foca investigación
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© A. K., 2021
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ISBN: 978-84-16842-67-4
A. K.
Afganistán: una república
del silencio
Recuerdos de un estudiante afgano
Afganistán es una república en la que habitan diferentes etnias y cuyo pasado –y presente– es sinónimo de guerra y genocidio. Pese a ello, en su sociedad reina una hipocresía que lo ensalza y dulcifica y que ha ahogado en un mar de mentiras y silencios las voces de los hazaras, una minoría oprimida.
A través de los ojos de quien ha crecido superando obstáculos y sufriendo en sus carnes la discriminación étnica y el sofocante ambiente religioso y feudal, este libro nos ofrece una perspectiva que otros han pretendido ocultar: la historia de un pueblo sin tierra al que se niegan sus derechos más básicos.
En estas páginas el lector encontrará el periplo de la vida de A. K. Un alegato a favor de los derechos humanos y de la igualdad entre hombres y mujeres, y también una crítica sincera, sin exabruptos, sin odio, a la corrupción, el fanatismo y la pobreza. El testimonio de este estudiante y profesor afgano no sólo nos transporta a una compleja y difícil infancia y adultez llenas de sentimientos encontrados, carencias materiales y dominio pastún, sino que nos relata el devenir colectivo de aquellos condenados al mutismo. Uno de ellos ha decidido acabar con él. Y ello es un acto necesario, valiente, en un país en el que escribir conlleva peligros para la propia vida.
PRÓLOGO
Habent sua fata libelli, decía el viejo aforismo: los libros tienen su destino, pero también tienen su presente y su pasado. Y este es el caso del libro de A. K., que ahora presentamos. A. K. es un joven persa, afgano de nación, pero no de pueblo, porque su pueblo –los hazara de lengua persa que vivieron en otros tiempos en su país, Hazarayat– es una minoría oprimida en ese país, como podremos ver a lo largo del texto. Su historia está escrita en primera persona, y es la historia de alguien que ama los libros y cree que la escritura y el estudio forman parte de un programa de liberación personal y colectiva. Uno de sus mayores tesoros de vuelta a su país fueron libros como los cuatro tomos de la obra de Immanuel Wallerstein, publicados por la editorial Siglo XXI, o el Atlas histórico mundial de Ediciones Akal.
El libro de A. K. no es un estudio para hacer currículum, avalado por coloquios en los que se presentaran sus capítulos, ni por viajes y conferencias en los que se fuera exhibiendo, ni está lleno de agradecimientos a personas, supuestamente eruditas, con las que se fueran discutiendo sus capítulos. Es un libro de recuerdos, de historia, de antropología, y de muchas cosas más.
Su protagonista no es un autor narcisista cegado por el resplandor académico, sino una persona que pertenece a un pueblo, a una familia y a un país, a los que les tocó vivir aquello que pocas veces fue agradable: ser bolos en las partidas de las grandes potencias e imperios del pasado y el presente. Este autor comparte el protagonismo con su familia, con su padre, su madre y sus hermanas y hermanos, y es capaz de aportar un retrato más real que el que ningún historiador ni científico social podrían ofrecer. Estamos ante un libro que nos cuenta la realidad, en el que se puede ver la verdad entre las líneas de un texto escrito por una persona con formación académica, pero con una perspectiva muy diferente a la de los académicos.
Renunciando a las convenciones de géneros literarios como la autobiografía o las memorias, nos presenta una narración en primera persona que sigue las reglas del relato oral. A través de él, podremos observar el mundo rural de las montañas de la provincia de Ghor, un mundo de terratenientes y campesinos sin tierra regido por las reglas de la venganza de sangre y por la religión musulmana. En el texto podremos observar por primera vez la vida en el interior de las madrasas, las escuelas religiosas musulmanas, sus reglas, sus privilegios y sus jerarquías. El autor, tras pasar varios años de su vida en ellas para tener acceso a la educación, poco a poco consiguió conquistar sus pequeñas cotas de libertad gracias a su inquebrantable voluntad, a su esfuerzo y a su amor por la lectura y el conocimiento.
Estamos ante un formidable alegato a favor de la igualdad de las mujeres en el mundo musulmán, de la libertad y del valor de la educación universal y laica (liberada de las constricciones que impone el islam), de la dignidad y la igualdad y ante una contundente denuncia de la pobreza, el fanatismo y la violencia.
