sacerdotal” que aplique un derecho convertido casi en “instrumento esotérico”, de imposible comprensión para quienes debe servir.
Tampoco estoy de acuerdo con su definición del principio de oportunidad como “la antítesis de cuanto creemos que debe configurar un buen proceso penal que realice los valores de la justicia punitiva” (p. 118). Si tomamos en cuenta que la cantidad de causas que llegan a los tribunales constituyen una ínfima proporción de los hechos denunciados, y que estos son, a su vez, muy pocos, en comparación con los hechos que podrían ser delictivos que ocurren, deberíamos preguntarnos en manos de quién está esa efectiva selección de las causas. Empíricamente está demostrado que el sistema penal se aplica tan solo a unos pocos hechos punibles ¿Realmente el autor prefiere dejar la aplicación de estos efectivos criterios de oportunidad en las víctimas, el personal policial, la selección del propio sistema judicial o en el azar? ¿O es que no se percata de lo hipócrita del criterio de persecución de todos los delitos, ante su demostrada imposibilidad? La selección que efectivamente se realiza escapa a todo control jurídico o político. La afirmación “ciega” del principio de legalidad, que se niega a advertir lo que sucede en la realidad, provoca graves disfunciones en el sistema. La selección se oculta, carece de transparencia y provoca más problemas de los que podría provocar la vigencia del principio de oportunidad.
De cualquier forma, a pesar de las críticas, es destacable, en el autor de esta obra, la permanente preocupación por la dignidad del acusado, reflejado en el tratamiento que debe dispensársele (tanto para el caso en que finalmente resulte inocente, o, incluso con más razón parece decir Ruiz Vadillo, si resulta culpable, ya que en el proceso ya comienza a ejercerse la función ejemplarizante del derecho penal).
Finalmente, la obra puede interpretarse como un doble puente entre los postulados teóricos del Estado de derecho, la ciencia constitucional y penal, y la jurisprudencia y el quehacer diario de los magistrados. Resulta un intento más que válido de sistematizar, prácticamente, el sistema de garantías que emerge de la Constitución.
Todo ello, con el mérito de encontrarse escrito con una diafanidad que facilita la comprensión y agiliza al lector, posibilitándole una lectura crítica, que no siempre coincide con las ideas del autor.
2- El derecho penal sustantivo y el proceso penal. Garantías constitucionales básicas en la realización de la Justicia, Enrique Ruiz Vadillo, Madrid, Colex, 1997.
Comentario publicado en Nueva Doctrina Penal, Buenos Aires, Del Puerto, 1999/A, pp. 359 a 363.
La obra que comentaré ya se ha convertido en un punto de referencia obligado para los estudios que discurren sobre la cuestión del significado social de la pena. La traducción al castellano de la misma, aunque tardía, permite a los lectores de nuestro medio conocer el trabajo que, al reseñar las diversas teorías sobre el papel del castigo en la sociedad moderna, se constituye en un interesante punto de partida para el actual debate sociológico sobre las funciones de la pena. El reconocimiento a este trabajo en el ámbito anglosajón fue inmediato: se lo considera el mejor compendio sobre la sociología del castigo que se haya escrito y se lo recomienda para los estudiantes universitarios y los iniciados en el estudio del tema. También se le otorgaron a su autor diversos premios por este estudio, como el que le concedió en 1991 la American Sociological Association al más distinguido catedrático del Departamento de Crimen, Ley e Infracciones.
El libro reseña las diversas perspectivas adoptadas en la sociología del castigo desde los inicios de la propia indagación sociológica. Para ello realiza una lectura muy inteligente de los textos clásicos sobre la materia y rescata también otros textos fundamentales para el desarrollo de este tema. El mismo Garland ha contribuido a este desarrollo ya que pueden incluirse dentro de sus obras, la que compilara en 1983 con Peter Young, The power to punish: Contemporary penalty and social analysis que incluye un ensayo de estos dos autores, Towards a Social Analysis of Penality, y otro artículo de su exclusiva autoría, Durkheim’s theory of punishment: A critique, en los que ya se advierten antecedentes de lo que será este, su trabajo más reconocido; y la anterior obra de análisis histórico Punishment and Welfare. A History of Penal Strategies, por la que se le entregara el premio internacional “Denis Carroll”. Sus numerosas contribuciones en The British Journal of Criminology, tanto anteriores como posteriores al presente libro, nos dan cuenta de un profundo conocimiento y de una producción prolífica sobre diversos aspectos de teoría social, criminología y políticas de control del crimen. En la presente obra el autor no solo enfoca una problemática particular ni el estudio de autores concretos. Por muchos motivos creo que sus objetivos son mucho más ambiciosos. La obra pretende, y creo que lo logra, convertirse en algo más que un excelente compendio del estado de la cuestión del castigo en el pensamiento sociológico.
