©2020, Laura Riñón Sirera
Imagen de cubierta:© Alison Scarpulla
De esta edición en español © 2020 Tres Hermanas
Tres Hermanas es un sello de Twin Brooks Press S.L.
San Gregorio, 8 2°-2a
28004, Madrid
www.treshermanasediciones.com // hola@treshermanasediciones.com
Dirección editorial: Cristina Pineda i Torra
Edición y revisión: Mariola Barrera
eISBN: 978-84-122299-0-5
A Elena y Gemma, por ver mis sueños cumplidos antes de que yo
me atreviera a soñarlos. Sigamos brindando, por si acaso.
«El hecho de que uno vague por el desierto no quiere decir que
necesariamente haya una tierra prometida».
La invención de la soledad, Paul Auster
Es inevitable, por muchos futuros que soñemos, siempre terminamos viviendo en el pasado. Los niños tienen miedo a la oscuridad de la noche. Y piden agua. Y lloran. Y ese miedo no desaparece, aunque consigamos apaciguarlo con un abrazo. Y también lloran cuando se sienten solos. Y los niños nunca envejecen. Nunca envejecemos porque viviremos en nuestra niñez el resto de nuestra vida, aunque el futuro sea lejano e impredecible. Inalcanzable para los menos valientes. El pasado, sin embargo, no termina de marcharse nunca, por eso nos pasamos la vida viviendo en él y por más que intentemos huir, siempre termina manejando los hilos de la realidad, aunque esta duela. Y es un dolor que nos paraliza, un nudo muscular que nos bloquea y que duele aún más cuando hundimos el dedo en él y, aunque aullamos de dolor, sentimos un alivio fugaz. El pasado es ese nudo. Duele, pero es un dolor que conocemos. Y conocerlo reconforta tanto como reconforta el olor del hogar en el que nos sentíamos a salvo, o el tacto de las sábanas limpias en los días de tormenta. Reconforta tanto como pasar las tardes de lluvia frente al calor de la chimenea.
A mi madre le gustaba preparar chocolate caliente en los días de lluvia, se pasaba la tarde encerrada en la cocina, llenando cazuelas de todos los tamaños. Yo siempre creí que lo hacía por nosotros, que no era más que un gesto de amor por sus hijos, pero no, en realidad lo hacía para espantar el recuerdo de su madre. Porque ella era su recuerdo doloroso de la infancia, y solo podía ahuyentarlo dejándose envolver por el aroma del chocolate caliente. Mamá y la abuela no se gustaban. La abuela tenía celos de mamá porque papá la prefería a ella. No entiendo cómo se puede tener celos de una hija, a lo mejor es más habitual de lo que creo, pero como nunca fui madre no puedo opinar. Estuve a punto de serlo, hace muchos años me quedé embarazada. Pero nunca llegué a dar a luz. No creo que haya un dolor mayor al que se siente al palpar ese vacío. No hay cura ni consuelo que logren mitigar la ausencia de lo que podría haber sido, solo tiempo. Un tiempo lento y pesado, casi agonizante. A mí, además, también me salvaron las palabras. Ellas fueron mi consuelo y mi terapia por aquel entonces.
Escribir me ha salvado la vida en más de una ocasión. Todo el mundo debería escribir, y no para ser leído o criticado, sino más bien para poner palabras a los secretos más íntimos, esos que se acomodan en las entrañas de un pasado en el que nos pasamos la vida sobreviviendo. Y no me gusta escribir acerca de lo que no conozco, porque creo que mi mentira se podría intuir entre los párrafos y detesto mentir. Bueno, aborrecí la mentira hasta que no me quedó más remedio que aprender a hacerlo. Y esta es una de las pocas cosas de mi niñez a las que no podré regresar: a la verdad. Escribo acerca de lo que he vivido y de lo que conozco. Y, a partir de ahora, hablaré de los que estuvieron a mi lado, porque si algo he aprendido a lo largo de los años, es que la soledad se alimenta del vacío que dejan los que formaron parte de nuestra vida.
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Clementina nació el primer día de otoño del año 1958.
Se acurrucó en el regazo de su madre y su llanto cesó de inmediato. A esa misma hora, en la Exposición Universal de Bruselas, una mujer, que lucía una hermosa esmeralda en el escote, hurgaba en su bolso de seda para sacar un trozo de pan y lanzárselo a una niña negra semidesnuda que la observaba con la mirada asustada a través de los barrotes. La niña había viajado en una jaula desde África junto a su familia para convertirse en el reclamo de la Exposición, nadie sabía su nombre. Clementina tenía la piel de papel, transparente y delicada, y estaba impregnada con el aroma de la pureza y de la vulnerabilidad. Sus labios eran gruesos y formaban un corazón perfecto en su boca, y un rosa pálido coloreaba sus mejillas. Bajo el gorro de lana asomaba una sedosa pelusa anaranjada, y escondía sus dedos dentro de unos puños que su madre no dejaba de acariciar. La niña negra mordisqueaba el mendrugo y paladeaba su artificial sabor con la sorpresa en su mirada, e ignoraba a la multitud de visitantes que la observaban con distinta sorpresa desde el otro lado de las rejas sin dejar de reír a carcajadas.