Se ha dicho que la historia es una creación de Occidente, y que sólo la razón occidental nos puede dar acceso a la verdad en la historia o las ciencias mediante la investigación y el razonamiento lógico. Eso sólo es verdad en parte, porque esa historia esconde principios no demostrados, supuestos, y juicios de valor acerca de la superioridad de Occidente sobre Oriente, como no han dejado de señalar los historiadores y los críticos poscoloniales[1]. Sin embargo, esos mismos críticos también han partido de supuestos indemostrables acerca de la superioridad de la literatura tradicional sobre el discurso histórico y acerca del valor de los símbolos y tradiciones culturales de los oprimidos, cuando estos mismos pueden a veces tener un carácter opresivo, como podremos ver en este texto.
A. K. no es un narrador ausente que escribe en tercera persona para crear el efecto de realidad, analizado por Roland Barthes en su texto clásico y de sobra conocido. Escribe en primera persona y ensambla sus recuerdos de un modo objetivo, neutro, casi con precisión forense. Como historiador es un testigo, un testigo fiel, pero que no se cree superior a nadie ni pretende describir el mundo desde la perspectiva de ninguna parte, que es la que se atribuye a Dios y la que los científicos e historiadores se atribuyen a sí mismos. Su texto es una genealogía de lo real y no una mera construcción retórica ni literaria. En él se aúnan el pasado y el presente, el testimonio y el recuerdo, la razón, el sentimiento y la compasión. Y por eso no necesita de mayor presentación.
Este libro nos acerca a los pueblos y a las tierras montañosas e ingratas de Afganistán, supuestamente liberados por nuestros ejércitos occidentales, quienes en realidad acabarán, tras febrero de 2020, por dejar que se mantenga el statu quo de antes de la invasión de los EEUU y la OTAN, renunciando a ejercer la función liberadora a la que se creen llamados, una vez logrado –de modo fallido– el reequilibrio militar y económico que se había roto con el gobierno talibán –impulsado por Occidente para debilitar el viejo poder soviético–.
El autor, que tiene que ocultar su nombre y el de todos los miembros de su familia, para los que utiliza seudónimos, ha querido que su libro lleve como título La república del silencio. Todos los hechos y personajes que aparecen en el libro son reales. Cuando el autor habla de su estancia en una ciudad y una universidad europeas, ha decidido referirse a ellas simplemente como Europa, para evitar que puedan ser localizadas y utilizadas como pista para descubrir una identidad que tiene que permanecer tras las cortinas del silencio.
El libro no contiene injuria ni párrafo alguno de desprecio a la religión y a los creyentes musulmanes, algunos de los cuales son o fueron sus familiares más queridos. Sin embargo, en Afganistán el libro y el autor podrían ser legalmente condenados por blasfemia, y el autor y su familia correr el peligro de sufrir el acoso e incluso las peores formas de violencia por parte de los talibanes y otros nuevos grupos integristas musulmanes.
Los editores han querido que con la publicación de este libro puedan tener voz una persona y un pueblo reducidos al silencio por la historia, y que así quede escrito su testimonio.
Grupo editorial Akal, Tres Cantos, 2020
[1] Los principales representantes de esta corriente son Dipesh Chakrabarty, Provincializing Europe. Postcolonial Thought and Historical Difference, Princeton University Press, Princeton, 2010, y Gayatri Chakravorty Spivak, A Crityique of Postcolonial Reason. Toward a History of the Vanishing Present, Harvard University Press, Cambridge Mass, 1999.
Son también esenciales los libros de Ranahit Guha, Las voces de la historia y otros estudios subalternos, Crítica, Barcelona, 2002 (Oxford, 1983), y La Historia en el término de la Historia Universal, Crítica, Barcelona, 2003 (Columbia, 2002), así como el libro de Bernard S. Cohn, Colonialism and its Forms of Knowledge. The Bristish in India, Princeton University Press, Princeton, 1996.
También puede ser muy útil, desde el punto de vista no sólo histórico sino literario, el libro de María José Vega, Imperios de papel. Introducción a la crítica postcolonial, Crítica, Barcelona, 2003, así como Robert Young, White Mythologies. Writing History and the West, Londres, Routledge, 1990, en una perspectiva más filosófica.
Los estudios poscoloniales se han centrado en la India y su relación con Occidente. En su perspectiva no entrarían los hazara, que vistos desde la India pre o poscolonial, ya sea musulmana o hindú, son un pueblo doblemente marginal.
Para una valoración del problema de la racionalidad occidental y su validez en sus relaciones con la India y este tipo de estudios son fundamentales los libros de Pedro Piedras Monroy, Max Weber y la India, Valladolid, Universidad de Valladolid, 2005, y Max Weber y la crisis de las ciencias sociales, Madrid, Akal, 2004.
PRESENTACIÓN
Este libro está dedicado a mi joven hermana Baran y a todas sus amigas, con las que su país es cualquier cosa menos acogedor.
