Cover_El-hombre-que-no-queria-hacer-el-amor.jpg

EL HOMBRE QUE NO QUERÍA HACER EL AMOR

Carmen Resino

EL HOMBRE QUE NO QUERÍA HACER EL AMOR

Bohodón Ediciones

El hombre que no quería hacer el amor

Primera edición: febrero de 2021

© De la obra: Carmen Resino de Ron

© Ilustración de cubierta: Carmen Resino,

PERPLEJA (2020). Óleo, acrílico y roturador

© Fotografía de la autora: Susana de Reoyo

© Bohodón EdicionesTM S.L.

www.bohodon.es

Sector Oficios Nº 7

28760, Tres Cantos (Madrid)

e-mail: ediciones@bohodon.es

ISBN-13: 978-84-18633-01-0

ISBN-E-Book: 978-84-18633-02-7

Depósito legal: M-2341-2021

Printed in Spain

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo o por escrito del editor.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A Flavia, mi nieta.

Una glándula demasiado grande y otra demasiado pequeña, y quizás este simple hecho produzca el asesino,

el ladrón, el criminal empedernido.

Agatha Christie. Muerte en la vicaría.

¿Bajo qué forma y qué máscara aparece el amor no admitido y reprimido? (…) Bajo la forma de la enfermedad.

Thomas Mann. La montaña mágica.

1

Noviembre, 1993

―Juancho ha muerto en accidente de automóvil.

La noticia le despertó de la modorra. Por fin escuchaba algo que le hacía reaccionar. Después de la desaparición de Rosalía, y ya iba para seis años, estaba aletargado, como muerto; tras Rosalía, no había cometido más que equivocaciones y torpezas. Por eso no pudo evitar sentir, junto con la sorpresa, una extraña y súbita alegría. Una alegría que le costaba disimular, que se le escapaba por todos los poros del cuerpo, por las inflexiones de la voz, traicionándole: Ana está libre, ¡está libre!, se decía. Mientras, su madre seguía hablando, dándole pormenores:

─Ha sido cerca de París. El coche derrapó…

Pero él ya no la escuchaba. La oía, pero no la escuchaba. O la escuchaba, pero no la oía. Se imaginaba la escena: el coche boca arriba como insecto muerto, destripado, deshecho, y Juancho entre la chatarra, tan rubio, mucho más pálido de lo habitual, coloreado solo por la sangre escapada por la sien y esparcida por su rostro, la celeste mirada fija, perdida…

Ha sido un drama, un auténtico drama. En el acto. Muerto en el acto ─y con cierta complacencia─: dicen que iba con otra... ─y como él no dijera nada─: ¿me estás oyendo? ¡Juanjo iba con otra! Una actriz o una cantante. Una chica francesa, jovencísima.

Su madre hablaba sin parar, vertiginosa, desordenadamente, pero él no la seguía, la escuchaba como en sordina. ¡Qué inoportuna a veces la muerte, pensaba, al sorprendernos en momentos inadecuados, en actitudes comprometidas, en compañías inconvenientes, al poner al descubierto nuestro yo oculto, más íntimo, guardado y camuflado celosamente! ¿Cuántos engaños no ha puesto al descubierto la muerte?... Cualquier reputación intachable, laboriosa y embusteramente trabajada en vida, podía saltar hecha añicos en el último momento. Si él hubiera muerto cuando besaba a aquel compañero de bachillerato tan rubio como Juancho y que moriría poco después, ¿qué hubieran dicho los que le conocían?... Su eternidad, esa que dura lo que el recuerdo de los demás, hubiera quedado manchada, dislocada, vuelta del revés de manera irremediable. Él ya no sería un buen niño, ni un hijo respetuoso y cabal, sino un muchacho perverso.

La noticia, ya te puedes imaginar, ha corrido como la pólvora. ¡Los padres de Ana no sueltan prenda!, ¡ya sabes cómo son! ¿Me estás oyendo?

─Que sí, mamá, que te oigo.

─¿Y no dices nada?

─¡Qué quieres que diga! ─Y se imaginaba a esa otra de la que hablaba su madre, rubia también, ¿por qué se la imaginaba rubia y no morena?, tirada, herida, junto a Juancho.

─Lo que te digo: ¡un tragedión!

¡Que se callara, que se callara! ¡Una noticia como esa y su madre estropeándosela con aquella verborrea imparable! ¿Qué le importaba que Juancho estuviera con otra? Lo de veras importante, es que Ana estaba libre, ¡por fin!, libre para él.

