PENSAR ESPAÑA
Juan Pablo Fusi Aizpurua (San Sebastián) es historiador, miembro de Jakiunde (Academia de las Ciencias, de las Artes y de las Letras del País Vasco) desde 2012 y de la Real Academia de la Historia desde 2015.
Su obra se ha ocupado ante todo del País Vasco, del nacionalismo en el siglo XX, y de la cuestión de la dictadura y la democracia en el mundo contemporáneo, especialmente en España. También se articula en torno a la idea de la historia como problema.
Entre sus numerosas publicaciones, destacan, en los últimos años, La patria lejana (2001), el best seller Historia mínima de España (2012), Espacios de libertad (2017) e Ideas y poder (2019).
La reflexión sobre España tiene una larga e ilustre tradición. Desde la generación del 98 España se presentaba ante todo como un problema. La República, la guerra civil y el franquismo, obligaron a repensarlo todo: España en su historia, la democracia como posibilidad, el atraso económico, la identidad nacional, el problema militar, la aparición de los nacionalismos catalán, vasco y gallego o la organización territorial del Estado.
Desde Unamuno, Ortega y Azaña hasta Marías, Semprún y Savater, los intelectuales han tenido en la historia contemporánea española un papel singular y en buena medida necesario.
Pensar España responde a un doble propósito: exponer ideas sobre la España del siglo XX y proporcionar «materiales» para comprender sus problemas esenciales. Este libro de Juan Pablo Fusi es una aproximación muy selectiva y personal (pero no arbitraria) al pensamiento español. En sus páginas se combinan capítulos sobre Ortega y Azaña, la cultura en la República, bajo el franquismo y en la Transición, pequeñas monografías sobre Jorge Semprún y Julián Marías, con ensayos generales sobre España en el siglo XX, la guerra civil y sus profundas huellas, el advenimiento de la democracia o el problema de ETA.
Pensar España
En torno al pensamiento
español del siglo XX
© 2021, Juan Pablo Fusi
© 2021, Arzalia Ediciones, S. L.
Calle Zurbano, 85, 3º-1. 28003 Madrid
Diseño de cubierta, interior y maquetación: Luis Brea
ISBN: 978-84-17241-93-3
Producción del ePub: booqlab
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Prólogo
1. España: el siglo xx
España: del 98 a la caída de la monarquía
República y guerra
La dictadura
De la dictadura a la democracia
2. Dos ideas de España: Ortega y Azaña
El Escorial: Ortega
El Escorial: Azaña
España como problema
3. La República de los intelectuales
La República, Estado cultural
El apogeo republicano
Particularismo cultural
La politización de los intelectuales
4. España, campo de ruinas
Líneas de fuego
La dictadura de Franco
La España inmóvil
5. En el Laberinto
Dos regresos: Ortega y Brenan
Raymond Carr (1919-2015)
6. Espacios de libertad
El fin de la posguerra
Re-pensar España
Rehacer la historia
El régimen como problema
La reinvención de la democracia
7. La democracia en España
La nueva democracia española
La transición económica
La monarquía como solución
España, país europeo
8. La libertad recuperada
Examen de conciencia
Libertad creativa: la nueva modernidad española
España revisada
9. Jorge Semprún: ficción verdadera
La vida
La escritura
La identidad
10. ETA como problema
La aparición de ETA
La «lucha armada»: la ofensiva terrorista
«La socialización del sufrimiento»: terrorismo selectivo y violencia social
El agotamiento de ETA: terrorismo residual
11. Julián Marías: España como preocupación
Epílogo: Leer sobre España (comentario bibliográfico)
Bibliografía
A la memoria de Rogelio Rubio Hernández
1938-2020
Pensar España responde a un doble propósito: exponer ideas y reflexiones en y sobre la España del siglo XX; proporcionar «materiales» para comprender sus problemas esenciales (o algunos de ellos). El libro, una aproximación muy selectiva y personal (pero no arbitraria) al pensamiento español, combina, así, capítulos sobre Ortega y Azaña, la cultura en la República, bajo el franquismo y en la Transición, sobre Semprún y Julián Marías, con ensayos generales sobre España en el siglo XX, la Guerra Civil y sus consecuencias, la democracia de 1978 y ETA como problema.
La reflexión sobre España tiene una larga y nada desdeñable tradición en la cultura del país. A las generaciones del 98 y del 14, España se les presentó ante todo como un problema, como una preocupación. La República, la Guerra Civil, el franquismo obligaron enseguida a repensarlo todo: España en su historia, la democracia como posibilidad, el atraso económico, la identidad nacional, el problema militar, la aparición de los nacionalismos catalán, vasco y gallego, la organización territorial del Estado. De ahí, por un lado, la preocupación y el interés de mi propia generación historiográfica, nacida en torno a la década de 1940, por el problema de la democracia en España, y por otro, que muchos observadores pudieran —pudiéramos— ver la Transición y la nueva democracia española de 1978 como la respuesta a la crisis que el país parecía padecer desde su formación como Estado nacional moderno a lo largo del siglo XIX.