Mi nombre actual es A. K., pero a lo largo de mi vida he tenido algunos otros, siguiendo las costumbres de mi pueblo, los hazaras. Vivo en Afganistán, en la ciudad de Herat, y por eso legalmente soy afgano, aunque en realidad pertenezco a lo que se llama una minoría étnica. Mi pueblo desciende de los antiguos mongoles, su lengua es el persa y su religión el islam chií. Por esa razón la lengua de mi pueblo y la de los libros de mi religión no son la misma, pues el Corán, las suras y las leyes islámicas están escritos en árabe clásico, la lengua en la que aprendí a leer y en la que me educaron en la madrasa, la escuela religiosa.
Afganistán no es un país con historia propia, sino un Estado tapón[1], creado por los ingleses que colonizaron la India para poner un muro de contención al Imperio zarista. En ese país vive ahora mi pueblo, que habita también en Irán y en Pakistán. Afganistán ha sido y es un peón en el tablero de la historia, movido a voluntad de reinos e imperios, como lo fueron y son Irán, Pakistán, India, Rusia e incluso China. Sobre las montañas y los valles de Afganistán se juegan los intereses de las grandes potencias, del ayer y del presente, y en ese juego mi pueblo es doblemente manipulado.
He escrito este libro en inglés, mi tercera lengua. Estudié durante mi estancia en Europa diferentes materias, y en ellas aprendí cosas como que los Estados nación contemporáneos construyen su identidad a partir de los libros de historia, y que sus ciudadanos se consideran miembros de su nación y parte de esa historia. También aprendí que los griegos habían llegado a Afganistán y a la India y que allí hubo dos grandes reinos, la Bactriana y la Sogdiana, para mí totalmente desconocidos. Por eso cuando un profesor me regaló el libro de W. Tarn, The Greeks in Bactria and the India, pensé que sería importantísimo para mi formación.
Vengo de un país en el que se queman los libros, decía en uno de mis trabajos académicos. Un país en el que no hay ningún libro de historia escrito en árabe y sólo uno escrito en persa, que no llegó a completarse y que fue encargado por uno de los reyes que en el pasado gobernaron una parte de ese país llamado Afganistán. Por eso no tengo tan claro que la historia escrita de un país o de unos pueblos pueda recoger toda su historia real. De la misma manera que no creo que el discurso de los historiadores dé cuenta de toda la realidad.
He escrito este libro de recuerdos en primera persona. Pero estos no son sólo míos, son también de mi familia, de las aldeas en que viví y de mi pueblo y del país en el que habita marginado. Si viviese en el mundo antiguo sería un historiador escribiendo en primera persona, porque en Grecia y Roma el historiador era ante todo un testigo; en el mundo contemporáneo, no. En él mis recuerdos y la vida de mi familia serían sólo testimonios o materiales para que los estudiasen los especialistas.
Yo soy a la vez testigo, protagonista, entre otros, e historiador, porque tengo una formación académica occidental. Los lectores juzgarán si se puede distinguir el historiador del testigo y si se puede entender la realidad sin haberla vivido física y socialmente. Espero que este libro sirva como testimonio para un futuro en el que en mi país ya no haya pueblos y religiosos que quemen libros, y en el que las mujeres y los hombres puedan ser más felices y conocer el mundo, alzando los telones de la superstición, el odio y la ignorancia.
Herat, enero de 2020
[1] Sobre la historia de Afganistán véase el libro de Stephen Tanner, Afghanistan. A Military History from Alexander the Great to the War Against the Taliban, Filadelfia, De Capo Press, 2009.
Capítulo I
Testimonios y recuerdos
La historia no es el pasado, es el presente. Llevamos la historia con nosotros.
Somos nuestra historia.
James Baldwin
Creo que debo comenzar esta historia contando cómo y cuándo nací y cómo era mi familia en aquel tiempo. Esto es lo que mi madre me contó sobre el momento en el que me incorporé a mi familia:
Naciste unos pocos días antes del mes de Ramadán. Tu padre me dijo que no ayunase ese año, y así hice y a cambio ayuné dos meses más al año siguiente. Naciste con muy poca salud, estabas muy débil y siempre enfermo. Tenías vómitos y diarrea y no eras capaz de digerir mi leche. Entonces no era como ahora y no había ningún médico en la aldea. Tampoco teníamos dinero para llevarte al centro del distrito, a la clínica. Lo primero que hicimos fue cambiarte de nombre, porque en esa época la gente creía que cambiándole el nombre a un niño enfermo podía hacer que mejorase su salud. Y así fue como te llamamos M. R., pero a pesar de eso no te pusiste mejor. Por eso, unas semanas después, decidimos llamarte A. R., pero tu salud tampoco mejoró, y por eso decidimos llamarte Z. A., aunque tampoco mejoraste.