Conocía a Ana por su madre, como todas las mujeres que le habían gustado. Como Rosalía. Como Concha, como la chica que le vendía el periódico los domingos: «¿Has visto qué simpática esa chica, que agradable y qué mona? ¡Pecosilla, pero monísima!». A Ana, desde siempre, que era hija del médico de la familia, allá en León, a quien su madre confesaba sus angustias y temores: «¡tengo una cosa aquí, en mitad del estómago!». «¡Aprensiones, nada más que aprensiones, está usted como una rosa!». Desde el colegio la había convertido en su ídolo particular, y de esa idolatría, también tenía la culpa su madre, que no hacía más que alabarla: «¡Qué mona Anita, qué agradable, tan culta, tan educada!», y luego cuando se casó: «¡Qué pena! ¡Con lo que ella vale, y se va a casar con ese pintamonas!». Porque Juancho, el marido de Ana, ese que se había matado en París, era un pintor abstracto muy conocido, y para su madre, los pintores que «no se entendían» no merecían otro calificativo. Sin embargo, y pese a estos despectivos comentarios, él respetaba y admiraba a Juancho; una admiración que a veces lograba diluir la que sentía por Ana.

─Tendrás que llamarla y darle el pésame.

Y tras la orden, su madre siempre daba órdenes, colgó y él se quedó saboreando la noticia. ¿Cuánto tiempo hacía que no veía a Ana? … Más de dos años, cuando su madre la invitó a conocer el piso que acababa de compararle, pero el recuerdo era tan nítido como si hubiera sucedido ayer. Estaba Ana sentada en el sofá, junto a su madre y él la miraba tan insistente y embobado que ella, como si quisiera restar importancia a sus miradas, le dijo al despedirse: «¿Por qué no llamas un día a Gema ─Gema era la hija de Ana─ y salís por ahí?». Le sentó mal la referencia a Gema, casi una crueldad. No obstante, la llamó. Pero Gema no estaba. «¿Y la señora?... ¿Está la señora?». «La señora tampoco. Está de viaje con el señor». Fue consciente entonces, no antes, de la existencia de Juancho, de que Ana estaba casada y vetada para él. Por eso, cuando la criada le preguntó: «¿de parte de quién?», no dijo quién era. Tampoco lo diría después, (llamaba de vez en cuando), y si era Ana quien contestaba, callaba, que de solo oír su ¿diga, diga?, era incapaz de articular palabra: temía que el corazón se le saliera por la boca y quedar muerto de amor en el acto.

2

Pensó esperar, retrasar el momento de llamarla, pero, finalmente, marcó el número que le comunicaba con el paraíso:

─Soy José María ─dijo tímidamente y como Ana no pareciera caer en la cuenta, añadió confuso─: el hijo de…

Siempre era para todos, el hijo de.

─¡Ah, sí! ¿Cómo estás?

─Te llamo porque me ha dicho mi madre lo de tu marido. Lo siento, lo siento mucho. ¿Cómo fue?

Un desafortunado accidente: el firme estaba mal y el coche derrapó. Fue el mismo día que inauguraba una exposición. Ha sido terrible. Mala suerte, muy mala suerte. Al menos no sufrió: murió en el acto. Bueno, eso me dijeron. Yo no estaba. ─Y se le estranguló la voz.

La conversación no fue mucho más allá: cosas banales, palabras de compromiso por parte de él; de agradecimiento, por parte de ella.

Me gustaría verte. A ver si puedo acercarme un día de estos.

─Cuando quieras.

¿Por qué decía si puedo acercarme si siempre podía, si no tenía nada que hacer, si no tenía ningún horario que cumplir? Hablar por hablar. Pero era bueno dar la impresión de estar ocupado. Un hombre de cuarenta y seis años, debe estar ocupado.

─Te llamaré.

─De acuerdo. Muchas gracias por tu llamada.

Colgaron. Primero ella. Luego él.

Acto seguido, como si estuviera al tanto, como si lo adivinara, llamó su madre:

─¿Hablaste con Ana?

─Sí, ahora mismo.

─¿Y qué te ha dicho?

─Lo que tú me contaste.

─¿Nada más?

─Nada más. No parecía querer entrar en detalles, estará harta de repetir lo mismo.

─¿Le notaste algo raro?

─¿Cómo qué?

─Por lo que te dije de la otra.

─Puede ser un bulo.

─De bulo, nada. Lo sé de buena tinta. Fue una tía de Anita quien me lo contó. ¡En fin!, pobrecilla. ¿Le has dicho que irías a verla?

─Sí. Que vaya cuando quiera, que se alegrará.

Su madre carraspeó. Sabía de sobra lo que significaba aquella carraspera artificial que sacaba a colación cuando algo no la convencía del todo:

─Bueno, ve a verla, pero nada más. ─¿Qué habría querido decir su madre con aquel «nada más»?─. Lástima que yo no esté allí para acompañarte. ¿Sabes si harán funeral? Si te enteras, avísame. Procuraré ir.

¡No, que no viniera! ¡Siempre que su madre aparecía por Madrid, le calentaba la cabeza, le causaba trastornos! Además, se empeñaba en ir de compras y le quitaba de ir al club, y él se resentía cuando no podía ir al club. No podía dejar de ir al club.

─Ya sabes. Vete a verla, pero nada más.

