José Luis Gómez Urdáñez (Murillo de Río Leza, La Rioja, 1953) es catedrático de Historia Moderna de la Universidad de La Rioja, e investigador titular del Instituto Universitario Feijoo de estudios del siglo XVIII (Universidad de Oviedo). Experto en la figura de Zenón de Somodevilla y Bengoechea, marqués de la Ensenada, ha publicado los libros El proyecto reformista de Ensenada (Lleida, 1996), El marqués de la Ensenada. El secretario de todo (Punto de Vista Editores, 2017, 2021), Fernando VI y la España discreta (Punto de Vista Editores, 2019), Víctimas del absolutismo. Paradojas del poder en la España del siglo XVIII (Punto de Vista Editores, 2020), entre otros. Es autor de numerosos trabajos sobre Olavide, Jorge Juan, Aranda, Superunda, Feijoo y otros personajes de la historia del Siglo de las Luces. A finales de 2016, fue nombrado académico correspondiente de la Real Academia de la Historia. Sus publicaciones y actividades pueden seguirse a través de la web: www.gomezurdanez.com.
José Luis Gómez Urdáñez
Fernando VI
y la España discreta
Prólogo de Carlos Martínez Shaw
© Del texto, José Luis Gómez Urdáñez, 2001, 2019
© Del prólogo, Carlos Martínez Shaw, 2001, 2019
© De esta edición, Punto de Vista Editores, S. L., 2019
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Diseño de cubierta: Joaquín Gallego
Coordinación editorial: Miguel S. Salas
Fotografía de cubierta: Fernando VI, rey de España, de Louis-Michel van Loo (Copia). Siglo XVIII. Óleo sobre lienzo, 128 x 108 cm. Buenos Aires - Embajada de España en Buenos Aires (Depósito). © Archivo Fotográfico Museo Nacional del Prado.
ISBN: 978-84-15930-97-6
IBIC: BGH, HBJD, 1DSE
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Cuando en 2001 apareció la primera edición de esta obra, la historiografía sobre la España del siglo XVIII dio un vuelco. A estas alturas, es verdad que ya no era necesario combatir las estrechas miras de Marcelino Menéndez Pelayo ni las melancólicas reflexiones de José Ortega y Gasset sobre la España invertebrada por la falta de un Setecientos comparable a los que habían servido a la robusta constitución de otros países en los tiempos siguientes, ya que el siglo ilustrado había rescatado todo su crédito de la mano, sobre todo pero no exclusivamente, de una serie de prestigiosos hispanistas.
Sin embargo, como bien dice el autor con feliz metáfora, el reinado de Fernando VI había sido para la narración histórica dominante tan solo una «sala de espera» hasta que la llegada de Carlos III iniciase la serie de las grandes reformas del Despotismo Ilustrado. Una razón de orden general para esta indulgente descalificación era la impronta de los textos básicos en que se basaba la revalorización de la centuria, los cuales habían puesto un énfasis sin matices en la contraposición de una primera mitad tenuemente teñida por algunos leves signos de modernización y una segunda mitad brillantemente aureolada por la eclosión deslumbrante de las reformas auténticamente decisivas en los campos del fomento económico, la movilidad social, el dinamismo político y la difusión de las Luces en las ciencias, las letras y las artes.
Tampoco hoy podemos aceptar esta caracterización. Así, los textos del concurso convocado por la Real Academia Española en 1777 para premiar una disertación sobre la figura de Felipe V coincidieron en señalar el reinado del primer Borbón como el de la fundación de una nueva etapa de la historia de España, como el de la formulación de una línea de actuación que caminaba en el sentido del progreso en todos los campos de la realidad nacional, de tal modo que la primera mitad de siglo servía de cimiento a los logros de la segunda: la España de Felipe V prefiguraba la de Carlos III, apareciendo como la verdaderamente innovadora frente a la de Carlos III confinada al papel de seguidora, eso sí con nuevos bríos e ímpetus, de la obra ya claramente diseñada y acometida. Esos contemporáneos de Carlos III que miraban con tan buenos ojos los tiempos pasados nos parecen tener toda la razón, de modo que la mejor definición de la cronología de las Luces en España (tan fluctuante e insegura durante tanto tiempo) permite revisar las posiciones de los «inventores» historiográficos del siglo XVIII, Jean Sarrailh o Richard Herr, tan convencidos del abrumador protagonismo de la segunda mitad de la centuria.
