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Historia secreta
del Camino de Santiago

Historia secreta
del Camino de Santiago

Tomé Martínez Rodríguez

Introducción

Un paseo por las estrellas

Uno de los aspectos más intrigantes que tiene que ver con la ruta jacobea es su relación con el cielo nocturno y sus habitantes: las estrellas y constelaciones que con su luminosa presencia dan vida a la Vía Láctea. Ese extraño vínculo, tan poco ortodoxo, aparece ya citado en las primeras historias que nos describen el misterioso descubrimiento de la tumba del apóstol Santiago presumiblemente en torno al año 813. Es lo que se conoce como la «inventio» del sepulcro del Apóstol «Sancti Iacobi». Un acontecimiento rodeado de misticismo y magia en el que un vigoroso y lozano roble llama la atención de Pelagio, un ermitaño que asiste al milagroso acontecimiento de las luminarias y el roble, que por su gran tamaño, según describen las crónicas, debió ser milenario como milenaria fue su funcionalidad sagrada. Esta «materialización» de lo sobrenatural en un lugar sagrado de uso pagano, a través de un símbolo celta tan poderoso como el roble, para llamar la atención de que allí estaba enterrado el Apóstol, me ha llevado a sospechar, durante décadas, que detrás de la historia oficial del Camino existía un trasfondo inédito y sorprendente con raíces históricas y arqueológicas que debía de ser seriamente investigado y desvelado para nuestra mejor comprensión del fenómeno jacobeo.

Durante décadas algunos autores e investigadores hemos tratado de dar respuestas más o menos coherentes sobre lo que podía estar detrás de todo este acontecimiento cultural y religioso en lo que concierne a su génesis. Siempre hemos encontrado serias dificultades para avanzar en nuestros propósitos por la falta de evidencias bien argumentadas y constatadas. El caso es que esas evidencias ya están aquí. Décadas de investigaciones nos permiten, por primera vez, elaborar una interpretación del misterioso origen del Camino, a mi entender, absolutamente revolucionaria. A pesar de los desatinos del pasado, las especulaciones más o menos fundadas o la falta de concreción en las conclusiones sobre el origen de la ruta jacobea elaboradas durante generaciones es evidente que muchos de nosotros no andábamos muy desencaminados cuando tratábamos de justificar esa conexión con el pasado más ancestral echando mano de mitos tan polémicos y fantasiosos1 como la Atlántida o ciertas evidencias arqueológicas cuyo significado aún no entendíamos bien como los megalitos o los petroglifos que se desperdigan a lo largo de todo el Camino francés pero también de otras rutas que fueron trazadas para llegar al mismo destino en tierras galaicas. Se trataba de una tentativa no exenta de esfuerzo y fe por encontrar una salida que diera como resultado una teoría coherente y factible al respecto. Aunque muchas de esas teorías, que también recojo en este libro, carecían del rigor deseado sí que acertaban cuando aseguraban que existía un origen pagano del Camino. Gracias a los nuevos criterios interpretativos desvelados por la ciencia del siglo XXI en campos tan variados como la arqueología, la arqueoastronomía, la mitología o la historia hemos podido clarificar muchas cosas dando mayor consistencia y rigor a las novedosas conclusiones que trato en las páginas de este libro y que espero no dejen a nadie indiferente. Es ahora, a la luz de estos nuevos datos, cuando todo lo que concierne al génesis del Camino de Santiago adquiere un sentido sorprendente y apasionante por sus implicaciones en la narrativa real que subyace en la filosofía y cosmología del Camino.

Naturalmente no he olvidado la faceta histórica y la visión cristiana del Camino. Las poderosas razones espirituales que durante siglos impulsaron el Camino medieval aún siguen vivas -en parte- entre muchas personas que movidas por sus creencias siguen recorriendo la ruta jacobea impelidos por la convicción de su fe. Pero incluso estos peregrinos, o al menos una parte de ellos, son conscientes de la estrecha conexión que parece existir en la forma de mirar, leer y sentir el Camino con los peregrinos que siglos antes que ellos lo hicieron por los mismos motivos. Esas lecturas también fueron muy diversas y sobre ellas reflexionamos amplio y tendido pero existe una manera de leer el Camino especial que llevó a los constructores de la ruta medieval a elaborar una especie de «código hermético» que solo un grupo especializado de peregrinos podía llegar a interpretar. Ese «otro Camino» o más bien esa «otra forma» de hacer e interpretar el Camino ha sido objeto de estudio exhaustivo por personalidades tan relevantes como Jaime Cobreros, Juan Pedro Morin, Juan García Atienza, Alarcón y muchos otros entre los que destaca, por razones no solo eruditas, el francés Louis Charpentier. Estos autores fueron mi inspiración desde muy joven y se han visto complementados por las nuevas visiones de autores como Sánchez Montaña, José Manuel Barbosa, Balboa Salgado, García Quintela o Santos Estévez, entre otros tantos conformando una fuente de sabiduría que me ha ayudado a complementar en muchos casos ideas y desarrollos muy similares e incluso análogos. De hecho tengo la fortuna de haber podido trabajar con algunas de estas personalidades en algunos de mis documentales de divulgación científica lo que me ha ofrecido la oportunidad de asistir con ellos al gozoso momento de leer entre líneas muchos de esos mensajes del pasado, algunos estrechamente relacionados, como veremos con la ruta jacobea.

