Dedicated to Paul Blom (1943-2013)
in loving memory
A la entrañable memoria de Paul Blom (1943-2013)
Palabras como “decisivo” y “excepcional” aplicadas a un nuevo libro corren el albur de indicar un exceso de irresponsabilidad, cuando no el vago decorado que no compromete a nada. En el caso de este libro, Argumentación y pragma-dialéctica: Estudios en honor a Frans van Eemeren, anotaré algunos breves apuntes para razonar que no se trata ni de lo uno ni de lo otro: que genuinamente estamos ante un libro con numerosas virtudes.
En primer lugar, se nos enfrenta a un tema que —de eso no cabe la menor duda— nos atañe a todos, y nos atañe de modo decisivo: la argumentación. Porque no dejamos constantemente de argumentar, aunque no pocas veces argumentamos mal o hacemos como que argumentamos, y sólo expresamos deseos y creencias, cuando no meros enredos y confusión. O, peor todavía, en ocasiones con voz profunda declaramos que argumentamos con el sólo propósito de mejor imponer nuestros intereses y prejuicios. No obstante, ese frecuente hacer como que se argumenta cuando no se argumenta es ya un elogio del argumentar, de la argumentación. Porque sólo se falsifica lo que importa mucho. Sólo se falsifica lo valioso. Sin embargo, ¿por que las prácticas de argumentar importan mucho? Entre otras razones conforman la única alternativa radical al interactuar con violencia y, casi diría, por eso mismo, no hay razonabilidad allí donde, de hecho o potencialmente, no topemos con la presencia o, al menos, el esbozo de argumentos. Precisamente, como señala van Eemeren —casi al comienzo del primer capítulo de este libro—, en una argumentación “las partes intentan alcanzar acuerdo sobre lo aceptable de un punto de vista en disputa viendo si se sostiene frente a dudas, críticas y otras objeciones y tomando en cuenta ciertos puntos de vista mutuamente aceptables”. A su vez, en una nota a este señalamiento van Eemeren agrega: “una discusión crítica refleja el ideal dialéctico socrático de poner a prueba de forma racional cualquier convicción, no solamente aserciones sino también juicios de valor y puntos de vista prácticos sobre aserciones”. Claramente, pues, para el incisivo —y no pocas veces desafiante pero civilizado y, en último término, cooperador— operar de los buenos argumentos ningún asunto es tabú. Ni los deseos habituales, ni las más diversas creencias, ni las emociones y los planes de vida arraigados, ni los programas políticos más generosos, o aparentemente más generosos, ni las acciones privadas o públicas… escapan, sea directa, sea indirectamente, al escrutinio argumentativo. Me atrevo, pues, a afirmar: los buenos argumentos, aunque son el arma de quienes se han decidido por la paz, cuando se los toma en serio se convierten en un arma —o, más bien, en una contra-arma— fulminante.
Adelanté que había varias virtudes que califican a este libro de excepcional. En segundo lugar, además de versar sobre un tema decisivo, la primera parte de este libro recoge una importantísima cantidad de materiales sobre una de las teorizaciones más elaboradas y justamente famosas de la discusión actual sobre este tema: la teoría pragma-dialéctica o teoría de la argumentación de la escuela de Amsterdam.
Alrededor de la década de los setentas, F. H. van Eemeren y R. Grootendorst comenzaron a desarrollar esta teoría —también autodenominada “teoría estándar”— que pronto se convirtió en toda una tradición teórica sobre el estudio de los buenos y los malos argumentos. En efecto, se trata de una tradición en el sentido más estricto de la palabra: sucesivas teorías sabiamente entrelazadas y vinculadas a un número creciente de proyectos de investigación —muchos de ellos en parte experimentales— que conforman una perspectiva de la mayor utilidad sobre los procesos y los productos del argumentar.
Como en cualquier tradición también en este caso encontramos fases. Así, para hablar gruesamente, en una segunda fase de esta tradición —en la que a van Eemeren se agregó la colaboración sobre todo de P. Houtlosser—, luego de la consolidación de la teoría estándar se pasó a una “teoría pragma-dialéctica extendida”: estudio de “las manifestaciones concretas de las multiformes prácticas del discurso argumentativo”: desde los debates parlamentarios a la propaganda comercial, desde las discusiones jurídicas a las reflexiones entre médico y paciente.