Ahora bien, una vez rehabilitado el reinado de Felipe V, no ocurría lo mismo con el de Fernando VI. La «poquedad del rey pacífico», la voluntaria retirada de una «España discreta» al sosiego de la horaciana aurea mediocritas y el confinamiento de Marte en favor de las capuanas delicias de Aranjuez con el gran Farinelli actuando como maestro de ceremonias al frente de la «escuadra del Tajo», todo ello ha dañado la memoria de un monarca que creía ante todo en la paz, conseguida a partir de una obstinada neutralidad frente a las maniobras diplomáticas y las acciones bélicas de las restantes naciones europeas. De ahí que el libro de José Luis Gómez Urdáñez se oponga beligerantemente a toda una serie de tópicos sobre el reinado de Fernando VI y se convierta en una reivindicación, siempre matizada, de una época que prosiguió la senda inaugurada por el primer Borbón y adelantó muchos principios que luego serían retomados por su sucesor, un Carlos III universalmente aclamado, como si su gobierno, como excepción entre los demás, siempre hubiera estado libre de toda sombra.
De esta manera, la obra, en primer lugar, se opone al concepto de centralismo borbónico aplicado a la Monarquía de Fernando VI (al Despotismo Ilustrado en su totalidad). La España de mediados de siglo era «una España más amplia y menos uniforme» de lo que habitualmente se cree, una «España variada y plural» en su economía, en su composición social, en la diversa fisonomía y el diferente dinamismo de sus regiones (como ya advirtiera don Antonio Domínguez Ortiz cuando nos propuso pensar en el «mosaico español»), de tal modo que la controversia abierta por los especialistas catalanes sobre el enfrentamiento entre un modelo austracista y un modelo borbónico durante la guerra de Sucesión solo parece como mucho una vertiente vagamente «constitucionalista» de una cuestión más general.
En el siguiente debate abierto en torno a esta época fernandina, la paz, que no debe confundirse con «debilidad o entreguismo», tampoco debe imaginarse en términos de inacción suicida, sino que significaba una opción plausible para una España exhausta económica y anímicamente después de la crisis fiscal de 1739 y de una guerra iniciada justamente el mismo año y que no parecía tener fin cuando el monarca llega al trono en 1746. La paz, en la mente del monarca y de sus ministros, como José de Carvajal («el gran nauta de la neutralidad fernandina», como lo define el autor), además de ser un valor en sí misma, debía permitir el saneamiento financiero, la conservación del prestigio internacional, la continuidad de la política reformista y la promoción de la cultura de las Luces.
El libro analiza la obra de Carvajal, especialmente en los asuntos más espinosos de la política internacional, el tratado de Límites de 1750, el tratado anglo-español del mismo año y la firma del Concordato de 1753. En el primer caso, es difícil dejar de considerar el fracaso de la operación, desde el momento en que, llevada de la sugestiva idea de recuperar la colonia de Sacramento, la Monarquía española aceptó la descabellada proposición de entregar a los portugueses las prósperas misiones jesuitas del Tape, de donde se derivaron todos los desastres posteriores. Por el contrario, aunque costó caro (cien mil libras esterlinas), el tratado con Inglaterra conseguía una de las aspiraciones más pertinazmente acariciadas por España desde Utrecht: el fin del comercio legal de Gran Bretaña con la América hispana. Finalmente, el Concordato de 1753 también establecía un nuevo equilibrio en las relaciones con la Santa Sede.