Los peregrinos especializados que recorrían ese «otro Camino» –que no deja de ser el mismo que recorrían los demás por razones ideológicas – formaban parte de los gremios medievales implicados en la construcción del Camino medieval. Se trataba de artesanos, canteros o arquitectos involucrados en lo que ellos llamaban el proyecto de «La Gran Obra» y que no era otra cosa que la ruta jacobea. Ellos fueron los responsables de ejecutar gran parte de las grandes infraestructuras que jalonan el Camino francés. Aquellos peregrinos veían el Camino con otros ojos. Aprovechaban cada etapa para imbuirse del conocimiento técnico que rezuman los templos románicos y góticos que les salían al encuentro o los puentes que atravesaban en su periplo a tierras gallegas. Para ellos, el Camino era un libro abierto y útil que les servía para, una vez consumada su peregrinación, poder llevar a la práctica muchas de esas técnicas en otros lugares de la Europa cristiana. Pero existía otra lectura más antropológica y fascinante sobre la que también indago; la lectura esotérica que de estos lugares hacían principalmente parte de estos peregrinos especializados; es lo que se conoce como el Camino iniciático. Un camino también transformador para quien lo realiza pero bajo unas premisas cosmológicas diferentes de las cristianas y que enlazan disimuladamente con ese mundo antiguo tan estrechamente vinculado con el origen de la ruta de las estrellas; hasta el punto de poder experimentar la materialización de lo divino e «inexplicable» en acontecimientos laboriosamente diseñados manteniendo el perpetuo diálogo, aunque cristianizado, con la sabiduría más ancestral de lo sagrado. Un ejemplo de lo que digo lo podemos ver escenificado en el capitel de la Anunciación en el monasterio de San Juan de Ortega dos veces al año, cuando el equinoccio baña con su luz el alegórico motivo de este capitel en particular a las cinco en punto de la tarde, hora solar. Aspecto este último como tendremos oportunidad de ir comprobando a lo largo de las páginas de este libro altamente significativo. Aquel viaje terminará en el cabo del fin del mundo, en Fisterra evocando los viajes de las almas de los difuntos de las antiguas cosmologías germánicas e indoeuropeas. Estas son las tres vertientes que se dan cita en este libro en un esfuerzo por entender las diferentes perspectivas del Camino de Santiago y conocer hasta qué punto están entrelazadas unas con las otras. Y es que recorrer la ruta de las estrellas no es lo más importante, lo más importante es ser consciente de lo que hacemos cuando viajamos por ella, lo que vemos y sentimos cuando nuestros pies recorren cada etapa del Camino. Saber interpretar los paisajes que nos salen al encuentro o escuchar lo que nos susurran sus monumentos es clave para entender el verdadero valor y dimensión del Camino. El Camino marca el sendero de un conocimiento empírico del alma humana que procede de los lejanos tiempos en los que otros viajeros –siglos antes de que existiera la ruta jacobea– buscaban, paradójicamente, las respuestas a las mismas y grandes preguntas que nos siguen atormentando como seres humanos. Historia Secreta del Camino de Santiago es un libro, además, que aspira a viajar en su alforja cuando finalmente decida experimentar por sí mismo la peregrinación a la catedral de Compostela o ir más allá del horizonte estrellado que marca la Vía Láctea. Ha llegado el momento de comenzar nuestro viaje.