Le rezamos a Dios. Y una tarde a la hora de la oración me fui a la mezquita con una cuerda atada a mi cuello y le pedí a Dios que me llevase con Él. Esa noche lloré mucho. Tú eras muy diferente a todos nosotros. Dos de tus hermanas habían muerto antes de que tú hubieses nacido y no podíamos verte morir a ti también. Tu padre le rezó a Dios y leyó el Corán pidiéndole que te dejase quedar con nosotros.
En esa época teníamos muchísimos problemas porque no teníamos ni trigo ni harina. Tu padre fue a comprar un poco de arroz, y eso era la único que teníamos para comer. Tampoco teníamos aceite, así que lo cocíamos y le añadíamos leche cuajada. El invierno era muy frío y no teníamos leña suficiente para calentar la casa porque esta estaba húmeda. Para poder secarla la metí en el horno, para luego poder quemarla, y a la vez nos sentamos sobre el horno para poder calentarnos un poco[1]. Sabía que hacer eso no era muy sano y así fue como me puse enferma e hice que tu situación aún empeorase más.
Cuando llegó la primavera tuve que dejarte en casa con tu hermana Aziza, porque Najib no podía él solo llevar su porción de leña todo el camino. Eso fue porque ese invierno no tuvimos suficiente comida. Yo me puse su carga de leña sobre la cabeza y la llevé a un lugar próximo a la aldea, y cuando ya estábamos cerca de la aldea él cogió su cargamento y lo transportó.
Estábamos en la misma aldea. Al año siguiente dos de los señores tuvieron problemas el uno con el otro, y uno de los dos decidió vender sus tierras a alguien que era de otra aldea. El otro terrateniente le advirtió que no lo hiciese. El problema había comenzado el año anterior y Najib le dijo a tu padre que dejase la aldea y se fuese a otra parte porque podría ser víctima de la venganza entre esos dos señores. Tu padre le dijo que él era un campesino sin tierras y que no tenía nada que ver en el asunto. Y por eso nos quedamos en la aldea, debido a ello tuvimos muchos problemas.
Madal Akhund, un terrateniente, se había juramentado por el Corán junto con otros 14, muchos de los cuales tenían pequeñas parcelas de tierra, para unirse contra el otro señor que quería vender sus tierras a alguien de fuera de la aldea.
El señor que decidió vender sus tierras vino con algunos hombres y mató al hijo del otro señor. Toda la aldea estalló por el conflicto. Los delegados del Gobierno vinieron desde Lar Wa Sar Jangal, que era el centro del distrito y se llevaron detenidos a todos los miembros de la aldea. También se llevaron a tu padre, que no se había metido en el conflicto y no estaba a favor ni en contra de nadie. Lo interrogaron muchas veces. Lo malo es que las dos partes estaban sobornando a los agentes del Gobierno para que pusiesen a la gente a testificar a su favor, y para eso torturaban a los campesinos sin tierras. Tuvieron a tu padre en la cárcel durante seis meses, sometiéndolo constantemente a torturas. Él no podía testificar nada porque no sabía lo que había ocurrido, y es que, cuando la pelea tuvo lugar, tu padre había salido de casa para ir a trabajar, y por eso continuaron torturándolo.
Mientras tu padre estaba en la cárcel nació tu segundo hermano pequeño. Le dimos la noticia a tu padre y nos dijo que le pusiésemos de nombre Ahmad. En aquel tiempo tenías quince meses de edad.
Estaba mirando mi teléfono móvil, que había comprado con la beca que me había concedido el programa Erasmus. Es la cosa más cara que he podido comprar en mi vida. Y le seguí preguntando mientras grababa sus palabra. Le pregunté si habían torturado a mi padre.
Mi madre continuó:
Lo llevaron bajo un puente en Lai (distrito de Sarjangi). Le taparon la boca y le pegaron para que dijese algo a favor del señor que los había sobornado. Y lo tuvieron sin pan ni agua durante días. Un día se asomó por la ventana, y todo, incluida la luz del sol, le parecía tener un color diferente. Fue cuando vio al hijo de Bahr (que era el gobernador del distrito y ahora miembro del Parlamento) cuando le pidió que le trajese algo de comer y le dijese a su padre que viniese y simplemente lo matase. Unos días más tarde, Falah (que también tenía algún poder local y era miembro del partido político de los hazara) vino a visitarlo, y tu padre le pidió que lo matase o que le dijese al gobernador del distrito que lo matase, porque él no sabía nada y no podía ser testigo a favor o en contra de nadie. Sólo sabía lo que todo el mundo de la aldea sabía. Lo cogieron y lo llevaron a eso que llamaron el tribunal. Tuvimos que dejar la aldea. Como estábamos a mediados de año, el terrateniente cuyas tierras trabajaba tu padre no nos permitió llevarnos nada. El juez sentenció que tu padre y los otros dos campesinos sin tierra no habían estado metidos en el conflicto y que no eran culpables. Detuvieron al asesino y a sus cómplices y dejaron a los demás en libertad.
