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No echar de menos a Dios
Itinerario de un agnóstico

Rodolfo Vázquez

 

Illustration

A Juan, Pablo y Sophie, Santiago y Sofía,
Jimena, Diego, y a mi linda y traviesa Charlotte

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS
Serie Filosofía

 

 

 

© Editorial Trotta, S.A., 2021

http://www.trotta.es

© Rodolfo Darío Vázquez Cardozo, 2021

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ISBN (EPUB): 978-84-1364-040-2
Depósito Legal: M-15728-2021

ÍNDICE GENERAL

Prólogo

EL PROCESO DE SECULARIZACIÓN

1. RAZÓN Y CONCIENCIA (Baruch Spinoza y Pierre Bayle)

Razón y Absoluto

Una lectura singular de Spinoza

Contra la tradición y la autoridad y a favor de la conciencia

Un ateo puede ser un hombre honesto

2. TOLERANCIA Y ESCEPTICISMO (Voltaire y David Hume)

Contra la ignorancia y la necesidad de una justicia universal

Contra el fanatismo y en favor de la tolerancia

La seducción del escepticismo

Crítica al deísmo y disposición virtuosa

3. ANTROPOLOGÍA Y EXPERIENCIA (Ludwig Feuerbach y William James)

Crítica antropológica de la religión.

La religión como amor y comunidad.

La religión como un hecho de experiencia

Religión personal-privada y religión institucional-pública

UN SECULAR AGNÓSTICO

4. VERDAD Y RELIGIÓN (Bertrand Russell)

Por qué no soy cristiano

Religión y ciencia

Los nuevos ateos o los jinetes del Apocalipsis

VARIEDADES DEL AGNOSTICISMO

5. VOLUNTAD, FINITUD Y SERENIDAD (José Gaos y Enrique Tierno Galván)

Del ateísmo metodológico al agnosticismo.

Del Dios como ideal de la razón al Dios como Bien infinito

¿Qué es ser agnóstico?

Hacia un agnosticismo humanista

6. ANHELO DE JUSTICIA Y REBELDÍA (Max Horkheimer y Albert Camus)

Crítica de la razón instrumental

Anhelo de justicia y praxis

Sísifo o el hombre absurdo

Desmesura y rebeldía

7. LO SUBLIME, EL INSTANTE Y EL AMOR (Ronald Dworkin y Octavio Paz)

Laicidad y deliberación pública

Religión sin Dios.

Materia, instante y luminosidad

Amor y veneración

Epílogo

Índice de nombres

PRÓLOGO

Hay momentos de reposo y de ocio en la vida en los que resulta necesario hacer una pausa, dejar que la memoria fluya con sus aciertos y desaciertos, intentar situarse un poco en este «presente elástico», siempre indeterminado, y lo poco o mucho que se piense o se escriba, compartirlo con un círculo cercano de amigas, amigos, y de las personas a las que uno ama. Por supuesto que se busca la complacencia. ¡Faltaba más!: es nuestra dosis necesaria de vanidad. Pero, también, se espera el comentario justo, cómplice, perspicaz, que corrija o reencamine.

En este escrito he intentado hacer un repaso o un itinerario intelectual —autores y lecturas— que me han acompañado, diría que, soterradamente, en un tema, problema o experiencia, como se quiera decir, y que a reserva de encontrarle un nombre más apropiado he llamado el «sentido de lo religioso» o «el sentido de lo absoluto».

Tengo esa morbosa manía de temporalizar la vida, marcar etapas, abrirlas, cerrarlas, cuadricularme —inútilmente, aunque confieso que experimento una gran tranquilidad— y creo que puedo decir, con alguna evidencia biográfica, que permanecí totalmente indiferente con respecto al mundo religioso hasta los dieciséis años; inicié una segunda etapa, hasta los treinta, en la que viví intensa y apasionadamente un encuentro con lo sagrado, sin regateos, con la inocencia del agraciado y la intransigencia del converso; luego una secularización personal, con la rabia y la indignación suficientes para alimentar un ateísmo militante, hasta mis cuarenta largos; y, finalmente, poco a poco, me he ido acercando a la «serenidad del agnóstico», en la que la trascendencia deja de ser un problema y —siguiendo a Tierno Galván— termina uno instalándose en la finitud, sin resignación ni rencor, y «sin echar de menos a Dios». Se trata de la narrativa de un aprendizaje: no se nace agnóstico, se llega a ser agnóstico.