Tomé Martínez Rodríguez

Primera parte

El amanecer del Camino Medieval

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Capítulo 1

El redescubrimiento

Existe un acontecimiento histórico poco conocido pero de enorme trascendencia en la etapa más contemporánea del fenómeno jacobeo. El 28 de enero de 1879, el canónigo Don Antonio López Ferreiro se disponía a pasar toda la noche encerrado –por cuarta vez consecutiva– dentro de la Catedral de Santiago de Compostela. En ese momento era director de las prospecciones arqueológicas que se llevaban a cabo en absoluto secreto dentro de la catedral y se sentía abrumado por lo que podía llegar a descubrir. Tras seis sondeos infructuosos, López Ferreiro intuyó que aquella noche iba a ser especial. Y es que nuestro protagonista estaba buscando, nada más y nada menos, que los restos del apóstol Santiago.

Doscientos noventa años antes los restos del Apóstol habían desaparecido coincidiendo con la derrota de la Armada Invencible. El poderío naval del entonces temido Imperio español había sucumbido a las fuerzas de la naturaleza que le habían plantado cara en el Canal de La Mancha. Al año siguiente, la reina Isabel de Inglaterra envió a España, tras el fracaso de Felipe II en la invasión de Inglaterra, una armada mayor que la española para destruir la ciudad de A Coruña. Fue aquí donde se dio uno de los grandes hitos de la historia de la ciudad protagonizado por María Pita la mujer que plantó cara al ataque inglés. Recientes estudios han demostrado que la heroína gallega no solo defendió la ciudad de los piratas; aunque entre los expedicionarios figuraba Francis Drake, María Pita y el pueblo de A Coruña defendieron la ciudad de una acción militar de gran envergadura que tenía por objetivo asolar la ciudad y destruir los barcos fondeados en la costa. Los ingleses prepararon para la ocasión seis embarcaciones de guerra y llevaron consigo 23.000 hombres resueltos a tomar la ciudad, entre otros objetivos militares, precariamente defendida por apenas 500 soldados supervivientes del desastre de la Armada Invencible. Finalmente, la flota inglesa acabaría por ser derrotada en los puertos españoles y portugueses. Una humillante derrota militar que permaneció oculta al conocimiento del pueblo inglés y al resto del mundo durante algo más de cuatrocientos cincuenta años.

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Don Antonio López Ferreiro redescubrió en 1879 los supuestos restos del apóstol Santiago después de que llevaran desaparecidos varios siglos.

El lector se preguntará y con razón qué relación tiene todo esto con el Camino de Santiago y es que durante el desarrollo de los dramáticos acontecimientos del desembarco inglés en territorio galaico, el corsario Francis Drake, que estaba al frente de la fuerza naval inglesa comandada por John Norris, se propuso entrar en Santiago y en sus propias palabras «hacer tabla rasa de la ciudad», lo que significaba que anhelaba hacerse con el más preciado botín, simbólicamente hablando, que atesoraba la catedral de Compostela: los restos del apóstol Santiago.

Hoy sabemos que, a partir del año 1589, los peregrinos que llegaban a Compostela adoraban una cripta vacía. ¿Adónde habían ido a parar esos restos? Ante el inminente ataque inglés a la ciudad, el arzobispo San Clemente y sus canónigos prepararon la evacuación y naturalmente quisieron llevarse la reliquia con ellos, sin embargo, según reza la tradición no lo llegaron a hacer pues al abrir la tumba surgió de ella un gran resplandor acompañado de un misterioso viento, lo que llevó al arzobispo a desistir de sus iniciales pretensiones con estas palabras: «Dejemos al Santo Apóstol que él se defenderá y nos defenderá». Sin embargo, la realidad fue muy distinta y, aunque el arzobispo no se llevó consigo los restos, sí que los escondió en algún lugar de la catedral. De haber conseguido su propósito, Drake nunca hubiera podido encontrar el escondrijo donde el arzobispo había ocultado los restos. De eso estaba seguro, siglos después, Don Antonio López Ferreiro, que llevaba tiempo buscándolos en una misión ardua y sumamente laboriosa.

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Ilustración de María Pita. Autor: Santiago Llanta.