Garland realiza el trabajo objeto de este comentario sobre un campo que parece ilimitado o con fronteras bastante lábiles: el castigo. Sin embargo, el propio autor se encarga de limitarlo a las sanciones penales impuestas por el aparato estrictamente jurídico: “En este texto se considera el castigo como el procedimiento legal que sanciona y condena a los transgresores del derecho penal, de acuerdo con categorías y procedimientos legales específicos. Este proceso, complejo y diferenciado, se conforma de procesos interrelacionados: legislación, condena y sentencia, así como administración de las sanciones” (p. 33). Reconoce el autor que el castigo también ocurre fuera del sistema legal –incluso en forma frecuente como acciones informales dentro del propio sistema de justicia– pero, de todas formas, estas otras prácticas punitivas no conformarán parte del objeto de su reflexión.
A pesar de esta reducción, el estudio representa una ampliación con respecto a las percepciones limitadas de los estudios penitenciarios cuyo marco de referencia está dado por la misma estructura institucional. Las “funciones” que Garland describe no son las que el sistema penal asume como “instrumentales”. Y no es casual que esto suceda en el filo de las dos últimas décadas del siglo, cuando ya nadie confía en encontrar soluciones al problema del crimen (el castigo era considerado el método legal cuyo objetivo es controlarlo y reducirlo) y al mismo problema del castigo (que siempre fue advertido pero que anteriormente se confiaba superar con ajustes y reformas institucionales). La obra de Garland se encuadra dentro de las reflexiones sobre la sociología, la historia, la filosofía y la política penal que indagan sobre los fundamentos y las derivaciones sociales del castigo en un momento de escepticismo frente al proyecto penal de las sociedades modernas. Estas reflexiones no son nuevas y ya se pueden rastrear en las obras de los autores que son reseñadas en este texto. Sin embargo, según Garland, estas explicaciones (que comienzan a formularse desde fines del siglo XIX) aunque se liberan de la reducción explicativa del castigo como herramienta de control del delito, siguen considerándolo como un medio para llegar a un fin (único). Garland intenta tratar al castigo como un “artefacto social” que cumple no uno sino varios propósitos y que está integrado, además, por otras consideraciones, convenciones culturales y dinámicas institucionales.
Ubicada en nuestro tiempo, aparece como ambiciosa la tentativa de Garland de crear el paradigma para una “… sociología del castigo desde el punto de vista legal, retomando el trabajo de teóricos e historiadores sociales que han intentado explicar los fundamentos históricos del castigo, su papel social y su significado cultural” (p. 13). Es ambiciosa, en primer término, puesto que no es nada fácil evaluar qué es el castigo en la actualidad, y este es el objetivo que se propone el autor a través del espacio que ocupa su concepto de “penalidad”. Sin embargo, dicha tarea es necesaria para otra, quizá más ambiciosa, de determinar qué puede y qué debería ser el castigo en el siglo XXI (tarea que continúa en trabajos posteriores como Penal Modernism and Postmodernism”en Blomberg, T. G., Cohen, S. (comps), Punishment and Social Control, New York, 1995 y también en la Prefazione a la traducción italiana de esta obra, editada en Milano, por il Saggiatore, en 1999).
El autor considera que la sociología del castigo no es todavía un área bien desarrollada del pensamiento social, a pesar de que ha sido objeto de explicaciones sociológicas de la más alta calidad, como las de Durkheim, Mead, Rusche y Kirchheimer, Foucault, etc. Sin embargo, estos trabajos no conforman un programa coherente que cuente con el reconocimiento general y promueva un sentido de compromiso colectivo. La segunda ambición de Garland es la de suplir esta falta de paradigma mediante el rescate –y la compatibilidad– de lo estrictamente relacionado con la sociología del castigo en las diversas perspectivas de los autores que, como Durkheim y Foucault, solo centraron su atención en el castigo como clave para desentrañar textos culturales más amplios (la solidaridad social o el orden disciplinario, en cada uno de ellos).
Para hacerlo analiza a quienes dan origen a las tradiciones teóricas más importantes, pero no como modelos explicativos totales sino limitándose a buscar los propuestas que específicamente plantean sobre los fundamentos, funciones y efectos de la pena legal, para de esta forma constatar los aportes de cada una de estas perspectivas para un modelo de sociología del castigo que pueda incluirlas como enfoques de un mismo objeto desde distintos ángulos (aún cuando Garland complejiza la cuestión y evita considerar al castigo como un objeto único, lo que le permite insertar las distintas perspectivas en varias fases y momentos distintos).
