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© Sergio Andrés Cabello, 2021
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Sergio Andrés Cabello
La España en la que nunca pasa nada
Periferias, territorios intermedios y ciudades medias y pequeñas
«Nunca pasa nada» es una expresión frecuente en buena parte de España, y le cuadra muy bien esa «España invisible» a la que sólo alumbran los focos cuando se produce un suceso luctuoso o un hecho pintoresco: la compuesta por ciudades pequeñas y medias –también por otros municipios más reducidos–, que son las siguientes fichas de dominó que caerán en los procesos de envejecimiento de la población, salida de jóvenes, abandono de actividades productivas tradicionales... que hasta hace poco parecía que sólo afectaban al mundo rural.
Esa España intermedia entre la «España vaciada» y la «España metropolitana» seguramente está ya en una tierra de nadie, en un proceso que no llevará a la despoblación en sentido estricto, pero que sí ahondará las desigualdades territoriales y sociales.
El presente libro quiere ser una reivindicación de esa tercera España, la cual nutrió a la «España metropolitana» a través de los procesos migratorios; que fue denostada y luego reivindicada; que contribuyó (y lo sigue haciendo) a la despoblación de los municipios más pequeños. Unos territorios que se dotaron de orgullo a través de la reivindicación de sus identidades colectivas mediante el Estado de las autonomías. Unos municipios que se ven fuera de los grandes flujos globales. En definitiva, una tercera España a la que le está pasando lo que a las clases medias, que, tras ascender socialmente, con la crisis vieron rota la movilidad social.
Sergio Andrés Cabello (Logroño, 1973) es doctor en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad del País Vasco con la tesis doctoral La identidad riojana. Del proceso de institucionalización administrativa al político. Profesor de Sociología de la Universidad de La Rioja, sus líneas de investigación principales son las identidades colectivas, la Sociología de la Educación y los cambios en la estructura social y las clases sociales. Autor de más de cincuenta publicaciones nacionales e internacionales, ha sido investigador visitante en la Universidad de Texas en San Antonio (Estados Unidos). En los últimos años, ha desarrollado parte de su labor investigadora y divulgativa en relación a los procesos de despoblación de las zonas de sierra y de montaña de La Rioja.
Para Ester, Adrián y Pablo
Prólogo
Una España invisible
España se ha dividido en dos en muchos sentidos. Madrid y Barcelona, las ciudades globales, y sus ámbitos regionales de influencia han atraído la atención por muy diferentes motivos durante estos años. Eran zonas pujantes en las que se concentraba la actividad económica y política, y donde parecía jugarse buena parte de nuestro futuro. En el otro lado estaba la España olvidada, la vaciada, aquella que se despoblaba y que regresó con fuerza al debate público, pero únicamente como ejemplo de lo que estábamos dejando atrás. Lo cierto es que aquella visibilidad que se otorgó a la España vacía tuvo un tono bucólico, casi de añoranza; más que plantearse nuevas formas de incorporar a los territorios que se perdían, todo parecía desenvolverse entre lamentos por lo que ya se había marchado. Esa España en la que las casas se cierran para no volver a abrirse, que constituye un mundo aparte anclado en los escasos empleos que quedan, o en la posibilidad de desplazarse cien o doscientos kilómetros todos los días para trabajar en capitales ajenas, suponía el aspecto más visible de los cambios que se habían sucedido en la España de los últimos tiempos, y, presa de los marcos habituales de análisis de la época, el problema se enfocó desde la necesidad de traer el pasado al presente. Se insistió en la edad avanzada de sus pobladores, se subrayó la escasa formación de las personas que allí quedaban, lo difícil que resultaba adaptarlas a las necesidades de los tiempos, por lo que las recetas que se ofrecieron fueron las estereotipadas: introducir modernidad en ellas a través de buenas conexiones digitales y promover el emprendimiento local con mirada amplia (y si era posible, global). Al fin y al cabo, gracias a internet, un pequeño negocio puede tener un gran recorrido en territorios lejanos. Estas experiencias suelen resultar fallidas, como bien señala en este libro Sergio Andrés Cabello, pero no dejan de recetarse porque forman parte de nuestra ortodoxia intelectual.