¿Qué tanto, y cómo, un libro, un ensayo, una película, un poema, una experiencia musical o artística, los encuentros personales, han influido en esos giros de la vida? No lo sé a ciencia cierta. Pero si es verdad, como ha dicho un filósofo español, que la filosofía no es útil, ni inútil, sino inevitable, sí puedo decir con alguna certeza que ciertos pensadores, o mejor, algunos textos, me han acompañado inevitablemente y sé que ahora —que los he sacado nuevamente a la luz, y los he releído— forman parte de mi biografía. No son muchos. Son lo que, de alguna forma, me justifica en ese tránsito que va del proceso de secularización al agnosticismo. He tratado de darles algún orden académico que, por supuesto, no corresponde de manera puntual al orden en el que fueron leídos inicialmente. Cuando me sea posible, trataré de ubicarlos en el tiempo personal, pero, otra vez, ello responderá a una obsesión irremediable de la que me hago cargo.

Presento a los autores y sus textos respectivos en díadas, o mejor, en vidas paralelas. A algunos los une un siglo, una época; a otros una continuidad de pensamiento, aunque no se hayan leído entre sí; y, quizás, en otros aparezca una que otra afinidad electiva. A Russell, cerrando un siglo y abriendo otro, le he dedicado un capítulo en solitario. Una y otra vez he leído, anotado, subrayado, cada uno de sus libros. Lo seguiré haciendo como fuente inagotable y, sin duda, como modelo de secular agnóstico. Los primeros tres pares de autores corresponden a lo que he titulado «El proceso de secularización»; las siguientes parejas, a «Variedades del agnosticismo».

Descubrí a Spinoza después de leer a Gilles Deleuze. Se puede leer la Ética, como si se tratase de «líneas, planos y volúmenes»; también se puede leer a Spinoza como continuador de Descartes y antecesor de Leibniz, para explicar escolarmente la vertiente del pensamiento racionalista en una historia de las ideas filosóficas; o bien, se puede leer a Spinoza, como lo hace Deleuze: un Spinoza que labra o pule pacientemente el cristal del Absoluto para lograr un abrazo final entre el concepto y la vida, entre el dios de la razón y el dios de la religión. Este es el Spinoza con el que deseo comenzar el proceso de secularización.

Mi encuentro con Bayle fue algo fortuito, o quizás, no. Llegué a él después de algunas lecturas de textos de Lutero para intentar comprender mejor el postulado de la libre conciencia y la fe entre los protestantes —cómo no recordar algunas de las películas de Bergman, A través de un vidrio oscuro (o A través del espejo), por ejemplo— y del esfuerzo por tratar de desmitificar las Escrituras y desembarazarlas de las mentiras y de las falsas creencias. ¿Se podía ser ateo y, al mismo tiempo, llevar una vida moralmente aceptable? Para Bayle, la respuesta era positiva: la moral debía comprenderse como una actividad radicalmente distinta de la religión. Con ello se sentaban las condiciones para el ejercicio de la tolerancia. El libro que cayó en mis manos en una librería de temas religiosos situada en la colonia Clavería, de la Ciudad de México, fue Pensamientos diversos sobre el cometa.