Lo más llamativo de esta tentativa es la integración de las distintas investigaciones sobre el área de la penalidad, y la pretensión de elaborar una teoría “pluralista” donde quepan todas ellas y se complementen. Así, de Durkheim adoptará la perspectiva de las raíces y efectos morales y socio-psicológicos del castigo en la sociedad; de los marxistas la perspectiva del castigo como proceso de regulación económica y social basado en la división de clases; de Foucault la del castigo disciplinario como mecanismo de poder-saber dentro de estrategias más amplias de dominación; y de los escritores e historiadores como Spieremburg, que se inspira en Elías, así como de los antropólogos, el castigo como reflejo del cambio cultural en la sensibilidad y la mentalidad.
Las primeras dos terceras partes del libro repiten el esquema de describir el pensamiento de estos autores en un capítulo, en forma fiel y mediante excelentes lecturas de abundante bibliografía de los mismos, y hacerlo seguir de otros capítulos de crítica y de dónde rescata el aporte que será significativo para construir este “paradigma armónico” de la sociología del castigo.
Estas relecturas que propone de diversos autores constituyen un aporte de gran relevancia y hondura a la cuestión en análisis. Los capítulos dedicados a la obra de Durkheim reflejan una lectura original, exhaustiva y brillante. Logra presentar el legado durkheimiano a la sociología del castigo en todo su alcance, algo que no se puede advertir en otros compendios sobre la materia que realizan una visión más superficial, no analizan toda la obra e indican las limitaciones teóricas más generales para rechazar sus enfoques sobre el castigo. Garland busca recuperar las sutilezas y perspectivas durkheimianas exclusivamente en torno a la función del castigo y como paso previo para la construcción de una teoría propia.
Las sugerentes lecturas de Garland no se limitan a La división del trabajo social, también analiza exhaustivamente el ensayo Las dos leyes de la evolución penal, y el trabajo La educación moral. Si bien estas son las tres obras que analiza en profundidad también considera otras como Las reglas del método sociológico, y Formas elementales de la vida religiosa, así como diversos comentarios a la obra de Durkheim.
La relectura de Durkheim es fundamental, sobre todo cuando se hace en forma tan lúcida, ya que no solo las respuestas que da el sociólogo francés sino, sobretodo, las preguntas que genera en torno a un objeto de reflexión (no solo el castigo sino también sobre las modalidades del lazo social y las identidades colectivas) son justamente las que hoy en día, a partir del derrumbe de los Estados de bienestar, surgen en las ciencias sociales. Garland rescata estas “preguntas” en torno a la moralidad del castigo y al involucramiento del sentimiento público con el significado simbólico del ritual penal institucionalizado.
A pesar de indicar los problemas de los planteamientos durkheimianos, Garland rescata su perspectiva y la reconstruye al momento actual, y reflexiona sobre la importancia de la conciencia colectiva, la idea de lo sagrado y la participación del público en el ritual punitivo como necesidad social. Para ello recurre a otros textos clásicos como los de Mead y de Alexander y Staub.
Reconoce la importancia del aporte funcionalista a la cuestión y lo rescata en parte, por eso es de extrañar (en el sentido de “echar de menos”) que no analice las evoluciones que este pensamiento tuvo a partir de la formulación de Durkheim. En una obra que pretende compilar la literatura sociológica sobre el castigo resulta necesario incluir un análisis de Merton y de Parsons. Personalmente lo que más extraño es un análisis pormenorizado de la original reformulación sistémica de Luhmann, que en sus versiones jurídico penales (que son hoy mayoritarias en el contexto alemán, y también en el hispano por la influencia de aquel) de la función preventivo-integradora y preventivo-estabilizadora de la pena nos remite a las propuestas de Durkheim. Un par de capítulos de análisis, con la sagaz lectura de Garland, del funcionalismo sistémico hubieran resultado de gran utilidad.
En vez de ello, el autor pasa a analizar a continuación la cuestión desde una perspectiva muy diferente. La tradición durkheimiana no consideró, según Garland, los determinantes económicos y políticos de la pena, ni tampoco su función dentro de la más general estrategia de dominio de clase. Para analizar esta perspectiva rescata a los autores de la tradición marxista. En esta perspectiva no encuentra Garland un “padre” al que reseñar abundantemente, ya que los escritos de Marx brindan un marco teórico general sobre aspectos sociales y no un concreto estudio sobre el castigo. Es por ello que lo que hace en estos dos capítulos es reseñar un marco teórico general marxista y analizar las obras de Rusche y Kirchheimer (fundamentalmente), de Melossi y Pavarini, de Pashukanis, de Hay, de Ignatieff y de otros autores a los que incluye en esta tradición en la que encuentra una variedad de análisis que se relacionan solo en su vinculación con la teoría marxista.
A estos les critica la orientación que considera el castigo solo como un aparato de control dentro de una estrategia más amplia de dominación. No niega Garland que el sistema penal contribuye a perpetuar la subordinación de la clase trabajadora y a conservar y legitimar un ejercicio del poder, pero señala que también es indubitable que la norma penal y las instituciones incorporan e interactúan en otras dimensiones como la de los valores morales y la sensibilidad.