La suerte decide el lugar en el que nos toca nacer, y nuestro destino dependerá de si aceptamos esa suerte o si, por el contrario, nos arriesgamos a tomar nuestras propias decisiones para cambiar el curso natural por el que tenía que transcurrir la vida que nunca elegimos vivir.
Jaime daba vueltas en la habitación atestada de ramos de flores, cada cual más ostentoso y colorido, que no dejaban de llegar a la habitación. Al escuchar la risa de su mujer acercarse por el pasillo, se abalanzó sobre la puerta. El rostro de Lina se iluminó aún más al ver a su marido asomarse, le dedicó una mirada chispeante y asintió levemente. ¡Una niña!, exclamó entusiasmado, pero su sonrisa apenas duró un instante, necesitamos un nombre nuevo, dijo Lina en un suspiro. Las enfermeras cruzaron la mirada al ver la expresión del padre y se sonrieron. Dos días antes, entre contracción y contracción, Lina les habló de las discusiones que habían tenido acerca del nombre del bebé en caso de que fuera niña. Seis meses y otras tantas discusiones fueron necesarios para ponerse de acuerdo porque Jaime insistía en homenajear a su madre, fallecida un año atrás, bautizando a su primogénita con su nombre. Lina tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para rebatir su emotivo discurso y no parecer insensible. Pero cuando cogió en brazos a su hija y le vio la cara por primera vez, se dio cuenta de que su mujer tenía razón, necesitaban otro nombre. De acuerdo, encontraremos un nombre para ti, pequeña, suspiró con la voz llena de orgullo.
Al otro lado de la ventana, el cielo se tiñó de malva y se desplomó sobre los tejados de Madrid. La tarde estaba a punto de apagarse cuando un último rayo de sol se coló entre las cortinas, justo en el momento en el que Aurora irrumpió en la habitación sorteando a los visitantes, lanzó un saludo al aire y se abalanzó sobre la cuna. Su rostro se iluminó al ver a la recién nacida acurrucada entre las sábanas. Alargó su mano entre los barrotes para acariciar el mechón de pelo que asomaba por debajo de su gorrito blanco, y se giró hacia su hermana Lina, parece una clementina, dijo entre risas, ¿por qué tiene el pelo naranja? La habitación se quedó en silencio, todos los ojos se volvieron hacia Jaime, este buscó a su mujer con la mirada y ambos sonrieron, Clementina, dijeron al unísono.
La madre de Lina y Aurora observaba la escena desde la butaca colocada en un rincón bañado por la oscuridad. Desde que se conocieron Jaime y Lina, esta siempre se había referido a su madre como la Rencorosa, y una diminuta arruga aparecía en su ceño cada vez que hablaba de ella. No entiendo por qué le gusta tanto sentarse en la oscuridad, murmuraba Lina cada vez que la encontraba sentada entre las sombras, parece un vampiro a la espera de que caiga la noche. Al escuchar los gritos de entusiasmo de su hija Aurora el cuerpo de la Rencorosa se tensó ligeramente y, con los brazos cruzados sobre su pecho, llenó el silencio con su voz grave haciéndose eco de su pregunta. Sí, ese color de pelo… es extraño, gruñó. Lina miró a su marido y este ni siquiera hizo ademán de girarse hacia su suegra, se acercó a la recién nacida y enredó el mechón anaranjado en su dedo: Mi abuelo paterno era irlandés, susurró, nunca lo conocí, aunque puede que tenga alguna foto suya en uno de mis álbumes familiares… Recuerdo que mi padre me habló de ello en cierta ocasión, tiene algo que ver con un gen raro, me contó que…
—Vale, vale —interrumpió su suegra—, tampoco son necesarias tantas explicaciones solo porque tenga el pelo naranja. Además, puede que ese color desaparezca en días. Quién sabe.
Lina habría hecho lo que fuera para que su madre no hubiera tenido razón, incluso bromeó con teñirle el pelo a su hija si este empezaba a cambiar de color, pero unas semanas más tarde su cabello empezó a clarear y se volvió del mismo tono rubio pajizo que lucía su padre. Aurora estaba convencida de que su sobrina había nacido pelirroja solo para escoger el nombre adecuado para ella.
El relato de sus primeros días de vida sería recordado cada año durante la celebración de su cumpleaños. Aurora se sentiría orgullosa por haber elegido el nombre de su sobrina y Jaime rechistaría por no haber podido ganar la batalla. Clementina se sentaría en las piernas de su padre, lo rodearía con sus brazos de porcelana y bromearía con él, intentaría persuadirlo de que Fernandina era un nombre de señora mayor y él se derretiría al escucharla, y le daría la razón, y soplarían juntos las velas de la tarta de chocolate. Y esa fue la escena que se repitió a lo largo de los años, y habría seguido repitiéndose hasta que las arrugas hubieran poblado las miradas de los presentes si no hubiera sucedido lo que sucedió días antes de que Clementina cumpliera los dieciséis.
