HERNÁN
BRAVO
VARELA
MALVERSACIONES
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Edición digital: 2021
ISBN: 978-607-8764-46-4
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HERNÁN
BRAVO
VARELA
MALVERSACIONES
SOBRE POESÍA, LITERATURA
Y OTROS FRAUDES
“Malversar” significa “apropiarse o destinar los caudales públicos a un uso ajeno a su función”. ¿Qué otra cosa es leer críticamente sino apropiarse de determinadas obras para un uso ajeno a su propósito: la iluminación argumental de un punto de vista?
Los poetas solemos confundir esa “iluminación argumental” con la bisutería de las impresiones, y al “punto de vista”, con deslumbramientos no muy rutilantes. Apóstatas de una academia imaginaria, a menudo consideramos que un poema debe leerse poéticamente, y la vocación de quien lee, coincidir con la provocación de lo leído. Ninguna subjetividad peor que la de someter a prueba metafórica, casi a verso seguido, un poema: no hay presentación formal de él, sino la apariencia de su discurso; antes que una imagen, se glosa una imaginería; y en vez de ideas, se proponen ocurrencias sobre el ritmo –música de las esferas para mentes cuadradas.
En “Criticar al crítico”, T. S. Eliot hace una tipología de ese lector (el crítico criticable) en deuda con sus propios hallazgos: el “profesional”, el “fervoroso”, el “académico” o el “teórico” y, finalmente, aquel cuya crítica “es un subproducto de su actividad creadora”. Sobre todo, enfatiza Eliot, “el crítico que es además poeta. ¿Habremos de decir el poeta que ha escrito alguna crítica literaria?” Yo, por mi parte, reivindico al crítico de tiempo incompleto –cuyo “subproducto” puede juzgarse como el laboratorio reflexivo de su obra creativa–: su fervor de ciertas figuras lo hace inventar una ascendencia, y su flanco moral tomar posturas personales e intransferibles sobre el quehacer ajeno. En contrapunto, su actividad creadora refleja la pasividad analítica de sus ensayos. Pero si la obra artística del poeta es un patrimonio intangible, su obra crítica es un bien mal habido. Por eso, advierte Eliot, podrá haber en ella “errores de juicio y, lo que lamento más, errores de tono (…) Sin embargo, he de reconocer mi relación con el hombre que dijo eso y, pese a todas esas reservas, continúo sintiéndome identificado con [él]”. La biografía (y la declaración patrimonial) de un poeta, entonces, no está en sus poemas sino en sus ensayos: ahí se agrupan las confesiones de sus máscaras, las aventuras de su mala conciencia –esa que, según Saint-John Perse, representa un poeta para su tiempo.
Escritos entre 2009 y 2017, los siguientes ensayos repasan algunas tradiciones (y traiciones) de la poesía, la literatura y el arte: la alquimia de Rubén Bonifaz Nuño en tiempos de química verbal, la fama inconsciente de Emily Dickinson, el ánimo cobarde del joven Eliot, la estridencia y el Apocalipsis como géneros literarios, las guerras intestinas de la poesía mexicana del siglo XXI, la educación sentimental de los emoticones e incluso el manifiesto como una forma del psicoanálisis y el autoescarnio. Más allá de su nota negativa, asociada al fraude, toda malversación implica desviar fondos. Este volumen, desde sus fondos bibliográficos, aspira a cometer (y reincidir en) tal delito.
Ciudad de México, 3 de marzo de 2019
Es probable que la poesía mexicana del siglo XX no conociera un virtuoso mayor que Rubén Bonifaz Nuño (1923-2013). Pero, según el parecer de no pocos poetas y críticos recientes, la obra de Bonifaz despide un tufo a contrarreforma. Cuando Carlos Monsiváis lo calificó de “impecable técnico” o los antologadores de Poesía en movimiento (1966) lo definieron como “Dueño de [una] excepcional sabiduría técnica”, ambos elogios, sospechosamente parecidos, pronto devinieron reparos y tabúes. ¿Por qué alguien, a la mitad de un siglo que alumbró las vanguardias y promovió el verso libre, querría cubrir la retaguardia, conversar con los clásicos grecolatinos y las culturas prehispánicas? En la pregunta, creo, asoma una historia no autorizada de la poesía nacional.