Al ubicar la discusión como un mero asunto de ajuste temporal, no sólo se erró en las vías de salida, sino que se invisibilizó a actores fundamentales, las ciudades intermedias y las pequeñas. Dado que todo se jugaba entre los grandes núcleos de población y las aldeas vaciadas, desaparecían de la discusión esos nódulos locales que fueron esenciales para el desarrollo de las regiones, que llevan tiempo en declive y que, por su papel de pivotes, constituyen núcleos esenciales para la articulación de España.
Sergio Andrés comienza acertadamente su recorrido por esta España no reconocida desde la mirada del visitante, con el regreso a la ciudad de una forastera que se sorprende con lo bien adaptada que está a los nuevos tiempos, con el salto adelante que ha dado, con la sustancial diferencia respecto de su pasado urbano. Es una percepción habitual entre los visitantes de las ciudades intermedias y pequeñas: los centros urbanos han vivido transformaciones positivas y se han convertido en lugares acogedores que resaltan con eficacia sus partes más bellas, las ligadas al patrimonio histórico; los servicios que se prestan no desmerecen de muchas ciudades globales; cuentan con actividad cultural y con un ocio lleno de vitalidad. Es una perspectiva frecuente entre los turistas, quienes van a pasar un fin de semana y regresan gratamente impresionados.
Esa percepción constata que «la España en la que nunca pasa nada» no se ha quedado parada. Ha realizado esfuerzos de readaptación, en general ligados al turismo tras la pérdida de su tejido industrial; ha desarrollado algunos sectores; ha generado cambios en su paisaje; ha construido ofertas de ocio; ha tratado de ganar capital simbólico. Si está en declive, no es por inacción, por no haber intentado situarse de nuevo en el mapa.
Sin embargo, para comprender el pulso real de estas ciudades, hay que vivirlas un martes o un miércoles laborables de otoño, salir fuera de los centros urbanos y desplazarse a las localidades limítrofes. Es entonces cuando encontramos algo muy diferente, como es la desvitalización propia de entornos con dificultades laborales, con jóvenes en migración, con ausencia de oportunidades, a lo que se añade cierta nostalgia de tiempos mejores. En ellas suele concentrarse una dañina mezcla de escaso poder económico, desempleo, deuda creciente y escasa inversión, y hay muchos días y muchas zonas de las ciudades en los que se deja sentir. Lo que se puede ver en una visita ocasional es una suerte de fachada, un lavado de cara que encubre una dolorosa falta de confianza en el futuro.
Ese humor social circula, no obstante, de forma subterránea: suelen ser ciudades resignadas, donde las estridencias no reinan, en las que sus habitantes han tratado de encontrar una salida individual, marchándose de allí o tratando de sumarse a sectores todavía vivos: por eso en ellas no suele pasar nada. Tiene razón el autor del texto cuando subraya que son lugares conservadores, pero más que por las opciones ideológicas dominantes, o por sus costumbres sociales, por haber actuado de forma adaptativa a los cambios, porque se han sumado a los tiempos intentando asirse a alguna tabla en lugar de pugnar por la transformación del curso de los acontecimientos.
En esta ausencia de reacción tiene mucha responsabilidad un estrato social determinante, en el que no se pone el foco lo suficiente y que Sergio Andrés señala con acierto: las elites locales. Son núcleos que articulan la vida de las ciudades y que actúan como motor, pero cuya principal preocupación no es otra que la de mantener su posición, aun cuando pierdan poder respecto de otras zonas geográficas. Por ello, han actuado a menudo de forma pobre, ya que han acogido las soluciones estereotipadas que dominaban en el entorno ideológico, sin determinar hasta qué punto eran útiles para su ciudad y sin trazar vías alternativas que permitieran impulsar nuevas áreas. Como su objetivo era conservar el poder, aunque este se fuera reduciendo, han promovido aquellas fórmulas que veían en ciudades similares y que, por tanto, no las diferenciaban sustancialmente. Creyeron que era suficiente con ofrecer una imagen de modernidad, de alineación con los tiempos, para que las soluciones propuestas surtieran efecto. Fue así como las ciudades intermedias comenzaron a construir «palacios de congresos, nuevos estadios, obras emblemáticas, a poner un Calatrava o alguna obra de otro arquitecto estrella en su núcleo urbano, a organizar festivales de música de pop y rock», y a «interiorizar que no importa el tamaño», que lo importante era la accesibilidad, la tranquilidad y la proximidad.