Las enfermeras y las monjas se acercaron hasta la puerta de la habitación. Formaron una fila a lo largo del pasillo y Jaime y Catalina, los Marqueses de Azahar, se despidieron de cada una de ellas. Lina le pidió a la madre superiora que, salvo la orquídea de color malva, llevaran el resto de los ramos y centros de flores a la capilla de la planta baja. Tan pronto puso un pie en la acera, Lina llenó sus pulmones del aire otoñal de Madrid. Alzó la mirada al cielo azul y apretó al bebé contra su pecho. Los dos fotógrafos que aguardaban junto al vehículo aparcado frente a la entrada apagaron sendos cigarrillos con la punta de sus zapatos y se irguieron. El chófer gruñó entre dientes al pasar junto a ellos y abrió la puerta trasera del vehículo. Los reporteros acariciaron el ala de sus sombreros y bajaron ligeramente la cabeza cuando los marqueses cruzaron la puerta. Enhorabuena, doña Catalina, dijo el mayor de los dos, nos alegra saber que tanto usted como su hija están bien. Lina le respondió con una sonrisa y una caída de ojos de la que ambos presumirían durante años. Don Jaime estaba al tanto de que aquellos eran los dos reporteros que habían estado haciendo guardia en la puerta del hospital durante toda la semana. Se acercó a saludarlos y les permitió tomar una fotografía de la recién nacida. Así que es niña, felicidades, señor marqués. Felicidades, señora. Gracias, gracias. Doña Catalina se sentó en el asiento trasero del vehículo, cubrió el rostro de Clementina con la solapa del abrigo y estiró el faldón bordado sobre su regazo antes de mirar al objetivo de las cámaras y esbozar una sonrisa blanca y perfecta que borró cualquier rastro de cansancio de su rostro.
Despedidos entre los aplausos del personal del hospital y de algunos curiosos que cruzaron la calle al ver el revuelo formado por la salida de los marqueses, el coche emprendió su marcha y se perdió en el tráfico de la calle Velázquez. El mayor de los reporteros le propinó una colleja al joven, petrificado en medio de la acera con la mirada perdida en el horizonte, deja de soñar zagal, suspiró, en el mundo real no encontrarás una mujer como esa.
En el salón de la casa de los marqueses el eco del tintineo de los brindis en honor a la recién nacida se alargó durante casi tres meses. Lina presumía de hija y Jaime se hinchaba de orgullo cada vez que alguien piropeaba su belleza y buen carácter. Lina confesaba, no sin cierta sorpresa, que salvo el llanto que despertó a la recién nacida el día de su alumbramiento, esta no había vuelto a derramar una lágrima. No os alegréis tanto, gruñía la Rencorosa, que lo que no llore siendo un bebé tendrá que llorarlo cuando se haga mayor. Gracias, madre, contestaba Lina con desdén, tu optimismo me desborda. Y las mejillas de la Rencorosa se encendían, pero evitaba enzarzarse en una discusión. Siempre que estuviera en casa de su hija, la batalla estaba perdida.
Los primeros meses en la vida de Clementina el aire de su hogar estaba cargado de paz y entusiasmo. Lina había pasado casi todo su embarazo decorando la habitación de la pequeña, la última del pasillo, pegada a su dormitorio. Escogió un papel blanco pintado con racimos de flores azules. Junto al moisés, regalo de la Rencorosa, estaba la butaca en la que Mrs. Petty pasaba las horas leyendo cuentos ingleses tradicionales. El aroma a talco y a flores frescas impregnaba cada rincón de la habitación y la envolvía en una capa de calma y de silencio. En la quietud de la madrugada, Lina se acercaba sigilosa, asomaba la cabeza por la puerta y se quedaba embelesada observando los destellos de las alas de los ángeles de papel brillante que flotaban sobre el apacible sueño de su hija.
Los días de la pequeña se sucedían sin sobresalto, un guión que se representaba desde el alba hasta el anochecer. Mientras, ella cumplía días de vida ovillada entre sus sábanas blancas almidonadas, limitándose a arrugar los labios cada vez que tenía hambre y a contraer los músculos de la cara instantes antes de removerse en el pañal sucio. Mrs. Petty la colocaba sobre la cómoda y le cambiaba el pañal mientras tarareaba una nana en inglés o francés. Y cada vez que lo hacía, agradecía al tío Jack los dos paquetes de pañales desechables que este les había enviado desde Estados Unidos. La última novedad en su país. A usted le parecerá una exageración, doña Catalina, explicaba cada vez que la marquesa criticaba su entusiasmo, pero para alguien como yo, que me he pasado casi media vida lavando pañales, este invento es lo más parecido a un milagro.
La pequeña Aurora salía del colegio a toda prisa para pasarse a ver a su sobrina antes de acudir a su clase de piano. Se sentaba en la butaca de Mrs. Petty y alargaba los pocos minutos que tenía sin apartar la mirada del bebé. Lina y ella se llevaban muy bien, aunque, dada su diferencia de edad, su relación era muy distinta a la que tenían sus compañeras de clase con sus hermanas mayores. El padre de ambas murió cuando Aurora tenía tan solo tres años. Apenas se hablada de ello en casa. Las niñas apretaban los dientes cuando les invadía la pena de su ausencia y su madre se limitaba a murmurar su resignación.