Con Voltaire me distanciaba una admiración reverencial. Para entender la Ilustración y ese monumento a la razón, que es la Enciclopedia, era necesaria la lectura, entre otros libros, del Tratado sobre la tolerancia. Recuerdo que el relato de las vicisitudes de Jean Calas, y la pregunta sobre si la intolerancia fue conocida entre los griegos, romanos, primeros cristianos, judíos... no me despertó un gran interés filosófico, si bien la narrativa me resultó deleitable. Releí a Voltaire, después de llevar un seminario en la Universidad Nacional Autónoma de México, con Mark Platts, en el que analizábamos el tema de la tolerancia, especialmente en la obra de John Locke, y cuando, con más herramientas analíticas, leí a Ernesto Garzón Valdés y su ensayo «No pongas tus sucias manos sobre Mozart». Con el tiempo, regresé a Voltaire, y ahora, con su imponente grandeza, de la mano de Fernando Savater, después de la tragedia de Charlie Hebdo; y con el conflicto judío/israelí-árabe/palestino, de la mano de Amos Oz. El libro de Voltaire debió titularse Tratado contra el fanatismo.

Tengo una edición de los Diálogos sobre la religión natural, de David Hume, con un prólogo inmejorable de Javier Sádaba. Creo que nunca he subrayado y anotado algún texto, como lo he hecho con este de Hume. Ello pudo responder a mi total ignorancia sobre el tema o, como prefiero pensar, a un deslumbramiento que hoy he vuelto a revivir con emoción primigenia. Las cuestiones «oscuras e inciertas» que la razón no pueda alcanzar ameritan un estilo dialogado y conversacional, dice Hume, y a ello se aboca contrastando el «refinado espíritu filosófico de Cleantes, el descuidado escepticismo de Filón [...] con la rígida e inflexible ortodoxia de Demes». Creo que después de esta lectura, a la que llegué con el ánimo de Demes y cierta arrogancia de Cleantes, entendí que debía comenzar a «desalinearme» y poner entre paréntesis la rígida ortodoxia para dejarme llevar por los cantos del escepticismo. ¿Qué explicación o qué fundamentación podría darse de ese escepticismo agnóstico? No era la tarea de Hume. Primero había que mover los cimientos.

Feuerbach y James intentaron dar algunas explicaciones del fenómeno religioso, desde la antropología y la psicología. ¿Cómo leer a Feuerbach sin los lentes de Hegel o de Marx? Me pareció durante mucho tiempo una empresa aburrida y postergué su lectura hasta que cayó en mis manos la edición que Trotta preparó sobre La esencia del cristianismo. ¿Cómo no sumergirse en las posibilidades de un ateísmo antropológico?; o en la seductora pregunta, que se hace Hans Küng: «¿Dios, una proyección del hombre?». Leí sin descansar el que sería desde entonces uno de los libros más deslumbrantes y poderosos sobre el tema religioso, y escrito con una pluma exquisita. Una época en la que mi ateísmo necesitaba de asideros racionales, y ¡vaya si los había!

Solo pensar en leer un libro de psicología de la religión, escrito en 1902, teniendo a la mano la posibilidad de adentrarme con cierto rigor en la obra de Freud, me resultaba una pérdida de tiempo. Tampoco me interesaba el pragmatismo como teoría filosófica, cuando podía profundizar en el consecuencialismo moral desde autores como Bentham y Mill. Quizás en ese tiempo andaba a la caza de cualquier libro que tratara el tema del mal y del sufrimiento, y di con un libro de un joven sociólogo, La mirada de Dios. Estudio sobre la cultura del sufrimiento, de Fernando Escalante, simplemente brillante. El capítulo dedicado a William James y su mirada frente al terremoto de San Francisco me condujo irremediablemente a la lectura de su libro Variedades de la experiencia religiosa. Hoy releo el libro de James en la edición de Trotta, con un estudio introductorio de Manuel Fraijó, y sigo admirado de esas disecciones finas y sutiles sobre la experiencia íntima y personal de la religión, distinguiéndola de la religión institucional. Creo que necesitaba esa mirada neutra y científica de James para ir cerrando mi secularización... y reconciliarme también con cierto tipo de pragmatismo filosófico.