La crítica a cierto economicismo no impide que el propio autor se defina como deudor de esta corriente de pensamiento. De cualquier forma, igual que hace con Durkheim, termina por rescatar algunos aspectos importantes de estas perspectivas para desarrollarlos complementando otras perspectivas que serían incompatibles si Garland no “depurara” a estos aspectos de su marco teórico más general.
En los siguientes tres capítulos reseña, analiza y critica (constructivamente, como hizo con las otras perspectivas) la obra de Foucault, a quien distingue de las otras tradiciones por la originalidad de su nivel de análisis. En el último de estos capítulos demuestra que esta tercera perspectiva ya tenía antecedentes en el trabajo de Weber sobre la disciplina, la racionalización y la burocratización en la penalidad de la época moderna.
No obstante, la “deuda” de Garland con Foucault es muy importante (esto se observa en forma más clara en su anterior obra Punishment and Welfare, como lo advierte el propio autor) y no solo porque dedica a su análisis la mayor parte del libro. El uso que hace en la introducción y en las partes finales de determinados conceptos refleja que el autor no solo ha leído Vigilar y Castigar. Sin embargo, solo se limita a analizar esta obra en los capítulos dedicados a Foucault. Y este análisis es muy inteligente: Garland distingue claramente los tres nudos temáticos del libro y lo describe con propiedad y justeza.
Las críticas que realiza con posterioridad remiten a las que formularan los múltiples comentaristas de la obra de Foucault (sobre todo los historiadores), pero en definitiva están dirigidas a criticar un análisis que tiende a explicar el castigo “solamente” en términos de poder o de racionalidad. Ello le permitirá rescatar también esta perspectiva como integradora de su análisis más plural. Otra crítica se dirige a cierto “pesimismo” foucaultiano que lo llevaría a oponerse a todo tipo de poder sin considerar quién lo detenta, qué construye, a quién beneficia, etc.
Muchas de las críticas a la perspectiva foucaultiana, acusándola de “reduccionismo”, podrían haberse evitado con referencias a trabajos posteriores de Foucault (Garland menciona Historia de la sexualidad apenas en un pie de página y no menciona los textos que en nuestro idioma fueron recopilados en Tecnologías del yo, Saber y verdad, Hermenéutica del sujeto, etc.)
Los tres capítulos que siguen se apartan del anterior esquema expositivo, así como de las tradiciones teóricas “fuertes” sobre el tema del castigo. Abordan la cuestión de la cultura ya que esta estaría excluida de las otras perspectivas que pretenden buscar un funcionamiento racional al castigo. Garland estudia cómo las mentalidades y sensibilidades culturales afectan a las instituciones penales y de qué modo estas afectan a aquellas.
Garland advierte la dificultad para definir “cultura”, pero intenta hacerlo en página 229: “En este análisis pretendo usar una definición amplia que abarque esos fenómenos de conocimiento denominados ‘mentalidades’, así como aquellos relacionados con el afecto o la emoción, que reciben el nombre de ‘sensibilidades’”. De esta definición surge la necesidad de remontarse al análisis de Elías que le brinda la perspectiva analítica de la “civilización” como interacción de sensibilidades y estructura social. Como hace Spieremburg, Garland completa este análisis en relación al castigo. No solo se vale de este marco teórico, retoma también una tradición, más antigua que las propias de la sociología antes descriptas, que no “sospecha” sistemáticamente de todas las expresiones culturales buscándoles otra finalidad que la declamada.
El aporte de la historia se hace en estos capítulos muy patente ya que las leyes y las instituciones de castigo estarán inmersos en un contexto cultural más amplio de toda la sociedad (a la vez, dentro de sus instituciones existirán determinados contextos culturales más concretos que interactúan con el más general) que difiere en las distintas épocas. Esos cambios se suceden por cuestiones que no son solo instrumentales ni solo culturales (en realidad unas y otras están en el mismo contexto y son partes de la misma cosa). Las decisiones políticas concretas en torno al castigo se definen con el límite de las sensibilidades sociales. En la civilización occidental moderna esta sensibilidad se definiría por lo “civilizado”, que no tolera ciertos actos (como la violencia del castigo) a los que esconde “detrás del escenario”.
3- Castigo y sociedad moderna. Un estudio de teoría social, David Garland, Siglo veintiuno editores, México, 1999. (Traducción de Berta Ruiz de la Concha del original en inglés “Punishment and modern society”, Oxford, Oxford University Press, 1990).
Comentario publicado en Nueva Doctrina Penal, 2000/A, Buenos Aires, Del Puerto, pp. 367 a 373.