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AL MARGEN

RAFAEL BARRET

AL MARGEN

Illustration

© Malpaso Holdings, S. L., 2021

C/ Diputació, 327, principal 1.ª

08009 Barcelona

www.malpasoycia.com

ISBN: 978-84-18546-00-6

Producción del ePub: booqlab

Diseño de interiores: Sergi Gòdia

Maquetación: Joan Edo

Imagen de cubierta: Homme appuyé sur un parapet, de Georges Pierre Seurat

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NOTA A ESTA EDICIÓN

Los textos de Rafael Barrett que presentamos en este volumen se han extraído de los libros póstumos El dolor paraguayo (1911), Ideas y críticas (1912) y Al margen (1912), recopilaciones de artículos aparecidos en periódicos de Montevideo y Asunción. Todos ellos fueron publicados por el editor italo-uruguayo Orsini Bertani en Montevideo. Para facilitar la lectura y la búsqueda de textos, hemos agrupado los artículos en partes temáticas.

LITERATOS Y LITERATURA

GORKI Y TOLSTOI

Casi a la vez que publicaba el conde León Tolstoi en la Revue Hebdomadaire un estudio sobre lo que pasa en Rusia, titulado «Una Revolución sin ejemplo», aparecía en la revista de San Petersburgo Zuaniè la primera parte de la gran novela de Gorki, La madre, que tan rápida fama ha conquistado. El telégrafo nos dice que la policía está secuestrando el libro.

Se recordará que el autor fue preso a principios de 1905, cuando no se había secado aún la sangre inocente del pueblo, derramada ante el palacio del zar en el más vil espasmo de terror con que un gobierno haya deshonrado la historia. Se le atribuyó a Gorki, según parece, la redacción del célebre manifiesto a la guarnición militar de la capital. Se dice que el ilustre escritor no fue bien tratado en la cárcel, donde se enfermó de tuberculosis. Viajó después, alejándose hasta los Estados Unidos. Volvió a Italia, en uno de cuyos deliciosos lugares debió de reponerse. Durante su peregrinación, Gorki no piensa más que en los dolores de su país. Lanza desde cada playa a que arriba un grito de cólera y de venganza. A mediados de julio último tradujo la Revue de Paris el más penetrante de todos: una relación de las matanzas de enero, páginas donde resplandece la sobriedad terrible de Maupassant y donde la desesperación sagrada del poeta se amordaza a sí misma, realizando un ambiente de espanto y de silencio que sobrecoge al lector. Ahora en su patria, Gorki, amparado por un simulacro de parlamentarismo, reanuda la lucha cuerpo a cuerpo con el mal. Su libro, a pesar de las persecuciones, retoñará en la sombra, y llegará a todas las manos y a todos los espíritus.

El argumento de La madre es de índole social y de intención renovadora. Un joven obrero se consagra, en el modesto grupo industrial del que forma parte, a una tenaz propaganda socialista. Siluetas de los personajes característicos que rodean al jefe: intelectuales, operarios elocuentes, muchachas heroicas, gentes que han abandonado posición y tranquilidad a cambio de confesar su fe y torcer el destino; labor subterránea de mineros, audacia perpetua de los que han pesado la vida y la tienen apalabrada; duelo con el espionaje oficial, con la policía feroz, con las ideas antiguas y con el miedo mismo de los que las profesan; se adivina el vigor con que un Gorki plantará en pie la efigie viva de esta Rusia moderna y agitada. Pero lo curioso, lo esencial de la obra, es el papel de la madre, asombrada al principio y temerosa, convencida después, más tarde cómplice de su hijo y compañera suya de atrevimientos y fatigas. Mientras lo tienen detenido, ella distribuye en la fábrica proclamas y hojas volantes. Durante el proceso seguido a los revoltosos, ella se encarga de recoger e imprimir el discurso del protagonista ante los jueces. Cae prisionera entonces, y aún tiene tiempo de hablar, de protestar, de clamar la angustia del siglo atormentado. Una melodía tierna y profusa se levanta de las hojas del libro: es el acento de la vieja generación seducida y arrastrada por la nueva; la voz de esos padres y de esas madres que acompañan a los hijos en la penosa y divina marcha hacia un futuro más noble.