Durante los primeros meses de vida de Clementina, Lina se despertaba cada noche sobresaltada con el rostro de su padre merodeando por sus sueños. Se concentraba en los días inolvidables que vivió a su lado, pero la escena del día en el que recibió la noticia de su repentino fallecimiento eclipsaba cualquier otro recuerdo. Sus pesadillas se convirtieron en un enigma oculto en su memoria del que no podría liberarse hasta que no fuera resuelto. Se visualizaba entrando en el despacho de la directora del internado y paseaba la mirada por el cielo plomizo que se veía a través de los enormes ventanales. Llevaba un vestido color verde esmeralda. Sus cuerdas vocales temblaban cada vez que intentaba hablar. Hemos recibido un telegrama, la voz de la directora retumbaba en las paredes de su cabeza, se trata de su padre… Ha habido un accidente. Lo siento. Debes regresar a Madrid. Cuanto antes. Un avión. Tu madre. Lina se desplomó en el suelo. La vida no siempre es justa, susurró la directora arrodillada junto a ella. No temas, todo irá bien. Catalina Amat abandonó Oxford aquella tarde y nunca regresó. «La vida no siempre es justa.»
Durante el viaje de regreso a casa no dejó de pensar en la última conversación que había mantenido con su padre y escuchó su voz como un eco lejano: «Yo hablaré con tu madre y lo solucionaré. No te preocupes.» Pero era incapaz de recordar por qué su padre dijo eso ni qué era lo que tenía que solucionar. ¿Realmente hablaría con su madre o volvería a dejarla al margen del asunto?
Cuando el coche paró frente al edificio, Lina alzó la mirada hacia los balcones de su casa. Durante una décima de segundo borró lo sucedido de su cabeza y vio a su padre apoyado en la barandilla de la terraza del salón, con la cara de satisfacción que se le ponía cada vez que encendía uno de sus habanos y agitando su mano en el aire. «La vida no siempre es justa.» Nada más cruzar el umbral de la puerta se topó con una multitud de rostros grises y serios, y sintió una punzada de esperanza que se desvaneció de inmediato. Su padre, su aliado y confidente, no saldría a recibirla. No se abrazarían, ni él bromearía acerca de su nuevo peinado. El regocijo que le provocó su leve recuerdo se evaporó cuando unos y otros empezaron a abrazarla y a sollozar palabras que no tenían sentido alguno para ella. Caminó entre la multitud con una sonrisa fingida de agradecimiento y, al llegar frente a su madre, sus rodillas se bloquearon y se quedó paralizada. La Rencorosa no se levantó de la butaca roja —en la que llevaba horas sentada—, levantó la mirada hacia Lina y sus ojos brillaron en la oscuridad. Su cuerpo había empequeñecido bajo el vestido de encaje negro, y la piel nívea de su cara era de un color cetrino apagado. Lina clavó los ojos en las manos de su madre. Tenía los dedos largos y finos y cuando gesticulaba un aura de elegancia se posaba sobre ella. Pero sus manos también habían desfallecido, y ahora parecían dos viejas ramas secas enredadas sobre su regazo. Madre e hija aguantaron la mirada durante la eternidad de un segundo y se abrazaron en silencio. Una tregua que ambas se concedieron para satisfacción del difunto. Envueltas la una en la otra, se despidieron de la única persona capaz de tejer la red que pudiera mantenerlas unidas.
Los días que siguieron al luto el silencio reinó en la casa. La tierra no dejó de temblar bajo los pies de Lina, y daba igual dónde estuviera porque la tierra volvía a sacudirse. Era imposible no caer en los agujeros que aparecían en el suelo, y cuando conseguía escapar tardaba poco en volver a caer. Solo podía dejar pasar los días abandonándose a la autoindulgencia y a la nostalgia. Los días se alargaron hasta que su vida, el internado y sus amigas, desapareció de su horizonte. Aurora la necesitaba ahora a su lado y Lina invertía grandes esfuerzos para que su hermana fuera feliz. Le contaba historias del padre al que apenas conoció, y magnificaba sus hazañas para que la pequeña le recordara como el héroe que había sido para ella. Inventaba relatos que arrastraban a Aurora por un mundo de fantasía que quiso creer real. Mariposas de colores y burbujas de jabón, estrellas fugaces y golondrinas bailando en el cielo… La vida contada con la belleza con la que su hermana mayor era capaz de ver el mundo. Y años después, convertida ya en una joven adolescente, Aurora recuperó aquel mundo que Lina había inventado solo para ella y se lo regaló a Clementina. Así fue como se creó entre tía y sobrina un vínculo que sería indestructible, y Aurora asumió el papel de hermana mayor y protectora de Clementina.
Desde mi asiento de la última fila apenas podía ver qué sucedía. Delante de mí los pasajeros alargaban el cuello, y sus cabezas, cubiertas con pelo alborotado o con gorros de lana, asomaban por encima del respaldo de los asientos y se ladeaban hacia las ventanas. El murmullo era cada vez más fuerte. Un bebé rompió a llorar. La oscuridad impenetrable del exterior se iluminaba con los relámpagos que atravesaban las nubes negras. Una lluvia torrencial caía sobre nosotros y el viento zarandeaba las copas de los árboles como si estuvieran sostenidas por frágiles ramas. Una luz tenue se encendió en el techo del pasillo y la oronda figura del conductor apareció junto a la entrada. Explicó lo sucedido a voz en grito, aunque sostenía un micrófono en la mano. El murmullo cesó de inmediato, algunas cabezas volvieron a acomodarse en los respaldos de los asientos y el conductor, ataviado con un chubasquero brillante, descendió del autobús acompañado por un joven con aspecto de boxeador que se levantó de las primeras filas.