Creo recordar que mi primer encuentro con Russell, en mis años de creyente, no tuvo nada que ver con el atomismo lógico, ni la teoría de los tipos, ni mucho menos con los Principia Mathematica. Se debió, más bien, al célebre debate que sostuvo con el sacerdote jesuita Frederick Copleston. ¿Cuál era el alcance del principio de razón suficiente? ¿En qué se distinguía del principio de causalidad? ¿Tenía sentido el argumento anselmiano? Hoy releo y escucho el debate con cierta nostalgia. No sobre el objeto del debate, sino sobre mi actitud juvenilmente apasionada por las cuestiones metafísicas. Creo que la inteligencia incisiva, pícara, inquisitorial y rebelde, que caracterizaba a Russell, es lo que más me deslumbró de él, y con el paso del tiempo, fui aceptando y viviendo, también, uno tras otro, sus postulados fundamentales. He leído a Russell al calor de debates éticos, políticos y sociales. Ante las dudas, y con la necesidad de respuestas, buscaba alguno de sus ensayos, capítulo de libro o entrevista, que me diera «tierra firme». Nunca me ha defraudado. En una edición preparada por Paul Edwards, y prologada por el propio Russell, Edwards reunió catorce ensayos relacionados con temas morales y religiosos, que conservo como libro de cabecera. La conferencia que Russell dictó en 1927 sirvió de título para la edición: Por qué no soy cristiano. En ese afán personal de cerrar y abrir ciclos, la lectura de ese ensayo significó en mi vida, ciertamente, un punto de inflexión.

El 7 de junio de 1988 recibí una carta invitándome a participar en el número-homenaje a José Gaos, que publicaría la revista Anthropos de Barcelona al año siguiente. Había leído con cierta regularidad a Gaos y sabía que el tema de Dios había ocupado su atención en los últimos años de su vida. ¿Cómo pueden escribirse con sentido las palabras «Si Dios existe», se preguntaba Gaos aludiendo a Tomás de Aquino, sin asumir, existencialmente, el ateísmo, aunque sea por un instante, al menos hasta haber escrito la frase: «... y este motor todos lo entienden como Dios»? En sus Confesiones profesionales creía haber vislumbrado a un Gaos ateo; en su libro póstumo, Del hombre, me encontré con un Gaos agnóstico, anclado en la finitud humana, pero abierto a lo inefable, no por la razón, sino por la vía de la volición amorosa. Del ateísmo al agnosticismo me pareció un buen tema para responder la carta de mi querida maestra y amiga Elsa Cecilia Frost.

Sabía de Enrique Tierno Galván por alguna entrevista que dio en México, creo a fines de los setenta, también por sus bandos municipales en plena «movida madrileña», cuya lectura realicé más tardíamente por sugerencia de Jesús Silva-Herzog Márquez, y, ciertamente, por su socialismo militante acorde con los lineamientos del gobierno en turno. Poco y nada sobre su producción intelectual. No recuerdo si fue en Casa del Libro o en La Central, en Madrid, me topé, literalmente, con un librito que me ha acompañado en los últimos años, como una especie de prótesis mental: ¿Qué es ser agnóstico? Para el «viejo profesor» el agnóstico se instala en la mundanidad, y nada existe fuera de la finitud: ni la trascendencia, ni la inmortalidad. Lo material y lo inmaterial se conciben solo en el horizonte de lo finito. Pero muy lejos de una suerte de nihilismo, el mundo se manifiesta ante el agnóstico en toda su plenitud.

No es gratuito que Tierno Galván evocara ese poemario, que es un himno a la vida en su palpitante materialidad, Cántico, de Jorge Guillén:

El balcón, los cristales,

Unos libros, la mesa.

¿Nada más esto? Sí,

Maravillas concretas1.

Se trata de un agnosticismo sereno y diría, que lúdico. Quedan las preguntas a responder: ¿cómo incorporar en este tipo de agnosticismo el dolor, la injusticia y el sufrimiento? ¿Tiene la vida algún sentido o significado radical, o es esta una pregunta ociosa?