Felizmente para el lector o lectora, a lo largo de la primera parte de este libro, se entrega una antología de fragmentos característicos de ambas fases de esta vasta tradición teórica. Sin embargo, no resisto la tentación, como invitación e incitación a la lectura, a detenerme en algunos pocos —muy pocos— de estos fragmentos. Ante todo hay que señalar que en la teoría pragma-dialéctica, el tratamiento de la argumentación se lleva a cabo, a la vez, en dos planos, o niveles. Por un lado, se exploran con minucia, y de manera interdisciplinaria, numerosas prácticas argumentativas que, como se indicó, se dan de hecho en los más diversos ámbitos. Estamos frente a un investigar empírico —desde el punto de vista descriptivo, tanto cualitativo como cuantitativo, pero sin olvidar la dimensión explicativa—, que recoge numerosos aportes y los transforma creativamente. Por ejemplo, entre otros, no se pasan por alto las contribuciones de disciplinas como la lingüística y la socio-linguística y, en general, las teorías del discurso (desde la retórica clásica hasta las modernas investigaciones sobre la comunicación, sin excluir el estudio de la propaganda). No obstante, por otro lado, tales análisis empíricos no se desvinculan —como tantas veces se lo hace en las investigaciones sobre la comunicación— de los compromisos normativos que se adquieren con ciertas reglas por parte de quienes participan de una argumentación (Estos compromisos se ponen de manifiesto incluso cuando no se hace otra cosa que violar tales reglas para hacer trampa.)
Ya muy tempranamente, en el libro de van Eemeren y Grootendorst de 1984, Speech Acts in Argumentative Discussions. A Theoretical Model for the Analysis of Discussions Directed Toward Solving Conflicts of Opinion (traducido magníficamente al español por Cristián Santibáñez Yáñez y María Elena Molina) se formulan quince reglas procedimentales normativas de un buen argumentar. Vinculadas a estas reglas, como su consecuencia, encontramos Los diez mandamientos de la discusión crítica que, pese a su extensión, no me resisto a reiterar:
El primer mandamiento es la regla de libertad:
Quien discuta no debe impedir que el otro proponga puntos de vista ni que ponga en cuestión puntos de vista.
El segundo mandamiento es la regla que obliga a defender:
Quien discuta y en la discusión proponga un punto de vista no debe rehusarse a defender ese punto de vista cuando se le pida que lo defienda.
El tercer mandamiento es la regla de puntos de vista:
Los ataques a puntos de vista no deben referirse nunca a un punto de vista que no haya sido realmente propuesto por la otra parte.
El cuarto mandamiento es la regla de relevancia:
Los puntos de vista no deben defenderse ni mediante algo que no sea argumentación ni mediante argumentación que no sea relevante al punto de vista.
El quinto mandamiento es la regla de premisas inexpresas:
Quien discuta no debe atribuir falsamente premisas inexpresas a la otra parte ni tampoco debe rehusar responsabilidad por las propias premisas inexpresas.
El sexto mandamiento es la regla de puntos de partida:
Quien discuta no debe presentar falsamente algo como un punto de partida que ha sido aceptado ni tampoco debe negar falsamente algo que ha sido aceptado como punto de partida.
El séptimo mandamiento es la regla de validez:
El razonamiento que en una argumentación se presente de forma explícita y completa no debe ser inválido en el sentido lógico.
El octavo mandamiento es la regla de esquemas argumentativos:
Un punto de vista no debe considerarse como defendido de forma conclusiva si su defensa no tiene lugar mediante los esquemas argumentativos apropiados aplicados correctamente.
El noveno mandamiento, relativo a la etapa de concusión, es justamente la regla de conclusiones:
Si un punto de vista se defiende de forma no conclusiva, entonces no debe seguirse sosteniendo, y al revés, si un punto de vista se defiende de forma conclusiva, entonces son las expresiones duda respecto a ese punto de vista las que no deben seguirse sosteniendo.
El décimo y último mandamiento es la regla general de uso del lenguaje:
Quien discuta no debe usar formulaciones que sean insuficientemente claras o que confundan por su ambigüedad, ni tampoco debe malinterpretar de forma deliberada las formulaciones de la otra parte.
Para dar contenido a muchas de estas reglas, así como a los compromisos que se adquieren al seguirlas —y modelar de este modo la argumentación como una práctica reglada— se apela a los desarrollos de la lógica, tanto formal como informal, como a la tradición de filosofía del lenguaje ordinario que va de J.L. Austin a J. Searle y P. Grice. (De nuevo anoto: todos estos aportes se recogen en la pragma-dialéctica transformados de manera extremadamente creativa.)
Sin embargo, no hay que dejar de insistir que el ir y venir entre el plano descriptivo o fáctico y el plano normativo o contrafáctico tiene como propósito hacernos entender, y explicar mejor, el plano fáctico: las diversas argumentaciones concretas. Como indica van Eemeren: “En el campo de la teoría de la argumentación, la práctica argumentativa es el punto de partida y el punto de llegada del estudio sistemático. (…) Esta orientación práctica es lo que le da al campo de la teoría de la argumentación su relevancia para la sociedad”.
