TERESA COLOM (La Seu d’Urgell, Lleida, 1973). Poeta y escritora andorrana. Licenciada en Ciencias Económicas por la Universitat Pompeu Fabra. Ha publicado los poemarios Com mesos de juny (2001, premio Miquel Martí i Pol del Gobierno de Andorra), La temperatura d’uns llavis (2002), Elegies del final conegut (2005), On tot és vidre (2009, Talento FNAC 2009) y La meva mare es preguntava per la mort (2012).
En 2010 estrenó el montaje poético teatral 32 vidres. También ha sido codirectora artística de Barcelona Poesía. En 2015 publicó el libro de relatos La senyoreta Keaton i altres bèsties (Empúries, premio Maria Àngels Anglada 2016), que se ha traducido al castellano (2018, La señorita Keaton y otras bestias, La Huerta Grande), así como al francés y al mandarín.
EN UN FUTURO en el que la humanidad ha tenido que reorganizarse para sobrevivir después de una catástrofe ecológica, comprar la inmortalidad es posible, traspasando la consciencia de la persona a un sistema informático al morir. Laura Verns decide que, una vez muerta, tendrá una de estas «vidas de continuación » por tiempo indefinido, en los sistemas de una de las empresas que ofrecen este servicio. Pero, veinte años después de su deceso físico, algo amenaza su vida y debe investigar en sus recuerdos para descubrir de qué se trata, aunque esto la aboque a cuestionarse la naturaleza misma de su propia existencia.
Después del éxito de los cuentos de La señorita Keaton y otras bestias, Teresa Colom crea en su primera novela un mundo futuro extraordinariamente convincente y persuasivo, e indaga en la otra cara de un tópico de la ciencia ficción como es el de las máquinas que adquieren consciencia humana: ¿cuál es el resultado de traspasar la mente a un sistema informático? Consciencia es a la vez una respuesta a esta pregunta, una carrera contra reloj por la supervivencia y, en el fondo, también una historia de amor.
«¿Qué pasaría si comprar la inmortalidad fuera posible?»
Consciencia
COLECCIÓN
Las Hespérides
© De los textos: Teresa Colom
© De la traducción: Andrés Pozo Cueto
Madrid, 2021
Edita: La Huerta Grande Editorial
Serrano, 6 28001 Madrid
www.lahuertagrande.com
Reservados todos los derechos de esta edición
ISBN: 978-84-17118-90-7
Diseño de cubierta: La Huerta Grande
Producción del ePub: booqlab
A mi hijo Joaquim
El desconocido (2090)
Nicolái (2063)
La racionalidad liberada (2061)
Canales no habituales (2090)
La crisis de los Mark (2054)
La línea roja (2090)
El apartamento de la planta trece (2064)
El año de la muerte de las cuatro estaciones (2037)
El mensaje (2090)
La cláusula de los recuerdos (2066)
Sin imágenes (2090)
El cubo (2065)
Amor (2065)
El oligopolio (2061-2065)
Petición de visita de Nicolái (2090)
La raíz (2090)
La cápsula de pensamiento transferida a Zhu (2070)
La raíz en la tierra (2090)
Denzil (2090)
La última pieza (2090)
Hacía veinte años que Laura Verns estaba dentro del sistema de Safir. Un cáncer incurable diagnosticado a la edad de cuarenta y tres años había activado los protocolos para liberar sus conexiones cerebrales del cuerpo enfermo y traspasarlas al sistema.