La actitud de Tolstoi, en Una revolución sin ejemplo, es diferente. Para él no hay salvación fuera de la agricultura y el retorno de la humanidad a las costumbres campestres. Rusia puede todavía detenerse en el camino fatal que llevan los occidentales, entregados a «las transformaciones de régimen, que todas tienen por base la autoridad y la sustitución del trabajo agrícola por el trabajo industrial». Saboreen estos párrafos de admirable energía:

«Hay un procedimiento muy usado por los hombres para justificar sus errores. Considerando axioma irrefutable el error que profesan, confunden este error y todas sus consecuencias en una sola idea y un solo vocablo, y luego atribuyen a la una y al otro una significación vaga y mística. Tales son las ideas y palabras de Iglesia, Ciencia, Derecho, Estado, Civilización.

»Así, la Iglesia no es lo que es, o sea la reunión de ciertos hombres caídos en el mismo error, sino la unión de verdaderos creyentes. El Derecho no es el conjunto de leyes injustas elaboradas por ciertos hombres, sino la definición de condiciones equitativas en que los hombres pueden vivir. La Ciencia no es el resultado de azarosas especulaciones que ocupan a los ociosos, sino el único, el verdadero saber. Asimismo la Civilización no es el resultado de las violencias de las autoridades y de la nociva actividad de las naciones occidentales que quieren librarse de la opresión por la opresión, sino la sola vía cierta hacia la felicidad futura de los hombres».

Gorki es de acción; Tolstoi es contemplativo. El uno se aprovecha de lo que existe para edificar la ciudad del porvenir; el otro, en su soledad majestuosa, fulmina y destruye. Gorki es constructor; Tolstoi, crítico. Las manos plebeyas del primero, esas valientes manos que empuñaron el hierro laborioso y amasaron el pan de los ricos, son manos fuertes y ágiles que esculpen el pensamiento y salvan la carne y en las cuales todo es herramienta; la mano aristocrática del segundo desdeña, señala, se alza al cielo, pero no ejecuta. Tolstoi es el filósofo y el profeta; Gorki, el irresistible obrero.

Ambos representan las dos direcciones fundamentales de la evolución rusa. En medio del trágico desorden actual, se yerguen como los dos polos —el de la guerra práctica y el de la revolución teórica— que fijarán las corrientes de la definitiva organización social. Estos dos grandes hombres, cuyas opiniones parecen contrarias, se completan realmente en su tarea ciclópea. El mismo altruismo palpita en los dos. Si Tolstoi reparte sus tierras, Gorki gasta en libros, ropa y toda clase de recursos para los pobres, las enormes rentas que le produce su pluma. En su humilde casa, como sobre un altar, tiene el autor de La madre el retrato venerado del autor de Anna Karenina.

En Al margen (1912)

LA MUERTE DE TOLSTOI

La vida y sobre todo la muerte de Tolstoi plantean problemas supremos de la moral humana. Quien no esté envenenado por la literatura y cegado por la ciencia positiva lo comprende y lo siente así. Rusia, pueblo apasionado, primitivo, en plena fermentación social, se ha estremecido hasta el fondo de su alma innumerable al ver la heroica fuga del gran anciano y su caída gloriosa, en plena estepa, al pie del ideal invisible. ¿Quién se atreverá a poner ahora en duda la sinceridad de Tolstoi? He aquí a uno de los más nobles héroes de la historia, a uno de los santos más puros con que puede honrarse nuestra raza. Es difícil acercarse a esta augusta figura sin que nuestras rodillas se doblen, no ante lo divino, sino ante lo nuestro, tanto más nuestro precisamente cuanto más sublime. ¿Qué nos importan los dioses, puesto que no somos dioses? ¿Qué nos importaría Jesús, si hubiera sido Dios? Para un Dios nada hay extraordinario ni maravilloso. Lo que nos abre las puertas de la esperanza, lo que es en verdad inmenso y sagrado, es que Jesús tembló de angustia bajo los olivos, y de cólera entre los mercaderes, y de terror sobre la cruz, que su carne era hermana de la nuestra, que Jesús era un hombre. Tolstoi es también un hombre, y su lealtad, su bravura, su fe, son promesas de luz para todos nosotros.