Aquella fría noche del 28 de enero de 1879 cuando todo parecía perdido, López Ferreiro tuvo una poderosa intuición. Se percató de que la estrella de la bóveda del ábside se correspondía con la estrella del mosaico y entonces como un relámpago en su mente sintió que aquel era el sitio donde se debía excavar; en concreto entre el altar mayor y el ambulatorio. Cuando eran cerca de las dos de la madrugada, el ayudante Juan Nartullo tropezó con su piqueta en algo. Todos se inclinaron y López Ferreiro acercó con mano temblorosa la farola de acetileno para alumbrar el lugar. No cabía duda, algo artificial pujaba por revelarse ante los ojos de aquellos privilegiados testigos. Así que siguieron excavando con las manos hasta que por fin consiguieron desenterrar lo que a todas luces parecía una urna funeraria primitiva. Emocionado por el momento, López Ferreiro abrió la humilde caja y en su interior pudo ver unos huesos. Con la emoción contenida exclamó ¡son los huesos de Santiago! ¡hemos encontrado sus restos! Entonces Juan de Nartallo sintió una honda impresión. Le afectó tanto que cayó desmayado y al parecer perdió la visión. Es más, cuando recobró el sentido estuvo media hora totalmente ciego, sin poder ver. Este es un momento importante en la historia contemporánea del Camino de Santiago porque a partir de ese momento los supuestos restos del Apóstol volvieron a ser depositados en su cofre original. Aquel redescubrimiento de la reliquia que justifica la peregrinación de millones de creyentes de todo el mundo, tuvo un impacto significativo en la época. Así lo testimonian las fuentes documentales que han llegado hasta nosotros. Manuel Larramendi, el maestro de obras, cuenta así cómo dieron la noticia al cardenal Payá:

«Eran las dos de la mañana y en cuanto Nartallo fue reponiéndose, don Antonio me dio la comisión de ir personalmente a dar la feliz noticia del hallazgo al señor Cardenal. Llamé repetidas veces a la portería y no me sintió nadie. Entonces fui por la calle de San Francisco y arrojé una piedra a la vidriera de la habitación del cochero de su eminencia. Se asomó con precaución y, en cuanto me conoció y le dije lo que pasaba, vino corriendo a abrirme la puerta de palacio, llevándome al dormitorio del señor Cardenal. Este me recibió muy contento y yo le conté todo lo que había ocurrido. Me mandó que volviese a cerrar el sarcófago en la misma forma que estaba como se hizo».

Al día siguiente el cardenal escribió una carta al rector de la Universidad:

«La exploración que se está practicando en el subpavimento del presbiterio y tras-sudario, con el fin de descubrir el sepulcro y los huesos del Apóstol, ha dado con el descubrimiento de una gran colección de ellos dentro de un sepulcro rústico en el tras-sudario; sin inscripción alguna que indique ser de los del Apóstol o los de sus discípulos, San Anastasio y San Teodoro, que la historia y la tradición atestiguan haber sido enterrados junto a las cenizas de su tan amado maestro. Hemos creído lógico y prudente rogar a vuestras excelencias se sirvan reconocerlos, examinarlos, clasificarlos y coleccionarlos, informándonos de estos tres extremos: uno, ¿a cuántos esqueletos pertenecen?; dos, ¿cuál es su antigüedad?; tres, ¿se descubre en ellos alguna señal que haga temeraria o inverosímil la creencia de que son los que se buscan, esto es, los del Santo Apóstol tan solo, o los de este con sus dos indicados discípulos?»

Tras recibir la carta los profesores se personaron de inmediato en la catedral. En el ábside de la basílica, en concreto en el tras-sagrario, los académicos vieron levantado el pavimento y en el centro excavado pudieron percibir una urna tosca. Con gran solemnidad procedieron a su apertura. Así lo explicó en su día uno de los científicos que había acudido al lugar la noche después del descubrimiento del contenedor funerario de los supuestos restos de Santiago:

«Hallamos huesos humanos colocados sin orden y mezclados con alguna tierra, desprovistos de cartílagos y partes blandas y tan deteriorados que no existía ni un solo hueso entero ni completo. Los de la parte superior que no cubría la tierra estaban en mejor estado de conservación».

Aquí comenzó el primer estudio moderno sobre los restos humanos que se encuentran en la catedral; tema sobre el que incidiremos más adelante. Aún así este primer análisis de la cuestión determinó que se podían reconocer los restos apostólicos en algunos detalles sobre los que luego profundizaremos. Sea como fuere, desde un punto de vista oficial, López Ferreiro tuvo el honor de redescubrir las reliquias del apóstol Santiago para la Cristiandad. Este momento histórico marca un punto de inflexión en la historia más reciente del culto jacobeo y probablemente, si no se hubiera llevado a cabo este descubrimiento, hoy la peregrinación a Santiago no sería lo que es. De lo que no hay duda es de que, tras el «redescubrimiento» de los supuestos restos del Apóstol, en la segunda mitad del siglo XIX, el culto jacobeo volvió a tomar impulso, especialmente tras el veredicto oficial de la Iglesia de entonces asumiendo que estos restos eran los de Santiago Apóstol.