La última observación conduce a atender dos intereses que van Eemeren atribuye con razón a quienes argumentan: el interés en ser razonables y, a la vez, el interés en ser efectivos. Vincular ambos intereses ha sido uno de las tareas de la segunda fase de esta tradición en teoría de la argumentación —de la teoría pragma-dialéctica extendida— y nos regresa al viejo, difícil y complejo problema —ya planteado en la Antigüedad clásica— de interrelacionar dialéctica y retórica o, más precisamente, razonabilidad dialéctica y efectividad retórica. Señala van Eemeren: “La búsqueda de efectividad y razonabilidad implica al mismo tiempo que alguien que argumenta tiene que maniobrar estratégicamente en cada jugada argumentativa que hace, de manera de mantener un equilibrio entre efectividad y razonabilidad”.
Por supuesto, cuando se abandona el terreno de las discusiones teóricas, y a menudo aún en medio de ellas, este equilibrio no es sólo delicado y tenso, sino con frecuencia dolorosamente inestable: muy difícil de mantener. ¿Por qué? No pocas veces somos tironeados, y hasta presionados, sea por la tentación de ser efectivos a costa de ser razonables, o “tentación realista” —cuando no simple y llanamente “tentación manipuladora”—, sea por la tentación de ser razonables a costa de ser efectivos, o “tentación moralista” —cuando no “tentación por la mera irresponsabilidad”. Sólo evitando estas seductoras tentaciones se recupera el genuino realismo y la genuina moral. Pero, ¿cómo hacerlo?
En la última observación citada de van Eemeren encontramos la respuesta que ya se adelantó a esta pregunta por parte de la pragma-dialéctica: quien quiera combinar razonabilidad y efectividad tiene que “maniobrar estratégicamente”. ¿De qué se trata en tal resbaladiza actividad? El maniobrar estratégico se manifiesta, según van Eemeren, bajo tres aspectos diferentes aunque mutuamente interdependientes:
1) selección entre los materiales —datos empíricos, conceptos, teorías, recursos argumentativos…— disponibles;
2) adaptación a la situación comunicativa, esto es, ponerse acorde a las “demandas del auditorio”;
3) presentación de los materiales: usar los medios discursivos más adecuados para lograr el propósito buscado en la argumentación.
Tal vez sea conveniente ampliar, o matizar, la caracterización que hace van Eemeren del segundo aspecto del maniobrar estratégico para quitarle su connotación pasiva (y hasta su tono de resignación, como cuando se exclama “nos guste o no, hay que saber adaptarse sin más a las circunstancias”). Por supuesto, se trata de tener en cuenta la situación comunicativa, pero no necesariamente para acomodarse o subordinarse a sus demandas. No pocas veces también se trata de educar los pedidos y hasta de transformarlos o sustituirlos por otros.
Cuidado: a menudo pensar y actuar maniobrando estratégicamente tiene, respecto de los aspectos mencionados, que bordear peligrosos abismos —como no se ha dejado de reconocer a lo largo de la historia de las interacciones humanas, sea en teoría, sea de hecho en las prácticas argumentativas incluso más regimentadas—. Por desgracia, en no pocas ocasiones se sucumbe a esos peligros.
Una manera de hacerlo es producir algún tipo de engaño o de autoengaño de los ya mencionados al comienzo: creer que se argumenta cuando no se argumenta, o esa variante tan común, creer que se argumenta bien cuando se argumenta mal. Señala van Eemeren: “En la práctica, los descarrilamientos del maniobrar estratégico pueden fácilmente pasar desapercibidos por varias causas. Ya que en principio la argumentación apela a lo razonable, la presunción de razonabilidad se transfiere de forma casi automática a las jugadas argumentativas que no son en absoluto razonables”. Podemos generalizar esta observación y hablar en este caso de una “transferencia falsificadora” o, más explícitamente, de “prácticas de transferir presunciones de manera falsificadora”. En general estas “transferencias falsificadoras” operan en todos los ámbitos, prácticos y teóricos, públicos y privados, de las sociedades. Por eso, hay que estar muy alertas frente a las prácticas de transferir presunciones de comprensión, verdad y valor de manera falsificadora pues son estas prácticas las que permiten falsificar argumentos, historias, noticias, e indirectamente cualquier otro hacer, objeto o suceso. Las falacias —los argumentos malos pero que parecen buenos— son uno de los tantos productos de tales prácticas de transferir comprensión, verdad y valor de manera falsificadora. De ahí la casi diría “obsesión” por las falacias que han tenido los teóricos de la argumentación desde que hay algo así como teorizar sobre la argumentación —desde Aristóteles, al menos. Pero por desgracia a menudo abundan las dificultades para distinguir entre las prácticas de convencer y las de hacer que se acepte una conclusión con trampas o volviéndonos adictos de ciertas creencias o tradiciones de razonar. Porque sin duda, las falacias “no son” —como observa van Eemeren— “completamente diferentes en comparación con sus contrapartes razonables, sino justamente descarrilamientos de tales contrapartes”. (Agregaría que a veces se trata de ligerísimos descarrilamientos apenas perceptibles o que sólo lo son en ciertos contextos.) Por eso, las falacias, como los demás fingimientos, pueden “en muchos casos verse sin más como jugadas argumentativas que no tienen defecto alguno”.