A la noticia de la catástrofe de Astapovo, Gorki se desmaya. El cochero que intervino en la evasión de Tolstoi se suicida sobre su tumba. Los estudiantes se amotinan en las calles de San Petersburgo. Pero es preferible la actitud de los millares de mujiks que desfilaron silenciosamente ante la fosa de Yasnaia Poliana. ¡Ah! Les aseguro que no hubo discursos, y para mayor suerte el Santo Sínodo mantuvo su excomunión y prohibió que se rezara en el entierro. Todo fue austero, sencillo, enorme… allí; las majaderías de cajón se desarrollaron al Occidente. ¡Qué diablo! Los estetas del boulevard tienen a Tolstoi por un viejo loco. Émile Faguet, con esa miopía especial de los profesores de retórica, declara que el autor de Resurrección está por debajo de Dickens y al nivel de George Sand. Gaston Deschamps, uno de los críticos de más largas orejas de París, se permite hacer chistes. Consolémonos con la frase de Maeterlinck: «Tolstoi es el artista más grande de la civilización actual. Su influencia, en sus últimas manifestaciones, se confunde admirablemente con el ideal más alto que pueden concebir los pensamientos provisorios de los hombres de estos tiempos», y con la de Anatole France: «Lo que la Grecia antigua ha concebido y realizado por el concurso de las ciudades y el vuelo armonioso de las épocas: un Homero, la naturaleza lo ha producido de un golpe para Rusia, creando a Tolstoi; Tolstoi, el alma y la voz de un pueblo inmenso, el río en que beberán, durante siglos, los niños, los hombres y los pastores de los hombres.

El caso Tolstoi recuerda los de Rousseau y Pascal, que sin ser tampoco ascetas profesionales fueron renunciadores del mundo. La herejía y el anarquismo de Tolstoi lo acercan a Rousseau, así como su prodigiosa sensibilidad de escritor de genio; y su ruda y límpida franqueza, que tanta confianza nos inspira, su horror a las sombras hipócritas y hasta a los vanos refinamientos del estilo, lo acercan a Pascal, geómetra de la conciencia; mas de Pascal y de Rousseau le separa su salud, que hizo de él un laborioso inagotable y sereno, desconcierto de los psiquiatras, un patriarca genitor de trece hijos, un atleta, erguido aún a los ochenta años, en quien habían de ser tan imposibles las semiviciosas vegetaciones de Jean-Jacques como la desesperación estoica del que compuso, agonizante, su obra maestra. Para encontrar la filiación mental de León Tolstoi hay que remontarse a los profetas hebreos, y evocar la silueta formidable de un Isaías que hubiera conocido la dulzura del Cristo.

El drama secreto de Tolstoi, de 1879 acá; es decir, desde la fecha de su famosa conversión, es el conflicto entre sus ideas, sus aspiraciones a un cristianismo sin dogmas, a la perfecta fraternidad social, y los hábitos, los prejuicios, la ternura misma de los que lo rodean. Los apóstoles no deben tener familia.

El daño que resulta de la seducción de la familia —escribe Tolstoi en uno de sus manuales evangélicos— es el de aumentar, más que ningún otro, el pecado de la propiedad; es el de volver más áspera la lucha entre los hombres, y finalmente el de suprimir toda probabilidad de distinguir el verdadero sentido de la vida… No dejemos desarrollarse en nosotros la afección exclusiva por el hogar, ni la consideramos como una virtud… Cada uno ha de esforzarse en hacer por lo demás lo que quiere hacer por los suyos, y no hacer por éstos nada que no esté dispuesto a hacer igualmente por el prójimo.

Tolstoi vestía el traje nacional del bajo pueblo ruso, comía un puñado de legumbres, labraba la tierra y se servía a sí propio. Halperine-Kamivesky cuenta que lo sorprendió una mañana vaciando su vasija íntima. Los escrúpulos envenenaban el corazón de este moralista que no llegaba a fundir completamente su doctrina con su conducta, y que se sentía demasiado cuidado, mimado, admirado, venerado. Conmovedora angustia que le hará pronunciar, en su lecho de muerte, cuando por fin consumó el supremo sacrificio y alcanzó la postrera cumbre del Bien, aquellas hermosas palabras: «¿Por qué están aquí, en torno de mí, tan numerosos, mientras tantos infelices sufren en otras partes?».