Porque, en efecto, la crisis que vivió entre 1808 y 1840 —invasión napoleónica, guerra de independencia, revolución gaditana, pérdida de América, primera guerra carlista— pareció dejar a España prácticamente sin Estado o, si se quiere, como un Estado nacional fallido1. Para Ortega y Gasset, la España de la Restauración de 1876 no era aún una nación verdaderamente vertebrada; para Azaña, el problema era ante todo un problema de democracia. Ambos, así lo entiendo, llevaban razón. «España, nación fallida» y «La democracia en España» son ciertamente temas de enorme relevancia. De ahí se derivó en definitiva —esa es la idea última que subyace a este libro, Pensar España— la crisis española del siglo XX: caída de la monarquía, II República, deslegitimación del régimen republicano, Guerra Civil, destrucción de la democracia, dictadura de Franco.
Esos son los temas en torno a los que se articula este libro, sus capítulos generales, sus capítulos sectoriales o mínimamente monográficos. Pensar España es, no obstante, un ejercicio de historia intelectual. La perspectiva precisa aclaración (aunque sea telegráfica). A. J. P. Taylor escribió en English History 1914-1945, su libro de 1965, que las novelas de Virginia Woolf eran «irrelevantes» para el historiador, puesto que solo interesaron a «un pequeño grupo de intelectuales». La perversidad de Taylor —desacralizar a Virginia Woolf— puede ser válida para Gran Bretaña. La figura del intelectual como conciencia pública, moral, de un país no existe en el mundo anglosajón (o existe de otra manera). La historia francesa, latinoamericana, española, rusa y muchas otras no se entienden, sin embargo, sin la figura del intelectual (Tolstoi en Rusia; Zola, Gide o Sartre en Francia; Croce en Italia; Thomas Mann, Günter Grass, en Alemania; Sarmiento, Alberdi, Alfonso Reyes, Octavio Paz, Vargas Llosa, en América Latina).
Se comprende. Cultura es, según escribió Ortega en Meditaciones del Quijote (1914), nada menos que el sistema de ideas de un país. La crítica como patriotismo era para el propio Ortega lo que en España habían hecho intelectuales eminentes como Cervantes. En cualquier caso, desde Unamuno, Ortega y Azaña a Julián Marías, Semprún y Savater, los intelectuales han tenido en la historia contemporánea española papel singular y en buena medida necesario. También escribió Ortega, en La deshumanización del arte e Ideas sobre la novela (1925), que, aparte la filosofía, «las emociones intelectuales más poderosas que el próximo futuro nos reserva vendrán de la historia y la novela». Sobre esas «emociones» (y alguna otra: arte, cine…) está construido este libro.
J. P. F. A.
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1 Sobre estos temas —crisis del Antiguo Régimen y revolución liberal— debe verse toda la obra, espléndida, de Miguel Artola: Los afrancesados, Antiguo Régimen y revolución liberal, Los orígenes de la España contemporánea, La España de Fernando VII, La guerra de la Independencia…
El español que pretenda huir de las preocupaciones nacionales será hecho prisionero de ellas diez veces al día, y acabará por comprender que para un hombre nacido entre Bidasoa y Gibraltar es España el problema primero, plenario y perentorio.
JOSÉ ORTEGA Y GASSET,
«La pedagogía social como problema político», conferencia leída en Bilbao, el 12 de marzo de 1910
A principios del siglo XX, España era para Pío Baroja «el país ideal para los decrépitos, para los indianos, para los fracasados, para todos los que no tienen nada que hacer en la vida…»1. España (18,6 millones de habitantes en 1900; dos tercios de población rural y analfabeta) era, en efecto, un país rural y atrasado, sumido en buena medida en la miseria y el subdesarrollo, que aparecía como el paradigma del fracaso: una modesta nación, sin apenas presencia en el mundo, que en 1898 acababa de perder lo que le quedaba de su formidable pasado imperial (Cuba, Filipinas, Puerto Rico). En 2009, esa misma España (40,8 millones de habitantes; economía industrial y de servicios; 78 por ciento de población urbana) era, por su Producto Interior Bruto, la octava economía del mundo. Democratizada desde 1975 e integrada en la Unión Europea desde 1986, la España de finales del siglo XX contaba de nuevo en la vida internacional. Políticos españoles figuraban al frente de importantes organismos mundiales (Javier Solana, secretario general de la OTAN y alto representante del Consejo para la Política Exterior y de Seguridad Común de la Unión Europea; Federico Mayor Zaragoza, director general de la UNESCO; Enrique Barón y José María Gil Robles Gil Delgado, presidentes del Parlamento Europeo…). España acogía relevantes acontecimientos mundiales (Cumbre de Madrid sobre Oriente Medio, 1991; Juegos Olímpicos de Barcelona, 1992; Exposición Universal de Sevilla, 1992). Tropas españolas participaban en acciones militares conjuntas, con sus aliados, en distintos puntos del planeta.
El cambio había sido, por tanto, formidable. La modernización de España —esto es, su transformación en un país democrático, europeo y desarrollado— era un hecho histórico de extraordinaria trascendencia: la verdadera revolución española del siglo XX. Precisemos. La modernización española no fue resultado de una evolución gradual y tranquila. La plena modernidad solo llegó a partir de 1975, tras el restablecimiento de la democracia a la muerte del general Franco y la aprobación de una nueva Constitución, democrática y consensuada, en 1978. Antes, la Guerra Civil de 1936-1939 (300.000 muertos, 300.000 exiliados permanentes, 300.000 represaliados por la dictadura de Franco entre 1939 y 1945) y su secuela, la dictadura franquista (1939-1975), habían dejado, como era lógico, huella indeleble en la vida histórica del país: habían hecho que la historia de España fuera vista como la historia de un fracaso.
