Siglo XXI / Historia
Ellen Meiksins Wood
El origen del capitalismo
Una mirada de largo plazo
Traducción: Olga Abasolo
El capitalismo no es ni una consecuencia inevitable de la naturaleza humana, ni una mera ampliación de antiguas prácticas comerciales cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos. Desencadenado en unas coordenadas espaciales y temporales específicas, el capitalismo necesitaba de una transformación radical previa de las relaciones entre los seres humanos y de estos con la naturaleza.
En este clásico de Ellen Meiksins Wood, la autora ofrece al público lector una introducción formidable y accesible a las teorías y debates en torno al nacimiento del capitalismo, el imperialismo y el Estado-nación moderno.
«Este valioso libro ofrece un recorrido extremadamente lúcido por los debates históricos planteados en torno la transición del feudalismo al capitalismo. Es una lectura ineludible para todos aquellos que quieran descubrir no solo los orígenes del capitalismo, sino su fundamento actual.»
CHOICE
«Con el hilo de su argumento, Meiksins Wood no solo ha tejido los debates que precedieron a la cuestión sobre el origen del capitalismo, sino que integra una nueva y valiosa interpretación de la historia que conlleva importantes lecciones para el presente. Un libro brillante.»
SPOKESMAN
«Hay un antes y un después de leer El origen del capitalismo.»
JACOBIN
Ellen Meiksins Wood (1942-2016) fue profesora de Ciencia Política en la Universidad de York, Toronto, durante muchos años. Historiadora de referencia y de prestigio internacional, entre sus numerosas obras se han publicado en castellano Democracia contra capitalismo. La renovación del materialismo histórico (2000), El imperio del capital (2004), De ciudadanos a señores feudales. Historia social del pensamiento político desde la Antigüedad a la Edad Media (2011), ¿Una política sin clases? El post marxismo y su legado (2013) y La prístina cultura del capitalismo. Un ensayo histórico sobre el Antiguo Régimen y el Estado moderno (2018).
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RAG
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Título original
The Origin of Capitalism. A longer view
© Ellen Meiksins Wood, 2002, 2017
© Monthly Review Press, 1999
© Siglo XXI de España Editores, S. A., 2021
para lengua española
Este libro se publica por acuerdo con Verso
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.sigloxxieditores.com
ISBN: 978-84-323-2022-4
AGRADECIMIENTOS
Con motivo de la primera edición del libro, ya agradecí a Neal Wood sus comentarios y estímulo, y a Chris Phelps por convencerme para escribir el libro cuando era el director editorial de Monthly Review Press, y por sus críticas y sugerencias que fueron extremadamente útiles y perspicaces no solo desde un punto de vista editorial, sino sustantivo. Ahora, con motivo de esta nueva edición ampliada y actualizada considerablemente, quisiera sumar a los agradecimientos tanto a George Comninel como a Robert Brenner por sus correcciones (si bien, por supuesto, cualquier error añadido es exclusivamente responsabilidad mía), y por sus aportaciones por no mencionar los años de debate que hemos compartido sobre aspectos relevantes para este libro. Quisiera también agradecerle a Martin Paddio de Monthly Review Press su colaboración, contra viento y marea; y a Sebastian Budgen de Verso por sus críticas constructivas (y por brindarme la oportunidad –junto con el resto de editores de Historical Materialism– de ensayar en sus páginas algunas de las ideas en las que se basa este libro). Estoy también muy agradecida por la labor de Justin Dyer por su atenta e inteligente lectura de pruebas y a Tim Clark por su eficiente gestión del proceso de producción del libro.
INTRODUCCIÓN
La «caída del comunismo», proclamada a finales de la década de los ochenta y durante la de los noventa del siglo pasado, parecía confirmar una creencia compartida por muchos durante largo tiempo: el capitalismo es el estado natural de la humanidad, se adapta a las leyes de la naturaleza y a las inclinaciones básicas del ser humano, y toda desviación de esas leyes e inclinaciones naturales solo puede acabar en desastre.