Un murmullo se quedó suspendido en el aire. Las voces gruñían entre la queja y la resignación. Podría haber sido peor, así que demos las gracias, bramó una voz grave. El bebé dejó de llorar. El conductor regresó con cara de circunstancia. No podremos continuar, explicó, llamaré por radio de inmediato y con un poco de suerte en dos horas llegará otro vehículo. Algunos pasajeros empezaron a alterarse y el joven con aspecto de boxeador, aún cubierto con el chubasquero brillante, pidió calma; hemos estado a punto de chocar con un ciervo, dijo, y si no llega a ser por la habilidad de este buen hombre, podría haber sido peor. Amén, exclamó la voz grave. El maletero se abrió para que cada cual recogiera sus objetos personales. Unos y otros se refugiaban en los paraguas que iban cambiando de manos. Llevo más de veinte años tomando este autobús y nunca me había sucedido algo parecido, le contaba una señora de pelo blanco a la joven que viajaba a su lado. Yo es la primera vez que voy a Seattle, respondió esta. Sorteé los paraguas, cogí mi mochila y me alejé de allí.
Caminé en dirección norte bajo la lluvia durante largo rato, el viento había amainado y las copas de los árboles se sacudían ligeras. Cada cincuenta pasos una farola iluminaba la solitaria carretera. Mis pies chapoteaban dentro de las botas y apenas podía sortear los charcos que se multiplicaban en el arcén. Escuché búhos ulular y lobos aullar. O quizá no fueran más que sonidos inventados por mi incertidumbre. No sentí miedo. Me guiaba gracias a las farolas, convertidas en migas de pan que alguien hubiera dejado para mí. Llegué a un desvío iluminado por la única luz que parpadeaba. Busqué señales o carteles que pusieran un nombre a mi meta. Me adentré en el camino sin asfaltar y aposté toda mi suerte a la confianza de mi instinto. Giré hacia el oeste y descendí colina abajo. Los relámpagos eran ahora linternas que iluminaban la noche cerrada. Tenía los dedos de las manos y de los pies entumecidos, las piernas me pesaban y mis zancadas eran patadas al aire. Un destello de luz a lo lejos me devolvió la esperanza. La lluvia intentaba darme un respiro y arreciaba unos minutos antes de volverse torrencial de nuevo. Clavé mis ojos en la luz parpadeante, y supliqué a quien pudiera escucharme que no fuera un espejismo. Sentí una presencia pegada a mi espalda y aceleré el paso. Una franja de cielo empezó a clarear en el horizonte, era un fenómeno extraño, imposible, y en esa claridad descubrí las sombras del perfil de varios tejados. Vida. El aire se impregnó de un aroma a salitre y a algas. Las olas rugían más allá de los tejados y la luz que había vislumbrado desde lo alto de la colina se convirtió en un farolillo junto a la puerta de una casa. Un cartel de madera parcialmente cubierto por las ramas desnudas de un matorral por fin ponía un nombre a mi destino: La Casa de La Playa. Hice sonar la campana de hierro sin mucha energía. Una luz se encendió en el interior, la puerta chirrió y una mujer diminuta apareció sonriente. Al verla, rompí a llorar.
Oh, my Ocean!, pero si estás empapada, exclamó. Me agarró del brazo y me empujó con suavidad hacia el interior. Agradecí tener un techo sobre mí, pero aún sentía la lluvia calando mis huesos. El chasquido de mis dientes resonaba junto con el chisporroteo de la leña de la chimenea hasta que el calor empezó a derretir la fina capa de humedad que me cubría. La desconocida empezó a quitarme la ropa sin que yo pudiera oponer resistencia alguna. La miré fijamente, no dejaba de sonreír y de hablar en un murmullo. Me envolvió en dos mantas, me sentó junto al fuego y se quedó inmóvil junto a mí. Aunque yo estaba sentada nuestras cabezas estaban a la misma altura. Tardé un rato en controlar los espasmos de mi cuerpo. Levanté la mirada hacia ella y me hundí en su mirada azul topacio. Posó su diminuta mano sobre mi hombro, y apretó sus dedos con suavidad. Lanzó un leño a la chimenea con una mano mientras recogía mi ropa empapada con la otra. Se movía con agilidad. Me tapó con otra manta de colores y, en un acto reflejo, hundí la cara en ella y aspiré la calidez de su aroma.
Se llevó mi abrigo hasta una puerta al otro lado del salón, y dejó un rastro de agua detrás de ella. Oí sonidos de cazuelas y cucharas en la distancia y mi estómago empezó a rugir. La puerta tras la que había desaparecido mi anfitriona volvió a abrirse y su figura regresó entre las sombras:
—Aquí tienes —dijo— este caldo tiene poderes curativos… Bebe despacio que está muy caliente, ya verás, en seguida entrarás en calor.
Flexioné y estiré los dedos varias veces antes de agarrar la taza y sonreí. Inspiré el aroma del brandy y acto seguido me abrasé los labios sin apenas mojarlos. Sujeté la taza con las dos manos para evitar que el caldo se derramara. Ella levantó el dedo índice y puso los brazos en jarras, te lo he advertido, rechistó antes de hundir un atizador en las brasas. Dio unas palmadas y sacudió el hollín de sus manos, tomó el libro que había sobre la mesa y se sentó a leer en el sofá. Agradecí la distancia que momentáneamente puso entre nosotras. La observé con la mirada de confianza que tienen los que han compartido la rutina de una larga vida. El caldo se filtró por mis huesos y consiguió que los espasmos cesaran.