Sin duda, España parecía a principios del siglo XX fracasada como nación. Eso podían revelar, por ejemplo, la derrota del 98 y la aparición, ya en la década de 1890, de movimientos nacionalistas en Cataluña y el País Vasco (y del galleguismo cultural), el atraso de Andalucía, Galicia y Extremadura, o que casi tres millones de personas emigraran entre 1900 y 1930. España entró en esa centuria con tres grandes problemas: un problema de atraso económico, un problema de democracia y un problema de organización territorial del Estado. Pero España era desde 1900 (en realidad, desde antes) una sociedad en transformación que experimentaba ya un nada desdeñable proceso de cambio —descenso de la población rural, crecimiento de las ciudades, formación de una sociedad profesional, auge de las clases medias— y de desarrollo industrial (al menos en Cataluña, Vizcaya, Guipúzcoa, las minas de Asturias y el propio Madrid). La población registró un crecimiento sostenido entre 1900 y 1930. En este último año, Barcelona y Madrid —muy modernizada desde la apertura a partir de 1910 de la Gran Vía y el comienzo, luego, en 1927, de la construcción de la nueva Ciudad Universitaria— tenían cerca de un millón de habitantes y el 42 por ciento de la población del país vivía ya en núcleos de más de 10.000. La II República creyó necesario por eso que once ciudades (Barcelona, Córdoba, Granada, Madrid, Málaga, Murcia, Cartagena, Sevilla, Valencia, Bilbao y Zaragoza) formaran circunscripción electoral propia (separada de sus respectivas provincias). Unamuno decía en 1933 que la clase media (no la aristocracia terrateniente ni los jornaleros sin tierra) era el «nervio y tuétano de la patria». Precisamente, y como habrá ocasión de ver más ampliamente, con Unamuno, Azorín, Menéndez Pidal, Baroja, Valle-Inclán, Ortega y Gasset, Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna y García Lorca España alcanzó entre 1900 y 1936 una «asombrosa plenitud intelectual» (en palabras de Julián Marías). Zuloaga, Sorolla y Falla lograron un excepcional reconocimiento internacional. Picasso transformó de raíz todo el arte del siglo XX. La obra filosófica y las empresas culturales de Ortega (El Sol, Revista de Occidente…) constituyeron uno de los episodios esenciales de la cultura europea de su tiempo. La misma España que en 1898 perdía sus últimas colonias, liquidaba victoriosamente en 1927 la guerra de Marruecos, donde ejercía una labor colonialista de protectorado desde los primeros años del siglo y donde la ocupación española había encontrado —en Tetuán, en Melilla, en el Rif— resistencia armada significativa.
La España de Alfonso XIII (1902-1931) tuvo muy graves dificultades políticas y sociales: Cataluña, Marruecos, la cuestión social, la violencia anarcosindicalista, la paulatina afirmación del poder militar, la fragmentación de los partidos, la inestabilidad gubernamental. Debido al fraude electoral, el sistema político español, que Joaquín Costa definió en 1902 como oligarquía y caciquismo, arrastró un gravísimo déficit de representatividad. El mismo Alfonso XIII, que inició su reinado con una idea liberal y regeneracionista de la política, fue acentuando con el tiempo, y especialmente desde 1917-1919, las críticas al parlamentarismo y a los partidos políticos. Pero los problemas españoles no fueron ni excepcionales ni insolubles. Muchos de los hombres que gobernaron antes de 1923 fueron políticos notables y con alto sentido del Estado. Hubo sin duda gobiernos eficaces y competentes, como por ejemplo el gobierno largo de Maura (1907-1909) o el gobierno Canalejas de 1910-1912. Podía volver a haberlos. España era en 1923, el año en que el golpe del general Primo de Rivera liquidó el régimen parlamentario, un país liberal. El mismo golpe militar de 1923 no nació de un movimiento de opinión antiliberal, autoritario y ultranacionalista: su detonante fue la crisis abierta (exigencia de responsabilidades, pugna poder civil-poder militar) por el desastre sufrido por el ejército español —unos 9.000 muertos, pérdida casi total de la comandancia de Melilla— en Annual (Marruecos), en julio de 1921, ante la guerrilla de Abd el-Krim. La dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) no fue un régimen fascista: fue una dictadura paternalista, tecnocrática y, a su modo, regeneracionista, que impulsó las obras públicas, la electrificación y las comunicaciones, concluyó la guerra de Marruecos y realizó importantes cambios en la estructura del Estado (y que fracasó básicamente porque, carente de proyectos ideológicos y políticos bien definidos, no pudo institucionalizarse).
Dicho de otro modo: el golpe de Primo de Rivera de 1923 —que, improvisado y azaroso, pudo o no haberse producido o haber fracasado— cambió el curso de la historia de España, una de las tesis sustantivas en la interpretación de España de Raymond Carr2. La dictadura impidió la posible evolución de la monarquía de Alfonso XIII hacia un régimen plenamente representativo, tal como cabía esperar, no de la voluntad de la clase política sino de las «reformas silenciosas» (en expresión de Mercedes Cabrera) que operaban ya, de forma cada vez más evidente, en la propia sociedad española. El giro fue, pues, esencial. La dictadura, cuya caída en 1930 arrastró a la monarquía, trajo la República; la República trajo la Guerra Civil; y la guerra, la dictadura de Franco. Lo que pudo haber sido evolución tranquila en un país en desarrollo que vivía un luminoso momento cultural se trocó en unos años en tragedia: una crisis de dimensiones formidables que marcó irreversiblemente la historia del país.