Todo había discurrido como el personal de la compañía le había descrito cuatro años antes, en el momento de contratar el servicio, cuando Laura tenía treinta y nueve y ni de lejos esperaba morir tan joven. Sin embargo, desde que la tecnología permitía que la consciencia sobreviviera al cuerpo, ella, como mucha otra gente, imaginaba la posibilidad de dejar contratada una vida más allá del deceso de la carne. Se podría haber dirigido a Célinfib o a Ciandgen, las otras dos grandes compañías del sector del neurotraspaso, pero escogió Safir porque tenía un centro operativo cerca de su apartamento. «Sé que te resulta incomprensible que no pueda explicarte qué sentirás en el nuevo estado cuando llegue el momento», le respondió la comercial que se había encargado de su expediente, «pero, mientras vivas en un cuerpo que identificas contigo desde que naciste, no te hagas ciertas preguntas. El día que tu cuerpo muera y los neurocientíficos traspasen tu cerebro a un sistema informático, tu nueva forma de existencia te parecerá tan natural como ahora vivir en una estructura de carne y hueso».
Su organismo había muerto el 9 de marzo del año 2070 a las siete de la mañana y, después de dieciséis horas, treinta y dos minutos y veinte segundos de trabajo, uno de los equipos de Safir le había enviado las primeras señales para comprobar que ya se había convertido en una vida de continuación.
Dada la naturaleza de la actual existencia de Laura, la cifra de veinte años no significaba nada para ella, al margen de saber que le faltaban otros cien para que llegase la primera renovación de su contrato con la compañía. Se trataba de un simple trámite pues tenía un depósito con ellos, estructurado en vencimientos parciales, de manera que, una vez finalizados los primeros ciento veinte años, se desembolsaría automáticamente el importe necesario para afrontar una cuota por otros cincuenta años, y después por cincuenta más, y así hasta un total de cuatrocientos, que se añadirían a los primeros ciento veinte abonados por adelantado en el momento de contratar el servicio. Después, transcurridos ya el total de esos quinientos veinte años, la empresa le aseguraba una permanencia adicional de entre cien y doscientos años, que irían a cargo de los rendimientos de la cartera de inversiones globales de Safir, de la que ella poseía una ínfima participación a través del depósito de vencimientos parciales que tenía con la compañía.
Con todo, no tenía presente su corta permanencia en el sistema hasta que Nicolái, un antiguo amigo, la fue a ver.
—Laura, hace veinte años que estás aquí —le dijo desde la silla atornillada justo en el centro de la sala de visitas.
—Veinte años y tres meses —puntualizó ella, que había comprobado la cifra por otro de sus canales mentales mientras él terminaba la frase.
—¿Estás disgustada conmigo, verdad? —le preguntó Nicolái.
—No —le contestó.
—Sé que es difícil entender que no haya venido a verte nunca después de tanto tiempo. Más que disgustada, debes de estar enfadada.
—No —insistió ella.
¿Por qué tendría que estar disgustada o enfadada con él?, pensó Laura mientras lo visualizaba a través de la conexión con la sala de visitas a la que el sistema central le había dado acceso.
Después del segundo «no» de ella, ambos se quedaron callados y, durante unos momentos, Nicolái se frotó las manos con nerviosismo y desenfocó la mirada, pero al cabo de nada desenlazó los dedos, apoyó las palmas sobre los muslos y volvió a fijarse en la pared que tenía delante, donde, cuando hablaban, serpenteaban las ondulaciones del sonido de sus voces. Tales ondulaciones, sin embargo, no eran fieles a la realidad: pasaban por filtros que corregían los tonos que se desviaban de la normalidad, entendida como hablar en un estado sereno. Esto quería decir que si alguna visita se mostraba, por ejemplo, alterada, los picos de su voz se allanaban y la ondulación suavizada que la persona veía enfrente la ayudaba a creer que la salida de tono había sido menor, y que el sistema y la vida de continuación a la que visitaba no se habían percatado de su nerviosismo.