Una de mis omisiones académicas y personales que más he lamentado ha sido la de no adentrarme con rigor y disciplina en la teoría crítica. No sé qué explicación dar de ello. Podía leer a Marx, Nietzsche y Freud, con fruición y desesperación, pero no a los representantes de la Escuela de Fráncfort, ni de la primera, ni de la segunda época. Y no era precisamente Habermas, y su apuesta kantiana, la llave para entrar en ese mundo. Lo cierto es que, ni modo, hay que decirlo con todo y su nota cursi, «el amor hace milagros», y puedo confirmarlo, porque fue a través de Ana como poco a poco fui entendiendo y admirando esa literatura disruptora y envolvente. Por su insistente sugerencia, tengo pendiente hundirme en la obra de Benjamin —espero que no sea tarde— pero, mientras llega ese momento, y de nueva cuenta, en una excelente edición de Juan José Sánchez, para Trotta, he descubierto lo que Sánchez califica de «agnosticismo inquieto y trágico», en la última etapa de Horkheimer, a través de sus escritos filosóficos, en sus conversaciones, entrevistas, y en sus aforismos. El título de la edición no pudo ser más apropiado: Anhelo de justicia. Me gustaría trazar una línea para este anhelo que iría de Horkheimer a Camus y concluiría con una «liberal sin ilusiones», como Fernando Vallespín califica a Judith Shklar.

Llegué tarde a la lectura de Camus. Si había que comprender el existencialismo, mejor hacerlo con Sartre, y, pese a Heidegger, también con El Ser y el Tiempo, en la retorcida, pero deslumbrante traducción de José Gaos. Jaspers parecía un autor menor, y Camus, después de la crítica de Sartre a El hombre rebelde, mejor leerlo como novelista y dramaturgo. Con el tiempo, ambos autores me resultaron más contemporáneos, y aunque no me gusta la expresión, también proféticos. Quizás en un momento de afirmaciones personales y de una necesaria integridad moral que justificara mi creciente indignación hacia la injusticia, la lectura de Jaspers, pero sobre todo la de Camus, fueron y aún lo son, unos faros luminosos. Se unían con Camus los críticos del totalitarismo —Orwell y Arendt, entre otros—, pero solo en Camus encontré ese sentido de lo temporal que invita a construir lo justo en este mundo —como lo exige Iván en Los hermanos Karamazov— sin escatologías trascendentes, ni inmanentes; en una palabra, sin utopías. Ya con los años he releído a Camus, a través de la pluma de un historiador, Tony Judt, en una presentación insuperable, bajo el título: «El moralista reticente. Albert Camus y las incomodidades de la ambivalencia». Camus me encaminó hacia otro grande.

Decía Isaiah Berlin, citando al poeta griego Arquíloco, que «El zorro sabe sobre muchas cosas, pero el erizo sabe sobre una sola cosa, pero enorme». Hay personajes que se asumen erizos, como Cleón en el diálogo sobre Mitilene, o Ariel en La tempestad, o Settembrini en La montaña mágica; y otros, como zorros, adoptan las figuras de Diódoto, Calibán o Naphta. Para los primeros, y Ronald Dworkin entre ellos, no existe una pluralidad de valores inconmensurables, que irremediablemente conduciría al subjetivismo relativista o, en el extremo, al escepticismo. Existen valores objetivos, principios de justicia que no se ajustan a los vaivenes emotivos, ni a los significados culturales que se construyen en las diversas comunidades. La «igual consideración y respeto» que nos merece cada una de las personas rechaza cualquier tipo de trato cruel, inhumano o degradante, venga de donde venga. Esta universalidad valorativa subyace como condición necesaria para el ejercicio de la tolerancia y se traduce en la responsabilidad de salvaguardar los derechos humanos, con un sentido planetario. La actitud religiosa, al igual que la moral, «acepta la realidad absoluta e independiente del valor», sin ningún ser que nos ame, sin un dios personal, menos aún, un dios mediatizado por las distintas religiones. La inevitabilidad de la belleza, la experiencia de lo sublime y aun el espanto y el asombro, no necesitan esperar a Dios. «Las cosas en el Universo», dice Dworkin citando a James, «tienen la última palabra». Finalmente, una Religión sin Dios.