─Que sí, que sí.

¿Por qué insistía su madre en eso? No la entendía: siempre contándole cosas de Ana, alabándola, tentándole con ella, y cuando se le abría la posibilidad de verla, de tratarla, le frenaba. ¿Para qué tanto hablar de Ana si luego le decía «vete a verla, pero nada más», como si se tratara de un peligro? ¿Era Ana peligrosa?...

Se echó en el sofá con gesto de cansancio. Las parrafadas de su madre le agotaban y empañaban su tibia alegría reconquistada. Sin embargo, su madre tenía razón: todas las mujeres que le habían gustado se habían vuelto peligrosas. Y Ana le gustaba. Su madre lo sabía, lo adivinaba. Parecía meterse por los escondrijos de su cerebro y descubrir los secretos que él intentaba celosamente guardar, con solo mirarle. Pero, aun así, no estaba bien. Alimentar esperanzas, levantar castillos en el aire para hacerlos rodar luego como naipes, no estaba bien, y su madre siempre le hacía lo mismo. Era una extraña Celestina: aireaba la pieza, se la hacía ver, conseguía que él la desease y luego, de pronto, la retiraba de su vista. Solo le permitía hacerse fantasías, ilusiones, esa especie de fuego fatuo, pero cuando llegaba la hora de la realidad, se imponía. Abrupta o sibilinamente, pero se imponía: unas veces regalándole, otras echándole en cara los sacrificios pasados, su sufrida viudez y exigiéndole el pago de su sacrificio: «¡me quedé viuda tan joven! ¡He tenido que pelear tanto!».

Se incorporó y fue a la cocina: eran las tres. Siempre comía a las tres, era un esclavo de las horas, pero la llamada de su madre le había quitado el apetito. ¡Él, que deseaba haberse quedado rumiando a solas las palabras de Ana, recordando el sonido de su voz, una voz bastante neutra, por cierto, imaginándola al otro lado del teléfono, pálida, ojerosa, de negro, y su madre se había metido por medio destrozando el encanto! ¡Siempre destrozando el encanto!

Abrió la nevera: sobre sus bandejas una pizca oxidadas, se alineaban en humilde maridaje, en deslucido bodegón, media pizza decorada con aceitunas negras y lonchas de bacon un tanto arqueadas ya (la otra media se la había comido por la noche), un poco de paella, dos huevos duros, un tomate, unas frutas de apagado aspecto, limones, muchos limones (nunca le faltaban desde que leyó un libro sobre sus propiedades curativas), una botella de vino barato, rosado por más señas, una lata abierta de mejillones, flotando los sobrevivientes en su salsa aceitosa y rojiza, media lechuga desflorada exhibiendo impúdica parte de su tronco, un trozo de queso y unas latas de cerveza de marca vulgar. Cogió el trozo de pizza y lo que quedaba de la paella y lo metió en el microondas. Le gustaba el microondas. ¡Menudo invento! Era su juguete doméstico, lo que ponía una nota de modernidad en una cocina casi monacal. Le gustaba el ruidito que hacía cuando el platillo daba vueltas como burrito de noria, y luego el ¡clic!, que a veces le sobresaltaba. En él calentaba todo: el agua para las infusiones, el café, la leche, y toda esa comida preparada que compraba y que su madre llamaba porquerías. Cuando lo encendía, José María silbaba expectante una musiquilla inconcreta, inventada seguramente, surgida a lo espontáneo, que enfatizaba cual pajarillo en celo. También silbaba, mientras hacía sus labores domésticas y al desplegar los retrovisores de su viejo coche, de ese coche que su madre le regaló cuando ¡al fin! acabó la carrera. Silbaba con suavidad, delicadamente, con ese mimo contenido que ponía en todo. Pero ya fuera en la cocina, arreglando sus metros cuadrados de ratita presumida y cuidadosa, en el coche o en cualquier sitio, siempre silbaba de la misma forma: sin entusiasmo, rutinariamente, a medio gas... Ese silbido daba una idea bastante aproximada de su manera de ser: todo en él era, excepto en el deporte donde se volcaba, comedido, cauteloso, monocorde, escurridizo y decididamente subterráneo, como si quisiera pasar desapercibido.