Es obvio que, hoy en día, el triunfalismo capitalista que siguió a dicha caída del comunismo puede ponerse en cuestión por numerosas razones. Mientras escribía la «Introducción» a la primera edición de este libro, el mundo se recuperaba de la crisis asiática. En la actualidad, las secciones financieras de la prensa diaria contemplan con nerviosismo los indicios de una recesión en Estados Unidos, mientras redescubren los ciclos del capitalismo de toda la vida y que aseguraban eran ya cosa del pasado. El periodo histórico entre ambos episodios se ha visto salpicado en diversas partes del mundo por una serie de manifestaciones efectistas que se describen con orgullo a sí mismas como «anticapitalistas» y, mientras que muchos de los que participan en ellas parecen inclinarse por disociar las maldades de la «globalización» o del «neoliberalismo» de la naturaleza esencial e irreductible del propio capitalismo, son muy claros con respecto al conflicto que el sistema provoca entre la satisfacción de las necesidades de las personas y las exigencias que plantea la obligación de obtener beneficios, tal como demuestran cuestiones como la creciente brecha entre ricos y pobres o la creciente destrucción ecológica.
El capitalismo ha conseguido siempre en el pasado superar sus crisis recurrentes, pero dejando siempre la tierra abonada para que emerjan otras aún peores. Sea cuales hayan sido los medios empleados para limitar o corregir el daño provocado, millones de personas han sufrido las consecuencias nocivas tanto de la enfermedad como de su tratamiento.
Quizá las debilidades y contradicciones cada vez más evidentes del sistema capitalista lleguen a convencer incluso a alguno de sus defensores más acríticos de que es necesario encontrar una alternativa. Sin embargo, la convicción de que no hay ni puede haber alternativa alguna está profundamente arraigada, sobre todo en la cultura occidental. Dicha convicción no solo cuenta con el respaldo de las versiones más descaradas de la ideología capitalista, sino también de algunas de nuestras creencias más preciadas e incontestables relativas a la historia, y no me refiero a la historia del capitalismo, sino a la historia en general. Como si el capitalismo hubiera sido siempre el destino del devenir histórico, o incluso como si el devenir de la propia historia se hubiera regido siempre por las «leyes del movimiento» capitalista.
PETITIO PRINCIPII[1]
El capitalismo es un sistema en el que todos los bienes y servicios, incluidos los más básicos para la vida, se producen para ser intercambiados de un modo rentable; incluso la fuerza de trabajo se convierte en una mercancía a la venta en el mercado; bajo el sistema capitalista, todos los actores económicos dependen del mercado. Esta dinámica no solo afecta a los trabajadores, que deben vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario, sino también a los capitalistas que dependen del mercado para comprar sus inputs, incluida la fuerza de trabajo, y para vender su outputs para obtener beneficios. El capitalismo difiere de otras formas de organización social en que los productores dependen del mercado para acceder a los medios de producción (al contrario que, por ejemplo, el campesinado que mantiene la propiedad directa de la tierra, al margen del mercado). Bajo este sistema, los propietarios no pueden confiar en que los poderes «extraeconómicos» de apropiación recurran a la coerción directa –como en el caso de los poderes militar, político y judicial que permitieron a los señores feudales extraer la plusvalía del trabajo de los campesinos–, sino que dependen de los mecanismos puramente «económicos» del mercado. Este mecanismo de dependencia del mercado implica que la vida se rige por las reglas fundamentales de la competitividad y la maximización del beneficio. De esas reglas se deriva que el único motor del sistema capitalista es aumentar la productividad del trabajo con recursos técnicos. Por encima de todas las cosas, es un sistema en el que los trabajadores desposeídos realizan el grueso del trabajo necesario para la sociedad y están obligados a vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario, para así acceder a los medios para subsistir y para trabajar. Los trabajadores, a la vez que proveen lo necesario para que la sociedad satisfaga sus necesidades y deseos, indisociablemente están generando ganancias para quienes compran su fuerza de trabajo. De hecho, la producción de bienes y servicios está subordinada a la producción del capital y del beneficio capitalista. Es decir, el objetivo básico del sistema capitalista es la producción y la reproducción del capital.