Esta forma de enfocar la nueva época explica la divergencia entre lo que percibe el visitante ocasional y lo que vive el residente habitual, entre el embellecimiento de la fachada y el deterioro interior. El error ha sido común, no obstante, y se ha dado en muchas ciudades pequeñas y medianas de Occidente. En España, el patrimonio cultural o el turismo ofrecían ciertas ventajas, pero estaba claro que para muchas de estas poblaciones no era suficiente, y es entonces cuando el aliento de modernidad aparecía como la salida preferida. El ensayista estadounidense Thomas Frank mostraba esta perspectiva ilusoria en Rendezvous with oblivion, donde señalaba su extrañeza ante la súbita popularidad del término vibrante. En su país, un notable conjunto de ciudades, desde Akron (Ohio) hasta Boise (Idaho) pasando por Cincinnati, Rockford (Illinois), Seattle o Pittsburgh (Pensilvania), afirmaban vivir transformaciones vibrantes: eran ciudades con muchos artistas, que habían construido espectaculares centros de artes escénicas e impulsado festivales de toda clase, y cuya escena local estaba llena de energía, todo ello gracias al apoyo decidido de las autoridades locales. Era una forma de salir de la crisis en la que estaban inmersas, ya que entendían que la construcción de una nueva imagen, la de ciudades con un entorno atractivo para las personas con trabajos cualificados, lograría atraer nuevas y modernas empresas y, con ellas, revitalizar las urbes en decadencia. Era algo absurdo, porque la vida funciona a la inversa: en las ciudades con trabajos cualificados, los sectores de mayor poder adquisitivo construyen el contexto en el que se sienten cómodos; la gente no se muda a una ciudad porque sea vibrante, sino porque hay trabajo, y estas ciudades no lo tenían. No obstante, tales iniciativas eran bien aceptadas, ya que generaban la sensación de que los poderes públicos estaban haciendo algo por situarlas de nuevo en el mapa.
Esta clase de error ha sido también frecuente en «la España en la que nunca pasa nada», en la medida en que han tratado de sumarse a los nuevos tiempos no sólo desde la construcción de oferta cultural, con esa extraña proliferación de museos de toda clase, en especial de arte contemporáneo, sino desde la puesta en marcha de teóricos hubs tecnológicos que permitirían al nuevo talento desarrollarse; con él, la ciudad reviviría. Pero esas iniciativas estaban vacías de contenido, ya que solían limitarse a la construcción de edificios de espacios amplios y fachada moderna: no había inversión, ni planes de desarrollo ni apoyos decididos a esos sectores. Todo parecía funcionar desde una suerte de pensamiento mágico, como si bastara con la construcción de la imagen adecuada para volver a ser una población próspera. Es parte de esa confianza en la tecnología y en la modernidad como remedio último que no deja de construir rarísimas esperanzas, como si introduciendo fibra óptica en las aldeas se fueran a repoblar masivamente gracias a que la gente podrá vender sus ideas y sus productos al mundo entero a través de internet.
En otras palabras, estas ciudades pequeñas e intermedias han hecho muchas cosas para impulsarse, pero casi todas ellas escasas, y a menudo imbuidas de una visión cercana a la magia, en un momento de profundas transformaciones estructurales. La globalización provocó el desarrollo de las ciudades globales, en el caso español Madrid y Barcelona, que canalizaron las conexiones con los circuitos internacionales, mientras el resto del país fue despegándose de ellas. Las deslocalizaciones hacia Asia, el comercio internacional que deterioraba y concentraba la agricultura y la ganadería locales, la falta de estructura empresarial vinculada a la exportación y la ausencia de planes de desarrollo nacional han generado muchos perdedores, y entre ellos están en lugar destacado esta clase de ciudades. La falta de cohesión española y sus brechas internas, como las francesas, las británicas o las estadounidenses, las que han dado lugar a las derechas populistas, al brexit o a la llegada de Trump al poder, parten de esta desvertebración común en Occidente. Y tales cambios no pueden combatirse con éxito desde la mera adaptación, desde una puesta estética al día de las ciudades, sino que requieren acciones mucho más profundas. Pero estos cambios estructurales no se llevaron a cabo, sino que se insistió en la modernidad y la adaptación.