Sin embargo, el reinado aparece girando en torno a la figura de otro gran ministro, el marqués de la Ensenada, al que el autor, haciéndole justicia, ha dedicado otros dos de sus espléndidos libros (El proyecto reformista de Ensenada, 1996 y El marqués de la Ensenada. El secretario de todo, Punto de Vista Editores, 2017). Y Ensenada se muestra reacio a la política de contemplaciones con Inglaterra y, por el contrario, partidario de una «paz astuta» que implica la convicción en la inevitabilidad de la guerra contra los ingleses un poco antes o un poco después y, por tanto, en la necesidad de un consistente rearme naval para el momento del desencadenamiento del conflicto. En este caso, la política de conciliación de Carvajal resultaba en un incremento de la actividad corsaria de los ingleses en el Caribe, singularmente en la Costa de los Mosquitos, a la que se opuso sistemáticamente Ensenada hasta que, tras la muerte de Carvajal, la conjura pro-inglesa obtuvo la destitución del ministro, cuya política naval pudo todavía ser seguida por el prudente Julián de Arriaga, quien sin embargo, combatiendo en la retaguardia hostil de la Corte, no logró poner a punto un sistema defensivo coherente, basado en la construcción de suficientes navíos de línea y en la puesta a punto de las fortificaciones americanas, capaz de impedir la catástrofe militar una vez que se produjo la anunciada guerra con Inglaterra ya en el reinado siguiente.
Con todo, la contabilidad del reinado presenta muchos aspectos positivos. No solo «el beneficio de la paz» y la restauración de la hacienda pública, sino la creación del Real Giro, la fundación de la Real Compañía de Barcelona, la puesta en marcha de la ingente encuesta para la implantación de la Única Contribución, la elaboración de las ambiciosas ordenanzas de Marina, la fundación de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, la construcción del Observatorio de Cádiz, la exploración del Orinoco auspiciada por el tratado de Límites o la aparición del Fray Gerundio de Campazas de José Francisco de Isla…
El libro revisa, por tanto, todos los tópicos que han caído sobre el reinado, aunque al mismo tiempo sin dejarse llevar nunca por la más mínima tentación hagiográfica, ni en el caso de los reyes ni en el caso de los ministros, aunque fuera el mismísimo marqués de la Ensenada. De ese modo, es justo decir que el texto da vida a una época poco divulgada de la historia de España, que resiste a su encasillamiento en un mero epigonismo respecto a la de Felipe V o en un mero preludio a la majestuosa sinfonía de Carlos III. La época recupera así los rasgos que le son propios, se presenta adornada con sus éxitos y limitada por sus insuficiencias. El juicio más ponderado se da en las páginas conclusivas: «Todo eso fue el reinado de Fernando VI: más que una antesala o una continuación, una verdadera irrupción de novedades de amplio futuro, entre ellas lo que llamaremos luego despotismo ilustrado, una intuición y un intento de traducción libre de lo que se contaba del gran Luis XIV, que en la época nadie desarrolló más lúcidamente que el marqués de la Ensenada, el «secretario de todo», como le llamó el padre Isla, el hombre que decía querer dinero —«el fundamento de todo es el dinero» —, fuerzas de mar y tierra y no teologías: ni guerras de legistas, ni papeleos inútiles, ni consejos: ministros con el rey, la nueva fórmula política».
Aquí podría quedar esta introducción valorativa de una obra que marca un verdadero hito en la historiografía de la España del siglo XVIII. Pero hay que señalar algo más, que convierte al libro en un producto excepcional. Su autor no solo conoce la bibliografía y los debates, no solo nos analiza una época mediante una narración amena y entretenida y una interpretación objetiva y equilibrada, sino que además nos introduce en ella como si nos acompañase a dar un amistoso paseo, un polite walking, tan propio del civilizado Siglo de las Luces, en cuyo transcurso nos va presentando uno a uno a los personajes con que nos tropezamos (desgranándonos al oído sus virtudes y sus manías, aquellas que son ciertas y aquellas que les atribuyen sus enemigos), nos va invitando a saludar cordialmente a los cortesanos que ricamente ataviados se dirigen al jardín, al concierto o al banquete (con una ligera alusión a la última maledicencia que corre en forma de unos versitos satíricos), nos va señalando a lo lejos a los soberanos a punto de embarcarse en las falúas musicales de Aranjuez o a punto de saborear sus refrescos en el Buen Retiro o, más tarde, a punto de decidir sobre su reposo eterno en las Salesas Reales de Madrid. Porque José Luis Gómez Urdáñez (y este es quizás el mayor milagro del texto) conoce no solo esos años de mediados de la centuria, sino todo el siglo XVIII, con una inmediatez asombrosa, como si, vestido de casaca verde pálido ligeramente tornasolado, hubiese frecuentado con toda familiaridad, en una vida anterior, a todos sus protagonistas, a los reyes, a los ministros, a los diplomáticos, a los intelectuales, a los escritores, a los artistas. Hasta el punto de que al volver a leer su libro (ligeramente corregido y ligeramente aumentado sobre la edición de 2001) para escribir este prólogo, he sentido siempre revoloteando en torno los acordes de una sonata de Domenico Scarlatti.