En efecto, la II República (1931-1936) supuso la más clara e ilusionada posibilidad de transformación democrática que España había conocido hasta entonces. Encarnada ante todo en Manuel Azaña3, la República abordó entre 1931 y 1933 la solución de todos los grandes problemas (agrario, militar, religioso, regional) que habían condicionado la evolución del país hacia la modernidad: quiso expropiar los latifundios y repartir la tierra; crear un ejército democrático y profesionalizado; limitar la influencia de la Iglesia y secularizar la vida social, y conceder la autonomía a Cataluña y al País Vasco (y con el tiempo, a Galicia y otras regiones). Pero el proyecto republicano polarizó la vida política. El anarco-sindicalismo vio en la República la ocasión para la revolución española y desencadenó de inmediato una verdadera ofensiva de huelgas revolucionarias4. La España católica, la Iglesia, los propietarios de tierras, parte del ejército, se opusieron frontalmente a las reformas republicanas. El general Sanjurjo protagonizó un intento (fallido) de golpe de estado antirrepublicano ya en agosto de 1932. La orientación maximalista que desde 1933 siguieron los dos grandes partidos del país—la CEDA, el partido de la derecha católica dirigido por José Mª Gil Robles; el sector de Largo Caballero del PSOE, el gran partido de la izquierda— hizo casi inviable la experiencia republicana. Tras ganar las elecciones de 1933, la España conservadora procedió a rectificar la República desde dentro. La revolución que en octubre de 1934 lanzó el PSOE contra la entrada de la CEDA en el gobierno (ante el temor de que dicha formación fuese un fascismo a la española) dañó seriamente la legitimidad del régimen. Cuando en febrero de 1936, la izquierda, unida en el Frente Popular articulado en torno a Azaña y Prieto, ganó las elecciones, los militares de la derecha fueron directamente a la conspiración y al posterior golpe de Estado. La situación social y política de la primavera de 1936 —desórdenes públicos, huelgas, ocupaciones de tierras, destitución del presidente de la República, Alcalá Zamora, asesinato de José Calvo Sotelo, el líder de la derecha monárquica— hizo insostenible la situación.
Los militares sublevados, que veían en la República un régimen sin legitimidad política y contrario a la unidad nacional y la esencia católica de España, creyeron que el golpe, que estalló el 18 de julio de aquel año, triunfaría fácilmente. Se equivocaron: desencadenaron una devastadora Guerra Civil de tres años. La derecha vio la contienda como una cruzada contra el comunismo; la izquierda la idealizó como la resistencia del pueblo y del proletariado contra el fascismo. La guerra tuvo, desde luego, profundas connotaciones sociales e ideológicas, además de políticas. Su causa última fue, con todo, la división moral del país. Aun así, el proceso desencadenante de la guerra (conspiración, sublevación militar) se articuló a través de decisiones individuales de los líderes del golpe5 que, como es obvio, pudieron no haberse tomado.
La sublevación militar, a cuyo frente apareció enseguida el general Franco, triunfó solo en una parte de España6. Como reacción, en la zona republicana se desencadenó un verdadero proceso revolucionario de la clase trabajadora, bajo la dirección de los partidos obreros y de los sindicatos. La oficialidad del Ejército se partió por la mitad en sus lealtades7. La República retuvo gran parte de la aviación y de la marina. La guerra española, que conmocionó la conciencia del mundo, se internacionalizó desde el primer momento. Alemania e Italia reconocieron a Franco en noviembre de 1936. Alemania envió ese mismo mes la Legión Cóndor8 y unos 5.000 asesores a lo largo de la contienda. Italia mandó unos 70.000 soldados. La URSS puso al servicio de la República unos 2.000 asesores; 50.000 voluntarios extranjeros combatieron con la República alistados en las Brigadas Internacionales.
El conflicto escaló de guerra de columnas y milicias, en sus momentos iniciales, a guerra total entre dos ejércitos cada vez mejor equipados y más numerosos9 en la que la artillería y la aviación, con bombardeos sobre poblaciones civiles, terminaron por cobrar importancia decisiva. El objetivo inicial de las tropas rebeldes fue Madrid. El fracaso, por la tenaz resistencia republicana, reforzó la leyenda del antifascismo español10. Franco llevó luego la guerra al norte. Primero, en marzo de 1937, al País Vasco, región autónoma desde octubre del 36, y luego a Santander y por último, a Asturias, áreas que sucesivamente cayeron en poder de la España nacional11. Euskadi cayó en junio de 1937. Pese a un brillante contraataque republicano en julio sobre Brunete, cerca de Madrid, Franco se apoderó de Santander en agosto y de Asturias en octubre (tras contener otra importante ofensiva republicana, esta vez en Belchite, en Aragón).