Cuando tu padre estaba en prisión un grupo político relacionado con Irán, llamados los Pasdarán, animaron a tu hermano a que dejase la familia y se fuese con ellos a Irán, pero tu hermano no cometió tal error y así permanecimos juntos y nos ayudamos unos a otros.
Musa y Karim [mi segundo y tercer hermanos] se estaban peleando mientras llevaban a los animales a pastar. Yo no sabía cómo hacerles entender que no se peleasen, y tenía miedo de que Musa hiriese a otros niños o a su hermano pequeño. Pensaba que él era así porque creía que lo tratábamos de un modo diferente a los demás miembros de la familia, pero no era verdad, porque los tratábamos igual.
Después de que hubiésemos dejado la aldea me puse muy enferma, aunque conseguí sobrevivir. Nos fuimos de Sar Haigai a Chabal porque no teníamos ninguna tierra propia. Tu padre aún no podía trabajar y yo labraba las tierras de los demás junto con Najib y Musa. Me llevé a Ahmad a la montaña conmigo y te dejé en casa con tu hermana Aziza. No teníamos té y usábamos otra planta como sucedáneo. Esa planta no servía y además era mala para la salud. De eso nos enteramos después.
Tú y tus hermanos os criasteis rodeados de dificultades y penurias. Una vez que estuviste mejor yo me sentí tranquila. Todos los niños que nacieron después de ti sobrevivieron. Dios quiso conservarlos con vida a pesar de las penurias y dificultades. Quizá quiso probarnos. Creo que conseguimos superar la prueba, pero aún no vivimos bien. Ahmad no tiene un trabajo fijo ni se casó. ¡Baran es tan delgadita y está tan débil! No tiene la energía suficiente y por eso me preocupa mucho su futuro. Timur es el que ha tenido mejor suerte, por haber nacido después que tú. No me preocupa mucho. Yo creo que a ti te va bastante bien y me parece que los dos os las podéis arreglar.
El primer recuerdo nítido de mi infancia es cuando nos mudamos de una aldea a otra. Era en uno de los primeros días de la primavera, cuando todavía hacía frío. Mi madre me peinaba y me ponía la prenda más abrigada que tenía. Mientras tanto, otras personas que yo conocía ayudaban a mis hermanos mayores a recoger nuestras cosas y sacarlas de la casa. Mi madre me dijo que nos íbamos a una nueva casa en Jira Gak, la nueva aldea en la que la renta era más barata, y en la que podríamos tener el pan suficiente para comer y en la que nuestras condiciones de vida iban a ser mejores.
Minutos más tarde iba sobre un burro mirando a mi alrededor y vi una reata de otros burros llevando los platos, las viejas mantas hechas a mano, las de fieltro y las de lana. Había pilas de nieve a cada dado del camino. Y por eso, a pesar de que me había puesto todo lo que tenía, estaba helado, primero el frío llegó a la piel y más tarde penetró hasta los huesos.
Horas más tarde estábamos en Jira Gak, donde a nuestra llegada fuimos recibidos calurosamente por los vecinos. Se mostraron muy afables, con esa clase de amabilidad que puedes sentir como cálida y sincera. La casa todavía no estaba preparada, y mis hermanos mayores y los vecinos se pusieron a limpiarla y a meter las cosas dentro. Mientras tanto, mi madre hablaba con las mujeres de la nueva aldea, yo estaba en la pequeña mezquita de la aldea junto con mi hermana Aziza y Begum, la hija del vecino, vino a visitarnos. Me besó tres veces en la mejilla. Era la primera vez en mi vida en la que me besaba algún extraño. Siempre me sentía incómodo ante los extraños y no solía decir ni una palabra, por eso pensé en cual sería la razón por la que Begum me había besado y me estaba sonriendo.
En Jira Gak había siete familias, y todas eran de labradores sin tierras, como mis padres. Tras la cálida acogida de los vecinos vino el momento de conocer mejor la aldea. Mi padre le preguntó a Ali Akbar, el alguacil, cómo funcionaban las cosas allí. Le dijo que Laal Bahadur Frotan, el terrateniente, lo había nombrado alguacil de la aldea y que él era el responsable de informar si había algún cambio para el pago de la renta y si el señor necesitaba gente para trabajar. Como alguacil tenía algunos privilegios. Podía quedarse con las parcelas de tierra que quisiese y además no tenía que trabajar para el señor, aunque sí que tenía que pagarle la renta, como todo el mundo.