Este tipo de manipulaciones reconducía los ánimos de los visitantes hacia el equilibrio que debía imperar en los contactos con las vidas de continuación. Eran muchos los retoques al servicio de esta finalidad: también se aplicaban filtros de calidez a las ondas de las respuestas que se escuchaban en la sala, para relajar auditivamente al visitante y que no percibiese la inevitable frialdad en las respuestas de la vida de continuación. Esta frialdad era una consecuencia del «equilibrio estático» que regía las mentes traspasadas al sistema, y se llamaba así porque el equilibrio de las mentes no se debía a fuerzas que se contrarrestaban, sino que era el resultado de la aplicación de la Racionalidad Liberada. Cuando el sistema central permitía que un cerebro accediese al canal de visitas, sus ángulos de visión eran idénticos a los de aquel y abarcaban toda la estancia, pero a los visitantes, en cambio, había que proporcionarles un punto de referencia al que dirigirse, una presencia material, y la representación de las voces en la pared situada frente a la silla también desempeñaba esta función. Para los del exterior, mirar hacia aquel panel era como contemplar la cara de la mente visitada. Así que Nicolái miró adelante —hacia Laura, según su percepción— mientras ella lo veía al mismo tiempo desde todos los ángulos posibles. Su aspecto inquieto le dejó claro que no la había creído y que sí pensaba que estaba enfadada con él, pero, antes de que Laura pudiera corregirle, Nicolái comenzó a exponer las razones que lo habían mantenido lejos de Safir durante aquellos veinte años. No hacía pausas para pensar, y habló con una cadencia que denotaba la necesidad imperiosa de explicarse, y ella no quiso interrumpirlo.
Según su relato, durante las primeras semanas no la había ido a ver por exigencia del equipo neurotécnico de la compañía. Como al resto de las personas cercanas, le habían pedido que no interfiriese en su proceso de estabilización. Una vez que se completaron todas las fases, le insistieron en que, si su visita no se producía a petición del cliente, era mejor dilatar al máximo el periodo de desconexión de la mente con el exterior. Así que esperó. Cuanto más tiempo pasaba, más le costaba ir, porque... ¿qué le iba a decir?
—Lo que quieras —le indicó Laura.
—Pero no tenía nada concreto que decirte...
—¿Para qué concretar? —preguntó ella.
Nicolái calló.
—Me daba miedo que me juzgases —confesó él.
—¿Y la acusación? —rio Laura.
—No haber estado lo bastante presente antes de... tu llegada a este lugar. Y, una vez que estuviste aquí, no haber venido enseguida.
—¿Has venido, no? Así que, cuidado, porque si insistes en tu reproche de no haber venido, entrarás en un bucle. —Laura volvió a reírse—. ¡Estoy bromeando! Entiendo que «enseguida» tiene una importancia para ti que no la tiene para mí. Y en cuanto a lo de estar presente... «Presente» es un término interesante. ¿Me sitúas en el presente? ¿Crees que estoy presente? —Laura se rio de nuevo.
—Hay muchas cosas de ti que ahora no sé... —dijo él y se le afligió el rostro.
—¿Acaso has perdido el sentido del humor? —le preguntó Laura.
Nicolái calló y bajó la vista. Después, volvió a mirar al panel mientras lo observaba con cierto desconcierto y continuó su explicación.
Él era poco más que un soldado raso en el mundo de la neurociencia, se había formado como neurotécnico, se especializó y dirigió su carrera laboral hacia el campo de la seguridad. Tenía conocimientos muy por encima de la media de la población para entender el nuevo tipo de existencia de Laura, pero si las mentes introducidas en el sistema eran una caja negra para los grandes expertos, para él lo eran aún más. Con el tiempo, su resistencia a ir a verla había aumentado, pero lo rondaba con fuerza la consciencia de que estaba viva dentro de un sistema cuyos peligros él intuía. Así que, en lugar de visitarla de vez en cuando y preguntarle cómo estaba, había decidido que se dedicaría a investigar sobre las vidas de continuación, y también que intentaría encontrar una vía para llegar internamente hasta Laura y asegurarse de que estaba bien.