Carlos Martínez Shaw
Miembro de la Real Academia de la Historia
y catedrático de la Universidad Nacional
de Educación a Distancia (UNED)-Madrid
Las referencias a los reyes Fernando VI y Bárbara de Braganza en la historiografía suelen ser tan escasas como previsibles. Los pocos estudios que reparan en los monarcas, en su labor política y en su vida, comienzan todavía hoy lamentado su desco-nocimiento y terminan con lo más divulgado: la locura de un rey que no pudo vivir una vez muerta su mujer. Por lo demás, son tantas las referencias a su reinado como antesala del siguiente, el más brillante, más largo e infinitamente más estudiado de Carlos III, que no hay forma de superar la nota de mediocridad que definitivamente acompaña al reinado del primer Borbón nacido en España (hágase la excepción de su hermano Luis I por la brevedad de su reinado tutelado).
Sin embargo, para ser solo una sala de espera, el reinado de Fernando VI fue bastante... confortable. Gozó del beneficio ilustrado de la paz y del prestigio internacional de España, se gobernó por mano de ministros tan tenaces y leales como Carvajal, Ensenada, Arriaga y Wall, sin duda ilustrados, es decir, partidarios del robustecimiento del Estado, de las reformas y de la fundamentación técnica de sus proyectos políticos. Aunó en el sostén de la nueva monarquía —una España de origen histórico— a los intelectuales, desde Feijoo, Mayans y Piquer —más que un simple médico— a Jorge Juan, Ulloa y Luzán —más que un poeta—, pasando por un padre Isla, un Sarmiento, un joven Campomanes o un inclasificable Torres Villarroel. En fin, sostuvo un renacer de la autoestima de España como hacía tiempo no se conocía.
Sin duda, la de Fernando VI fue una España cosmopolita y confiada: todavía no había miedos a las filosofías parisinas y sí una enorme confianza en que la Ilustración, la que quería conseguir expresamente el padre Flórez a comienzos del reinado, era un horizonte de aplicación del saber al progreso y a una nueva moral del optimismo, opuesta a la decadencia española y al funesto barroco de la vida es sueño.
Es cierto que el rey fue débil e hipocondríaco, y que en España había todavía clérigos y plumillas como el padre Calatayud —incluso como el padre Rávago, cuando su genio se tornó al final sombrío y huraño—, que agigantaban las amenazas de tantas novedades como se veían —desde el chichisveo al escándalo del Gerundiazo—, pero la labor del gobierno era evidente y hasta Feijoo se admiraba de cómo iban las cosas. El rey no fue un lince y, ciertamente, se «afligía con papeles largos», pero nunca, hasta su postrera y cruel enfermedad, se despreocupó del gobierno, entre otras causas porque fue celosísimo de su prestigio y de su imagen pública, lo que la reina Bárbara, culta y tolerante, alimentó.
Solo cuando faltó la reina, muerta cuando quedaba un año para que terminara el reinado, aparecieron de nuevo las conocidas tintas negras sobre la corte española, pero durante los doce años anteriores los embajadores ya se habían acostumbrado a dar cuenta de que también aquí había luces y progreso. Es el mejor teatro de Europa, diría Keene del que veía en Madrid; Ulloa ha aislado el platino (por más que los franceses le disputaran el descubrimiento); Ensenada ha logrado construir más barcos en seis años que en todo un siglo; Mayans se jacta de que la cultura española es conocida en Europa por sus obras: es el siglo del Quijote a juzgar por sus traducciones; Rávago dice ante las obras del camino del Guadarrama que son como las de los romanos; Fernando VI, carta tras carta, se mantiene firme en la neutralidad ante Luis XV y ante el emperador, mientras Ensenada dice cuando va a emprender el catastro y la reforma de los impuestos que los soldados han de estar en los campos, trabajando y procreando.