Franco, que desde octubre de 1936 tuvo el mando militar y político de la España sublevada, impuso en abril de 1937 la unidad política en su zona. La República careció, por el contrario, de unidad territorial (y aun militar), y de estabilidad política. Entre julio de 1936 y mayo de 1937 se formaron hasta cuatro gobiernos diferentes. El fraccionamiento político y militar del norte —entre la Euskadi autónoma, Santander y Asturias— fue, precisamente, una de las causas del derrumbamiento de la región. Cataluña quedó paralizada por la dualidad de poder que existió desde julio de 1936 entre el gobierno autónomo catalán y el poder sindical del Comité de Milicias Antifascistas bajo control de la CNT y la FAI, dualidad que culminó en mayo de 1937 cuando milicias de la CNT-FAI y del POUM (un pequeño partido filotrotskista) se enfrentaron en Barcelona con las fuerzas del gobierno central que, ante la situación, trataban de imponer su autoridad y recuperar los puntos y edificios estratégicos controlados por las milicias12.
Tomado Teruel tras duros combates, el ejército rebelde avanzó, en la primavera de 1938, por el Ebro hacia el Mediterráneo, operación que partió en dos el territorio republicano. Fracasado el contraataque republicano en el río Ebro, ya en julio de 1938, en la batalla más larga y dura de la guerra, Franco ocupó Cataluña (enero de 1939). Aunque la República aún retenía Madrid, la Mancha, Valencia y el sudeste del país, la guerra estaba decidida. 500.000 personas —el presidente de la República, Azaña, entre ellas— habían salido hacia el exilio tras la caída de Cataluña. Solo Negrín y sus asesores comunistas creían posible la resistencia: el 4 de marzo de 1939, el teniente coronel Casado, jefe del Ejército del Centro, se sublevó contra Negrín y formó un Consejo Nacional de Defensa para negociar la paz con Franco (mientras, paralelamente, se sublevaban militares y marinos de la base naval de Cartagena). Madrid fue escenario durante varios días de violentos combates entre fuerzas de Casado y fuerzas de Negrín, en los que murieron 2.000 personas (y en torno a 1.500 en los hechos de Cartagena). Franco no quiso negociación alguna. Exigió la rendición incondicional: sus tropas entraron en Madrid el 28 de marzo de 1939.
Franco ganó porque supo imponer la unidad militar y política en su zona, por la mayor moral de sus tropas, la calidad de la ayuda internacional que recibió y la mayor capacidad militar de sus ejércitos y oficiales; también por las propias debilidades de la República. La guerra, en efecto, había terminado. Murieron unas 300.000 personas (de ellas en torno a 60.000 en la represión en la zona nacional y 40.000 en la represión en la zona republicana), devastó numerosos núcleos urbanos y destruyó la mitad del material ferroviario y una tercera parte de la ganadería y de la marina mercante. Franco ejecutó a decenas de miles de personas en la inmediata posguerra. La contienda dejó una profunda huella en la psique nacional que condicionó a varias generaciones de españoles.
El resultado de la Guerra Civil fue la dictadura de Franco —un militar conservador, católico, desconfiado, prudente, obsesionado por el comunismo y la masonería—, régimen que se prolongó hasta su muerte el 20 de noviembre de 1975. Basado en las ideas nacionalistas y fascistas de la Falange, en el pensamiento social de la Iglesia y en los principios de orden y unidad de los militares, el franquismo fue una dictadura personal, el arquetipo de régimen autoritario: totalitario hasta 1945; confesionalmente católico y anticomunista desde 1945-1950, al hilo de la Guerra Fría; tecnocrático y desarrollista desde 1957-1960. La dictadura no fue, con todo, un mero paréntesis en la historia de España. El país cambió decisivamente entre 1939 y 1975: no se modificaron, sin embargo, ni la naturaleza antidemocrática del franquismo ni su acción represiva permanente.
Instalada, en efecto, en la Europa de Hitler, España vio desde 1939 la creación de un Estado nacional-sindicalista, la oficialización de los rituales fascistas de la Falange, la recatolización de España, la afirmación del Movimiento como partido único y la adopción de políticas económicas basadas en la autarquía y el control estatal. España no entró en la II Guerra Mundial, pero mandó la División Azul a Rusia en 1941. Tras la derrota del Eje en 1945, el régimen de Franco fue definiéndose como una monarquía social y representativa y como una democracia orgánica. Franco retuvo siempre todo el poder: las jefaturas del Estado y del Gobierno, la jefatura del Movimiento, el mando de las Fuerzas Armadas. Las Cortes, creadas en 1942, fueron concebidas como un órgano de colaboración, no de control del gobierno. Eran designadas, no elegidas: carecían de funciones legislativas. La dictadura prohibió partidos políticos, movimientos nacionalistas, sindicatos, huelgas y manifestaciones y controló, a través de la censura y las consignas, la prensa y la radio.
Régimen autárquico y nacionalista, el franquismo organizó un fuerte sector público: ferrocarriles, minas, teléfonos, distribución de gasolina y transporte aéreo. Para impulsar la industrialización, en 1941 creó el Instituto Nacional de Industria, que entre 1941 y 1957 construyó fábricas y empresas de aluminio y nitratos, industrias químicas, astilleros, grandes siderurgias, refinerías y fábricas de camiones y automóviles. El régimen impulsó las obras públicas (pantanos, centrales térmicas). Controló precios y salarios, y el comercio exterior. Integró desde 1940 a trabajadores y empresarios en la Organización Sindical, los sindicatos verticales del Estado; y creó un modesto sistema de seguros sociales de tipo asistencial y paternalista. El coste que todo ello supuso para España fue, sin embargo, muy elevado. La autarquía tuvo un precio desmesurado y se hizo a costa de un proceso inflacionario alto. La política agraria del primer franquismo fue un desastre. El cuatrienio 1939-1942 se caracterizó por años de hambre. La reconstrucción de lo destruido durante la guerra fue solo aceptable. La producción, pese al esfuerzo inversor del Estado, no alcanzó el nivel de 1936 hasta 1951. En 1960 España era uno de los países más pobres de Europa.