Siempre había mucho trabajo en el campo, pero no suficiente pan en la mesa. Mi padre fue a Dara, una aldea en la que vivía mi tío materno y volvió con un saco de harina. Todos nos pusimos muy contentos, especialmente mi madre. Hizo pan para todos el primer día, pero aun así estaba preocupada. Quería la harina al menos hasta que madurase la cebada, pero no duró lo suficiente. Mi padre les pidió algunas lentejas a nuestro vecino y mi madre las coció. Las comimos sin pan. Otras plantas silvestres también nos ayudaron a sobrevivir hasta que maduró la cebada. Cuando esto sucedió, mi padre cogió dos sacos, los llevó al molino de agua y volvió con la harina. La cebada cocida olía muy fuerte y me resultaba muy desagradable. Sólo nosotros y otro vecino que había llegado en el mismo año comíamos cebada, los demás vecinos sólo la utilizaban para dar de comer al ganado.
Fue más adelante cuando me enteré de que todas las familias vivían y trabajaban las tierras de Frotan, el cual vivía lejos de nuestra aldea en un pequeño castillo. Frotan y sus parientes eran llamados los aymaqs. Hablaban persa, como nosotros, pero se identificaban a sí mismos como tayikos. Al contrario que los hazaras, que resultaban buenos vecinos, los aymaqs eran diferentes a nosotros. Frotan y sus hermanos tenían además otras cinco aldeas y nunca trabajaban las tierras, lo hacían para ellos labradores como mi padre. Todos los labradores eran hazaras. Mi padre solía decir: «Todos los hazaras del valle comparten año tras año las alegrías y las penas».
La gente de Jira Gak y la de las demás aldeas del valle vivían mucho peor que la de otras aldeas en las que se poseían algunas parcelas de tierra que eran compartidas con los nómadas pastunes, uno de los mayores grupos étnicos de Afganistán. Los pastunes que viajaban a nuestra región vivían normalmente en Pakistán y venían cada dos o tres años. La gente decía que ellos nunca habían tenido ni un pedazo de tierra en Hazarajat, hasta que Amir Abdul Rahman recibió armas y dinero de Inglaterra para conseguir la unificación de Afganistán bajo su égida. Mi padre pensaba que los británicos lo que querían es que Afganistán fuese un Estado tapón frente al Imperio ruso. Como los hazaras se resistían a perder su libertad, Amir convenció a los mullahs[2] de esa época para que dictasen una fetua contra los hazaras. Después, Amir y sus soldados mataron a mucha gente en Hazarajat. A algunos los vendieron como esclavos y a otros los forzaron a dejar sus tierras. Fue así como los hazaras perdieron la mayor parte de sus tierras. Yo creía que había una diferencia entre los hazaras sin tierra y los hazaras que las compartían con los pastunes, porque estos últimos creían que esas tierras eran suyas.
En nuestra aldea las familias trabajaban las tierras mediante un contrato verbal. Los labradores no tenían otra opción que la de aceptar lo que el terrateniente dijese. Y además de pagarle la renta tenían que trabajar para él los días que él quisiese. Ese número de días nunca era el mismo. Cuando necesitaba gente enviaba al alguacil para que le enviase el número necesario de trabajadores. La gente era feliz si sólo tenía que trabajar para el señor entre 15 y 25 días al año.
El dinero no era tan importante como el trigo, las lentejas, los guisantes y la cebada. La gente intercambiaba lo que cultivaba, y algunas veces el trueque implicaba cambiar animales por lo que se necesitase. Cada otoño, después de la cosecha, los granjeros tenían que enviar al señor una determinada cantidad de trigo, mantequilla, leña y una gallina en concepto de pago por la renta.
Una de las cosas buenas de la aldea era que la gente compartía las herramientas, los utensilios y los aperos que hiciesen falta para el trabajo. A nadie se le ocurriría robar nada porque todo el mundo estaba seguro de que lo que se necesitase se compartiría. El sentido de la solidaridad era igual de fuerte que el sentido de la propiedad. Recuerdo cómo compartíamos el pan y la comida con los vecinos sin esperar nada a cambio. Cuando nuestros vecinos necesitaban pan caliente para desayunar, o cuando tenían un huésped pero no suficiente comida preparada, podían venir a pedirnos pan y le ofrecíamos lo que teníamos. Cuando nosotros necesitábamos algo, se hacía lo mismo. El sentido de la cooperación entre la gente era muy fuerte. Al llegar el otoño, si alguien se quedaba atrás en la cosecha o a la hora de recoger la leña, todas las familias se reunían para ayudarle.