Cuando el arroz y la pizza estuvieron calientes, los puso en la bandeja junto al queso y los mejillones, y se fue al cuarto de estar. Nunca decía salón, sino cuarto de estar. Encendió la televisión, por si decían algo de Juancho, pero no dijeron nada; solo la voz de Ana durante la breve conversación que habían tenido, circulando, retumbando en su cerebro. Tenía que preparar el plan para ir a verla. No podía hacerlo así como así, sin planificar. Debía anunciarse debidamente, hacerse desear, y luego, esperar un poco, lo justo, pero ¿cuál era el tiempo justo? Ni muy pronto, de manera que ella pudiera pensar que estaba impaciente, ni retrasándolo tanto que la visita de pésame careciera de sentido. Maquinar sobre esto, sobre el cómo y el cuándo, le devolvió el apetito. Cogió pan y pringó la salsa de los mejillones, aun sabiendo que no debía hacerlo si quería seguir poniéndose el cinturón en el mismo agujero. ¡Trabajo costaba! ¡Caminatas extenuantes, natación, tenis, frontón! ¡Pero lo conseguía, lo conseguía! A sus cuarenta y seis años se mantenía como un jovenzuelo: atlético, sin una arruga, sin una cana; bueno, alguna, muy pocas y esas pocas le daban carácter. Nada se conseguía sin sacrificios y moderarse en la comida era el mayor de todos, que le gustaba comer, como a su madre. Pero había días que era preciso premiarse, comer sin ningún tipo de remordimientos, y hoy, precisamente, era uno de esos días, un día especial, de fiesta: Juancho había muerto y Ana estaba viuda.

Por la tarde, después de una breve siesta, fue al club. Se encontraba pletórico: hacía mucho que no se encontraba en tan buena forma.

─Buenas tardes, Belén ─saludó a la recepcionista, una chica alta, espigada.

Belén levantó la mirada del ordenador y le echó una sonrisa:

─Buenas tardes, José Mari. ─ ¡Cómo le tenía que decir que no le llamara José Mari!, pero estaba tan contento que hasta se lo pasó─. ¡Qué bien se te ve hoy! ¿Alguna buena noticia?

Belén siempre le trataba con condescendencia y cierta guasa, como si fuera un adolescente que no acabara de crecer, lo que también le molestaba.

─Tal vez ─dijo con aire misterioso.

Ella le miro entre burlona e incrédula.

─¿Qué vas a hacer hoy? Te lo digo porque si vienes a tenis, no hay pista. Están cogidas.

─No importa. Le daré al frontón.

─Tú mismo.

Belén volvió al ordenador y él pasó a los vestuarios. Sacó la llavecita de la taquilla y la abrió. Le encantaba tener taquilla, porque además de ser un signo de antigüedad en el club, de solera, era una de las pocas cosas que su madre no podía controlar. La taquilla del club era solo suya, y la llave, única también. En la taquilla podía ocultar cualquier cosa. Hasta una pistola. ¡No, qué cosas se le ocurrían! ¡Para qué quería él una pistola! Se cambió, salió al frontón. Buenas tardes, José Mari, hola, José Mari, todos o casi todos le llamaban José Mari. Odiaba que le llamaran así, pero con José Mari se había quedado y con Chema a veces. Chema le gustaba más. Chema le llamaba Concha, una compañera de carrera pariente lejana de su madre, con la que salía de vez en cuando, porque decía que era más moderno y a Concha le gustaba todo lo moderno.

3

«A ver si puedo acercarme un día de estos», le había dicho a Ana. Pero la semana había pasado, y luego la otra y no había ido. La llamaba, para preguntarle cómo se encontraba, pero no iba, lo retrasaba conscientemente, y, sin embargo, no dejaba de pensar en el encuentro, de merodear por los alrededores del chalé por ver si la veía sin ser visto. Pero nunca la vio. Luego, ella se marchó de viaje. Lo supo por la muchacha:

─La señora está de viaje.

─¿Cuándo volverá? ─No se atrevió a preguntar dónde.

─No le puedo decir. Si es por algún asunto de trabajo, puede hablar con doña Luisa.

Él no sabía quién era esa doña Luisa ni a qué se refería con lo del trabajo.

─No, no es de nada de trabajo.

─¿Quiere que le deje algún recado?

─No, no.

─¿Puede decirme de parte de quién para anotarlo?

─Un amigo.

Colgó con fastidio. El viaje de Ana no estaba previsto en su estrategia. Quizás había cometido un error retrasando tanto el encuentro.

Qué, ¿todavía no has ido a verla? ¿Y para cuándo lo dejas? Las cosas en caliente ─le recriminó su madre.

─He tenido cosas que hacer.

─¡Qué tendrás tú que hacer! ¡Como no sea ir a ese club que te está dejando en el chasis! Entre lo mal que comes y que no paras de hacer ejercicio… Bueno, haz lo que quieras. Si no quieres ir a verla, no vayas: quedas como un ineducado, pero tal vez sea mejor así.

¿Quién la entendía? Si iba, porque iba, y si no iba, también. El caso era regañarle, corregirle.

Llegaron las Navidades y como siempre, se marchó a León con su madre. Pensó que allí vería a Ana, pero tampoco:

─Ha venido, sí, pero como un meteoro. Solo ha pasado la Nochebuena y la Navidad. Y al día siguiente se marchó. Al Caribe, creo. Nadie la ha visto. Yo tampoco. ¿Te parece normal irse al Caribe en vez de quedarse con sus padres?