La derrota del fascismo en la II Guerra Mundial dejó, además, al país en una situación dificilísima. La ONU rechazó en 1945 la admisión de España; el 12 de diciembre de 1946 votó una declaración de condena del régimen español y recomendó la ruptura de relaciones con el mismo, resolución que la comunidad internacional, con pocas excepciones, comenzó a cumplir de inmediato. El régimen de Franco sobrevivió, con todo, a las dificultades que había provocado. Desde 1945, hizo cambios que le dieron una fachada más aceptable: Fuero de los Españoles, leyes de Referé ndum y de Sucesión, amnistía parcial, supresión del saludo fascista, evacuación de Tánger, ocupada en 194013. Su política exterior buscó formas (limitadas) de legitimación internacional: pacto ibérico con Portugal, hispanidad, amistad con los países árabes, concordato con el Vaticano. La Guerra Fría fue, con todo, esencial. Revalorizó al régimen de Franco ante los Estados Unidos y propició la aproximación hispano-norteamericana: en septiembre de 1953 cedió a Estados Unidos bases militares en Torrejón, Zaragoza, Morón y Rota14. Tras su ingreso en la ONU el 15 de diciembre de 1955, la España de Franco fue ya una nación reconocida por la comunidad internacional. Nunca tuvo, con todo, legitimidad democrática. En febrero de 1956 se produjeron graves protestas contra el régimen, protagonizadas por estudiantes de la universidad de Madrid. En abril, España daba precipitadamente la independencia al Marruecos español, forzada por la decisión previa francesa de retirarse del Marruecos francés. En octubre, inflación, déficit exterior y pérdida masiva de reservas de divisas extranjeras crearon la situación de crisis económica más grave desde el fin de la guerra.
España cambió en la década de 1960. La clave de la transformación fue el Plan de Estabilización de julio de 1959, un modelo ortodoxo de estabilización15 y una apuesta por la liberalización de la economía española que rectificaba todo lo que el régimen había hecho desde 1939. Estabilización y liberalización provocaron, en efecto, el despegue económico. Los años del desarrollo (1960-1973), pilotados por gobiernos con fuerte presencia de ministros del Opus Dei, hicieron de España un país industrial y urbano. Grandes migraciones transformaron su estructura demográfica. En 1960 hubo 6 millones de turistas; en 1975, 30 millones: el turismo cambió la economía de muchas regiones y enclaves, y los hábitos y comportamientos de los españoles. La producción y el uso de automóviles y electrodomésticos aumentaron de forma espectacular. La economía española creció a una media anual de entre el 5 y el 10 por ciento entre 1966 y 1971. En 1970, el 75 por ciento de la población laboral trabajaba ya en la industria y los servicios. En 1975, en torno al 75 por ciento de la población vivía en ciudades de más de 10.000 habitantes. El número de estudiantes universitarios pasó de 87.600 en 1962 a 255.000 en 1971-1972. El «milagro español» tuvo graves contrapartidas: estancamiento de la agricultura, fuertes desequilibrios regionales, elevado éxodo rural, sector público ineficiente y deficitario, graves insuficiencias de tipo asistencial, horrores urbanísticos, desastres ecológicos, hacinamiento de la población industrial en barriadas carentes de servicios. Pero España había superado la barrera del subdesarrollo. En 1971 era el cuarto país del mundo en construcción naval; la primera empresa española era SEAT, del sector del automóvil. La renta per cápita que en 1960 era de 300 dólares, llegaba en 1975 a 2.486.
La década del desarrollo vio, como contrapartida, la reaparición de la conflictividad. Estudiantes e intelectuales se rebelaron en demanda de libertades y derechos democráticos. Los trabajadores reclamaron libertades sindicales y mejores condiciones laborales. ETA, creada en 1959 y que desde 1968 recurrió al terrorismo, reactivó el problema regional. Desde el Concilio Vaticano II (1964), la misma Iglesia fue divorciándose del régimen. La contradicción entre una sociedad en vías de modernización y un régimen político autoritario y de poder personal se hizo así manifiesta. Escindido entre aperturismo e inmovilismo, el franquismo, que tuvo ahora su hombre fuerte en el almirante Carrero Blanco, entró en crisis a partir de 1969. El crecimiento económico siguió a un muy fuerte ritmo en los años 1970-1975. Pero el continuismo institucional que Franco y Carrero Blanco quisieron proyectar en los últimos años del régimen era cuando menos problemático: la naturaleza del régimen debilitaba su propia autoridad política y moral ante los conflictos, y amenazaba su propia estabilidad16. El juicio que en diciembre de 1970 tuvo lugar en Burgos contra 16 militantes de ETA provocó violentas protestas en toda Europa. ETA mató en diciembre de 1973 al propio presidente del gobierno y pieza clave del régimen, Carrero Blanco.