Esta forma específica de proveer las necesidades materiales de los seres humanos, tan distinta de las anteriores formas de organización de la vida material y de la reproducción social, tiene muy poco tiempo de vida, apenas una fracción del conjunto de la existencia humana en la Tierra. Incluso quienes insisten con vehemencia en afirmar que el sistema radica de la naturaleza humana misma y de una continuidad natural de determinadas prácticas humanas desde tiempos inmemoriales no se atreverían a afirmar que el capitalismo realmente existiera antes de principios de la Edad Moderna, y, dicho sea de paso, solo en Europa occidental. Es posible que estos enfoques vean algún indicio en etapas anteriores, o que identifiquen sus inicios en la Edad Media, en forma de amenaza sobre un orden feudal en declive, aunque aún sujeto a las restricciones feudales; incluso puede que detecten algún indicio en la expansión del comercio o en los viajes del Descubrimiento, por ejemplo, en las expediciones de Colón a finales del siglo XV. Algunos se referirían a estas etapas tempranas como «protocapitalistas», pero muy pocos serían capaces de afirmar en serio que el sistema capitalista existiera antes de los siglos XVI y XVII, y algunos lo situarían más bien a finales del XVIII, en el XIX incluso, cuando se desarrolla hasta adquirir su forma industrial.
No obstante, paradójicamente, las fuentes históricas sobre la emergencia de este sistema han tendido mayoritariamente a definirlo como la materialización natural de tendencias omnipresentes. Desde que los historiadores empezaran a abordar por primera vez la cuestión de la emergencia del capitalismo, rara es la interpretación de la cuestión que no haya empezado precisamente por dar por sentado aquello que requería ser explicado. Prácticamente sin excepción, dichas interpretaciones sobre el origen del capitalismo han seguido una lógica fundamentalmente circular: han dado por supuesta la existencia previa del capitalismo para así dar cuenta de su emergencia. Para explicar la tendencia típica del capitalismo hacia la maximización del beneficio, han dado por supuesta la existencia de una racionalidad universal basada en esa maximización del beneficio. Del mismo modo, para explicar la tendencia del capitalismo a incrementar la productividad del trabajo con medios técnicos, han dado también por supuesta una progresión continua, casi natural, del avance tecnológico en la productividad del trabajo.
Estas explicaciones de petitio principii emanan del concepto de progreso de la economía política clásica y de la Ilustración. Ambas basan el desarrollo histórico en la idea de que tanto la emergencia como el desarrollo del capitalismo están prefigurados ya en las primeras manifestaciones de la racionalidad humana, en los avances tecnológicos que arrancaron desde el momento en que el Homo sapiens blandiera la primera herramienta, y en las prácticas de intercambio entre seres humanos desde tiempos inmemoriales. Sin lugar a duda, el viaje de la historia hasta ese destino final, el destino de la «sociedad mercantil» o capitalismo, ha sido largo y arduo y se ha topado con innumerables obstáculos por el camino. Pero, en cualquier caso, ha sido un proceso natural e inevitable. De modo que, según estos enfoques, la explicación del «origen del capitalismo» no requiere mayor explicación que la que aporta la superación a veces gradual y otras de manera repentina, fruto de la violencia revolucionaria, de los muchos obstáculos en su camino.
Para la mayor parte de las explicaciones sobre el capitalismo y sus orígenes realmente no hay tales orígenes. Aparentemente, el capitalismo existió desde siempre, en algún lugar; bastaba con que se liberara de sus cadenas, por ejemplo, de los grilletes del feudalismo, para poder crecer y desarrollarse. Por lo general, dichas cadenas son de carácter político: los poderes parasitarios de los señores, o las restricciones del Estado autocrático. En otras ocasiones, son de origen cultural o ideológico: una religión errónea, quizá. Dichas restricciones limitan el libre movimiento de los actores «económicos», la libertad de expresión de la racionalidad económica. Estas interpretaciones identifican lo «económico» con el intercambio o los mercados; y precisamente es ahí donde podemos detectar el supuesto del que parten: la semilla del capitalismo se alberga en los actos más primitivos del intercambio, en cualquier forma de mercado o actividad mercantil. Algo que conecta habitualmente con la otra presuposición: la historia consiste en un proceso prácticamente natural de desarrollo tecnológico. De un modo u otro, el capitalismo emerge de forma más o menos natural donde y cuando los mercados en expansión y el desarrollo tecnológico alcanzan el nivel adecuado, y permiten que se acumule la cantidad suficiente de riqueza como para permitir una reinversión rentable. Muchas interpretaciones marxistas coinciden con esta en lo fundamental, con el añadido de las revoluciones burguesas y su contribución a romper los grilletes que obstaculizan el desarrollo capitalista.