El oligopolio formado por Célinfib, Safir y Ciandgen no se lo ponía fácil. Eran tres compartimentos independientes y estancos que conformaban un mundo hermético desde el que no se filtraba la menor información sin el beneplácito de sus respectivas cúpulas. Leer sus publicaciones promocionales para profundizar en la realidad de las vidas de continuación era como acudir a una empresa de servicios funerarios para resolver dudas sobre el más allá. Saber qué ocurría dentro de una de ellas equivalía, más o menos, a estar al tanto de lo que pasaba en las otras dos. Oficialmente la rivalidad entre las tres era absoluta —y, de hecho, era así—, pero, puesto que ofrecían el mismo servicio, una noticia que lo cuestionase las afectaba a todas. Esto las obligaba a ciertas complicidades y a respetar un pacto tácito de no agresión que tenía como consecuencia principal el compromiso de no contratar profesionales provenientes de las plantillas de la competencia. Tampoco existía el riesgo de una fuga de información a través de personal de empresas externas que les prestasen servicios. Las tres compañías lo tenían todo internalizado. De modo que la única opción de Nicolái para acceder a material sensible era hablar con los de dentro. Y los de dentro no hablaban. A pesar de las dificultades, conseguía avanzar; no obstante, siempre se topaba con el mismo muro: no lograba llegar hasta Laura para saber si su estado era satisfactorio (no preguntándoselo a ella, eso lo habría podido solucionar con una simple visita) de otro modo que no fuera según los parámetros de quienes la tenían bajo control.
Como Laura sabía bien, cada mente se identificaba a sí misma con un alias que el cliente escogía en el momento de firmar el contrato; era el nombre que los cerebros utilizaban para relacionarse entre sí o con el personal de la plantilla, como en el caso del equipo de psicólogos. Ella usaba, simplemente, el de Laura, su nombre de pila. El alias de cada mente estaba ligado a un código numérico que, en la práctica, era el que se empleaba en cualquier información interna. Para el sistema, las mentes se identificaban por aquel código. Los datos reales estaban enterrados en el universo digital y no se recurría a ellos para nada abiertamente. Para alguien como ella, que se vinculase a Laura con el historial de Laura Verns no tenía la menor importancia, pero para muchas otras mentes era vital mantener el anonimato. Dentro del sistema del oligopolio había cerebros de personas que habían sido poderosas mientras vivían en un cuerpo y, aunque ahora eran cerebros descargados en una computadora, continuaban siendo un objetivo para sus enemigos, que ni mucho menos los consideraban muertos y, por tanto, buscaban su completa aniquilación.
La casuística era tan variada como el número de clientes que había en el sistema. En ocasiones, por ejemplo, no eran exactamente sus enemigos los que querían acceder a una mente, sino personas u organizaciones interesadas en la información que esta había acumulado en su vida anterior y que querían descargar dicha mente del sistema para extraerle todos los datos posibles, sin preocuparse, evidentemente, de devolverla sana y salva a la computadora. En consecuencia, la seguridad era una de las grandes obsesiones del oligopolio. Para llegar del código numérico interno a la identidad real de la persona se necesitaba la colaboración de al menos tres empleados de diferentes áreas, o bien tener un acceso de alta prioridad al sistema.