Si José Emilio Pacheco propuso en la “Introducción” a su Antología del modernismo (1970) que dicho movimiento había conformado nuestro auténtico romanticismo, las vanguardias mexicanas, sobre todo el “grupo sin grupo” de Contemporáneos, constituirían entonces un modernismo extemporáneo. (Como coincidencias, subrayo la tropicalidad de Carlos Pellicer y de Salvador Díaz Mirón, la pena capital de la inteligencia en Muerte sin fin, de José Gorostiza, y el “Idilio salvaje”, de Manuel José Othón, el tono menor y urbano de los XX Poemas, de Salvador Novo, y “La Duquesa Job”, de Manuel Gutiérrez Nájera.) Todo lo cual haría que las vanguardias surgiesen con Octavio Paz y Efraín Huerta, creadores de poemas visuales (los Topoemas del primero) y hasta documentales (Amor, patria mía del segundo). La generación inmediatamente posterior –es decir, la de Medio Siglo– sería la encargada, entonces, de disentir con Paz y Huerta: la recuperación de esquemas tradicionales (el romance por parte de Jaime Sabines, la terza rima o la octava real por parte de Jaime García Terrés); la readaptación de mitos y autores clásicos (“Lamentación de Dido”, de Rosario Castellanos, o “Discurso que se estaba formando en la cabeza de Cicerón”, de Jorge Hernández Campos); la grandilocuencia de lo popular (tal y como ocurre con Eduardo Lizalde)…
Ni qué hablar de Bonifaz Nuño. Cercano al petrarquismo retro del peruano Carlos Germán Belli, Bonifaz Nuño desarrolló un “neoclasicismo de autor” basado en exploraciones métricas, acentuales y estróficas. El objetivo era paliar cierta retórica adquirida en moldes prestigiados y generar nuevas convenciones: variantes del endecasílabo ortodoxo, domesticación de metros como el eneasílabo, el decasílabo o el dodecasílabo… Lo cual, aunado al encabalgamiento (fraseo a caballo entre dos versos) y al hipérbaton (o inversión de la sintaxis para fines rítmicos); a la preferencia por la aliteración y la asonancia interna, da la impresión de que Bonifaz Nuño es un sólido versolibrista. El siguiente poema, tomado de Los demonios y los días (1956), es un ejemplo de ello. Su fondo coloquial se apoya en tales audacias para hacer de la consigna pública una meditación privada:
Para los que llegan a las fiestas
ávidos de tiernas compañías,
y encuentran parejas impenetrables
y hermosas muchachas solas que dan miedo
–pues uno no sabe bailar, y es triste–;
los que se arrinconan con un vaso
de aguardiente oscuro y melancólico,
y odian hasta el fondo su miseria,
la envidia que sienten, los deseos;
para los que saben con amargura
que de la mujer que quieren les queda
nada más que un clavo fijo en la espalda
y algo tenue y acre, como el aroma
que guarda el revés de un guante olvidado;
para los que fueron invitados
una vez; aquellos que se pusieron
el menos gastado de sus dos trajes
y fueron puntuales; y en una puerta,
ya mucho después de entrados todos,
supieron que no se cumpliría
la cita, y volvieron despreciándose;
para los que miran desde afuera,
de noche, las casas iluminadas,
y a veces quisieran estar adentro:
compartir con alguien mesa y cobijas
o vivir con hijos dichosos;
y luego comprenden que es necesario
hacer otras cosas, y que vale
mucho más sufrir que ser vencido;
para los que quieren mover el mundo
con su corazón solitario,
los que por las calles se fatigan
caminando, claros de pensamientos;
para los que pisan sus fracasos y siguen;
para los que sufren a conciencia
porque no serán consolados,
los que no tendrán, los que pueden escucharme;
para los que están armados, escribo.
La técnica, sí, pero al servicio de una patria chica: no el terruño sino el departamento, el escritorio, la mesa de un café o el rincón de una cantina, donde un soltero descubre “el secreto más íntimo y humilde / de la fraternidad”. A partir de Imágenes (1953), su segundo volumen, Bonifaz Nuño libró con fortuna los trastabilleos de una nueva tradición. (Véanse los casos del Marqués de Santillana y de Juan Boscán, cuyas adaptaciones de la lírica petrarquista debieron esperar a Garcilaso de la Vega para cumplirse memorablemente.) Dueños de un habla que recuerdan tanto a Catulo, Anacreonte y César Vallejo como a José Alfredo Jiménez y Alfonso Esparza Oteo, los poemas de Bonifaz Nuño son serenatas de un mariachi culterano, las piedras del campo de Cuco Sánchez y los montes parturientos de Esopo.