Quedaron un rato en silencio madre e hijo. ¡El Caribe! ¡Cuánto le gustaría a él ir al Caribe, o a cualquiera de esos lugares exóticos con mucha vegetación y extensas playas! Su madre y él podían irse al Caribe y hasta dar la vuelta al mundo si no fuera tan tacaña y vendiera de una vez las tierras de su padre, pero no le daba la gana: «Cuando me muera, quiero dejarte el patrimonio íntegro». ¡Cuando me muera! ¡Siempre estaba con eso! ¿Y para qué le serviría a él el patrimonio íntegro cuando tuviera ochenta años?... Ana en el Caribe y ellos allí, acurrucados junto a la mesa camilla, con la modorra puesta, la de la siesta y la del aburrimiento.

─¿Y a Rosalía? ¿Has visto a Rosalía?

─No. Hace mucho que no la veo.

¡Claro, como la iba a ver si estaba muerta!

─Yo creo que Rosalía cuando cerró la pensión, se fue a vivir a Galicia.

¡Rosalía! ¡Aquella hermosa patrona de la calle Pelayo donde estuvo de huésped mientras estudiaba! Era leonesa, como su madre, y también la conoció por ella: «Vete a verla y dile que vas de mi parte. Tiene una buena pensión y es limpia como los chorros del oro». Y él fue. Y se quedó. Y tuvo aquella historia con Rosalía hasta que ella se empeñó en lo que no podía ser. Fue una pena, porque Rosalía era discreta; mejor dicho, fue discreta hasta que murió el marido. Luego, se equivocó. Lo quería solo para ella. Esa fue su equivocación. Perdió el norte y ahora estaba muerta.

Se recostó en la butaca, ahíto de comer. Se quedaba a veces tan dormido que, al despertar, no sabía dónde estaba. Su madre también dormía y con frecuencia le despertaba con sus ronquidos. A media tarde, llegaban las visitas. Todas ellas viejas, caducas, sin aportar novedad o interés alguno; solo hablaban de hijos, nietos, del servicio y de lo caro que estaba todo. ¡La monserga de siempre y los piropos de siempre!: «¡Qué guapo estás, José Mari! ¡Cómo se nota que tu madre te cuida bien!».

Las amigas de su madre también le llamaban José Mari, como en el club, y, sin embargo, sonaba distinto: el tono de las viejas era maternal y un poco ñoño; el «José Mari» del club, a burla, a desprecio, como ese apelativo que se da a quien se trivializa, al que no se tiene en cuenta.

Su madre sacaba el Málaga Virgen, las pastas, los mazapanes, los polvorones, el chocolate y el café con leche. La comida casi se juntaba con la merienda y la merienda con la cena. En quince días, engordaba un par de kilos. Luego, cuando volvía a Madrid, tenía que machacarse en el gimnasio. Pero ahora había que comer como si fuera un capón, como un cebado capón, como un eunuco en un gineceo de viejas. Las oía reír como un eco benéfico, apartado de los placeres del mundo, pero también de sus sinsabores. Comer y dormir, dormir y comer y nada más. Ejercicio, lo justo, que hacía un frío que pelaba para pasear, y de sexo menos, que no se atrevía a masturbarse por miedo a que su madre entrara en la habitación (siempre lo hacía sin permiso) y le pescara, o lo descubriera por las sábanas que, seguro, miraba con lupa. Pero en el fondo era hermosa aquella laxitud, aquel dejarse llevar por esa vida animal tan simple, una vida de cochiquera o de gallinero, sin tener que pensar, sin tomar decisión alguna, limitándose a ser dócil y apacible. La docilidad no dejaba de ser una conquista: era poner la vida en manos de otro. Él, en las de su madre. Era el tributo que tenía que pagar a cambio de tener la vida resuelta y no tener que levantarse a las seis y media de la mañana para ir a trabajar como casi todos los mortales. Su madre le había salvado de la rueda de la noria. ¿De qué se quejaba si vivía como un rey? Un rey modesto, pero un rey. Navidad, Semana Santa y agosto, eran el tributo a una madre que le había salvado del enorme esfuerzo de ganarse la vida; eso y su casi doncellez.