Alberto Ruy Sánchez cuenta en una larga entrevista con Octavio Paz y en una discusión sobre su poema Pasado en claro, cuál era el sentido de la poesía. Decía Paz:

Creo que todos los hombres, todos los niños, algunas veces los enamorados, todos nosotros cuando nos quedamos viendo un crepúsculo, o viendo un cuadro, o viendo un árbol, o viendo nada, viendo una pared simplemente, vivimos esos momentos en los que el tiempo se anula, se disuelve: los grandes momentos del hombre que son su salida. Es lo que llamo nuestra pequeña ración de eternidad. [...] Si la gente leyese más poesía en este siglo podría quizá acceder más fácilmente a esos instantes.

A poco de cumplir sus ochenta años, Paz escribe La llama doble, «un libro tantas veces pensado y nunca escrito» en el que poesía y amor se fusionan en un atisbo de eternidad, pero sin trascendencia. Ante su muerte inminente, relata Christopher Domínguez, Paz decide hablar:

Cuando me enteré de la gravedad de mi enfermedad, dijo, me di cuenta de que no podía tomar el camino sublime del cristianismo. No creo en la trascendencia. La idea de la extinción me tranquilizó. Seré ese vaso de agua que me estoy tomando. Seré materia.

Ciudad de México, octubre de 2020

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1. Jorge Guillén, Cántico, Seix Barral, Barcelona-Caracas-México, 1980, p. 21.

AGRADECIMIENTOS

Resulta imposible ser medianamente justos con los agradecimientos en un tema que ha acompañado al autor durante buena parte de su vida y en donde las charlas, lecturas, debates con tantas y tantos colegas y amigos se pierden en la memoria. Pero concluida una primera versión del libro quiero agradecer muy cumplidamente los comentarios, sugerencias y aliento de Manuel Atienza, Fabio Vélez, Jack Merino, Jorge Gaxiola, Eusebio Fernández, Alfonso Ruiz Miguel, Jorge Malem, Raymundo Gama, Ulises Schmill, Micaela Alterio, Arnoldo Kraus, José María Lujambio, Jesús Rodríguez Zepeda, Marta Lamas, Diego Romero, y, de manera muy especial, Ana Galán, por las interminables discusiones, ella desde su ateísmo y yo desde mi agnosticismo, sin que hasta la fecha ninguno de los dos haya cedido en sus premisas.

Agradezco una vez más la hospitalidad de Trotta, de su director Alejandro Sierra y de todo el equipo de esta prestigiada y entrañable casa editorial.

EL PROCESO DE SECULARIZACIÓN

1

RAZÓN Y CONCIENCIA

BARUCH SPINOZA Y PIERRE BAYLE

Si de Italia el humanismo renacentista se extendió hasta Inglaterra, llevando en su corriente toda una visión antropocéntrica reafirmada por el protestantismo, fue en ese país donde hizo su aparición el iluminismo. Las obras de los ingleses se introdujeron en el continente a través de Holanda y es aquí, precisamente con Baruch Spinoza (1632-1677), que se logró la primera gran síntesis filosófica entre los principios racionalistas, a partir de las ideas de René Descartes, y algunas tesis sobre religión natural inspiradas en el deísmo insular.

Contrario a lo que pueda pensarse en un primer acercamiento a la obra de Spinoza esta no tiene una finalidad teórica o especulativa, sino esencialmente práctica. Su propósito es el de conducir al hombre a la felicidad absoluta, a un «gozo eterno y a una alegría suprema y continua»1, porque, después de todo: «El amor por una cosa eterna e infinita alimenta el alma de pura alegría y la libra de toda tristeza: lo que es muy de desear y digno de ser buscado con todas nuestras fuerzas»2. Dicho esto, es claro que para Spinoza, una cosa es el amor por algo eterno e infinito, y otra cosa muy distinta es decir que lo eterno y lo infinito existen. Detengámonos un poco en este punto.