La antesala fernandina se completa con la tertulia del Buen Gusto que dirige en su casa la cuñada de Carvajal, a la que acuden los rabiosos jóvenes literatos que décadas después impondrán la nueva estética europea —eso era el buen gusto, el Neoclásico—, mientras la Academia de San Fernando paga a jóvenes artistas su estancia en París o en Roma, y Ensenada y Ulloa amplían su plan de pensionar estudiosos de cualquier materia útil en París. Carvajal, suscrito a la Enciclopedia, Ordeñana —el brazo derecho de Ensenada—, políglota e interesado en cuanto de política se había escrito —de Grocio a Puffendorf o a Voltaire—, Jorge Juan haciendo que la matemática no sea una ciencia forastera en España, son la esencia de la antesala, que, evidentemente, no puede seguir siendo en la historia de España solo un espacio a decorar.
Lo que se resume en esta obra es un conjunto de pistas para conocer realmente un reinado injustamente marginado. Primero se ofrece la justificación historiográfica del olvido del reinado mediocre; luego, la vida de unos príncipes de Asturias arrinconados por la todopoderosa madrastra Isabel de Farnesio; después, la plenitud de la nueva monarquía, al final, solo al final, asaltada por la enfermedad, la locura y la muerte. En una segunda parte, aparece el reino de Fernando VI, una España más amplia y menos uniforme que lo que el denominado centralismo borbónico —un concepto muy moderno— ha permitido hacer pasar tópicamente a la opinión pública española. Pues no fue así. Los españoles de mediados de siglo rivalizaban ante todo por presentar a su lugar de origen, su patria, como la que había producido más glorias a España. Todos, desde los embajadores a los escritores —Nipho o Cadalso—, dejaron testimonios del orgullo que mostraba el español al hablar de su tierra. Feijoo hubo de saltar ya ante el exceso.
Porque, en efecto, la España de Fernando VI es variada y plural. Ensenada mira siempre a Cataluña, a la que hay que acercar al amor del amo, dirá; los diputados vascos rivalizan para que no se les prive del privilegio de ser los primeros en dar guardia a las personas reales; Madrid es corte, sí, pero también un enano que se agiganta día a día recibiendo contingentes de gallegos, cántabros, riojanos, después de que ha sido una esponja sobre todo lo que había a 200 kilómetros a la redonda. Cádiz es un hervidero de negociantes procedentes de toda la península y de las grandes casas comerciales europeas. En fin, la meseta cerealera, con tantos páramos y desiertos —los que más ven los viajeros extranjeros— es completamente diferente a la España costera de la pesca y el comercio, de las naranjas y el aceite, de los puertos —Barcelona, Bilbao, Cádiz, Valencia— y la burguesía.
Una última mirada a la sociabilidad —al contraste entre los viejos privilegios y los nuevos usos sociales—, al arte, la música, la literatura, ayudará a comprender al lector que solo la corte permite el encumbramiento de la sensibilidad y la inteligencia, pero que en tiempos de Fernando VI todavía se podía resistir con la pluma en la mano en la periferia: hay está Feijoo en su Oviedo, Mayans en su Valencia, Sarmiento en su Pontevedra. Pues hay academias y círculos ilustrados en Barcelona, en Sevilla, en Valladolid, en Cádiz, en Zaragoza. En Azcoitia, Peñaflorida ya ha empezado las primeras reuniones de lo que pronto será la Vascongada, la primera Sociedad de Amigos del País.
En suma, el avisado lector podrá ver en las páginas que siguen un rey y un periodo de la historia de España que probablemente le haga reflexionar sobre viejos conceptos siempre sometidos a revisión en un país que se prepara para dar la bienvenida al cuarto siglo borbónico y que todavía no ha acabado de ver claro lo que ya fue objeto de debate en tiempos de Fernando VI, en esa España que hemos llamado España discreta. Esta nueva edición, actualizada de la primera de 2001, conserva el buen tono de la España feliz en la que se escribió, cuando parecía que los españoles empezábamos a superar el viejo fatum, las ideas negativas sobre nuestro pasado; hoy, el fantasma de la frustración ha vuelto, España de nuevo se ha desorientado en el mundo, pero su historia no debe volver a ser el valle de lágrimas, ni el campo de batalla de sentimientos y agravios. Pues, como hubo una España con esperanza en el siglo XVIII, ha de haberla en este triste presente y en el futuro. La historia de España sigue siendo antes de nada un proyecto social.
EL REY