Nicolái le hizo saber que, durante años, había recopilado datos de forma extremadamente discreta para no alejar a sus involuntarios informantes. Estaba al tanto de la instalación de nuevos programas y de por qué se habían quedado obsoletos los anteriores, y era capaz de contrastar los rumores que, constantemente, circulaban por las redes sobre supuestas malas praxis que perjudicaban a las vidas de continuación. Nicolái había obtenido aquel hilo directo con el interior de las compañías de neurotraspaso gracias a un «chat de desahogo para veteranos», en el que usuarios anónimos, que podían acreditar al administrador del chat su veteranía en un sector concreto, compartían intimidades y quebraderos de cabeza vinculados con su trabajo. Traicionar la confidencialidad de la información compartida en uno de estos chats implicaba que el administrador revelase la identidad del infractor e, inmediatamente, este fuera repudiado en el sector; es decir, condenado a quedarse sin trabajo para siempre. Nicolái no intervenía en el chat para desahogarse, para encontrar comprensión o consejos vitales, como los demás miembros; su objetivo era otro, pero mientras no utilizase los datos conseguidos a través de aquellas conversaciones —más allá de su mero conocimiento personal— no corría peligro. Durante casi dos décadas se había conectado cada día al chat, en el que era un usuario conocido y respetado, y sabía todo lo que se puede saber sobre las interioridades del mundo de las vidas de continuación. Tenía identificados los nicks que correspondían a personas que trabajaban para el oligopolio y ocupaban lugares estratégicos en su estructura, pero no había encontrado la forma de llegar hasta Laura. Era un suicidio hacer una pregunta, un comentario, una simple broma que desvelase un interés por una vida de continuación en particular. Los responsables del sistema permanecían alerta constantemente y tomaban todas las medidas para blindar la seguridad de sus mentes.
Nicolái le explicó a Laura un caso ocurrido diez años antes. Una mujer había llamado a las puertas de Célinfib, Ciandgen y Safir a lo largo del mismo día para saber si un tal Lou East, supuestamente muerto hacía dos años, estaba en alguno de sus sistemas. La mujer insistía en que Lou estaba vivo, que su ceremonia de encaje había sido un montaje y que tenía sospechas de que la mente del hombre estaba dentro de alguna de las tres compañías. Repetía que el niño de seis años que la acompañaba era su hijo, y que ambos necesitaban el apoyo económico del hombre porque vivían en una situación de miseria insostenible desde que Lou no estaba.
La mujer quizá sabía que la reforma en la Ley de Neurotraspaso de 2052, aprobada unos años después de la crisis de los Mark, no solo prohibía la participación de las vidas de continuación en actividades que les generasen ganancias económicas, sino que también impedía cualquier intervención de estas vidas en el mundo de los cuerpos físicos. Una mente podía recibir una herencia, por ejemplo, pero, en cambio, no podía transferir activos al mundo que había dejado atrás, ni ordenar que otro lo hiciese en su nombre. Por ley, las mentes debían estar totalmente al margen de cualquier actividad en el mundo exterior; incumplir esta parte del contrato lo anulaba, es decir, la vida de continuación era dada de baja en el sistema. Eliminada definitivamente. Pero la mujer tenía la esperanza de que alguien como East, que se había movido en las esferas más turbias, encontraría la forma de saltarse las normas.
Sin embargo, a pesar de haber conseguido acceder a las oficinas centrales de las tres empresas y de haber hecho el suficiente alboroto para asegurarse de que su intervención era grabada y de que la escuchaba el mayor número de personas posible, no contaba con el hecho de que nada llegaría a oídos de Lou, ni de que no había el menor interés en ponerlo al corriente de aquel incidente protagonizado por una mujer alterada que había quedado fichada como una visita indeseable.
A ella, la indiscreción le costó cara. Alguien con más recursos averiguó que, en efecto, East había firmado un contrato con Ciandgen. Dos días después de que la mujer llamase a las puertas del oligopolio, un comando paramilitar privado irrumpió en las instalaciones de la empresa y mató a las personas que se interpusieron en su camino. Uno de los componentes del comando tenía altos conocimientos del sistema, pero ni tan siquiera consiguió adivinar el alias de su objetivo. El comando al completo fue neutralizado seis minutos después de haber entrado en Ciandgen. Al día siguiente, los agentes de policía que investigaban el caso en colaboración con el equipo de seguridad de la compañía encontraron los cuerpos muertos de la mujer y del niño en la periferia del área protegida por el escudo climático. Según los forenses, los habían asesinado hacía tres días, horas después de abandonar las instalaciones de la última empresa del oligopolio en la que habían entrado.