Lo accesible, lo hospitalario de Tolstoi, lo ingenuo y bondadoso de su carácter convertían Yasnaia Poliana en una romería. De todos los rincones del globo acudían las gentes a clarificar el espíritu en la contemplación del Viejo que hacía vacilar a los verdugos de Rusia, y que únicamente defendido por las barreras invisibles de su renombre y de su santidad, remordimiento vivo de su época, detenía alrededor de él las venganzas. Pero estas peregrinaciones eran un motivo más de incertidumbre y de congoja. En su carta de despedida a su mujer —que nunca lo entendió, ¡pobre condesa!, nadie es profeta en su casa…— Tolstoi escribe:

No me busquen. Necesito retirarme del ruido y de todo lo que me perturba. Estas eternas visitas, estos eternos solicitantes, estos representantes de cinematógrafos y de gramófonos que me asedian en Yasnaia Poliana emponzoñan mi vida. Es preciso que yo me retire. Se lo debo a mi alma y a mi cuerpo de pecador, que ha vivido ochenta y dos años en este valle de miserias. Durante treinta años he soportado la mentira mundana, la del lujo, la del confort. Estoy cansado de ella y quiero acabar en la pobreza mi vida desgraciada.

Sin embargo, las razones profundas de la resolución de Tolstoi aparecen mejor, más cruda y enérgicamente, en uno de sus últimos trabajos: Las tres jornadas. Tolstoi, acompañado de uno de sus discípulos, el médico Markovetski, recorre la aldea vecina, describe la tremenda miseria de los pobladores, perseguidos y arruinados por la patria; pinta a los ancianos que sucumben en el abandono y en la sombra, los niños desnudos, las madres hambrientas. Un obrero moribundo…

—Neumonía… —dice el médico—. No esperaba un fin tan rápido, con una constitución tan robusta, pero las condiciones de vida son terribles. Tiene cuarenta grados de fiebre, fuera hay cinco grados, y sale y trabaja…

De nuevo guardamos silencio.

—No vi colchones ni almohadas —repuse.

—No tenía nada debajo de él… Ayer fui a Krouboi, a ver a una mujer que estaba de parto. Para examinarla, intenté extenderla de largo a largo. No había sitio en la isba.

Y de nuevo silenciosos, Tolstoi y Markovetski retornan a Yasnaia Poliana. Delante del vestíbulo, un magnífico trineo, cubierto de tapices. «Es mi hijo que llega de su propiedad». Después una mesa de diez cubiertos. Uno está vacío. «Es el de mi nieta que no se halla enteramente bien. Cena en su habitación, con su aya. Le han preparado un menú especial, higiénico, caldo con tapioca».

Manjares, vinos… De San Petersburgo han enviado rosas que valen rublo y medio cada una. Hablan de un conocido.

—¿Cómo está de salud?

—No muy bien. Parte otra vez a Italia. Siempre que pasa allí el invierno, se restablece maravillosamente.

—El viaje es largo y fatigoso.

—No, ¿por qué? Con el expreso, son treinta y nueve horas.

—De todos modos es aburrido.

—Espera, que pronto iremos por los aires.

Tolstoi estaba harto del egoísmo estúpido de su mujer y de sus hijos. Por más que proteste el sentido común al uso, el sentido común urbano, financiero y electoral, hizo bien, hizo su deber rompiendo definitivamente con su familia. Sobre los derechos de la familia están los del genio.

De Al margen (1912)

RIMAS DE LUGONES

En uno de sus últimos y más característicos libros —Lunario Sentimental— dice Leopoldo Lugones que la rima es hoy el elemento esencial del verso, por haberse perdido la música de las sílabas largas y breves, a la usanza latina. No quedando otro medio de señalar el tono —¿tono?, ¿querrá decir Lugones ritmo?— que la acentuación, la rima viene a restituir al verso gran parte de su riqueza eufónica. Y Lugones, con una especie de furiosa paciencia, se pone a convocar rimas sorprendentes e innumerables, para cimentar en ellas el edificio de una poesía personal.