Por más que se trate de una pobre visión ideológica, contaba con la ventaja de ofrecer un sentimiento reconfortante y tranquilizador. Si se entendía el nuevo escenario como un simple producto de transformaciones tecnológicas, de sustitución de antiguas herramientas por otras nuevas, como ocurrió con las revoluciones industriales, la solución aparecía por sí misma: bastaba con ponerse al día. Ya que el declive era fruto de la inadaptación a los tiempos; con cambiar de mentalidad y hacer un esfuerzo de actualización todo empezaría a ir bien. Los problemas de las ciudades eran descritos en términos de lucha del pasado contra el futuro; era necesario olvidarse del primero y abrazarse al segundo, y los problemas comenzarían a diluirse. Como es lógico, no ha funcionado, porque se han querido combatir situaciones estructurales desde la mera superficie: la consecuencia obvia es que el exterior del edificio es más brillante, pero las vigas del interior apenas lo soportan.
Algo muy similar les ha ocurrido a las clases medias, cuyas semejanzas con «las ciudades en las que nunca pasa nada» subraya Sergio Andrés en repetidas ocasiones en el texto. Las capas intermedias han estado muy activas, han intentado actualizarse, han formado a sus hijos, han emprendido con frecuencia, han tratado de invertir en el futuro: ni se han refugiado en el pasado ni cabe achacarles falta de consciencia. Sin embargo, las clases medias de Occidente, al igual que las trabajadoras, figuran entre las grandes perdedoras de los años de la globalización. Su declive no puede ser descrito en términos de culpabilización, sino que se debe a movimientos estructurales que es muy difícil evitar como clase. Hay individuos que ascienden en la escala social, otra pequeña parte permanece en la misma, pero la mayoría desciende por una escalera a la que no se ve aún el final. En la nueva organización del capitalismo, las clases medias occidentales están destinadas a declinar y a competir entre ellas para agarrar la tabla de salvación. Las ciudades han vivido esas mismas pulsiones negativas de la época y, mientras no se ofrezcan soluciones que rompan el círculo dañino de falta de actividad, deuda y desempleo creciente e inversión escasa, seguirán el camino del declive.
Estos entornos, por tanto, están destinados a cobrar mayor peso político. Las regiones en decadencia han sido esenciales en las contiendas electorales en el Occidente de los últimos años, en la medida en que el olvido que sienten ha tenido una traslación ideológica, a menudo mediante un giro hacia el proteccionismo y el nacionalismo de derechas. En España ha habido especificidades en ese cambio, porque las regiones más ricas, como Cataluña y País Vasco, han sido las que han liderado la activación nacionalista, pero en términos regionales, lo que ha provocado una reacción antiparticularista en el resto de territorios que ha relanzado a los partidos de la derecha española. Sin embargo, las ciudades intermedias y pequeñas todavía no han mostrado un descontento propio, salvo algunas experiencias, como Teruel Existe o las manifestaciones de Jaén. Pero es cuestión de tiempo que estas poblaciones comiencen a exigir la inclusión de manera más activa; lo único que queda por saber es cuál será su expresión política. Se trata de territorios que desean ser visibles y formar parte activa de esa unidad que sienten, con razón, que se está despegando de ellos. Ha habido una secesión económica: las ciudades globales se han separado del resto, del mismo modo que las clases globales se han separado de las nacionales, y eso conducirá a traducciones políticas de manera inevitable.
El otro aspecto significativo de la España en la que nunca pasa nada es lo mucho que se parece a España, cada vez más ciudad intermedia en sí misma. Por decirlo en otros términos, España va camino de convertirse en el Gijón o el León de Occidente: territorios con muchos jubilados; de los que los jóvenes emigran en busca de oportunidades; en los que el trabajo viene del funcionariado, los servicios públicos, algo de comercio local y del turismo, y en los que la actividad industrial cada vez está menos presente. España es un país intermedio en el contexto global, preso de los mismos males que aquejan a las ciudades en las que no pasa nada, y ese laberinto de deuda, desempleo, inversión escasa y dependencia del sector servicios nos puede pasar una factura todavía más elevada en los próximos tiempos. Es la hora de cambiar la trayectoria, de adoptar otras fórmulas y de empezar a pensar en perspectiva nacional y cohesiva. Hace falta un plan para España que apoye decididamente el aumento de nivel de vida, que no puede trazarse sin una necesaria activación de las ciudades intermedias y pequeñas. Mientras eso ocurre, o mientras continuamos deslizándonos por la pendiente, comprueben el estado de la cuestión en La España en la que nunca pasa nada.
Esteban Hernández