Un paso en falso podía llevar a cualquiera a acabar como la mujer y el niño, incluso por culpa de un simple malentendido, así que, después de veinte años pendiente del chat, Nicolái seguía interviniendo con pies de plomo.
—Laura —le dijo—, hace tres días, cuando regresaba del trabajo, un hombre enfundado en una microgabardina me llamó bajo la llovizna, se acercó y pronunció tu nombre.
—¿Laura?
—Sí, y me preguntó si me interesaba saber de ti. Yo asentí con la cabeza. Me miró y me dijo: «Te encontraré yo». Apenas se giró para marcharse —continuó Nicolái—, lo llamé: «¡Eh! ¿Cómo has sabido quién era?», porque era obvio que me había descubierto. Volvió la cara y me preguntó extrañado: «¿Qué quieres decir?». «¿Cómo has relacionado mi nick conmigo?», le pregunté. «¿Qué nick? ¡Tengo que irme», me respondió. Me dejó plantado allí, bajo la lluvia; desconcertado, un rato después me fui a casa. No caí hasta más tarde, Laura: cuando el tipo me llamó, lo hizo por mi nombre. ¿Te das cuenta? Por mi nombre, no por el nick.
—¿Qué quieres decir?
—Él me preguntó lo mismo —sonrió Nicolái antes de proseguir—. Pues eso, que quizá él realmente no entendía por qué le preguntaba cómo había sabido quién era yo y cómo había relacionado el nick conmigo. Yo había dado por hecho que me conocía del chat y que me había identificado, pero creo que ese tipo no tenía nada que ver con el chat.
—Aún no entiendo por qué me explicas todo esto.
—Tienes razón, Laura —afirmó Nicolái con tono arrepentido—, y después de tantos años de no haber venido ni una sola vez...
—Olvídate de los años, eso no tiene ninguna importancia para mí.
—Ayer por la tarde, cuando volvía a casa, el desconocido volvió a interceptarme en el mismo lugar y a la misma hora. «He dejado pasar tres días antes de contactar contigo porque quería asegurarme de que no hacías ningún movimiento extraño», me dijo bajo la lluvia, «pero no podía esperar más. Hay que hacer llegar un mensaje a tu amiga y tú eres la persona adecuada. Sígueme —me pidió—, tenemos que caminar quince minutos». Laura, quince minutos dan para mucho, y tan pronto me invadía la emoción de la aventura y de la expectativa de tener acceso finalmente a la información sobre tu estado como veía claro que no podía esperarme nada bueno, y me ponía a calcular a qué velocidad tendría que correr y durante cuánto tiempo para llegar a casa del amigo más cercano, mientras me hacía a la idea de que ya no podría regresar jamás a mi apartamento. No tenía la menor idea de a quién seguía. Aturdido por las descargas de adrenalina, no fui consciente de que habíamos llegado hasta la periferia de la zona protegida. «Hemos llegado», me dijo. Pero allí no había nada. Estábamos en mitad de un solar vacío y abandonado.
»Cuando pensaba que aquel tipo iba a deshacerse de mí de la manera más previsible, comenzó a dar golpes secos contra el suelo, primero con un pie, después con el otro; eran golpes precisos, ahora con la punta del zapato, ahora con el tacón, como si escribiera una contraseña en un teclado. Y no te lo creerás: una porción cuadrada del suelo se hundió unos cuantos centímetros, y después se dividió por la mitad en dos placas que, al esconderse a ambos lados, dejaron paso a un subterráneo al que se accedía por unas escaleras. Él comenzó a bajar y yo lo seguí. Tan pronto como nuestras cabezas quedaron por debajo del nivel del suelo, las placas volvieron a unirse y se alzaron hasta fundirse de nuevo con la superficie. Iba tras él y, cuando bajé el último escalón, me costó asimilar lo que veía. La existencia de búnqueres en zonas aparentemente abandonadas, propiedad de magnates que se aíslan en ellos para gozar de aquello que no está al alcance del resto de los ciudadanos, ¡no es una leyenda, es verdad! Y allí dentro, ¡qué sofisticación!