Como Rubén Darío, Bonifaz Nuño no se conformó con abrir posibilidades expresivas. No bastaba con poner un “vaso providente” en la mesa. El vaso debía contener una sustancia que lo desbordara o lo hiciese estallar. (De ahí el efecto del versolibrismo: para que los lectores no se extraviaran en la transparencia del vaso sin antes apurar una bilis engañosamente cristalina.) Así como nuestro autor pidió en Tristeza de amor en Carlos Pellicer (2001) que el tabasqueño se leyese como un poeta grave y crepuscular, y no sólo optimista y matutino, Bonifaz Nuño pide ser consultado como un historiador de la vida cotidiana –y que, pese a títulos como El manto y la corona (1958), Fuego de pobres (1961) y Albur de amor (1987), nunca gozó de la popularidad de Sabines–. Y que si divulgó sus propias pasiones y penurias, también fue el cultor de versos “iniciáticos” (Siete de espadas, 1966; El ala del tigre, 1969; La flama en el espejo, 1971; Del templo de su cuer po, 1992), que bien podrían acompañar a los de Gerardo Deniz en su palco de moda, reservado a los autores difíciles y estimulantes.
Acaso falte una lectura menos apoltronada de Bonifaz Nuño para hacerle justicia. “Acaso sea punto de lenguaje –como parece diagnosticar él mismo–; / de ponerse de acuerdo sobre el tipo / de cambio de las voces, / y en la señal para soltar la marcha.” Pero en el mercado de valores de la poesía mexicana, el gesto suele sustituir a la voz; apenas advertiríamos la del cordobés entre el manoteo. Su virtuosismo descansa en algo que observaba en Pellicer: “La técnica poética como la facultad de hacer transmisible con palabras un conjunto de estados interiores”. Estados interiores que habita
un hombre desasosegado, solitario, nostálgico de bienes nunca obtenidos, confiado en las endebles armas del poema, sufriente y dolorosamente resignado a padecer para siempre un amor sin correspondencia, que en sus términos últimos considera el espejo y el cuerpo de la muerte misma, sin remedio y sin extinción.
También ese hombre, quien lleva a cuestas su propio cadáver, es el lector ideal de Bonifaz Nuño y sus calaveras de arte mayor.
Una historia del retrato literario en México podría agotar sus páginas en Francisco Hernández (1946). Su decisiva influencia goza hoy de fetiches y exvotos; gracias a él, muchos jóvenes poetas han cumplido un rito de paso entre devoto y hereje para mudar de voz. La vida y los milagros de un autor canónico, más que cantados y contados, son intervenidos como una galería, la cual abrió sus puertas con la obra temprana de Hernández (Gritar es cosa de mudos, 1974) y ha ido nutriéndose con las donaciones de su colección particular –es decir, la de los incontables otros que la conforman.
El desafío del retrato literario consiste en atravesar una zona donde se confunden la biografía con la autobiografía, la psicología o la medicina forense con la estética. Bajo amenaza, la autoridad poética tiene la consigna de perderse para encontrarse –perder el norte para dar con otros extraviados, los que Hernández encarnó al abolir la primera persona–. El balance final es inesperadamente fructífero: el paso por la cuerda floja del lenguaje nunca ha sido más firme que en la falta de red. Un programa de trabajo que podría suscribir este poema de Emily Dickinson, en traducción de Rosario Castellanos:
Jamás he visto un páramo
y no conozco el mar
pero sé cómo debe ser la ola
y cuál es la apariencia del brezal.
Con Dios no he hablado nunca
ni el cielo he visitado
pero estoy tan segura del lugar
como si en algún mapa lo hubieran señalado.
Si bien parte de la escisión mental de Friedrich Hölderlin (transformado en el mítico Scardanelli, recluido en la locura) y de la multiplicación literaria de Fernando Pessoa (extendido a setenta personajes, entre los cuales se encontraba él mismo, su desconfiado ortónimo), la polifonía de Hernández sólo es atmosférica. Nada más alejado de Hernández que la epopeya; la comunidad es una ilusión de su trance poético. Como los autorretratos diarios que por décadas realizó su amigo José Luis Cuevas, la poesía de Hernández son las caras de una moneda pulida por el tiempo. Caras que, al contemplarse retrospectivamente, semejan una exposición colectiva antes que un ejercicio hemerográfico. El mismo autor reconoce en “El que fue”:
La frustración de no poder realizar
un retrato de Henri Michaux
desapareció al leer esta frase
del propio Michaux:
Hace años he dejado de depender
de mis rasgos. Ya no habito esos lugares.
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