Yo, como algo salvaje en estos asuntos, soy desconfiado. No he oído recitar sus versos a Horacio ni a Virgilio, y renuncio a comprender lo que eran las sílabas largas y breves. ¡No hablemos de eso, pues! En cuanto al acento, basta atender a una conversación o escucharse un rato a sí propio, para descubrir que las sílabas no acentuadas están lejos de formar una pasta neutra. El acento marca las más intensas o más largas —dos cosas muy diferentes—; pero todas las sílabas tienen su intensidad y su duración definidas por el genio del idioma y el temperamento del locutor. De ahí que la topografía de los acentos no nos anuncie nada fijo sobre la musicalidad de la frase. Una serie de sílabas acentuadas no produce, a no ser que el emisor se lo proponga, un resultado monótono. Ejemplo: pronuncien: «Yo no soy más vil que tú». Instintivamente, matizarían la dicción y establecerán una jerarquía fonética en la que varios acentos gramaticales desaparecerán. Del hecho de que se acentúen las palabras francesas en la sílaba final, un aturdido profesor de retórica podría deducir que la melodía del verso francés es pobre. Victor Hugo le infundió una vida nueva de suntuosidad incomparable, sin revolucionar la acentuación, y ¿no es acaso uno de los más hermosos versos de Racine el siguiente, compuesto de monosílabos?: Le jour n’est pas plus pur que le fond de mon coeur.

Sospecho que la distinción entre las palabras y entre las sílabas existe en el papel, y será útil, para aprender una lengua o para seguir su historia, o para cualquier fin analítico; no para penetrar las síntesis poéticas, a cuyo calor los contornos ortográficos se funden, y el verbo deja de ser un mosaico y se convierte en un irisado chorro donde todo canta de una manera inesperada y continua. Difícil es deslindar de él un organismo completo. Me parece, sin embargo, que la individualidad frecuente del verso es natural a la poesía, arte de suyo propicio a una delicada y breve perfección. La belleza absoluta del verso aislado es, muchas veces, indiscutible. En este octosílabo de Guido y Spano: Llora, llora, urutaú…, o en este endecasílabo de Guerra Junqueiro: Negro Himalaia de agonías, o en este alejandrino de Cécile Sauvage: La lune amarre là son petit bateau d’or, el esplendor misterioso de la forma no se debe a la rima, ni al orden de los acentos, sino a una suerte de aliteración celestial. El verso libre de Lugones atiende principalmente al conjunto armónico de la estrofa, subordinándole el ritmo de cada miembro. Nótese que no se merma la autonomía del verso, sin tender a la prosa, y que los primeros poemas del Lunario no son sino prosas rimadas. «Las formas clásicas —dice Lugones— resisten en virtud de la ley del menor esfuerzo». ¿Y hay recurso más clásico que el de la rima y más favorecido por esa ley?

El autor, preocupado excesivamente por la rima rara que hace pintorescas a las poesías solo por el borde (como ciertos países), compite con Rostand en los consonantes de doble y triple expansión:

Y la luna en enaguas

Como propicia náyade

Me besará cuando haya de

abrevarme en sus aguas.

Y:

La luz que tu veste orla

Gime por verse encadenada por la

Gravitación de sus siete soles.

Y:

A tu suave petróleo

El bergantín veloz

No se sabe si es mole o

Fantasma precoz.

Y sobre todo:

Por eso él

Con un arte más alto que el Himalaya

Lima la ya perfecta siempre mal, ¡y malhaya

A la pérfida luna que su éxito combate!

Quevedo:

—¿Hay consonante para fraile? —Hayle.

Es claro que Lugones se da rimas a priori. Sus conocimientos de técnica científica lo salvan. Los términos de química inorgánica, especialmente, le suministran esdrújulos preciosos. Pero no se pasa de murmurio a Mercurio, de plomo a bromo, de jamba a caramba, de soponcio a estroncio, de salamandra a escafandra, de escénico a arsénico, de zarzo a cuarzo, de testimonio a antimonio, de cobaltos a basaltos, de garbo a ruibarbo, etcétera, sin exponerse a que no ya los intereses de la poesía, sino los del sentido común se rompan un hueso en el camino. Todos los alpinistas de la pluma se estremecerán ante este itinerario de «teórico» a «hidroclórico»:

Quiero mezclar a tu champaña

Como buen astrónomo teórico

Su luz, en sensación extraña

De jarabe hidroclórico.