Pero no siempre pensaba así: su sentimiento hacia ella era ambivalente; unas veces la glorificaba y otras la culpabilizaba de que a sus cuarenta y seis años estuviera solo, sin mujer ni hijos. ¿Pero de verdad tenía la culpa su madre?... ¿No la había utilizado más de una vez como pretexto para romper o interrumpir compromisos iniciados, amistades de las que su madre no tenía ni el más mínimo conocimiento? ¿Quién era el verdadero culpable entonces? Siempre buscaba excusas para eludir la realidad, siempre se enamoraba de imposibles: mujeres famosas, actrices, periodistas, cantantes, presentadoras de televisión, o de aquellas que, pese a ser más asequibles y cercanas, como Ana, estaban casadas. Mitos. Se enamoraba de mitos. Ninguna chica sencilla, asequible; una compañera de clase, por ejemplo. Concha era excepción, y para eso… Pero esas dificultades, esos obstáculos de extraño mitómano, en vez de desalentarle le estimulaban, le hacían sentirse seguro, le exculpaban de su inacción, de la opacidad de su comportamiento. ¿Qué iba a hacer la zorra si las uvas estaban tan altas, sino decir que están verdes? Todo eran pretextos para no presentar batalla, para no incorporarse al mundo adulto, para esquivar una realidad que le producía un extraño temor. Todas las que él había situado en el pedestal de las imposibles, Ana incluida, le brindaban, por su condición de tales, la coartada perfecta para permanecer como macho incólume. Pero ¿las deseaba en realidad o se inventaba el deseo, para justificar la identidad de ese primer yo, y así camuflar a ese otro segundo, parapetado, inédito y secreto? ¿De verdad era su madre la culpable? En parte, al menos por haberle protegido en exceso, por no haberle dejado volar solo. Ya desde el colegio.

¡Qué suplicio el de aquellos años! Era tan tímido que los profesores le trataban de abúlico y torpe, cuando lo que ocurría es que le daba vergüenza contestar, alzar la voz, significarse. Siempre metido en su concha, sin amigos. Sus compañeros se burlaban de él y le llamaban mariquita. Que le llamaran mariquita le hería profundamente, y sobre todo así, en diminutivo, porque el término le parecía más despectivo que marica o maricón, como si dentro del género ocupara el lugar inferior, más profundamente ínfimo.

¿Era mariquita como decían aquellos chicos?... Su madre elogiaba sus modales suaves: «... es tan delicado que nunca rompe nada. Otros a su edad, ¡son tan brutos!». Pero de haberlo sido, le hubiera gustado que aquel profesor de gimnasia que le perseguía por las duchas, le palpara la entrepierna, y, sin embargo, lo evitó. ¿Por el hecho en sí o por la persona?, que aquel hombre olía mal. Pero ¿y si eso se lo hubiera hecho aquel compañero de bachillerato, de los pocos que le ofrecieron su amistad, con quien llegó a compartir dulces secretos, aquel que le besó en la boca en la oscuridad de un cine y que murió tan joven, seguramente como castigo por ser como era?

¿Era entonces verdad o al menos en parte?...

Pero también las chicas le gustaban. Le complacía verlas, observar sus ademanes, sus primorosos vestidos, sus peinados… Contemplarlas como objetos hermosos. Y también, ¿por qué no?, besarlas. Como a su prima Margarita.

Su prima Margarita fue su primera experiencia, la irrupción femenina en su apacible adolescencia. Generalmente, siempre hay una prima o un primo que nos aventura, que nos introduce por los caminos del sexo. Un primo-prima orientador, trasgresor, iniciador de los primeros descubrimientos; un primo-prima que nos abre las puertas de los iniciales y entrevistos paraísos, que nos rasga los velos de los miedos inciertos, y nos abre las rendijas, las ventanas a esa pasión pequeña, y no obstante devastadora, de la infancia. ¿Qué habría sido de ella y de su hermano Rafaelito?... Desde que pasó lo que pasó no había vuelto a verlos, y de eso sí que tenía la culpa su madre.

Margarita tenía trece años, dos más que él, la figura esbelta, un tanto desgarbada, el pelo negrísimo y unos ojos oscuros y expresivos. El hermano, Rafaelito, era algo menor que José María, había hecho aquel año iniciático la Primera Comunión, y muy diferente de su hermana: rubio, armonioso, y tan delicado como un angelote de estampa o uno de esos niños ingleses pintados por Reynolds; pero sobre todo llamaba la atención su perfume, un perfume más orgánico que químico. ¿A qué olía Rafaelito, ese primo lejano, casi postizo, que se había colado por un hueco colateral de la familia, de manera casi heterodoxa, según su madre?