Fue en esta aldea en la que conocí a mi primera amiga. Se llamaba Mubaraka y tenía mi misma edad. En aquella época no entendía nada de la belleza o la fealdad, pero sí que sabía distinguir muy bien quién podía ser bueno y quién podía ser malo. Y sabía que ella era una buena persona. Siempre caminábamos cogidos de la mano cuando bajábamos hacia el arroyo o al río.
En primavera y verano hacía mucho calor. El río quedaba un poco lejos de la aldea, pero el arroyo estaba muy cerca. Nuestra casa estaba al lado de la mezquita y de ese arroyo y la de ella estaba al otro lado de la aldea, un poquito más lejos. Ella se levantaba más temprano que yo y venía a nuestra casa, despertándome cuando me llamaba por mi nombre mal pronunciado.
Cuando el sol comenzaba a salir y brillar nos íbamos al arroyo con unos pequeños trozos de pan para comer. Tal como nos decían nuestras madres, primero nos lavábamos las manos y la cara y esperábamos a que el sol y el calor nos secase. Ella tenía dos años más que yo y me enseñó a mojar el pan en el agua para poder comerlo más tierno. Pasábamos muchos días disfrutando con nuestro pan y nuestra agua, mientras hablábamos sobre el cielo y las formas de las nubes, hasta que llegó un día en que nosotros y mi hermano Ahmad, durante nuestro habitual almuerzo, vimos una criatura alargada nadando. Sabía que no se trataba de una rana, pero no sabía cómo se llamaba, así que Mubaraka decidió llamar a nuestras madres. Ellas si sabrían qué era. Gritamos lo más alto que pudimos y nuestras madres y los vecinos vinieron a ver qué es lo que estaba pasando, pero cuando llegaron la criatura ya no estaba allí. La mujer del alguacil, cuyo nombre nunca supe, pero a la que llamaba «la madre de Anwar» o «la mujer del alguacil», nos dijo que lo que habíamos visto era una serpiente. Tenía razón. Bajó inmediatamente al arroyo con una horquilla en la mano y se la clavó a la serpiente. La mataron y enterraron, y nos dijeron que no se nos ocurriese volver a mojar el pan en el arroyo porque otra serpiente podría mordernos. Esta fue la primera vez en mi vida que tomé conciencia de lo que significa la muerte. Fue el último día en el que comimos pan mojado y lo recuerdo como un día muy triste.
Pasó mucho tiempo antes de que nos volviésemos a ver. Un día, cuando volvía del campo, Mubaraka y su primo se escondieron detrás de nuestra casa. Llevaban ramas de arbustos en sus manos y de repente comenzaron a pegarme con ellas. Me pegaron hasta que empecé a llorar, pero nunca supe por qué lo hicieron. Se escaparon y yo me quedé allí, con unos dolorosos chichones en la cabeza. Nunca le dije a nadie lo que había pasado. Quería ver a Mubaraka a solas y preguntarle el motivo, y también pensé en pegarle a su primo si lo encontraba solo.
El otoño, la estación de la cosecha, era el momento más feliz del año. Todo el mundo trabajaba unas 11 o 12 horas diarias, y todas las familias estaban contentas de ver los frutos del esfuerzo. La mía también lo estaba. Le dábamos gracias a Dios por poder tener el pan suficiente sobre la mesa después de pasar tanto tiempo comiendo plantas silvestres y cebada.
Las mujeres de la aldea ayudaban a los hombres en las labores del campo y trabajaban a la vez en la casa. La diferencia, por ejemplo en el caso de mi madre, estaba en que ella llegaba al campo dos horas más temprano que los demás, pero se volvía tres horas más tarde. Desde que tengo memoria la recuerdo diciendo: «Que Dios nos dé buena salud y buen tiempo». Si teníamos buena salud, hacía buen tiempo y había el pan suficiente mi madre se daba por satisfecha.
El primero en acabar la cosecha fue nuestro vecino Rasul. Él ofreció trigo tostado a los que estaban cosechando el día que remató su faena. Pasadas tres semanas, todas las demás familias acabaron la recogida. Y unos días más tarde, cogieron su trigo, sus gallinas, su mantequilla y su leña para ir a pagar la renta al terrateniente. Guardaban el trigo suficiente para el año y lo llevaban a moler. Así acababan las tres semanas de cosecha.