La apertura prometida en febrero de 1974 por el último ejecutivo de Franco, encabezado por Arias Navarro, promesa que galvanizó la política del país —y permitió la acción pública de la oposición moderada y una considerable libertad de prensa—, fue un fracaso: no hubo democratización del régimen. En marzo de 1974 fue ejecutado un joven anarquista acusado de terrorismo, Salvador Puig Antich. Una bomba de ETA mató en Madrid, en septiembre de 1974, a once personas. El 27 de septiembre de 1975 fueron ejecutados, en medio de la indignación internacional, dos militantes de ETA y tres del FRAP, un grupo de extrema izquierda aparecido en 1973 que había atentado contra varios policías. La evolución del franquismo hacia la democracia era imposible.
El franquismo no sobrevivió a la muerte de Franco. La transición de la dictadura a la democracia —impulsada por el propio rey Juan Carlos, el hombre que Franco había designado en 1969 como su sucesor— fue una operación compleja y un gran éxito histórico. Fue, en cualquier caso, un proceso menos coherente y planeado de lo que su desenlace final podría sugerir. Exigió iniciativas y negociaciones complicadas, a menudo polémicas (y alguna, errónea), a veces presididas por la improvisación y siempre por la incertidumbre. A la Transición contribuyeron sin duda la transformación económica y social que el país había experimentado desde 1960 y la coyuntura internacional. Pero se derivó sobre todo de la convicción del rey Juan Carlos, de sus asesores y de sus primeros gobiernos (desde que Adolfo Suárez fue nombrado primer ministro en 1976) de que la paz y el futuro de España, y también la institucionalización de la monarquía restaurada, exigían su transformación en un régimen democrático de integración nacional. La Transición fue posible porque se acertó con el hombre, Suárez, y con el procedimiento, una reforma en profundidad desde la propia legalidad franquista; y porque la oposición a la dictadura —encabezada en 1975 por el PSOE de Felipe González y Alfonso Guerra y el Partido Comunista de Santiago Carrillo— supo anteponer, por pragmatismo político y sentido de la historia, el restablecimiento de la democracia a consideraciones doctrinarias y revanchistas. Restablecidas las libertades, celebradas elecciones en 1977 (las primeras desde 1936), el nuevo consenso histórico se plasmó en la Constitución de 1978: España se configuraba como una monarquía parlamentaria y democrática y como un Estado autonómico en el que nacionalidades y regiones tenían derecho a la autonomía.
Apoyada en un electorado que desde 1977 votaría, por lo general, posiciones de centro, y en unos medios de comunicación nuevos de gran dinamismo y pluralidad, la nueva democracia española era, cuando finalizaba el siglo, un sistema estable. Ciertamente, el terrorismo de ETA17 había condicionado la transición a la democracia; igualmente, pese a la creación del Estado autonómico y a la concesión de una amplísima capacidad de autogobierno a sus regiones, los nacionalismos vasco y catalán, y en menor medida el gallego, cuestionaban la idea de España como nación y planteaban su transformación en un Estado plurinacional. Pero la monarquía, lejos de ser cuestionada, era altamente popular. El grado de participación electoral era siempre elevado, como mostraron todas las elecciones posteriores a 1977. La alternancia de partidos en el poder funcionaba. El único intento contra la democracia, el conato de golpe de Estado de 23 de febrero de 1981, fracasó. Los atentados —terribles, brutales— de ETA conmocionaron a la sociedad española: nunca pudieron imponerse al Estado. La izquierda volvió al poder, por primera vez desde 1936, tras la gran victoria electoral de los socialistas (PSOE) en las elecciones generales de octubre de 1982.
Entre 1976 y 1982, gobernó la Unión de Centro Democrático, el partido de Suárez, que restableció la democracia, aprobó la Constitución e inició el proceso autonómico. Leopoldo Calvo Sotelo (1981-1982) completó la «transición exterior». El largo periodo de gobierno socialista (1982-1996), bajo el liderazgo de Felipe González, significó la consolidación de la democracia, la entrada en la Comunidad Europea, la reconversión industrial, la ampliación del Estado del bienestar, una importante modernización de las infraestructuras del país, la recuperación del prestigio internacional de España y varios años de fuerte crecimiento económico. Desde 1996 gobernó el Partido Popular, dirigido por José María Aznar: hasta el año 2000 dio gran estabilidad a la acción del gobierno, mantuvo el crecimiento económico, redujo sensiblemente el desempleo y llevó a España a la integración monetaria europea.
Cuando terminaba el siglo XX, los viejos problemas de España parecían definitivamente resueltos. Aparte de ETA y los nacionalismos, los problemas de España eran los de una sociedad desarrollada, urbana, moderna: medio ambiente, financiación del Estado del bienestar, marginalidad social, tercera edad, consumo de drogas, incluso (ya en la década de 1990) inmigración clandestina, procedente sobre todo del norte de África. España era una economía pujante: un país inversor (especialmente en América Latina) y un país de inmigrantes (procedentes de ese mismo continente, de Europa del Este y del norte de África). Era una sociedad dominada sobre todo por el peso de las clases medias urbanas vinculadas a las profesiones liberales, a la gestión de empresas, a los servicios, al funcionariado, con niveles relativamente altos de bienestar económico y un alto grado de homogeneidad en valores, actitudes y mentalidad. Con el ingreso en la OTAN (1981) y en la Unión Europea (1986), España parecía haber resuelto el problema de su identidad como nación y encontrado su papel en el ámbito internacional. España, en suma, se había encontrado con la modernidad.
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1 La dama errante, 1906.