Y se desmayarán ante éste:

El sastre a quien expulsan de la tienda

Lumbagos insomnes,

Con pesimismo de ab uno disce omnes

A tu virtud se encomienda.

Cuando Valbuena, terror de los ripiosos, topaba con algún «afanes prolijos», rugía ferozmente: ¡Estoy viendo venir a «los hijos»! En Lugones ocurre lo inverso; jamás hay ripio en la rima. Pero todo lo que no es rima suele reducirse, para justificarla, a un enorme ripio. Los ripios de tan ingenioso artífice tenían que pertenecer a una categoría excepcional. Son el alma de su obra. Son imponentes y complicados. En ellos, quizá mejor que en otras producciones menos anormales, resplandece el vasto talento del compositor argentino.

De Al margen (1912)

ZOLA

Los restos de Zola van al Panteón.

No son esos restos de Zola los que nos importan, sino los otros, los que no caben ni en el Panteón, ni en París. Las felicitaciones del Estado no nos interesan; conocemos la competencia de los poderes públicos en ciencia, arte y filosofía. Ciertas planchas históricas, de Sócrates acá, no se olvidan fácilmente. Por otra parte, ni siquiera es el Estado el que pretende honrar a Zola; es un partido. Zola, sin querer, hizo política; su partido triunfó con la rehabilitación de Dreyfus. Se ha decretado la inmortalidad del héroe de J’accuse, como se decretó el ascenso de Picquart a ministro. Supongan a la derecha en el gabinete, y Zola, según siempre opinó el Estado literario, la Academia, continuará siendo ante el mundo oficial un escritor repugnante.

Ante la humanidad Zola es, en cambio, un ejemplo maravilloso de lo que puede la resolución de un alma enérgica. Nadie menos dotado que él para la literatura. Todos sus compañeros de juventud, hasta los que se dedicaron, como Cézanne, a un arte distinto, manejaban mejor la pluma que el futuro ciclope de L’Assomoir y de La terre. Zola tuvo que luchar a un tiempo contra la miseria y contra las rebeldías de su estilo poderoso y torpe. La arruga que partía su frente soberana era la sima que abrió él mismo hasta las profundidades de su mente buscando el filón del genio, y el genio brotó al cabo definitivo y furioso, como el torrente por la roca herida.

Zola no fue un artista, pero sí una irresistible fuerza intelectual. Violento, amplio y rápido, no fue contemplativo, ironista, ni psicólogo. Fue tan solo sencillo y formidable. La corriente de su verbo no tenía remansos, no se detenía a reflejar el azul de las armonías superiores, pero chocaba contra los escollos terrestres con tal ímpetu, que en verdad era espectáculo grandioso el de la espuma salvaje de aquella prosa encabritándose al sol. Ignoró lo místico, las complicaciones metafísicas y los sentimientos; se contentó con un positivismo a lo Bernard por todo bagaje analítico, y con creer que hacía sociología patológica cuando levantaba epopeyas, pero ¡cómo embestía!

No vio en la tierra más que el mal, y lo pintó con la crueldad cirujana de un enamorado del bien. Pintó el mal con el entusiasmo de un Víctor Hugo y la robustez de un Balzac. Alzó colosales frescos de barro y de sangre, y se salvó del horror por la elocuencia misma. A través de tanto rugido de bestias y de tanto gemido de víctimas, para el acento generoso de un hombre que sufre con el sufrimiento ajeno. Zola no es capaz, como Maupassant, «el toro triste», de quedarse impasible y fríamente satisfecho al retratar las infamias que lo rodean. Zola es el toro sano que se lanzará un día, en la arena de Europa, contra la muchedumbre fanática, igual que se lanzó en sus libros contra los perversos y los imbéciles. La palabra de Zola no se discute, porque aplasta. No es un razonamiento ni una caricia; es un proyectil.