—¿Tejidos, muebles, objetos reales...? —preguntó Laura.
—Veo que continúas con las mismas obsesiones —respondió Nicolái con una sonrisa—. No, tecnología, seguridad... No te puedes imaginar qué instalación tan alucinante había allí dentro. Le pregunté al hombre: «¿Qué es este sitio?». «Un lugar donde podemos hablar, pero no me preguntes si hay un cuarto de baño —me recomendó—, porque de repente te rodearán cuatro paredes y un techo, y te encontrarás en un acogedor espacio de dos metros cúbicos totalmente equipado para tus necesidades, sin tener que moverte». Inmediatamente comenzó a reírse. «Bromeaba, pero si quieres curiosear por aquí abajo, tendrás que pensar en otra cosa», me aconsejó. No sé si sus palabras sonaron a amenaza o a sarcasmo, pero a partir de ese momento confié más en él, no me preguntes el motivo. «Quitémonos las microgabardinas —me ofreció—, estas no son condiciones para hablar». Aparecían y desaparecían bandejas gravitatorias y plataformas y falanges articuladas, y cromatismos de posición y movimiento que me indicaban dónde situarme, y todo se esfumaba o volvía a empotrarse con tanta precisión que tan pronto parecía que estábamos en una sala desnuda como en el espacio más puntero y sofisticado que hubiese visto nunca. Y charlamos sentados en unas butacas sin color ni textura, si es que esto tiene algún sentido. «Ya somos capaces de fabricarlas en serie», me aseguró el hombre sin que yo supiese por qué me lo explicaba, «pero esperaremos diez o veinte años. Antes hay que acabar de sacarles provecho a los métodos de fabricación de reutilización total, aunque sean más contaminantes, algo que de momento nos interesa porque así se mantienen activos los escudos de cambio climático, algunos de cuyos componentes fabricamos. Perdona, me estoy desviando del motivo por el que te hecho venir. Yo únicamente soy el mensajero. Alguien importante, al que no puedo fallar, me ha pedido que contacte contigo para ponerte al tanto de una cuestión vital». Y después me lo explicó.
—¿Qué? —preguntó Laura.
—¿Te das cuenta de que hasta ahora hemos mantenido una conversación agradable y tranquila?
—Sí, y con una dosis de suspense.
—Pues necesito que la conversación mantenga el mismo tono, que desprenda las mismas vibraciones, te diga lo que te diga. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Laura, sabes a qué me dedico y cuál es mi especialidad. Te lo remarco para que no te extrañe que te facilite tanta información mientras estoy, precisamente, aquí dentro, y, sobre todo, cuando te explique lo que te diré. Mira, blindar un canal por el que circulan vidas reales es inoperativo en la práctica. Y durante esta visita, somos dos vidas, dos cerebros reales que circulamos a través de un canal. Quiero decir que si piensas que todo lo que decimos se graba, haces bien. Pero otra cosa es qué palabras y combinaciones de palabras, siempre acompañadas de un análisis complejo del estado en que se dicen, pasan a los registros «considerados» y qué parte de estos pasan a ser «sensibles». Tales registros «sensibles» tienen un siete por ciento de posibilidades de ser analizados aleatoriamente sin que haya una incidencia que apunte hacia ellos. O sea, todo queda grabado, pero las posibilidades de que alguien lo encuentre por casualidad son pocas, sobre todo si se siguen ciertas pautas en cuanto a contenido y estado emocional. Y es aquí donde interviene mi especialidad. Sé en qué márgenes de riesgo puedo moverme, y no tenía otra forma de hablar contigo. Laura —le dijo con una sonrisa y la voz muy calmada—, tu vida dentro del sistema está en peligro.
—¿Por qué?