Durante aquel verano en La Bañeza, aprovechando las siestas de los mayores, Margarita y él se iban a un viejo tendejón que había en el patio donde se almacenaban antiguos aperos de labranza y cosas inservibles, y Rafaelito, que tampoco dormía, los veía marchar y esconderse. Allí, en la semioscuridad de aquel cuartucho, Margarita le enseñaba sus pechos de apuntada forma, como dos iniciales mamas caprinas, y José María los tocaba con reverencia y miedo, como algo sagrado que al contacto con el aire pudiera desvanecerse; también su pubis, sobre el que caracoleaba, como zarcillo, un vello próspero y endrino. A veces, José María creía ver en la cara morena de su prima, el rostro rubio de Rafaelito, como si el otro se hubiera inmiscuido, superpuesto, introducido entre ellos como una cuña, y tan presente lo sentía, que hasta aspiraba su olor, ese olor que casi le trastornaba; de manera que cuando se inclinaba sobre el rostro de Margarita para iniciar el ritual del beso, le parecía besar al otro, a los labios y las mejillas del otro, transformándose el dúo en una trinidad casi evidente. Así pues, José María a través de Margarita, gustaba del hermano, tocaba al hermano, duplicando y diversificando su deseo, haciéndolo común para los dos sexos, amando a los dos en uno solo, trino y carne; y en su naciente confusión, no sabía a quién de los dos prefería, si al primo que se le negaba o a la prima que se le ofrecía. Luego, cuando más tarde se encaraba con él, con ese Rafaelito entremezclado, incorporado a sus experimentos eróticos, presente sin estarlo, partícipe en la sombra, que parecía a la vez desentenderse y espiarlos, bajaba la cabeza, avergonzado, pues tenía la sensación de que el otro lo sabía, lo averiguaba, era consciente de su intromisión, como si de verdad se hubiera filtrado por las paredes y formado parte de aquel acto trinitario y secreto. Y fue precisamente Rafaelito, el angelical Rafaelito, el que fue con el cuento a su madre: «Margarita le enseña el culo y las tetas a José María». Su madre la armó mayúscula, llamó puta a Margarita y al día siguiente Margarita, Rafaelito y la madre de ambos, se marcharon de la casa de La Bañeza para no volver jamás. Desde entonces, no había vuelto a verlos ni a saber de ellos, como si el tiempo los hubiera borrado, y la casa de La Bañeza, que cobijó sus veranos de infancia, se vendió al año siguiente, pues, según su madre, solo acarreaba gastos.

Después del colegio y de un tiempo perdido en aquel extraño hospital, «¿por qué estoy aquí, mamá?». «Estás muy débil, tienes que reponerte…, los nervios, tienes que calmar esos nervios…», vino lo de la carrera: ¿por qué se empeñó su madre en que tenía que estudiar ingeniería? ¿Por qué, si sabía que seguramente no sería capaz? Él solo quería estudiar algo hermoso, relajante, que le hiciera apreciar y gustar la belleza de la vida, como las humanidades, pero su madre las despreciaba: «son de muertos de hambre», y no le dejó otra opción. De la tensión sufrida en todos esos años de tentativas y fracasos, de aquel perdido maratón por la ingeniería, volvió a ponerse enfermo: se le resintió el estómago y la cabeza le jugaba malas pasadas, acometiéndole con jaquecas propias de señoras histéricas. Se encerró entre las cuatro paredes de su cuarto y se negó a ver gente. Las visitas, sobre todo esas imprudentes amigas de su madre, le espantaban. Estaba convencido de que husmeaban en su vida y le miraban aviesamente.

Pensando que todo era debilidad, su madre se esforzaba en darle lo mejor, en prepararle platos que le estimularan el apetito perdido: «¿te apetece una merluza con gambas? ¿Te traigo unos langostinitos?», pero ni por esas. Volvió al hospital, a los médicos, a las enfermeras que le sacaban al jardín a pasear… Cuando salió, ¿cuánto estuvo, dos meses, tres?, había perdido la cuenta del tiempo y de sí mismo. Se dejó llevar. Abandonaría, renunciaría a enfrentarse a un mundo que se le antojaba hostil. Viviría con su madre. La vida con ella sería cómoda y apacible, aunque tuviera que resignarse a ser como un niño pequeño. Sería como entrar en un convento particular y laico. Su sexo, tan acostumbrado a castidades, le ayudaría. No le sería difícil renunciar: ¡tenía tan pocos deseos! Él podía, sin duda, mejor que ningún otro, aceptar esa vida de célibe, de jubilado en plena juventud. ¿Qué era el sexo para él? Apenas nada. Un apéndice a través del cual orinaba; un miembro disciplinado que no le daba disgustos, que casi nunca se sublevaba: discreto, silencioso, acostumbrado a no exigir sus derechos, un sexo bien educado; demasiado bien educado. Alguna vez, por supuesto, le traicionaba, como traicionan hasta los más indefensos, hasta los más incapaces para la traición, durante el sueño, cuando no se podía defender; una especie de traición por la espalda. Sentía entonces una ligera conmoción, muy leve, tan pobre en su mínimo estallido, que apenas dejaba rastro entre las sábanas.

Sin embargo, pasado un tiempo, volvió a la vida y a estudiar. Se matriculó en Empresariales. Fue en esos años cuando conoció a Rosalía: «vete a verla, tiene una pensión en la calle Pelayo. Es una mujer muy limpia y te tratará bien», le dijo su madre después de que hubiera probado dos o tres sitios, y a ella: «Cuídemelo como si fuera su hijo», y Rosalía tanto le cuidó que se encaprichó con él. ¡Qué buena mujer Rosalía y qué pena que aquello hubiera acabado como acabó!