Estas explicaciones acaban haciendo hincapié en la continuidad entre las sociedades no capitalistas y las capitalistas, y niegan o disfrazar la especificidad del capitalismo. El intercambio ha existido más o menos desde siempre, y pudiera parecer que el mercado capitalista no sea más que una forma más que este adopta. Desde el punto de vista de esta argumentación, dado que la necesidad específica y única de revolucionar constantemente las fuerzas de producción no es más que una extensión y aceleración de las tendencias universales y transhistóricas, casi naturales, la industrialización es el resultado inevitable de las inclinaciones más básicas de la humanidad. De modo que el linaje capitalista pasa de forma natural del primer mercader babilonio, al burgher medieval, hasta el incipiente burgués moderno, para desembocar en el capitalista industrial[2].
Determinadas interpretaciones marxistas de esta historia reproducen una lógica similar, incluso a pesar de que en sus versiones más recientes el relato tiende a centrarse en el campo y no en la ciudad, y sustituye a los comerciantes por productores rurales de mercancías, pequeños o «medianos» granjeros que esperan a que se les presente la oportunidad de convertirse en esplendorosos capitalistas. Según este relato, la pequeña producción mercantil, una vez liberada de las bridas del feudalismo, se convierte de un modo más o menos natural en capitalista, y los pequeños productores de mercancías tomarán la senda del capitalismo a la menor oportunidad.
Estas interpretaciones convencionales parten de ciertos supuestos, ya sean más o menos explícitos, sobre la naturaleza y la conducta de los seres humanos, bajo determinadas circunstancias y si se les brinda la oportunidad. Es decir, que siempre aprovecharán cualquier oportunidad que se les brinde para maximizar el beneficio mediante el intercambio y, para poder materializar su inclinación natural, siempre hallarán formas de mejorar la organización y las herramientas en uso para incrementar la productividad del trabajo.
¿OPORTUNIDAD O IMPERATIVO?
Según el modelo clásico, por tanto, el capitalismo constituye una oportunidad que debemos aprovechar donde y cuando sea posible. Esta noción de oportunidad es absolutamente fundamental en la interpretación convencional del sistema capitalista, y está presente en el discurso cotidiano. Pensemos, por ejemplo, en el uso común de la palabra que reside en el núcleo mismo del capitalismo: el «mercado». Prácticamente todas las acepciones del término mercado que aparecen en el diccionario tienen la connotación de oportunidad: ya se aluda a un lugar en concreto o a una institución, el mercado nos ofrece la oportunidad de comprar y vender; como abstracción, el mercado es la posibilidad de venta. Los bienes «encuentran un mercado» y decimos que hay mercado para un servicio o mercancía cuando existe una demanda, es decir, que podrá venderse y que se acabará vendiendo. Los mercados están «abiertos» a quienes quieran vender. El mercado representa «las condiciones relativas a, y la oportunidad para, comprar y vender» (The Concise Oxford Dictionary). El mercado implica ofrecer y elegir.
Entonces, ¿qué son las fuerzas del mercado? ¿Acaso fuerza no implica coerción? Según la ideología capitalista, el mercado no implica coerción sino libertad. A su vez, existen determinados mecanismos orientados a garantizar el funcionamiento de la «economía racional» y salvaguardar dicha libertad; así, la oferta satisface la demanda, y pone en circulación mercancías y servicios que las personas elegirán libremente. Estos mecanismos constituyen las «fuerzas» impersonales del mercado, y si llegan a ser coercitivas solo lo serán en el sentido de que obligan a los actores económicos a actuar con «racionalidad» y maximizar su capacidad de elección y sus oportunidades. Ello implica que el capitalismo, el no va más de la «sociedad de mercado», es la situación óptima para la elección de oportunidades. Cuantos más bienes y servicios se ofrezcan, mayor es el número de personas con mayor libertad para vender y obtener beneficio, y mayor es el número de personas con mayor libertad para elegir entre esos bienes y servicios para comprarlos.