—Muchas gracias —dije apenas sin voz—, estaba delicioso.
—Lo sé —añadió sin apartar la vista de su novela—. Te dije que tenía poderes curativos. Todos lo saben.
—Sí, estoy segura de ello.
Busqué a mi alrededor a alguien a quien hiciera referencia con ese «todos». Escudriñé la estancia y junto a la chimenea descubrí varios marcos con fotografías, imágenes en blanco y negro, enmarcadas y arracimadas, que se extendían por los claroscuros de la pared.
—Es mi familia —explicó con su mirada posada en la mía—, desde mis bisabuelos hasta nosotras. — ¿Nosotras?— esos de allí son ellos, mis bisabuelos, —señaló la foto más alejada— llegaron desde el este allá por el año 1880, y en ese mismo año pusieron la primera piedra de este lugar… Oh, my Ocean! —su mirada se quedó suspendida en el álbum de fotos colgado—. El año pasado celebramos el primer centenario de La Casa de La Playa. ¡Un siglo de vida!… oh… Es una pena que no te perdieras por aquel entonces… Fue una celebración memorable.
Repitió el chasquido con su lengua, se sonrió, regresó a las páginas de su novela y sus palabras se quedaron flotando entre nosotras. Bajo el peso de las mantas mi cuerpo seguía tenso. Pensé en Alicia en el País de las Maravillas, en la madriguera y en el viaje que tantas veces había leído de niña. Apenas habían pasado unas semanas desde mi huida y sentada en aquel salón me parecía estar a una eternidad de distancia de mi vida.
—Así que te has perdido —exclamó de pronto. Parecía que estuviera leyendo mi historia en su novela.
—Sí, bueno, iba a…, venía de…
—No te preocupes, no es algo habitual en esta época del año, pero a veces pasa —la miré extrañada—: No me refiero a perderse, no, la gente se pierde constantemente. Yo, sin ir más lejos, hace un par de meses me perdí cuando fui al mercado… Y eso que he crecido en las tres calles que tiene este pueblo… ¡Imagina! —Dio una palmada al aire—. Pero algunas personas creen que llegan hasta aquí por culpa de la carretera, un desvío confuso entre las montañas o algo parecido, pero eso no es cierto —la luz del fuego iluminó su rostro y habló en un susurro—: Si llegáis hasta aquí es porque el destino así lo ha querido. La casualidad no tiene nada que ver con Hats.
—¿Hats?
—Exacto, sweetie. Hats. Bienvenida a La Casa de La Playa… Un nombre muy original, ¿no te parece? —Una carcajada interrumpió su explicación—. Y justo ahí —señaló con el dedo pulgar por encima de su hombro—, se sirve la mejor comida de la costa oeste. Y no es porque lo diga yo. Pero así es.
—Ah…
—Me llamo Dolly, por cierto.
—Yo…
—Quizá sea demasiada información. Lo siento.
—No, no… es que… yo. Sophie. Me llamo Sophie. —Sentí el calor subir por mis mejillas.
—Sophie… Mmmm… Bienvenida.
No dejé de revolverme en la butaca; estaba incómoda, me incorporé y desvié mi atenciLón hacia las siluetas inertes ocultas en la oscuridad. Dos mesas de madera alargadas protegían nuestra retaguardia y, sobre ellas, varios jarrones de cristal vacíos se reflejaban en la cristalera desde la que se intuía el mar. La luz tenue iluminaba las paredes del fondo, una alacena atestada de vajilla y copas de varios colores cubría una de las paredes. El brillo de la mirada de Dolly me vigilaba en medio de la oscuridad y las sombras de las plantas se propagaban por los rincones hacia el techo.
—Parece un museo.
—Ya lo creo que lo parece —sonrió orgullosa—. Mucha gente ha estado interesada en llevarse algo de aquí, una silla, un jarrón, un cuadro… Pero no, no, no —movió el dedo índice despacio y negó con la cabeza—, aquí no hay nada a la venta. Todo esto forma parte de nuestra historia. Es nuestra historia, y así debe seguir siendo.
—Es un lugar encantador, Dolly. Es tan…
—Mágico. Sí, lo sé.
Sí. Lo sabía. Ella formaba parte de esa magia. Y no era más que un salón atestado de muebles viejos decorado con objetos antiguos y fotografías de vidas pasadas, pero la historia que pesaba sobre ellos y la luz que iluminaba la estancia lo transformaba en un escenario extraordinario. La voz de Dolly flotaba en el aire, como una suave melodía, y parecía estar recitando su discurso, aunque hablara con la contundencia del que se sabe con la razón. En ocasiones, cada vez que descubría algún objeto nuevo, regresaba a ella, pero no me atrevía a preguntar nada. Me quedaba hipnotizada con los destellos del agua marina de su mirada. Apenas tocaba el suelo con los pies y sus cortas piernas se balanceaban en el aire y la dotaban de una graciosa jovialidad y, mientras hablaba, jugueteaba con los bucles plateados de su melena. Durante el breve tiempo que duró su bienvenida me liberé de la soledad desparramada por mi cabeza y me sentí protegida por los brazos de la butaca.