Consiguió, tras muchas angustias, licenciarse, o eso le dijo a su madre, que no tuvo más remedio que engañarla, y empezó el calvario de la búsqueda de trabajo y las consabidas entrevistas. La noche anterior apenas dormía pensando en las preguntas y en lo que tenía que responder. Todos los entrevistadores preguntaban lo mismo, y también lo mismo cuando le despedían: «ya le llamaremos», o nada. Generalmente nada. Buenos días o buenas tardes. Nada más. Algunos, no todos, le daban la mano. Después, con la boca todavía seca, llamaba a su madre:

─¿Qué te han dicho?

─Que me llamarán.

─¿Solo eso? ─Ella insistía, quería detalles, agarrarse al cabo ardiendo de la esperanza, pero él casi llorando, repetía:

─Solo eso; que me llamarán.

Pero no le llamaban. Nunca le llamaban.

La madre revolvía entre sus amistades: «¿sabréis de alguna cosa para mi José María?», y largaba el currículum; un currículum que hinchaba o inventaba en sus tres cuartas partes, basado en cualidades que poco tenían que ver con lo profesional: «¡es tan bueno y educado! ¡Nunca me alzó la voz!». Si él estaba presente, se avergonzaba un poco, sonreía con el encanto de los tímidos, miraba hacia otro lado y la dejaba hacer.

Pero las influencias de su madre de nada valieron. Es cierto que los señores cuyo nombre aparecía detrás de las tarjetas con el saludo y casi el besamanos, le llamaron y hasta le recibieron, pero a la larga todo se fue diluyendo, debilitándose, dando por cumplida la cortesía que se les había pedido y acabaron no poniéndose al teléfono, escudados tras el «está reunido» de las secretarias.

José María tampoco insistió mucho: aquellas llamadas sin respuesta escocían su orgullo. Durante un tiempo siguió mirando las ofertas y acudiendo a citas más o menos concertadas, pero ya sin ilusión, sin ningún convencimiento, solo como el que sigue un rastro, como una inercia. Ya no sentía esa amargura inicial, esa sensación de fracaso que en un principio le acongojó, sino alivio e incluso alegría ante las negativas, ante la vaguedad consabida del «ya veremos si hay algo», que conocía tan bien. Nunca había nada. Había que encajarlo y admitirlo: el tiempo del trabajo, quizás también el del amor, empezaban a pasársele o se le habían pasado por completo.

Decidió, pese a las protestas de su madre, que se quedaría en Madrid, que solo se verían en vacaciones: «¡cuánta separación y cuánto gasto inútil!», se quejó ella. Pero él se mantuvo inflexible por primera vez, y su madre le ingresaba en la cuenta corriente el día dos de cada mes, siempre el día dos, una cantidad suficiente para mantenerse. Puso también un seguro a su nombre, y en el colmo de la previsión, contrató un fondo de pensiones. Todo quedaba así atado y pactado: el presente, el futuro y la complicidad común. Y como José María no quería seguir rodando por pensiones ni compartir piso con estudiantes, también le compró un piso, un modesto interior en Rodríguez Sampedro, casi frente por frente de la Casa de las Flores: «¡No te quejarás del sitio!».

Del sitio, no. Del sitio no se quejaba. No obstante, para paliar gastos, José María alquilaba una habitación Y así fue como después de dos o tres vanas tentativas se encontró con Jesús, un funcionario docente a la espera de que le terminaran el piso que había comprado sobre plano en las afueras de Madrid. Jesús y él se llevaban bien; mejor dicho, se conllevaban, sin roces, cordialmente. Jesús preguntaba poco; José María menos. Lo importante era el orden y el pago. El pago, sobre todo.

Finalmente, todo estaba en orden y su vida de pequeño burgués arreglada: el piso, la cuenta bancaria, y para colmo, el club.

¡Qué haría él si no existiera el club! Desde que se hizo socio, era otro. El club le había salvado. ¿Salvado de qué?... Le mantenía activo y eso era importante. ¡Activo, activo, activo! Mantenerse en forma era una manera de controlar la mente y el equilibrio emocional. Se entrenaba con verdadero entusiasmo en la cinta, la piscina, el frontón y el tenis. En el tenis era un campeón. Nada como el tenis le daba aquella sensación de triunfo, de poder, de dominio. En el tenis lograba destacar y ganar, y aquella sensación de triunfo, le emborrachaba. ¡Campeón, campeón! Descargaba sus ardores golpeando la pelota, haciendo del juego una especie de reto, de erotismo, que lo dejaba felizmente exhausto. Un partido de tenis era para él como un auténtico cuerpo a cuerpo en el que era preciso vencer. El tenis, como una buena amante, le remodelaba, le reafirmaba y le embellecía; también le hacía sentirse menos solo: el tenis era, al fin y al cabo, cosa de dos.

Pero ¿por qué tenía que acordarse de su prima Margarita, de sus años de colegio, de las infructuosas entrevistas, de todas esas cosas que ametrallaban su memoria?...

Y mientras tanto, Ana en el Caribe, en la playa, en bañador o en bikini y él en León, muerto de frío, acurrucado junto a la mesa camilla, semidormido, indolente.