Las prácticas de transferir presunciones de manera falsificadora —desde las prácticas de argumentar, reconstruir sucesos, dar noticias o contar historias hasta las de producir y poner en circulación dinero falso o falsas obras de arte— tienen, de modo ostensible, una propiedad: producen productos que —perversamente— se confunden con una frecuencia muy alta con los productos genuinos. Si tales prácticas carecen de esta propiedad se vuelven inoperantes. Pero regresemos otra vez a los tres aspectos anotados del maniobrar estratégico; al respecto, reflexionemos un momento acerca de cómo las prácticas de transferir valor de manera falsificadora operan sobre esos aspectos en los diversos dominios, formales e informales, institucionales y no institucionales.
En relación con el aspecto 1, la acción de selección de materiales ya en alguna medida pre-determina el curso de la argumentación. Es claro que al escoger entre ciertos datos empíricos, conceptos, teorías, recursos argumentativos… como los que se consideran más aptos, se los considera los más aptos con arreglo al propósito —interés— que se persigue para “encarrilar” o “desencarrilar” cierto argumentar frente a una audiencia. Por eso, elegir algunos datos, evidencias, teorías y no otros, y vincularlos de determinadas maneras —por ejemplo, a partir del mecanismo falaz de la falsa oposición—, puede ser ya una forma de comenzar a violar las reglas de una argumentación o, al menos, de arruinarla como una práctica racional.
Notoriamente, también se puede usar de varios modos el aspecto 2, la acción de tener en cuenta a los destinatarios de un argumento privado o público. Una estrategia es adaptarse a sus demandas e intentar satisfacerlas tal cual se formulan. Otra estrategia es examinar los deseos y exigencias de quienes nos escuchan —o suponemos que nos leen—, y distinguir aquellas exigencias justificadas de las no justificadas e, incluso, no pocas veces procurar cambiar esos deseos y exigencias. Por supuesto, otra manera —muy habitual, por ejemplo, en política— es intentar conocer en profundidad las demandas del “auditorio”, así como sus deseos y exigencias más duraderas para mejor manipular esas demandas.
También por medio del aspecto 3, o presentación de los argumentos es fácil “encarrilar” o “desencarrilar” las discusiones. Porque cualquier forma de exposición organiza, a la vez, lo que se quiere mostrar al argumentar y lo que se quiere dejar de lado, e incluso, rigurosamente ocultar. Por ejemplo, organizar la exposición de un razonamiento que elogia el gobierno de una ciudad con premisas como su nuevo alumbrado del centro, la pavimentación de muchas avenidas, la restauración de edificios coloniales, la transparencia administrativa…, puede hacer que concluyamos: “la ciudad presenta una vista deslumbradora”. Sin embargo, si seleccionan otras premisas y se tienen en cuenta otros intereses y, así, se hace una presentación diferente del argumento, tal vez la conclusión cambie.
De ahí que sea parte, por ejemplo, de una argumentación pública democrática —a diferencia de los “monólogos sin otro fin que obtener el consentimiento del auditorio para con las opiniones de los políticos”— dejar, en principio al menos, abierta la argumentación para que otros interlocutores puedan aportar diferentes premisas de las que se han expuesto hasta el momento y, así, eventualmente, modificar las conclusiones a que se ha llegado. Por eso, señala van Esmeren que es una contribución específica de la perspectiva pragma-dialéctica al dominio político subrayar que “la democratización es un acto por el que la incertidumbre se institucionaliza. Es dentro del marco institucional para procesar conflictos que ofrece la democracia que compiten múltiples fuerzas. Aunque lo que pase depende de lo que hagan los participantes, no hay una sola fuerza que controle el resultado”.