Con el tiempo, como tendremos oportunidad de explicar, este redescubrimiento vino a confirmar, en primer lugar, que la ubicación de la catedral de Compostela respondió a la necesidad de cristianizar un antiguo territorio sagrado y por lo tanto de culto, dentro de las fronteras del antiguo Reino de Gallaecia, y en segundo término, nos ha permitido contextualizar la verdadera dimensión de la tradición jacobea y la evangelización en territorio peninsular y su relación con los mitos fundacionales de la «inventio» del sepulcro de Santiago de finales del siglo VIII y principios del siglo IX. Así pues, si queremos entender la verdadera dimensión del culto jacobeo deberemos indagar en las raíces de la tradición y la leyenda; así que comencemos por el principio.

LAS RAÍCES DEL CULTO JACOBEO

El Cronicón Iriense nos cuenta, a principios del siglo IX, la historia de unos inexplicables acontecimientos relatados por un ermitaño que vivía cerca del castro donde se producían. El anacoreta -de nombre Pelagio (Pelayo en castellano)- relataba así los misteriosos acontecimientos que le llevaron a descubrir el lugar exacto donde reposaban los restos del apóstol Santiago:

«Las gentes de Solóvio (la actual San Fiz de Solovio) contaban que en el medio de un monte grande, cubierto de matas y robles furiosos, se oían cánticos y se veían luces y estrellas; en el centro estaba el roble grande y más alto y sobre él se ponía una estrella mayor que las otras».

Puesto el hecho en conocimiento de Teodomiro, obispo de Iria, este no tardó mucho tiempo en personarse en el misterioso lugar donde se estaban desarrollando los extraños fenómenos luminosos. Según la tradición, el 24 de julio del año 8131 Teodomiro llegó finalmente a Solovio y pasó la noche en el castillo de una familia noble. Cuando llegó la medianoche él, junto a sus anfitriones, pudo constatar cómo, en efecto, enigmáticas luminiscencias y lo que parecían estrellas surgían en el entorno del enorme roble que presidía el lugar. Al día siguiente, Teodomiro celebró una misa en la iglesia de Solovio después de lo cual limpió de maleza el entorno donde se producían los milagrosos fenómenos y comenzó las prospecciones donde estaba la «Santa Cueva» en la que penetró. Fue entonces cuando se percató de que estaba labrada laboriosamente presentando el aspecto de un modesto monumento en cuyo interior pudo ver un altar y al pie del mismo una losa sepulcral. Tras mandar levantar la losa él y sus acompañantes pudieron ver un cadáver que juzgó, en un primer momento, como de alguien relevante; tal vez un santo.

Tras un examen más minucioso del sepulcro, los restos allí depositados y otros detalles, Teodomiro concluyó que los restos humanos encontrados eran los del apóstol Santiago, entre otras cosas, porque el cadáver aparecía decapitado; pero el indicio más relevante consistió en un letrero que decía:

«Aquí yace Jacobo, hijo del Zebezeo y de Salomé, hermano de San Juan, que mató a Herodes en Jerusalén y llegó por mar con sus discípulos hasta Iria Flavia de Galicia y vino en un carro de bueyes de Lupa, señora de este campo y de aquí no quisieron pasar más adelante y San Cecilio lo hizo estando juntos la mayoría de los discípulos».

En esta parte se hace clara mención a la translatio, tema sobre el que volveremos más adelante. Teodomiro no tardó mucho en comunicar el descubrimiento del supuesto cuerpo apostólico -en lo que pudo haber sido un monumento funerario de factura romana- al rey Alfonso II el Casto que estaba en Asturias. A los pocos días el monarca conmovido por el hallazgo convocó a toda su corte y a sus obispos para compelerles a que visitaran la tumba y adoraran al Apóstol allí enterrado. Una vez que se procedió a la adoración ordenó que construyeran un templo más grande sobre el propio sepulcro concediendo, de paso, el «privilegio de las tres millas»2. Este es el privilegio feudal más antiguo de toda Europa documentado hasta el momento, anterior al mismísimo Imperio carolingio que consolidó esta figura un tiempo después del descubrimiento del sepulcro del Apóstol.