2 En su gran libro España 1808-1939 publicado en español en 1969 y en inglés en 1966.
3 Aunque no solo: Alcalá Zamora y Miguel Maura; los líderes socialistas Largo Caballero, Prieto, Besteiro y Fernando de los Ríos; Lerroux, José Mª Gil Robles, Martínez Barrio; Macià, Companys, José A. Aguirre; José Antonio Primo de Rivera, Dolores Ibárruri, José Calvo Sotelo…, muchos otros, tuvieron igualmente protagonismo decisivo.
4 La CNT y la FAI, las dos organizaciones anarco-sindicalistas, desencadenaron insurrecciones violentas en enero de 1932, enero de 1933 y diciembre de 1933.
5 Los generales Mola, Franco, Queipo de Llano, Goded y otros.
6 La sublevación fracasó en Madrid, Cataluña, Levante, Guipúzcoa, Vizcaya, Santander y Asturias, en el centro-sur del país y en gran parte de Andalucía y Aragón.
7 De los 15.300 oficiales en activo que el ejército español tenía en 1935, en torno a 8.000 se sublevaron y 7.260 permanecieron leales a la República.
8 En torno a un centenar de aviones con pilotos y mandos alemanes.
9 500.000 soldados por cada bando en la primavera de 1937.
10 La última ofensiva sobre Madrid, esta vez desde Guadalajara y a cargo principalmente de fuerzas italianas, fue en marzo de 1937.
11 En el curso de la guerra en el norte, Guernica fue bombardeada por aviones alemanes el 27 de abril de 1937.
12 La crisis, una guerra civil dentro de la Guerra Civil, se saldó con la reafirmación del poder del gobierno, pero a costa del reforzamiento del poder de los comunistas en el gobierno republicano, la dimisión del jefe del mismo, Largo Caballero, y su sustitución por Juan Negrín. El POUM fue ilegalizado; su líder, Andreu Nin, fue secuestrado y asesinado al parecer por policías comunistas.
13 La Ley de Sucesión (26 de julio de 1947) definió a España como Reino y como Estado «católico social y representativo», definiciones que iniciaron el proceso, nunca plenamente concluido, de desfalangización del régimen y de su institucionalización.
14 Estado Unidos concedió a España una sustanciosa ayuda económica cercana a los 1.000 millones de dólares.
15 Devaluación de la peseta, reducción de la circulación fiduciaria, elevación de los tipos de interés, liberalización de las importaciones, congelación del gasto público, créditos internacionales.
16 Pese a que la huelga estaba prohibida, en 1970 hubo un total de 1.595 huelgas y en 1974, cerca de 2.000.
17 750 muertos entre 1975 y 2000, 854 hasta 2011, el año en que ETA abandonó la «lucha armada», su eufemismo por terrorismo.
Casi todos los que a ver El Escorial se llegan, van con antojeras, con prejuicios políticos y religiosos, ya en un sentido, ya en el contrario; van, más que como peregrinos del arte, como progresistas o como tradicionalistas, como católicos o como librepensadores. Van a buscar la sombra de Felipe II, mal conocido también y peor comprendido, y si no la encuentran la fingen.
MIGUEL DE UNAMUNO,
«En El Escorial», Salamanca, mayo de 1912
Ortega y Azaña fueron dos de aquellos intelectuales que pronto asumieron un papel rector en la vida española. Lo hicieron, como se irá viendo, desde perspectivas enseguida diferentes y con proyectos sin duda discrepantes. Pero con un fundamento intelectual común: la preocupación por España como Estado y como nación.
Significativamente, El Escorial —como experiencia biográfica, como paisaje, como metáfora de España— tuvo para ambos valor y sentido especiales. Fue un paisaje esencial; les enseñó, o eso pareció, «moral e historia»18.
El Monasterio de El Escorial —escribió Ortega en la «Meditación preliminar» de Meditaciones del Quijote, 1914— se levanta sobre un collado. La ladera meridional de este collado desciende bajo la cobertura de un boscaje, que es a un tiempo robledo y fresneda. El sitio se llama La Herrería. La cárdena mole ejemplar del edificio modifica, según la estación, su carácter merced a este manto de espesura tendido a sus plantas, que es en invierno cobrizo, áureo en otoño y de un verde oscuro en estío. La primavera pasa por aquí rauda, instantánea y excesiva, como una imagen erótica por el alma acerada de un cenobiarca. Los árboles se cubren rápidamente con frondas opulentas de un verde claro y nuevo; el suelo desaparece bajo una hierba de esmeralda que, a su vez, se viste un día con el amarillo de las margaritas, otro con el morado de los cantuesos… Hay aguas claras corrientes que van rumoreando a lo largo, y hay dentro de lo verde avecillas que cantan —verderones, jilgueros, oropéndolas y algún sublime ruiseñor
Ortega hizo así de El Escorial (que visitó en numerosas ocasiones a lo largo de su vida y sobre el que escribió ensayos, como el citado, especialmente enjundiosos), del monasterio y su imponente entorno, un paisaje filosófico. En las líneas últimas de la misma «Meditación preliminar», decía que Meditaciones del Quijote no era sino «pensamientos suscitados por una tarde de primavera en el boscaje que ciñe el Monasterio de El Escorial, nuestra gran piedra lírica […] Ellos —concluía— me llevaron a la resolución de escribir estos ensayos sobre el Quijote».
Ortega unió así El Escorial y sus Meditaciones del Quijote, dos símbolos —decisivos— de España. Meditaciones del Quijote