Bien, entonces, ¿dónde está el fallo de esta interpretación? Un socialista diría que se ha omitido el elemento fundamental, a saber, la mercantilización de la fuerza de trabajo y la explotación de clase. Hasta ahí, todo bien. Sin embargo, hay otro componente quizá menos evidente, y ausente incluso en las interpretaciones socialistas del mercado: la característica distintiva y dominante del mercado capitalista no es la oportunidad ni la capacidad de elección sino, por el contrario, la coacción. Bajo el capitalismo, la vida material y la reproducción de la vida están universalmente mediadas por el mercado, de forma que, para acceder a los medios que garanticen la vida, todos los individuos deberán establecer relaciones mercantiles en un sentido u otro. Este sistema único de dependencia del mercado supone que los dictados del mercado capitalista, sus imperativos de la competitividad, la acumulación, la maximización del beneficio y el incremento de la productividad del trabajo, no solo regulan todas las transacciones económicas, sino también las relaciones sociales en general. Puesto que las relaciones entre los seres humanos están mediadas por el proceso de intercambio de mercancías, las relaciones sociales entre las personas son como las relaciones entre las cosas: «el fetichismo de la mercancía», el famoso concepto de Marx.
Quizá más de un lector plantearía aquí la objeción de que este análisis no es ajeno a ningún socialista, o por lo menos a ningún marxista. Pero, como veremos más adelante, con frecuencia los aspectos específicos del capitalismo tienden a diluirse hasta en las interpretaciones marxistas del capitalismo, como por ejemplo el funcionamiento del mercado capitalista basado en imperativos más que en oportunidades. El mercado capitalista desaparece como forma social específica toda vez que se presenta la transición de las sociedades precapitalistas a las sociedades capitalistas como una extensión o versión más madura, más o menos natural, aunque a veces frustrada, de unas formas sociales ya existentes, o en el mejor de los casos, de una transformación de índole cuantitativa más que cualitativa.
Este libro versa sobre el origen del capitalismo y de las controversias que plantea, tanto de índole histórico como teórico. En la primera parte, se recorren las principales interpretaciones históricas y los debates que las rodean. Aborda en concreto el modelo más común de desarrollo capitalista, el llamado «modelo mercantil», en alguna de sus variantes, así como algunos de sus principales desafíos. La segunda y la tercera parte esbozan una historia alternativa, que espero que salve algunos de los principales obstáculos que plantean las explicaciones de petitio principii convencionales, y que se basa en los debates que se abordan en la primera parte, especialmente desde los enfoques que se han enfrentado a las convenciones imperantes. Esta nueva edición revisada y ampliada incluye, entre otras cosas, secciones y capítulos nuevos en los que se esgrimen argumentos que tan solo se insinuaban en la primera edición, sobre todo relativas a las formas de comercio no capitalista, el origen del imperialismo capitalista y la relación entre el capitalismo y el Estado-nación.
Además, he añadido un subtítulo que espero que transmita no solo el mero hecho de que se trata de una edición bastante más extensa que la anterior, sino que adopta una «mirada de largo plazo» del capitalismo y sus consecuencias. Mi intención inicial ha sido desafiar la naturalización del capitalismo y destacar las formas en que representa una forma social históricamente específica y una ruptura histórica con formas sociales anteriores. Pero, el propósito de este ejercicio es tanto académico como político. La naturalización del capitalismo, que niega su especificidad y los largos y dolorosos procesos que lo generaron, limita nuestra capacidad para entender el pasado. A su vez, restringe nuestras esperanzas y expectativas de futuro ya que si el capitalismo es la culminación natural de la historia, su superación será entonces inimaginable. La cuestión del origen del capitalismo puede parecer arcana, pero se adentra en el corazón mismo de algunos supuestos que están profundamente arraigados en nuestra cultura, y que suponen la peligrosa ilusión comúnmente aceptada de que el supuesto «libre» mercado beneficia a la humanidad y que es compatible con la democracia, con la justicia social y con la sostenibilidad ecológica. Para pensar en posibles alternativas futuras al capitalismo debemos pensar en interpretaciones alternativas del pasado.
[1] Petición de principio, en inglés begging the question, es la falacia que define Aristóteles: «petere id quod demonstrandum in principio propositum est» [afirmar aquello que se debe demostrar]. Se ha optado por poner la expresión en latín [N. de la T.].
[2] En E. Meiksins Wood, The Pristine Culture of Capitalism: A Historical Essay on Old Regimes and Modern States, Londres, Verso, 1991 [ed. cast.: La prístina cultura del capitalismo. Un ensayo histórico sobre el Antiguo Régimen y el Estado moderno, Madrid, Traficantes de Sueños, 2018]. He denominado a este modelo como «el paradigma burgués».
PRIMERA PARTE
HISTORIAS DE LA TRANSICIÓN