De pronto sentí la necesidad de salir corriendo, la prisa se apoderó de mí, me deshice de las mantas y me levanté de un salto. Dolly brincó en su asiento y me miró con sorpresa.
—Ya la he molestado bastante, creo que ya va siendo hora de emprender mi marcha. Siento haberle robado su tiempo…
—A mí no me has robado nada, sweetie, mi tiempo es mío y hago con él lo que yo quiero.
—Es usted muy amable. De verdad. Muy amable. Sí. Muchas gracias, de corazón —doblé las mantas y las dejé sobre el respaldo del sofá. Hundí los dedos en mi corta cabellera y sacudí la humedad. Me topé con mi rostro en el reflejo del cristal de una de las fotografías y dos lagrimones empezaron a rodar por mis mejillas. Dolly volvió a chasquear su lengua, me tomó del brazo y habló en un suspiró:
—Vamos —dijo—, te enseñaré tu habitación.
—Có… cómo… yo…
—Déjalo estar… Lo de los agradecimientos y todo eso está muy bien, eres una jovencita muy educada, por cierto. Pero dime, sweetie, ¿adónde pretendes ir a estas horas? —me agarró por las muñecas y arqueó el cuello hacia atrás para mirarme—. Es imposible que llegues a ningún lado esta noche, a estas alturas el camino será un riachuelo de barro. No podrás avanzar más de veinte pasos. La verdad es que no sé cómo has podido llegar hasta aquí sin quedarte atascada en el fango… Lo siento, pero hasta que la tormenta no pase de largo no creo que puedas salir de Hats. —Su explicación me sonó como una amenaza y mi cuerpo se entumeció—. Si salieras ahora ahí fuera, la montaña te atraparía y nadie podría salvarte. —Me soltó y empezó a encender todas las lámparas que había a nuestro alrededor. La luz transformó el lugar—. Créeme, sé de lo que hablo. El destino tendrá sus razones para haberte traído hasta aquí —hizo una simpática mueca—, aunque ya tendremos tiempo para descubrirlas. Ahora es hora de descansar. Ven conmigo, vamos a elegir tu habitación y mañana será otro día —me miró de arriba abajo—tendremos que encontrar algo de ropa seca si queremos mantenerte con vida…
—¡Mi ropa! —Corrí hacia la entrada y me abalancé sobre mi mochila, me abracé a ella y caminé detrás de Dolly.
Los peldaños de la escalera crujían a cada paso, al llegar a lo alto Dolly giró sobre sus talones y me mostró las puertas de las habitaciones distribuidas a lo largo del ancho pasillo. Una blanca sonrisa iluminó su rostro: elige una, exclamó. Contagiada de su entusiasmo, un cosquilleo sacudió el cansancio de mi cuerpo. Recorrí el pasillo y entreabrí cada una de las puertas. Dolly me observaba divertida, apoyada en la barandilla de madera. Cuando llegué a la última de todas caminé hasta la ventana, descorrí las cortinas y una luz gris bañó la habitación. Me quedaré aquí, exclamé en un grito silencioso.
—¿Cómo? —Su diminuta figura asomó por la puerta.
—Me quedaré en esta… Si te parece bien.
—Fantástico —exclamó—. Has elegido mi favorita. —Sacó un manojo de llaves del bolsillo de su chaqueta y jugueteó con él—. Aquí tienes.
—Dolly, yo…
—De nada, sweetie. Bienvenida. —Atrapó mi mano entre las suyas y susurró—: Date un baño caliente, ponte cómoda y descansa. Ya verás qué buen día amanece mañana. Estas tormentas dejan el cielo tan limpio…
—Mañana…
—Mañana, Sophie, mañana… Buenas noches.
Oí sus pasos alejarse por la escalera y el silencio invadió la habitación. Pensé en los demás viajeros del autobús, no conocía a ninguno, ni siquiera hablé con ellos, pero fueron el último eslabón de la cadena que me unía a mi otra realidad, antes de adentrarme en aquel enigmático lugar. Observé mi rostro en el reflejo de la ventana, trazos confusos y desdibujados en el cristal, en los que no logré encontrarme. Hola, Sophie. La lluvia paró en seco, como un grifo cerrado, y la luna apareció entre las nubes. Intuí el mar más allá de la oscuridad. Me desplomé sobre el edredón y mi cuerpo se sumergió en las plumas, una descarga de placer me sacudió debajo de la ropa aún húmeda. Los diminutos cristales que colgaban de los brazos de la lámpara brillaban en el techo y formaron un universo de constelaciones. ¿Qué hago aquí?, ¿qué hago aquí? Mis pulmones empezaron a empequeñecerse. Es inevitable recordar sin recrearme en la sensación de pánico apoderándose de mí. Aquella noche está llena de lagunas y las escenas aparecen intermitentes en mi memoria. El silencio, la espuma creciendo dentro de la bañera, la luna en el cielo cubierto, el vapor de agua flotando en la habitación, la falta de aire y el aroma a vainilla. La soledad.