El invierno era realmente muy frío. Lo único que se podía hacer era dar de comer a los animales y apartar con unas palas la nieve del tejado de las casas. El principal problema en la aldea era el agua, porque había que traerla desde el río, a unos 20 minutos de camino. Se hacía un pequeño sendero entre la nieve para poder llegar. Como la superficie del río estaba helada, había que realizar un agujero para sacar agua, luego se volvía a cerrar, y se volvía a abrir cada día. Durante esos días, hombres y mujeres de la aldea se reunían en la mezquita para pasar el tiempo libre y las familias se turnaban para mantenerla caliente, así todo el mundo podía ir a rezar y a charlar.
Cuando nos tocó el turno de calentar la mezquita, mi hermano Karim y yo llevamos leña, encendimos el fuego y nos aseguramos de que hubiese la suficiente agua caliente. Yo dejé mis zapatos fuera junto a la puerta y sentí mucha curiosidad por saber qué iba a hacer la gente y de qué se iba a hablar. Como ya he mencionado, era muy reservado y no me encontraba a gusto entre la gente, pero acompañé a mi hermano. Cuando acabamos nuestra tarea él saludó a todos los que estaban sentados y el alguacil, asintiendo con la cabeza, dijo:
—Habéis hecho un buen trabajo, se está muy a gusto aquí en la mezquita, ¡que Dios os recompense!
Ese mismo día algunas personas le pidieron a mi padre que diese clase a los niños en la mezquita y él accedió. Unos días más tarde, en una esquina de la mezquita, mientras la gente charlaba, detrás de una cortina había un grupo de niños estudiando. Todos eran hombres.
Lo que estudiaban eran las cartillas para aprender a leer. Algunos aprendían árabe para poder leer el Corán y otros leían en persa. Pero incluso los que estudiaban los mismos libros no lo hacían juntos. A cada niño se le enseñaba las líneas y los párrafos que era capaz de aprender en un día. Algunos eran capaces de aprender cuatro o cinco lecciones en ese espacio de tiempo, mientras que otros sólo eran capaces de aprender dos. De esta manera, algunos ya habían acabado dos o tres libros, mientras que otros no habían acabado ni con uno, ni siquiera la mitad de uno, a lo largo de todo el invierno. Yo estaba decaído porque algunos creían que era demasiado joven para poder ir a la mezquita y estudiar con los demás. Pero es que, además, algunos días ni siquiera podía llegar a la mezquita a causa de la nieve.
Los días que mi padre daba clases la gente le ofrecía el desayuno y lo invitaba a ir a sus casas. En una ocasión, cuando mi padre regresó a casa, le pedí que me dejase ir a la mezquita para poder estudiar con él el próximo invierno. Estuvo de acuerdo y me dio la cartilla para aprender a leer. Las letras del alfabeto eran de un tamaño inmenso. Sólo el primer día aprendí las cinco primeras. Mi padre no se lo podía creer, pero no confiaba en que regresase a la mezquita al día siguiente. Por el contrario, nada más levantarme me lavé la cara y le dije a mi madre que me acercase a la mezquita. Cuando mi padre me vio me animó a aprender las restantes letras del alfabeto.
Mi padre era muy bueno con los niños, y como yo era el más joven tenía permiso para salir de la mezquita en cualquier momento e irme, o para poder echarme una siesta en la hora de clase en la esquina contraria de la mezquita. Me ayudaba a aprender más fácilmente. Tras algunas semanas ya había acabado el abecedario, pero no sabía cómo escribir las letras hasta que mi padre me enseñó caligrafía. Él escribía con facilidad, pero debido a que su letra no era muy bonita no lo hacía a menos que fuese necesario.
Comencé mi segundo libro, que era un texto persa para niños de segundo grado en las escuelas primarias de Irán. Él quedó muy contento cuando lo consiguió y a mí me gustaba mucho su lectura, porque sentía que gracias a él podía entrar en otro mundo, uno mejor y más agradable. El día que comencé con esta nueva lectura mi madre me trajo trigo tostado y pan caliente a la mezquita y se los ofrecimos a todos los estudiantes. Me sentí muy diferente, creo que estaba orgulloso.
Para sorpresa de todos, terminé el libro en pocas semanas y fue entonces cuando mi padre decidió enseñarme a leer el Corán. Después de haber estudiado el libro persa, que entendía perfectamente, estudiar el Corán me resultó aburridísimo. Primero, aprendí unas pocas palabras cada día, luego, cuando fui mejorando, aprendí unos pocos versos, hasta que, al ir todavía mejor, comencé a aprender varias páginas al día.
Fui el único niño que consiguió a la vez aprenderse la cartilla de lectura, un libro en persa y leer el Corán en un solo invierno. Me pregunté por qué los otros niños no aprendían al mismo ritmo. Mis padres también se lo preguntaban, y creyeron que Dios me había concedido un don.
[1] Se trata del tandur, un horno de arcilla.
[2] Intérpretes de la ley y la religión islámicas.