En Santiago de Compostela existen evidencias arqueológicas de una continuidad de culto. Sus cimientos nos hablan del solapamiento de templos a lo largo del tiempo; siendo la catedral el último de esos templos jacobeos erigidos sobre otros más antiguos. Otro acontecimiento arqueológico singular tuvo lugar en el año 1945 cuando el cabildo compostelano acometió la tarea de suprimir el coro. Se trata de un descubrimiento arqueológico casual pues en un principio lo único que se pretendía era desmontar un coro para construir otro nuevo, pero durante la realización de los trabajos se encontraron, tras levantar las tarimas del sollado, evidencias arqueológicas de la anterior iglesia jacobea que vienen a constatar la continuidad del culto a lo largo de los siglos. Posteriormente se encontraron elementos de la que se cree es la primera construcción jacobea, anterior por lo tanto a los restos encontrados en 1945. Este último hallazgo es sumamente interesante pues en las prospecciones que se llevaron a cabo se encontraron unas tejas romanas, conocidas con el nombre de tégulas, que se utilizaban asiduamente en los templos funerarios. Es más, los restos del llamado primer templo jacobeo, son la evidencia de que mucho antes de que el obispo Teodomiro descubriera los restos del sepulcro del apóstol Santiago en aquel lugar debió existir con toda probabilidad una importante necrópolis. El 2 de febrero de 1946, la exploración arqueológica dio como resultado el hallazgo de un esqueleto completo anterior al siglo IX y posteriormente fueron apareciendo otros sepulcros con sus correspondientes restos humanos todos ellos con características propias de los primeros tiempos de la expansión del Cristianismo; hasta que finalmente se encontró la primera tumba elaborada con tégulas, lo que era de uso común en las necrópolis bajo-romanas. En total se contabilizaron, al finalizar las prospecciones, seis tumbas. El caso es que el hallazgo de este cementerio romano, muy anterior al descubrimiento del sepulcro del apóstol Santiago, encontrado bajo la catedral compostelana, se convierte en un elemento que influirá notablemente en las diversas interpretaciones posteriores sobre la tradición jacobea.

Poco después del descubrimiento del sepulcro del Apóstol se erigió, como constata la arqueología, un humilde templo que, sin embargo, sería sustituido por dos construcciones con posterioridad, una en el año 829 y la otra en el 899; ambas de mayores dimensiones destinadas a cobijar a los peregrinos que, conforme pasaban los años, iban creciendo en número; razón última que justificó el mayor tamaño que presentaban. En 997 se erigió otro templo que sería destruido por las huestes de Almanzor3 aunque poco después se acometerían las obras de reconstrucción. La construcción de la catedral que hoy conocemos comenzó alrededor del año 1073.

Antes de que fuera construida la catedral en torno al santuario que cobijaba los supuestos restos de Santiago se fueron erigiendo numerosos albergues para acoger a los peregrinos; pero también viviendas, palacetes, murallas, posadas y otras infraestructuras que contribuyeron a levantar en relativamente poco tiempo una ciudad. Sabemos que la urbe recibió numerosos nombres a lo largo del tiempo: Locus Sanctum, Compositum, Arca Marmórica; y otros muchos, pero finalmente se acabó por institucionalizar el nombre de Compostela.

La noticia del descubrimiento acabaría extendiéndose por la Europa cristiana pero no fue hasta el siglo X cuando comenzaron a llegar a Compostela numerosos romeros procedentes de todo el mundo cristiano. Compostela fue a partir de ese momento el principal centro de peregrinación de toda Europa. La ciudad en su conjunto acabó viéndose favorecida por la actividad económica que generó el trasiego de personas, mercancías e ideas que se fueron sustanciando a lo largo de los primeros siglos de la peregrinación jacobea; por lo que pronto llegaron noticias de fabulosos tesoros ocultos en la catedral que atrajeron a los vikingos en el año 858 y décadas después se sucedería la invasión árabe en el año 997; es la época de decadencia de la ciudad pero sobre sus cenizas acabaría edificándose una nueva Compostela. A partir de aquel momento se sucedieron una serie de decisiones y acciones de marcado carácter estratégico. Por un lado, la sede episcopal se trasladó de Iria a Compostela y poco después –en previsión de futuros ataques– se levantaron nuevas fortificaciones y murallas defensivas entorno a la ciudad. También se acometieron las obras, en la desembocadura del río Ulla, del Castillo de Honesto y aunque actualmente este ya no existe aún perviven como recuerdo los restos ruinosos de las llamadas Torres do Oeste, muy cerca de la villa pontevedresa de Catoira. Con el apoyo del monarca Alfonso VI, Diego Peláez comenzó la reconstrucción de la catedral que sería rematada bajo los auspicios del arzobispo Gelmírez siendo consagrado como obispo de Compostela en el año 1101.