La distancia es respetuosa con el pasado, nos muestra los episodios distorsionados de lo que hemos vivido y disuelve el dolor a lo largo de los años. Nuestra historia cambia cuando la observamos desde una perspectiva lejana. Cuando pienso en aquella noche siento una pena que me conmueve, pero a medida que me recreo en los recuerdos, el sentimiento desaparece y una extraña sensación se apodera de mí y consigo desprenderme de esa pena. Y me siento libre.
Abandoné el vacío de aquella habitación, me escondí bajo el edredón y escapé de la soledad a toda prisa. Aterricé sobre mi propia huella en la arena húmeda, rodeada de naranjos y limoneros. La voz de mi madre me llamaba desde lejos, mamá dice que vayamos a comer, mi hermano también estaba allí, pero no pude verlo. Empecé a buscarlo entre los árboles. A gritar su nombre. No podía estar allí, ninguno de los dos debía estar allí, pero nadie tenía por qué saberlo. No puedes estar aquí. Olvídalo todo. Otra voz familiar me advertía desde un rincón de mi habitación. Olvídalo todo. Me quedé dormida con el sonido de esas palabras repetidas, y caí en un profundo sueño del que no desperté en dos días.
Los dos días que pasé soñando con amanecer en una casa que ya no existía.
Jacobo nació el mes en el que Clementina cumplió los tres años. A diferencia de su hermana, Jacobo era un bebé inquieto. Lloraba con tanta rabia, y sus llantos alargaban tanto las horas, que a veces Mrs. Petty se contagiaba de su desesperación. Lina, la madre de Clementina y Jacobo, era una mujer urbana, habitual en las fiestas y reuniones que se celebraran cada semana en la ciudad, pero cada vez que ponía un pie en su casa de verano, se transformaba y se convertía en una mujer distinta. Paseaba con sus hijos entre los naranjos, era tan feliz en aquel lugar, aunque pudiera palpar la melancolía en la humedad del aire que, junto al aroma de las higueras, la arrastraba por los instantes felices de sus recuerdos de infancia y juventud. La nostalgia envolvía los atardeceres hasta que los grillos empezaban a cantar.
La Rencorosa, cobijada en el silencio de las sombras, escuchaba los relatos que su hija compartía con los pequeños y negaba con la cabeza. Después empezaba a resoplar con fuerza hasta que llamaba la atención de alguno de los tres. No creas todo lo que dice tu madre, refunfuñaba, tiene una imaginación fuera de lo normal. Y sin mirarla le espetaba: Es imposible que te acuerdes de todo eso que cuentas, el último verano que pasamos aquí no tenías más de cinco o seis años y, además, estábamos en plena guerra así que es poco probable que aquella época generara algún recuerdo bonito en la memoria de nadie… Invención, Catalina, esas historias que cuentas no son más que pura invención.
Clementina abría sus enormes ojos marrones y miraba a su madre con preocupación. Lina se limitaba a acariciarle el pelo, sin borrar la sonrisa de su rostro, y continuaba hablando, haciendo caso omiso a las palabras de su madre. Reacciones como esta provocaban un sentimiento confuso, mezcla de rabia y desolación, en la Rencorosa, quien, ante la indiferencia mostrada, se limitaba a regresar a su solitaria cueva, víctima de su propio rencor.
Lina no necesitaba escuchar que sus recuerdos fueran producto de su imaginación o momentos idealizados gracias al paso del tiempo, que regresaban a su memoria inspirados por la inocente mirada de sus hijos. Los veraneos de su niñez fueron muy distintos a los que ahora disfrutaban Clementina y Jacobo, pero no por ello habían sido infelices. De hecho, la casa que tenían estaba cerca de la que, por aquel entonces, tuvieron sus padres.
Jaime la mandó construir a los pocos meses de casarse. La edificación parecía una fortaleza, a la que solo se podía acceder por un viejo camino de tierra, y estaba situada en la ladera de la montaña, en medio de un pinar. Las buganvillas y los jazmines trepaban por las paredes de los muros de piedra, y el aroma a azahar y jazmín se mezclaba con el del dulzor de las higueras. Fue la propia Clementina quien bautizó la casa años después de que la construyera el joven matrimonio, El Castillo, balbuceó la pequeña apuntando a la estrecha torre desde la que se atisbaba el horizonte azul del Mediterráneo.
Apenas a un kilómetro de distancia de allí, atrapado en un tiempo pasado, se encontraba el huerto que antaño había pertenecido a la familia de Lina. Frente al viejo secadero de la casa de sus suegros Jaime mandó construir una piscina con forma de haba, y trasplantaron algunas palmeras alrededor para que durante el día hubiera sombras en las que guarecerse. En la parte trasera levantaron una pérgola que cubrieron con hojas de parra y allí se reunían en torno a las paellas cocinadas por Jaime, y los más pequeños luchaban por conseguir la última cucharada de socarrat.
Durante los días en El Castillo la vida se ralentizaba. Las normas se desperdigaban por el camino a medida que el vehículo se acercaba a la costa y a todos les invadía una idéntica sensación de libertad. Nada más cruzar la verja de la entrada, Clementina y Jacobo se descalzaban en el asiento trasero y saltaban del coche para restregar sus pies en la hierba mojada y correteaban bajo la luz transparente y reían a carcajada limpia. Tanto para ellos como para sus padres los veranos eran lo más parecido a tener una vida normal en la que podían gozar de cierta libertad.