Razón y Absoluto

El bien y el mal, piensa Spinoza, se dicen de forma relativa al conocimiento humano, al igual que lo perfecto y lo imperfecto, lo justo y lo injusto, pues ninguna cosa considerada en su esencia puede llamarse perfecta o imperfecta: todo lo que ocurre en el mundo se cumple según el orden eterno y las leyes determinadas de la Naturaleza. Sin embargo, es evidente que el ser humano es impotente para poder abarcar con su pensamiento ese orden, y ante tal espectáculo «imagina una condición mucha más poderosa que la propia y como no ve obstáculo para adquirirla, se siente incitado a buscar los medios que le conduzcan a tal perfección»3.

La conciencia de la finitud humana ante un orden que la sobrepasa despierta una tendencia infinita que, a menos de considerarla absurda, piensa Spinoza, debe recaer en la existencia de un Ser o Conciencia absolutos. Este Absoluto, entendido como el goce de la perfección, consiste en «el conocimiento de la unión del espíritu con toda la Naturaleza»4. La pregunta obvia que responder es la de saber cómo es posible que el ser humano pueda acceder a este tipo de conocimiento. Para Spinoza, la respuesta tiene que ver con la posibilidad de satisfacer tres condiciones fundamentales:

1. Tener un conocimiento suficiente de la Naturaleza —y nada más adecuado para ello que la ciencia— para adquirir el gozo de la perfección y poder formar una sociedad tal como sería de desear, para que el mayor número llegue, tan fácil y seguramente como sea posible, a esa mesa5.

2. Buscar un método para curar el entendimiento y, hasta donde sea posible, purificarlo, para que entienda las cosas fácilmente, sin error y de la mejor manera6. De los cuatro modos de conocer que existen —de oídas, por experiencia vaga, por inferencia inductiva o por esencia— el mejor para alcanzar la meta es el de la esencia o intuitivo que nos da claridad y distinción y cuyo modelo perfecto es el matemático. Además, el conocimiento de la esencia nos lleva de la mano a la existencia, pues la existencia singular de una cosa solo es conocida si se conoce su esencia.

3. Sentar una moral provisional mientras alcanzamos el fin supremo, cuyos principios no deben emanar de la Naturaleza, sino de una convención7.

A partir de estas condiciones se comprende que el método podrá aplicarse de manera adecuada cuando se tenga una idea clara y distinta del Ser perfectísimo, conocido por intuición. Y de su esencia, por deducción rigurosa, según orden geométrico, se podrá explicar la existencia de todas las cosas.

Spinoza nunca pensó que cualquier ser humano podría acceder por vía intuitiva a la esencia divina. Si así fuera, en vano hubiera recomendado un conocimiento de la Naturaleza a través de la ciencia, ni de un método, ni mucho menos de una moral provisional. Lo que debemos entender es que, al escribir su Ética, Spinoza ya no se encuentra situado desde el ángulo de ascenso hacia Dios, sino que asume, como privilegio de pocos, pero con mucho esfuerzo, la propia perspectiva divina. Es la misma mirada que podríamos encontrar en Plotino, que pasa por Escoto Erígena y llega hasta Hegel. Esta unidad con el Absoluto servirá de telón de fondo para su comprensión de la religión.

Por lo pronto, en el libro IV de la Ética, Spinoza nos da una primera aproximación a la idea de religión distinguiéndola de la idea de moralidad:

Todo aquello que deseamos y hacemos y de lo que somos causa en cuanto tenemos idea de Dios o en cuanto conocemos a Dios lo refiero a la religión. Pero el deseo de hacer el bien que nace del hecho de vivir según la guía de la razón, lo llamo moralidad8.