DIEGO GELMÍREZ. EL GRAN PROMOTOR

El arzobispo gallego está íntimamente vinculado a la catedral de Compostela y al culto jacobeo; hasta el punto de que fue el principal promotor con el apoyo de Cluny, naturalmente. Se trata de un personaje complejo que sin embargo tuvo bastante fortuna en su viaje por el poder. Además de obispo era político y guerrero. Su sagaz personalidad y su procedencia noble le permitieron conquistar muchas de sus ambiciones. Era hijo del caballero gallego Gelmiro, un noble con grandes fortunas y bienes que gobernaba uno de los puntos más estratégicos de Galicia. De hecho gestionaba las Torres del Oeste y el territorio comprendido entre el río Tambre y el Ulla. En el año 1093, siendo un simple clérigo, Gelmírez será nombrado, hasta en dos ocasiones, administrador de la diócesis. En la segunda ocasión, el propio papa Pascual II le hará entrega del diaconado. A su regreso a Galicia será consagrado obispo de Santiago. Entre sus muchas actividades destacó la de su decidido impulso a la construcción de la catedral de Compostela que acabará siendo terminada en 1122; en un tiempo récord de 53 años. Años más tarde recibirá de manos del rey Alfonso VI la administración política y civil de los terrenos que dependían de la iglesia de Santiago de Compostela además de otorgarle el derecho de acuñar moneda propia.

En resumidas cuentas; además de la construcción de la catedral de Compostela, Gelmírez llevo a cabo numerosos proyectos con éxito como la construcción de hospicios, escuelas, monasterios o la iglesia que levantó en el Monte do Gozo para los peregrinos que fallecían en el Camino. Fue, de hecho, el protector y hasta el mecenas de Cluny. Otra faceta suya fue la militar, y es que defendió las costas de Galicia de los piratas y los ataques de los moriscos con notable éxito.

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Diego Gelmírez ante Fruela Alfonso y Pedro Muñiz. Manuscrito Tumbo de Toxosoutos (siglo XIII).

Resulta evidente que la inventio del sepulcro del apóstol Santiago hará de la ciudad de Compostela un referente estratégico sin parangón hasta entonces, convirtiéndose, a partir de ese momento, en una especie de «segunda capital» del Reino de Galicia y en uno de los destinos más relevantes de la Cristiandad con el mismo rango de importancia, sino más, que los grandes centros de peregrinación del momento como Roma o Jerusalén.

Las consecuencias de este acontecimiento fueron variadas. Desde el punto de vista religioso y estratégico la promoción de los restos del apóstol Santiago en la catedral de Compostela atrajo a un número cada vez más numeroso de peregrinos a la ciudad. Estamos en un contexto histórico en el que Santiago se irá convirtiendo, además, en el valedor de las cruzadas.

TIEMPO DE CRUZADAS

Tal como menciono en mi libro Historia Secreta de la Edad Media, desde el siglo XI hasta el siglo XIII en su segunda mitad, la historia de Europa giró alrededor del fenómeno de las Cruzadas; expediciones religioso-militares que tenían por misión «recuperar» los lugares santos para el Cristianismo. Fueron muchos los que se sintieron llamados por esta «sagrada» misión pero especialmente las clases más populares y más pobres que decidieron buscar en Oriente fortuna compelidos por sueños de grandeza y grandes riquezas. Con el tiempo los comerciantes se vieron favorecidos por este fenómeno religioso-militar pero también la Iglesia. Las autoridades eclesiásticas entendieron que la promoción de las cruzadas repercutiría muy positivamente en su mal disimulada ambición de extender el Cristianismo eliminando de paso otros competidores, por esa razón las autoridades del momento decidieron promocionar la «liberación» de los Santos Lugares de la hegemonía musulmana. Al mismo tiempo, las peregrinaciones atrajeron a miles de peregrinos que no dudaban en iniciar su incierto viaje a Tierra Santa, Roma o en el caso que nos ocupa, Santiago de Compostela. Por esa razón no resulta extraño encontrar a Santiago «Matamoros» como principal estandarte evocador de este espíritu guerrero imbuido en una religiosidad que nos resulta extraña en nuestros tiempos pero que en su momento respondió a una serie de sinergias e intereses que la definieron y normalizada dentro de un contexto sociológico y cultural medieval.