¿Y qué es un proyectil en reposo? Nada. Por eso Zola, paralizado entre las imaginaciones beatificas de sus Evangelios, ya no es Zola. Es un declamador humanitario de segundo orden.

Mas Los Rougon-Macquart están en pie, y en pie seguirán, estupendos sillares con los que un valiente amontonó su pedestal de granito. ¿Panteón? ¿Para qué? ¿Para dormir al lado de algunos generales?

Sí. Zola fue un valiente, aunque le faltó el valor supremo, el que le hubiera hecho casi divino: el valor de ser pobre.

De Al margen (1912)

LAS POSADERAS DE RABELAIS

Son enormes: hacía falta todo el brujo talento de Anatole France para escamotearlas ante el público bonaerense. No solo ellas, sino quod intrinsecus latet. Crean que Pantagruel y sus compañeros gozaban de una fisiología completa, y que no se limitaban a tragar mucho y a teorizar sobre el matrimonio. Digerían triunfalmente hasta el fin y extraían el zumo del amor hasta la última gota. Después cantaban sus proezas con una alegría terrible, y jamás el trueno de la palabra humana ha retemblado con tanta majestad como en el poema burlón de aquellas indecencias inolvidables. Cuatro idiomas volcó Rabelais en el crisol de su ingenio para engendrar un vocabulario erótico que por sí basta a llenar un volumen, y ese huracán no nos ensucia: nos barre el alma. Anatole pérfido, Anatole sacrílego, ¿qué osaste? ¿Atusar a los leones? ¿Peinar a Rabelais?

¿Por qué tú, que fundaste un culto en la grupa de Orberosa, suprimiste el orbe inferior rabelesiano, preñado de acres tesoros?

—Pero las señoras porteñas…

Han leído tu Isla de los Pingüinos y no han leído el Gargantúa… Sí, ya sabemos que el libro es un demonio secreto que nos habla a solas en el silencio de las noches, y a quien se permite decir la verdad, mientras que una conferencia cae bajo la férula de la policía. Donde hay tres personas, nace el pudor, el odio al extranjero sentimental. Ante un grupo de damas —intrusas entre sí— no es posible poner nombre a lo que hacen por separado. Y si se trata de nombres de otro siglo, recio y charlatán, es peor aún. Cervantes parece grosero; ¿quién se atrevería hoy a recitar en una tertulia algunos párrafos suyos? ¿Y Shakespeare? Anatole ha procedido como un francés de buena educación.

No debemos sin duda prorrumpir en gros mots a no ser que medien motivos graves. No es lícito jurar sino en caso de apuro. Ciertas figuras, ciertos vocablos, son mágicos únicamente en la intimidad; divulgar el lenguaje de las alcobas sería degradar la raza. ¡Ay de nosotros cuando no descendamos del misterio! La vana pornografía es aborrecible, y la campaña del senador Beranger —el «Padre Pudor»— contra ella no carece de fundamento; prefieran un «saltimbanqui de la castidad», según una frase de Rochefort, a un clown de la lujuria. Lo obsceno hace reír a los imbéciles. Lo oscuro es trágico, es lo que más se acerca a lo fúnebre. La muerte reclama la sombra y el sexo también. ¡Velen el sepulcro y el tálamo, si aman la poesía!

La vida y el arte —vida clarificada— conservan no obstante sus sagrados derechos. No tengan vergüenza de desnudarse para salvar a un compañero que se ahoga. Necio sería usar hojas de parra en los hospitales y sobre las mesas de disección. ¿Habrá hombre tan vil que llame inconveniencia a un parto? Vestir el exceso de dolor y de belleza es un insulto. Si hay entre nosotros una mujer absolutamente hermosa, que arranque su manto, porque los pueblos necesitan renovar, de tiempo en tiempo, las fuentes lustrales, y el que en presencia de la estatua no siente sino lascivia, será semejante al toro enamorado de la vaca de bronce de Siracusa.