La breve enumeración que acabo de realizar acerca de unos pocos —¡sólo unos pocos!— de los numerosos materiales que aporta la perspectiva pragma-dialéctica en teoría de la argumentación —tanto en su nivel fáctico como contrafáctico o crítico—, creo que, al menos, sugiere ya las enormes contribuciones de esta perspectiva, y lo mucho que podemos aprender tanto para analizar mejor nuestras argumentaciones privadas y públicas, como para mejorar llevarlas a cabo. Pero adelanté que en este libro nos encontramos con virtudes de distinto tipo.
En tercer lugar, además de la excelente traducción de los textos de van Eemeren por parte de Fernando Leal Carretero, el traductor introduce aquí y allá brevísimas pero iluminadoras notas. Esas notas no tanto buscan hacer más comprensible o comentar el texto de van Eemeren —que es muy claro y preciso— sino introducir algo así como ventanas en el tiempo. Son pequeños apuntes de alta filología que, al menos, hacen recordar que las reflexiones sobre la argumentación son tan antiguas como la reflexión humana. Además, estas notas de algún modo nos invitan a proseguir investigando la pregunta —cuya respuesta se deja un poco en suspenso— del último texto seleccionado de van Eemeren en la primera parte: “¿En que sentido se relacionan las teorías modernas de la argumentación con Aristóteles?”
No obstante, hay que indicar todavía otra virtud —¡otra más!— de este libro. En cuarto lugar, esta antología de textos sobre una de las perspectivas —insisto— más ricas en teoría de la argumentación de nuestro tiempo, es, él mismo, una fecunda y, en algunos casos, inquietante argumentación. En efecto, en la segunda parte del libro nos encontramos con una serie de brillantes trabajos que, en parte prolongan y elaboran las propuestas de la pragma-dialéctica, en parte la complementan aplicándola a asuntos que ésta no ha abordado, en parte también rechazan alguno de sus aspectos o ponen en duda algunos presupuestos centrales. Sin duda, cada uno de estos trabajos merece una lectura atenta y minuciosa que, por supuesto, es una de las tareas que tiene por delante el lector, o lectora, de este libro. Sin embargo, una vez más no resisto introducir una breve —¿y alarmante?— duda. Casi al comienzo del último de estos trabajos, “El tratamiento pragmadialéctico de las falacias y el reto de Hamblin”, Luis Vega Reñón, uno de los patriarcas de la teoría de la argumentación en nuestra lengua, alude a otro de nuestros patriarcas, a Carlos Vaz Ferreira, quien desde finales del siglo XIX comenzó a preocuparse por estos problemas. Así, frente a señalamientos de Hamblin y de van Eemeren acerca de la ausencia o presencia y, en cualquier caso, sobre la necesidad de una teoría de las falacias, Vega anota: “No es una exigencia que vaya de suyo o sea obligatorio afrontar. Hay quien, a propósito de paralogismos, prefiere atenerse a unas ‘ideas para tener en cuenta’ antes que a ‘sistemas’ teóricos”.
Luis Vega se refiere a la distinción que hace Vaz Ferreira en su Lógica viva (primera edición de 1910) entre pensar por sistemas y pensar por ideas para tener en cuenta. Podemos reelaborar esa distinción y, ante todo, enmarcarla, a la luz de distinciones muy diferentes —pero que apuntan a varias importantes inquietudes que, creo, pertenecen a la misma familia— como la distinción aristotélica entre theoria y phronesis, o la distinción kantiana entre juicios determinantes y juicios reflexionantes. Es claro que sólo quien tiene phronesis y, así, capacidad de juicio, puede orientarse pensando no sólo por sistemas, sino ayudado por cambiantes ideas que, de situación en situación, se consideran pertinentes.
De esta manera se reintroduce tanto en las prácticas de la argumentación como en su teoría otra tarea: la necesidad de tener en cuenta que, por más reglada que sea una práctica y por más precisas que sean sus reglas, quienes argumentan obedeciéndolas, lo pueden hacer bien, regular, mal o —como ya se indicó— incluso de manera perversa; tales modos de comportarse dependen de las habilidades y de la moralidad de los argumentadores. Entonces, ¿hay también que incluir en el teorizar sobre la argumentación reflexiones e indagaciones sobre la educación de quienes argumentan, de su phronesis o, dicho en términos más kantianos, de su capacidad de juicio, teorizaciones ambas que, inevitablemente, remiten al cultivo de las virtudes tanto epistémicas como prácticas?
Una vez más, como siempre, la discusión racional —el ir y venir de argumentos que aspiran a ser buenos argumentos—, queda abierta a nuevas exploraciones.