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Santiago Matamoros (Museo del Prado).

El apóstol Santiago acabará transformándose en el estandarte de la lucha contra el Islam aunque esa imagen se potenció deliberadamente con otra invención: la Batalla de Clavijo (844) en la que se nos describe un Santiago montado a lomos de un caballo blanco, blandiendo una espada4; de ahí su nueva acepción popular a partir de entonces en la etapa medieval: Santiago Matamoros. Esta figura idealizada y mitificada tuvo su impacto en la conciencia de las gentes del medievo, en un momento histórico delicado en el que el dominio musulmán amenazaba al mundo cristiano seriamente.

Por otro lado, el descubrimiento del sepulcro de Santiago, repercutió, a su vez, en el ámbito político generando desconfianza por parte de la curia romana que no dudó en poner en tela de juicio la legitimidad religiosa del culto jacobeo en tierras compostelanas por parte de la iglesia de occidente; lo que provocó que a lo largo de los siglos las autoridades eclesiásticas enviaran representantes a Compostela para investigar la peregrinación a tierras galaicas con el propósito de encontrar argumentos que apoyaran la idea de que la peregrinación a Santiago era cualquier cosa menos un culto católico. Esto no evitó que la peregrinación jacobea perdiera interés por parte de la cristiandad, todo lo contrario.

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La catedral de Santiago de Compostela en un dibujo de 1660.

En todo caso, el culto jacobeo fue un acontecimiento, desde sus inicios, que las autoridades vieron con cierto recelo durante mucho tiempo por otra razón. No es casual que la tradición retrocediera a antes del año 40 de nuestra era. Los investigadores gallegos Henrique Egea y Alberto Lago justifican esta idea en el hecho de que la predicación jacobea en Hispania y la fundación de la Sede Episcopal en Braga, veinte años antes de que Pedro llegara a Roma para comenzar su prelatura, condicionó durante un tiempo a los papas que consideraron la peregrinación a Compostela como una amenaza suscitando desconfianza y miedo a que surgiera otro representante santo del Cristianismo que compitiera con Roma o incluso que Compostela acabará convirtiéndose en el centro más importante de la Europa cristiana dando origen a otra Iglesia Católica5.

Por otro lado, para algunos autores, tras el descubrimiento de los restos del Apóstol en territorio galaico, la ciudad acabará ejerciendo mayor influencia y poder dentro del Reino de Gallaecia. Así lo estiman Henrique Egea y Alberte Lago que a modo de ejemplo nos refieren en sus trabajos al heredero de Alfonso II, Ramiro I, el cual será el candidato apoyado por la nobleza gallega, a pesar de que en ese momento estaba en Bardúlia6. Por el contrario, el candidato proclamado en la corte, en Oviedo, el conde Nepociano, será derrotado y apartado del trono. Según ellos esto no fue casual y tuvo mucho peso la creciente importancia que fue adquiriendo el territorio gallego al cobijar en su seno los restos del Apóstol. Como veremos a continuación las repercusiones de este acontecimiento abarcaron otras facetas como la económica, la artística y por supuesto, la espiritual.

1 Quisiera aclarar que en la historiografía se manejan muchas fechas para datar este momento de la historia jacobea. Finalmente me he inclinado por este año por considerarlo, desde mi punto de vista, como el más aproximado al contexto temporal de aquel acontecimiento singular de nuestra historia. Otro contexto temporal muy valorado ubica el descubrimiento de la tumba del Apóstol entre los años 820 y 830 (nota del autor).

2 El privilegio de las tres millas es, de facto, el origen de las Tierras de Santiago, del coto y su entorno. Con el tiempo, el privilegio iría aglutinando más y más territorio abarcando gran parte de las provincias de A Coruña y Pontevedra. Naturalmente, esta expansión territorial respondió a un criterio estratégico que favoreció enormemente a la Iglesia desde un punto de vista económico.

3 Cuyo nombre en árabe era Al-Mansur.

4 Aquel lector que quiera profundizar sobre este particular puede consultar mi obra Historia Secreta de la Edad Media, donde hago mención de las razones que justifican que estamos ante una leyenda inventada más que ante un hecho que hubiera tenido realmente lugar en el pasado.

5 A excepción de San Pablo y San Pedro, el Apóstol Santiago era el único apóstol enterrado en Occidente. De ahí las reticencias de los diversos papas que mostraron su preocupación con el fenómeno jacobeo.

6 Un territorio que se ubicaba al norte de Castilla.