El genio está autorizado a ser impúdico. No requiere ajustarse a la efímera moral quien la crea, ni a la corrección del gesto quien fecunda las generaciones. El genio es el sexo trascendental; si así es su gesto, se manifestará con la magnífica crudeza de Dios en las escrituras. Tomen a Rabelais; veneren en los bajos fondos de su obra la vasta podredumbre matriz. «Este innoble Rabelais —escribía Tocqueville a Gobineau en 1858— me obliga a remover en su libro montones de basura, para encontrar un luis de oro.» ¡Cuántos pensarán como Tocqueville! Mas yo confieso que la flor en su estado sublime no es la que llevamos cortada en el ojal, ni la que languidece prisionera en el búcaro, sino la que yergue su gracia palpitante por hundir todavía sus raíces en el caliente estiércol. Denme la vida entera; no limpios cadáveres. Y confío en que Anatole France piense lo mismo, a pesar de lo convencional de su crítica platense —¡oh, el cirujano pudoroso!—, a pesar de aplicarse a sí propio el mote de «mandarín chino»; a pesar de que no admira en Zola al literato sino al varón. No; el voluptuoso poeta de Lelys rouge no puede haberse convertido, por viejo que esté, en una fría máquina intelectual.

Como disertó sobre Rabelais, hubiera disertado sobre Juana de Arco. El asunto era pura fórmula. Estas visitas de celebridades europeas no son científicas ni literarias; son diplomáticas. El embajador Anatole France acató el protocolo. Si escamoteó unas posaderas formidables, no importa. No por eso dejan de existir. No las vemos, precisamente porque la sociedad está sentada sobre ellas.

De Al margen (1912)

UN POETA

No es nuevo. Los poetas nuevos, por lo general, se anuncian a sí mismos con tanta solicitud que no necesitan quien los descubra. El curioso hace justicia sobre todo con los difuntos, con los olvidados. ¿Quién se ocupa hoy de Augusto Ferrán? Escribía coplas por el año 60. Era amigo de Bécquer. Como él, era en prosa inofensivo. Dejó menos aún que el autor de las Rimas. Las sobras completas de Ferrán caben a gusto en doscientas páginas de pequeño formato. Lo que merece recordarse se reduce a un puñado de cantares. Pero ¡qué cantares! Dignos de circular anónimos por España, donde el pueblo ha creado tan extraordinaria poesía y tan extraordinaria música. Los exquisitos, los orfebres del día, preocupados de orquestación nerviosa y de inéditos tics verbales, no deben reírse del canto con que se alivia el siervo. Entre diversas puerilidades, surge de pronto un grito extraño de sus labios, una amarga gota, salpicada del mar sombrío de la vida; una carcajada o un sollozo semejante a los de Shakespeare, a los de aquellos genios que conquistaron la universidad, por haber, a veces, ignorado la retórica. ¿Acaso no admiraría un Mallarmé estos cuatro versos, que nadie sabe de quién son, impregnados del más denso elixir de misterio y de horror melancólico?:

El carrito de los muertos

ha pasado por aquí:

llevaba una mano fuera;

por eso la conocí.

Ferrán ha encontrado acentos de esa categoría. Es uno de los representantes del cortés y profundo pesimismo español. Sus dos series de cantares, tituladas La soledad y La pereza, están llenas de una especie de nostalgia mística:

Yo no sé lo que yo tengo

ni sé lo que me hace falta,

que siempre espero una cosa

que no sé cómo se llama…

y en otra parte, añade:

Me quieres echar del mundo,

lo cual no me importa nada,

porque me da el corazón,

que este mundo no es mi casa.

Los españoles no son de este mundo. Ya van quedando pocos; Unamuno es de los últimos. Los demás se aclimatan al progreso mecánico, es decir, dejan de ser españoles; sus reyes no se sentirán ya devorados por el gran espectro, ni cambiarán sus tronos por las negras fauces de un Yuste o de un Escorial. Porque…

… eso que estás esperando

día y noche, y nunca viene;

eso que siempre te falta

mientras vives, es la muerte.

España casi ha perdido su verdadera poesía, que es funeraria. La pereza de un Ferrán no tiene fondo:

… estoy tan cansado,

que no puedo más;

hasta el quererte, lo digo de veras,

pereza me da…

… yo no sé qué hacerme

con mi corazón;