Desde estas nociones, cabría preguntarse si en el sistema spinoziano tendría sentido hablar de una distinción radical entre religión y moralidad si, como se ha dicho, el obrar conforme a la idea de Dios, que es la misma Naturaleza, es obrar según la guía de la razón, que es parte de la Conciencia universal. La distinción tiene sentido solo si aceptamos la diferencia que existe entre la Conciencia universal, y esta misma Conciencia en cada conciencia singular. Vivir de acuerdo con la primera sería vivir religiosamente; vivir de acuerdo con la segunda lo sería, moralmente. Con todo, el criterio de la conciencia no sería suficiente todavía para distinguir religión de moralidad si consideramos que la religión puede comprenderse también en un ámbito público. Religión pública y moralidad se inscriben en el ámbito del comportamiento social del hombre y este solo tiene sentido en y por el Estado.

Según Spinoza, en línea con los planteamientos hobbesianos, para que los seres humanos puedan vivir en concordia y ayudarse entre sí, es necesario que renuncien al ejercicio de su derecho natural y se den mutuamente la seguridad de que no obrarán nada que pueda redundar en perjuicio ajeno. En el estado natural se mira y se obedece solo a uno mismo, mientras que, en el estado civil, lo bueno o lo malo, lo justo o lo injusto, se determinan por consenso y cada quien está obligado a obedecer al Estado. Por ello se entiende que vivir de acuerdo con la conciencia singular, que es vivir moralmente, solo es posible en el estado civil: la moralidad solo puede surgir después del consenso. Pero vivir religiosamente —según la religión interior y no la exterior o institucional, que se hallará igualmente regulada por el Estado, como se verá enseguida— no supone contrato y, por lo tanto, tampoco necesita consenso. La religión será propia del ser humano natural, mientras que la moralidad lo será del ser humano civil.

En el Tratado teológico-político Spinoza analiza la relación entre religión y Estado a partir de la definición de ley y de la distinción entre ley humana y ley divina. La ley se entiende como «una regla de conducta que el hombre se impone e impone a otros con un fin determinado», y dado que la ley depende de una necesidad natural «impone una manera de obrar fija y determinada». A partir de esta definición genérica de ley, Spinoza define la ley humana como «la regla de conducta que sirve a la seguridad de la vida y solo mira al Estado»; mientras que por ley divina entiende aquella «que tiene relación con el bien supremo, con el verdadero conocimiento y amor de Dios». Esta ley divina agrega:

[...] es universal, no se apoya en la fe de los relatos históricos, pues el amor de Dios nace de su conocimiento y recibimos este conocimiento de las nociones universales que se revelan por sí mismas y llevan en sí una certidumbre inmediata, no exige ceremonias y el premio es esta misma ley9.

La ley humana responde a un fin utilitario y hace su aparición solo en el Estado; la ley divina, que no implica ningún precepto de tipo sobrenatural o revelado, no guarda relación con el Estado y por ello se presenta como una exigencia universal de la razón. Más aun, las mismas Escrituras «enseñan que la inteligencia es la dicha y felicidad del hombre» y que: «la sabiduría, es decir, la inteligencia, únicamente nos enseña a temer a Dios racionalmente, o sea, a darle culto verdaderamente religioso»10.

Puesto que «la sabiduría mana de la boca de Dios», nuestra ciencia y nuestro entendimiento dependen de la idea o conocimiento de Dios en lo que, a fin de cuentas, constituye nuestra felicidad. Además, «solo después de haber conocido la naturaleza de las cosas y gustado las excelencias de la ciencia es posible fijar las bases de la moral y comprender la verdadera virtud». De aquí que:

[...] la dicha y la tranquilidad del ser humano entregado a la lectura de la inteligencia natural consisten más que en la fortuna (socorro externo de Dios), en su virtud interior (socorro interno de Dios), ya que, por la vigilancia, la acción y el buen consejo se llega sobre todo a conservarlos11.

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